domingo, 24 de abril de 2011

¡Resucitó de veras, mi amor y mi esperanza!’


¡Resucitó de veras, mi amor y mi esperanza!’

Hechos, 10, 34.37-43; Sal. 117; Col. 3, 1-4; Jn. 20, 1-9

‘¿Qué has visto de camino, María, en la mañana? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras, mi amor y mi esperanza!’

Así cantamos, nos preguntamos y proclamamos con el himno litúrgico de la secuencia de la Eucaristía de esta mañana de Pascua. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! ‘Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo’, repetíamos con el salmo. Celebramos a Cristo resucitado. Proclamamos nuestra fe en Cristo resucitado. Queremos anunciar a todo el mundo que Cristo ha resucitado. No nos cansamos de repetirlo. Estamos llenos de la alegría del Espiritu y nos sentimos renovados y transformados por su gracia.

Esta mañana de Pascua prolongamos los ‘aleluyas’, la alegría que nos embargaba anoche en la Vigilia Pascua cuando cantábamos a Cristo resucitado. Se prolonga esa alegría, se prolonga esa fiesta, no un día ni dos, sino una semana, hasta cincuenta días que dura la Pascua, como tendría que ser la alegría de toda nuestra vida cristiana.

Hemos venido haciendo un camino durante cuarenta días esperando que llegue este momento. Ya casi desde un principio vislumbrábamos la gloria de la resurrección al contemplar a Jesús transfigurado en el Tabor. Un camino de desierto en el que nos dábamos cuenta de todas nuestras contradicciones y toda nuestra desorientación; un camino en el que a los sedientos se nos ofrecía el agua viva para la vida eterna; a los que estábamos en tinieblas se nos anunciaba la luz que sólo en Jesús podíamos encontrar; y para nuestra muerte se nos prometía vida y vida para siempre si poníamos toda nuestra fe en Jesús.

Hoy podemos decir que aquí tenemos esa agua viva, esa luz y esa vida. Tenemos a Jesús resucitado en quien encontramos todo eso y mucho más. El lo es todo para nosotros. Contemplamos su gloria, nos llenamos de su luz y con El queremos sentirnos en verdad resucitados a vida nueva. Cristo ha venido a hacer un mundo nuevo y un hombre nuevo.

En Cristo resucitado encontramos ese verdadero camino, porque El es el camino, la verdad y la vida y ya para nosotros no tiene que haber más desorientación ni contradicción. Y en Cristo resucitado podemos decir que en verdad podemos ser ese hombre nuevo de gracia y de santidad. En Cristo resucitado nos sentimos impulsados con toda la fuerza de su Espíritu a ir realizando ese mundo nuevo, ese hombre nuevo.

Hemos contemplado en el evangelio esa experiencia viva de la fe. Una fe que crecía más y más en los discípulos en la medida en que iban sintiendo que era verdad que Cristo había resucitado. Primero María Magdalena se siente desconcertada cuando encuentra la losa del sepulcro quitada y allí no está el cuerpo de Jesús. Para ella aún era oscuro. Le faltaba la experiencia del encuentro vivo con Cristo resucitado para que ella encontrara la luz y saliera de las tinieblas.

Pero María en su miedo y en sus oscuridades, ella que tanto amaba a Jesús, corre al encuentro de los discípulos. ¿Simplemente va a llevar la noticia? ¿busca algun consuelo o seguridad en aquella primera comunidad? Cómo tendríamos que aprender a buscar la luz, a buscar la verdad de Jesús que a través de la comunidad podemos encontrar. ‘Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos donde lo han puesto’, es lo único que entonces se le ocurre decir. Más adelante, como nos seguiría contando el evangelio, al encontrarse con Jesús al que confunde con el jardinero todavía seguirá buscando porque ella está dispuesta a todo con tal de encontrarse con Jesús. Así sucederá cuando Jesús la llame por su nombre.

Mientras Pedro y Juan corren al sepulcro. Quieren comprobar lo que María Magdalena les ha contado. Sólo se van a encontrar un sepulcro vacío, ‘las vendas por el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte’. Llega Juan primero, llega Pedro; entra Pedro primero, luego entra Juan; ‘vió y creyó’, dice escuetamente el evangelista. ‘Hasta entonces no habían entendido la Escritura: que El había de resucitar de entre los muertos’. Era lo que Jesús tantas veces habían anunciado y no habían entendido ni creído.

‘Vió y creyó’. ¿Qué vamos a buscar en el sepulcro? ¿El cuerpo de un crucificado muerto y derrotado? Vamos a comprobar que allí no está porque ha resucitado. ‘No busquéis entre los muertos al que vive. Ha resucitado.

Nos vamos a encontrar al Señor que es nuestra vida, que es nuestra luz, que es nuestro camino, que es nuestra verdad. Vamos a encontrarnos con el Señor vencedor de la muerte y del pecado. Ya allá en lo alto de la cruz, desde nuestra fe, no veíamos una derrota sino una victoria. Sabíamos en verdad que era el Señor. Como el centurión también nosotros queríamos decir que ‘en verdad este hombre era el Hijo de Dios’. Pero ahora lo podemos proclamar con mayor rotundidad y certeza. ‘Al Jesús que mataron colgándolo de un madero, Dios lo resucitó al tercer día’, como decía Pedro en lo que hemos escuchado en los Hechos de los Apóstoles. ‘Y los que creen en El reciben por nombre el perdón de los pecados’.

De ahí nuestra alegría y nuestros cantos. De ahí el entusiasmo de nuestra fe. De ahí toda esa vida nueva que sentimos en lo hondo del corazón y que queremos contagiar a los demás. ¿Cómo no alegrarnos cuando sentimos ese perdón de Dios en nuestra vida, cuando sentimos la gracia de su salvación en nosotros?

Porque además esa alegría, y esa fe, y ese amor nuevo que sentimos en nuestro corazón no nos lo podemos guardar para nosotros mismos. Nos tenemos que convertir en anunciadores de evangelio, en trasmisores de alegría de la verdadera. Tenemos que contagiar de nuestra fe a nuestro mundo. Tenemos que llevar la luz de Cristo resucitado que disipe tantas tinieblas. Tenemos que, en nombre de Cristo, resucitado hacer ese mundo nuevo.

¡Aleluya!, que Cristo ha resucitado. Resucitemos con El.

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