jueves, 6 de octubre de 2011

Nuestro Padre nos dará el Espíritu Santo si se lo pedimos


Mal. 3, 13-18; 4, 2;

Sal. 1;

Lc. 11, 5-13

Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor’, repetimos en el salmo. ¿En quién mejor podemos poner nuestra confianza?

Confiamos porque nos sentimos seguros; confiamos porque nos sentimos apreciados y amados; confiamos y nos dejamos guiar; confiamos y no tememos; confiamos y nos sentimos en paz. La confianza en la vida, también como un valor humano necesario en nuestras relaciones entre unos y otros, nos hace crecer y madurar y hará que nos sintamos más libres y hasta seamos capaces de desarrollar mejor todas nuestras capacidades. La confianza verdadera no nos hace dependientes ni inseguros sino todo lo contrario. Porque si una de las cosas que nos da confianza es el sentirnos apreciados y valorados, aprenderemos también a valorarnos a nosotros mismos, a ser más nosotros mismos y a desarrollar mejor todo nuestro ser.

Esto que decimos como un valor humano lo podemos vivir profundamente en nuestra relación con el Señor, con Dios. Decimos que ponemos nuestra confianza en el Señor, pero es que es el Señor el que pone también su confianza en nosotros cuando nos ama. Somos lo más hermoso que ha salido de sus manos creadores, pues como nos dice la Biblia hemos sido creados a su imagen y semejanza. Y Dios sigue confiando en nosotros a pesar de que no siempre seamos fieles, y sigue amándonos a pesar de nuestro pecado. Es esa la maravilla del amor de Dios, que nos ama y nos entrega su Hijo no porque nosotros seamos buenos, sino incluso siendo nosotros pecadores.

Con esa confianza de amor acudimos a El en nuestra oración. Es lo que nos enseña hoy en el evangelio. A orar con la confianza de los hijos. A orar porque nos sentimos amados y porque también nosotros queremos amarle. Y oramos y le pedimos desde nuestra pobreza y necesidad, y oramos y le buscamos porque El lo es todo para nosotros; y oramos y lo llamamos porque siempre queremos sentirle a nuestro lado. Que orar no es sólo pedir, sino buscarle, sentir su presencia que llena e inunda nuestra vida.

Tenemos que aprender a darle profundidad, hondura a nuestra oración. Tenemos que aprender a gustar la presencia del Señor en nosotros cuando oramos. Si la oración es ese encuentro amoroso del hijo con su Padre nunca tendríamos que cansarnos de nuestra oración ni tendría que ser aburrido para nosotros ese momento en que nos encontramos con El. Es más, tendría que ser algo que estuviéramos deseando siempre, como el sediento que busca con ahinco la fuente de aguas frescas y vivas. Sin embargo, reconocemos, que muchas veces nos cuesta la oración, porque quizá no estamos en lo que estamos.

A eso nos invita hoy Jesús; a esa confianza, a ese encuentro de amor y de vida. Y nos dice que si entre nosotros los hombres, que no somos tan buenos, sin embargo escuchamos al que nos pide algo y lo atendemos, aunque solo fuera por la importunidad e insistencia del que pide, cuánto más no hará Dios que es Padre bondadoso y lleno de amor con nosotros. Dios nos escucha no porque lo dejemos en paz, sino porque es el Padre bueno que siempre está pendiente de sus hijos para darle lo mejor.

‘Así os digo a vosotros: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca, halla, y al que llama se le abre…’ Pero fijémonos en lo que nos dice, ‘si vosotros que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espiritu Santo a los que se lo piden?’

Pero, ¿le pediremos nosotros que nos dé su Espíritu Santo? Sí, pedir el Espíritu divino que sea nuestra fortaleza en nuestras luchas, que sea nuestra luz en las oscuridades de los caminos de la vida, que nos dé la luz de su sabiduría en todo momento para saber hacer el bien, discernir lo bueno que tenemos que hacer. No es que Dios nos resuelva milagrosamente los problemas que tenemos, sino que nos dé su luz para que sepamos discernir lo bueno, y escoger el mejor camino o la mejor solución. Y es el Espíritu divino que nos hará conocer más a Dios; el Espíritu que clama en nuestro interior para que llamemos Padre a Dios.

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