lunes, 31 de octubre de 2011

Dichoso tú porque no pueden pagarte, te pagarán cuando resuciten los justos


Rom. 11, 29-35;

Sal. 68;

Lc. 14, 12-14

El texto que nos ofrece hoy el evangelio viene a ser como la conclusión del que se nos proclamó el sabado pasado. Recordamos que habían invitado a comer a cada de uno de los principales fariseos y ya escuchamos entonces cómo los invitados escogían los primeros puestos que motivo que Jesús nos dejara un hermoso mensaje. Hoy viene a concluir diciéndonos a quien deberíamos invitar.

Los criterios que nos ofrece Jesús pueden sorprendernos y chocar con lo que son las “buenas” (y lo pongo entre comillas) costumbres sociales. Si alguien me invita a mi, luego me siento obligado a invitarlo yo también. Todas nuestras relaciones se van quedando en el círculo de nuestros amigos o de aquellos que por los intereses que sean pues nos invitamos a comer juntos y asi discurre nuestra vida social.

Jesús viene a rompernos los esquemas. Porque El nos propone otros esquemas que son los esquemas del amor y de la generosidad. Tal como vamos haciendo normalmente en la vida parece como si nos fueramos pagando mutuamente las cosas buenas que nos hacemos los unos a los otros. Como suele decir la gente ‘hoy por ti, mañana por mí’. Ayudo al que me ayuda, presto al que me presta, soy amigo solo del que me hace el bien. Como anécdota me viene a la memoria algo que alguna vez le escuché decir a alguien cuando asistía a un entierro o funeral, ‘vamos a pagar un día de jornal’, como quien dice hoy lo acompaño para que cuando me muera me acompañen a mí.

Nos sorprende Jesús con el estilo del amor que El quiere que sea la base verdadera de todas nuestras relaciones. ‘Cuando des una comida o una cena, no invites… a los que corresponderán invitándote con lo que quedarás pagado. Cuando des un banquete invita… a los que no pueden pagarte. ¡Dichoso tú, porque no pueden pagarte! te pagarán cuando resuciten los muertos’. Ya lo hemos escuchado con todo detalle en la proclamación del Evangelio.

La recompensa que nos viene del cielo; la trascendencia que han de tener nuestros actos. Cuando llegue la hora del último día nos dirá el Señor ‘ven, porque tuve hambre y me diste de comer, estaba sediento y me diste de beber, estaba desnudo y me vestiste…’ No porque hubierámos dado de comer a los que antes nos habian invitado a nosotros, sino porque dimos de comer a aquel hambriento, a aquel pobre que nada tenía en el que estaba Jesús.

‘Heredad el Reino preparado para vosotros…’ Podremos sentarnos en el banquete del Reino de los cielos, porque antes habíamos sentado a nuestra mesa terrena, habíamos abierto las puertas de nuestra vida a Jesús en la persona de aquel pobre y necesitado.

Creo que no es necesario hacer más comentarios a este texto. Vamos ahora a seguir participando del banquete del Reino en la Eucaristía que estamos celebrando, anticipo y prenda del banquete del Reino de los cielos que un día celebraremos en la gloria del cielo. Es la mesa a la que todos estamos invitados. Es la mesa en la que nos sentamos todos sin hacer distinciones de ningun tipo, ni buscar ninguna preferencia. Así tiene que ser en verdad nuestra participación en la Eucaristía.

Sólo necesitamos estar vestidos con el traje de fiesta de la gracia, de nuestro amor, de nuestra generosidad, de nuestra humildad. No hagamos distingos entre los que estamos participando de la misma Eucaristía. Son necesarias esas actitudes de amor y de generosidad que manifiestan la apertura de nuestro corazón al hermano, a todo hermano para que se siente con nosotros en la mesa del Reino.

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