sábado, 6 de noviembre de 2010

Unas frases para no olvidar: todo lo puedo en aquel que me conforta…

Filp. 4, 10-19;
Sal. 111;
Lc. 16, 9-15

Algunas veces nos encontramos con frases lapidarias que en pocas palabras nos dejan un gran mensaje y que no se deberían olvidar nunca. Por eso mismo las llamamos lapidarias, grabadas en lápidas, en piedras a base de cincel y martillo para que nada las pueda borrar. Hoy hacemos carteles en papel o tela u otros materiales semejantes, pero la frase lapidaria merece un material más permanente como permanente tiene que ser su mensaje.
La palabra proclamada hoy nos ofrece varias de esas frases para no olvidar y que merecerían más amplio comentario que el que en este corto espacio podamos ofrecer. Comienzo por una que nos ofrece san Pablo. ‘Todo lo puedo en aquel que me conforta’ nos dice el apóstol. Seguridad y fortaleza en el Señor. Por nosotros quisiéramos hacer mucho, pero nos sentimos muchas veces débiles, imposibilitados o no somos siempre capaces. Pero el Señor es nuestra fortaleza. Pensemos en nuestro camino de superación. Pensemos en cómo hemos de vencer la tentación. O pensemos en algo grande que deberíamos emprender.
Pero quiero recoger otra frase de este mismo texto de la carta a los Tesalonicenses. Pablo está agradecido a la comunidad por tanta ayuda que ha recibido de ellos, incluso subsidios que en ocasiones le enviaron cuando estaba en otras comunidades. Su agradecimiento se hace bendición del Señor. Pero que nos enseña también cómo hemos de actuar generosamente que el Señor nos bendecirá que siempre nos ganará en generosidad. ‘En pago, les dice, mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza en Cristo Jesús’. Grande es el premio que del Señor recibimos por lo bueno que hagamos, porque su recompensa será siempre eterna.
Del evangelio escuchado podríamos resaltar muchas. Destaquemos algunas. ‘El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar…’ La fidelidad en las cosas pequeñas. Quizá nos sintamos capacitados para hacer cosas grandes y en nuestra autosuficiencia y orgullo le damos menos importancia a las cosas pequeñas. Pues nos dice el Señor, y la experiencia nos lo confirma, que si no somos de fiar, si no somos honrados en las cosas que nos puedan parecer pequeñas e insignificantes, tampoco seremos capaces de hacer cosas grandes.
Nos dice también que ‘ningun siervo puede servir a dos amos… no podéis servir a Dios y al dinero’. Mal amo de nuestra vida es el dinero y la riqueza, porque en lugar de darnos libertad lo que hace es esclavizarnos. Cómo se nos apega el corazón, cómo creemos que el dinero o las riquezas son la solución de todos los problemas. Sirvamos a Dios que es el que da verdadera libertad a nuestro corazón. Sirvamos a Dios que es el que nos da la más profunda grandeza y la mayor felicidad.
Podríamos destacar más. Sólo fijarnos en la última con la que termina este texto que nos ofrece hoy la liturgia. ‘La arrogancia con los hombres, Dios la detesta’. La da ocasión a pronunciar esta sentencia la actitud en cierto modo burlona de los fariseos hacia Jesús por lo que había dicho anteriormente. ‘Dios os conoce por dentro’, les dice. Un corazón arrogante no lo quiere el Señor. Dios se complace en los humildes y sencillos. Alejemos de nuestro corazón todo orgullo y toda soberbia. Aprendamos a caminar por caminos de humildad, porque el Señor ama a los pequeños y se revela a los humildes y sencillos de corazón. Ya hemos escuchado a Jesús en este sentido en otros lugares del evangelio.
Grabemos a cincel en nuestro corazón estas sentencias, que nos ayuden a buscar sinceramente al Señor y a poner toda nuestra confianza solamente en El. Seamos siempre generosos de corazón.

