miércoles, 21 de septiembre de 2011

Participar de la mesa de la amistad que a todos ofrece Jesús



San Mateo, evangelista
Ef. 4, 1-7.11-13;
Sal. 18;
Mt. 9, 9-13

En la oración final de la Eucaristía de esta fiesta del apóstol vamos a expresar que ‘hemos participado de la alegría saludable que experimentó san Mateo al tener de invitado en su casa al mismo Salvador…’

Efectivamente hemos escuchado en el relato evangélico que san Mateo después de escuchar la llamada del Señor a seguirle quiso sentar en la mesa de la amistad a Jesús con sus discípulos. Escucharemos un hecho semejante cuando Jesús invitó al publicano Zaqueo a bajar de la higuera porque aquel día quería hospedarse en su casa. Con gozo Zaqueo lo recibió ofreciéndole un banquete con todo lo que a continuación sucedió de la conversión de aquel publicano para volver totalmente su corazón al Señor. Ahora ha sido también un publicano, que estaba sentado tras su mostrador cobrando los impuestos, quien a la invitación de Jesús a seguirlo lo deja todo – ‘se levantó inmediatamente y lo siguió’, que relata el evangelio – pero ofrece a Jesús sentarse a la mesa con sus discípulos. Grande sería la alegría de quien se sintió llamado por el Señor para ser su discípulo sin importarle su condición de publicano, un hombre pecador como eran considerado por el conjunto de los judíos.

Si había sentado a la mesa a Jesús y sus discípulos justo era que también los amigos y compañeros del publicano participaran también de aquella mesa de la amistad. Allí donde está Jesús caben todos porque todos se sienten invitados porque Jesús no ha venido a excluir a nadie desde ninguna prevención o prejuicio sino que El quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Es la mesa del amor y de la amistad, porque es la mesa donde Jesús siempre nos está ofreciendo su salvación.

Pero ya sabemos, los hombres estamos tan llenos de prejuicios, tenemos tantas prevenciones contra los demás en nuestra cabeza y en nuestro corazón que enseguida comenzaremos a hacer distinciones o a creernos mejores que los demás. Sería un contrasentido en quienes estén sentados en la misma mesa de Jesús, en quienes comemos su mismo pan que es signo siempre de salvación. Y es una de las cosas a las que tenemos que estar atentos para no caer ni en juicios ni en sospechas en el interior del corazón, pero a lo que nos sentimos fácilmente tentados.

Es lo que sucedía a quienes contemplaban lo que sucedía en la casa de Mateo, como sucederá también cuando Jesús se sienta a la mesa en la casa de Zaqueo. Por allá andan los fariseos con sus juicios, sus sospechas y sus prevenciones. ‘¿Cómo es que vuestro Maestro come con publicanos y pecadores?’ Alli están los puros, los del sepulcro blanqueado por fuera con muchas apariencias, pero con el corazón lleno de podredumbre, como un día les diría Jesús. Es la queja, el comentario malicioso que le hacen a los discípulos de Jesús buscando siempre el desprestigio como quienes tienen lleno su corazón de maldad.

Pero ahí está por encima de todo el hermoso mensaje de Jesús. El es el médico que viene a buscar los corazones enfermos y que quieren dejarse sanar. ‘No tienen necesidad de médico los sanosm sino los enfermos’, les dirá. El es quien viene a buscar a los pecadores porque vendrá siempre a ofrecernos el perdón y la salvación. ‘No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores’, concluirá Jesús. El es quien nos muestra lo que es el rostro misericordioso de Dios, que lo que nos pide a nosotros es que actuemos también en consecuencia siempre con misericordia. Es Jesús quien viene a sentarnos, sí, en la mesa de la amistad, de la comunión, del amor, donde todos tenemos que sentirnos siempre hermanos.

Así es el corazón de Dios. Así nos lo revela Jesús. Así nos muestra el amor que Dios nos tiene que nos envía a su Hijo. Así nos enseña cómo nosotros hemos de vivir en ese amor. Cómo nos lo enseñará luego Mateo en su evangelio mostrándonos en Jesús todo lo que es ese amor de Dios que así se nos manifiesta y se nos revela cuando con corazón humilde acudimos hasta El.

Así le pediremos en nuestra oración que aprendamos a sentir la alegría como Mateo de poder sentarnos a su mesa, alimentarnos de su Cuerpo y de su Sangre para poder alcanzar y vivir para siempre su salvación.

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