jueves, 27 de enero de 2011

La Palabra que recibimos allá en lo escondido del corazón es para que salga a la luz


Hebreos, 10, 19-25;

Sal. 23;

Mc. 4, 21-25

El candil no se mete debajo de la mesa, sino que se pone en alto para que ilumine a todos y todos puedan beneficiarse de su luz. No tendría ningun sentido encender una luz para ponerla en un lugar oculto. Una imagen muy sencilla que tiene un hermoso significado.

Eso fue Jesús para todos cuando apareció por los caminos de Palestina, por los pueblos y aldeas de Galilea. ‘El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande’. Ya hemos escuchado como los discípulos recordaban lo anunciado por los profetas cuando Jesús comenzó a predicar. Y la gentes se sentían atraídas por esa luz.

Pero Jesús nos está diciendo más. Eso tenemos que ser nosotros cuando hayamos encontrado esa luz, cuando nos hemos llenado de esa luz. No podemos escondernos. No podemos esconderla. En otros lugares nos dirá Jesús que tenemos que ser luz para las gentes y que vean nuestras buenas obras para que glorifiquen al Padre del cielo. ‘Vosotros sois la luz del mundo; vosotros sois la sal de la tierra’.

Es cierto que todo arrancará quizá allá en lo secreto de nuestro corazón. Porque será allá en lo más hondo de nosotros mismos donde sentiremos esa Palabra del Señor que nos habla, que nos ilumina, que nos hace recapacitar, que nos hará levantarnos de nosotros mismos con un sentido nuevo, con un valor nuevo, con una gracia nueva que nos habrá transformado profundamente. Qué importante abrir el corazón para escuchar la Palabra que se nos proclama.

Ahora mismo se nos está proclamando públicamente, en alta voz podíamos decir, la Palabra del Señor. No basta sólo que la oigamos como tantas otras palabras que oímos a lo largo del día o de la vida. No es una Palabra más ni una Palabra cualquiera. Es la Palabra del Señor que siempre es palabra de vida. Tendrá que ser una Palabra que dejemos penetrar allá en lo más hondo de nosotros mismos, escuchándola lejos de tantos otros ruidos. Con suavidad como mansa lluvia, o como espada penetrante que va hundiéndose en nuestro corazón hemos de dejar que llegue allá a lo más secreto de nuestro yo.

Ponemos nuestros sentidos o toda la fuerza de nuestro amor para escucharla, y dejar que nos hable, y nos diga cosas, y nos manifieste el amor de Dios, y nos interrogue por dentro, y nos señale cosas o pautas para nuestro camino. Es importante la actitud con que la acojamos. Nunca podemos dejarnos llevar por la rutina o el simple ritualismo de hacerlo porque hay que hacerlo y nada más. Es la Palabra de Dios que se nos proclama y que tenemos que saber escuchar.

Creo que también cuando la proclamamos en nuestra celebración tenemos que cuidar mucho en la manera de hacerlo el que pueda llegar esa palabra a lo más hondo de nosotros. Y es una lástima que no siempre se haga así. Y no podemos andar con prisas. Y no podemos temer los silencios para la reflexión, para masticar una y otra vez esa Palabra que el Señor nos dice. Hay gente que le tiene miedo al silencio, pero si no hacemos ese silencio difícilmente podremos escuchar ese susurro de amor de Dios que se nos comunica en la Palabra. Con generosidad grande abrimos el corazón a lo que el Señor quiera decirnos.

Pero todo eso que vamos a sentir por dentro no es para guardarlo ahí sólo para nosotros. Sino que será una luz que brille en nuestro interior pero que tendrá que reflejarse también en lo que vivamos por fuera. Porque con esa luz tenemos que ir a iluminar también a los demás. Es lo que nos está diciendo hoy Jesús en el evangelio. Porque con esa misma medida de generosidad tenemos que llevar esa luz a los demás. Eso que allá en lo escondido de nuestro corazón hemos sentido y hemos vivido, ‘es para que salga a la luz’, como nos dice Jesús.

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