viernes, 5 de noviembre de 2010

En medio de la ciudad terrena somos ciudadanos del cielo

Filp. 3, 17-4,1;
Sal. 121;
Lc. 16, 1-8

Porque seamos cristianos y Dios nos haya hecho sus hijos no nos arranca de esta vida y de este mundo, porque es aquí donde en el hoy hemos de vivir. Vivimos como ciudadanos de esta ciudad terrena pero sabiendo que somos ciudadanos del cielo, porque somos ciudadanos, por decirlo de alguna manera, del Reino de Dios. Reino de Dios que aquí y ahora en esta ciudad terrena hemos de construir y vivir sabiendo que solo en Dios podemos alcanzarlo en plenitud.
¿De dónde somos? ¿dónde hemos de hacer nuestra vida? Estamos en medio del mundo y las cosas del mundo tenemos que utilizar; son las cosas materiales de las que nos valemos, es todo lo que entra en una relación y trato con los que nos rodean, es la utilización también de unos bienes o medios económicos para nuestro intercambio y como ayuda a nuestro vivir o a nuestro desarrollo y así podríamos pensar en muchas cosas más; pero hemos de tener claro esa ciudadanía, como decíamos antes, del Reino de Dios al que pertenecemos, por lo que no podemos contagiarnos con las cosas y las maldades del mundo. Es más, por esa vivencia del Reino de Dios que impregna nuestra vida hemos de saber utilizarlo con rectitud y siempre para bien.
Podrá parecernos que se nos pone difícil. Es cierto que no es fácil. Es fácil contagiarse de la malicia o de la maldad de lo que nos rodea y aparezcan ambiciones en el corazón que nos manchan y nos pervierten, egoísmos que nos encierren para pensar solo en el bien propio y así muchas cosas. Pero no imposible. Contamos con la fuerza y la gracia de Dios, con la fuerza de su Espíritu que será el que nos guíe, nos preserve del mal y nos haga caminar por caminos de rectitud.
Ya nos ha dicho san Pablo hoy: ‘como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos, hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo… sólo aspiran a cosas terrenas…’ Será entonces la maldad, la perdición, sus pasiones desenfrenadas, el afán desmedido del placer… los que llenen sus vidas. Y detrás de todo esto cuánto mal aparecerá.
La parábola que nos propone Jesús hoy en el evangelio – no hace muchos domingos que la hemos comentado – es un ejemplo de ese mal del que nos valemos para conseguir lo que sea, reflejado por una parte en la mala administración primero y en los sobornos y chanchullos que luego utilizará aquel administrador injusto para cubrirse las espaldas, como se suele decir. La parábola no es una alabanza, por supuesto, de la maldad de aquel administrador injusto, sino su astucia.
¿Seremos astutos nosotros para conseguir el cielo y la gracia del Señor? Ya sabemos cómo nos afanamos en los negocios del mundo, en los intereses materiales y mundanos, y cómo no ponemos el mismo empeño en las cosas de Dios. ‘Ciertamente los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz’, sentencia Jesús al final de la parábola.
Nos recuerda firmemente el apóstol: ‘Nosotros por el contrario somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un salvador…’ Tenemos una fe y una esperanza. El sentido de nuestro vivir tiene que ser otro bien distinto. Esa ciudadanía del cielo, del Reino de Dios, aquí en nuestro mundo tenemos que vivirla pero con la esperanza de la plenitud que en Dios un día encontraremos. No nos desentendemos de este mundo, sino todo lo contrario nos sentimos fuertemente comprometidos en él pero para llenarlo de esos valores del Reino de Dios.
¿Cómo hemos de vivir, entonces? ¿cómo hemos de ganarnos esa plenitud del cielo que nos aguarda? Sólo en la rectitud y la justicia, en el amor y como constructores de paz, en la generosidad del desprendimiento para compartir, en el cumplimiento fiel del mandamiento del Señor podremos alcanzarla. Nos vamos ahora transformando en el amor y un día nos sentiremos totalmente transformados en Dios para la vida en plenitud. ‘El transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo’, que nos sigue diciendo el apóstol.

jueves, 4 de noviembre de 2010

El orgullo de la fe y la alegría del perdón


Filp. 3, 3-8;
Sal. 104;
Lc. 15, 1-10


En dos pensamientos quiero resumir lo que nos ofrece la Palabra de Dios hoy: nuestra riqueza y nuestra gloria está en el Señor, y la alegría de la fe y de sentirnos amados por Dios.
Quiero subrayar por una parte el hermoso mensaje que nos ofrece Pablo en el texto hoy proclamado de la carta a los Filipenses. ‘Todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por El lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo’.
Recuerda Pablo su condición de judío fiel y cumplidor en la ley del Señor, tal como era su vida antes de conocer a Cristo. Hace como una ficha de lo que era su vida y hasta de lo bien considerado que estaba como fariseo observante de la ley, irreprochable en su conducta, y hasta en cierto modo intransigente en su fe de manera que se había convertido en un perseguidor de la Iglesia de Cristo Jesús. Pero el Señor le había salido al paso y lo que hasta entonces era para él su gloria y su orgullo ahora lo considera como basura. Lo más importante que le ha sucedido en su vida fue conocer a Cristo, encontrarse con Cristo y esa es su gloria ahora considerando pérdida y basura todo lo otro.
El orgullo de la fe, y digo orgullo en un buen sentido. El gozo de creer y conocer a Cristo. El gozo y la gloria de ser cristiano por lo que tendríamos que ser capaces de darlo todo. Qué hermoso el testimonio de los mártires a través de todos los tiempos, pero que es el testimonio también de tantos y tantos cristianos que viven a tope su fe, su entrega, su amor y siguen hoy dando testimonio valiente de Jesús. Celebrábamos hace unos días la fiesta de Todos los Santos, pensando sí en los que en el cielo están cantando la gloria del Señor, pero pensando también en los que a nuestro lado viven santamente su fe, su vida, dando valiente testimonio de su condición de cristianos. Que sintamos en nuestro corazón también esas ansias.
Pero dijimos en principio también la alegría de la fe y de sentirnos amados del Señor. Y lo hago en referencia a lo escuchado en el evangelio.
Nos propone Lucas en este capítulo las parábolas de la misericordia. Hoy hemos escuchado la del buen pastor que busca a la oveja perdida, y la de la mujer que revuelve y rebusca por toda la casa hasta encontrar la moneda extraviada. Nos habla Jesús de esa búsqueda, y nos está hablando cómo Dios nos busca y nos llama cuando perdidos por nuestro pecado nos hemos alejado de El, pero nos habla también de la alegría por la oveja encontrada y la moneda hallada.
Nos dice Jesús: ‘Os digo que así habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse… os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta’.
Nos habla de la alegría de Dios, de la alegría del cielo. Pero quiero pensar yo en nuestra alegría cuando hemos vuelto de nuevo al encuentro del Señor tras el arrepentimiento y el perdón.
Habría que destacarlo también. Habría que subrayarlo. Es la alegría que tenemos que sentir en nuestro corazón cuando nos acercamos arrepentidos al sacramento de la penitencia para pedir perdón por nuestros pecados y recibimos el perdón de Dios. No podemos salir del sacramento de cualquier manera. No sé si algunas veces nos parecemos a aquellos leprosos que Jesús curó en el camino, entre los que uno solo volvió dando saltos de alegría para dar gracias y alabar a Dios porque había sido curado.
Que sintamos y manifestemos esa alegría del perdón. Hacemos muchas veces demasiado individualista la recepción del sacramento de la Penitencia, como si fuera solo una cosa entre Dios y yo, y no llegamos a manifestar esa alegría por el amor y el perdón recibido, que también a gritos tendríamos que compartir con los demás hermanos. Estoy contento, estamos contentos porque el Señor me ha perdonado, tendríamos que decir, tendríamos que gritar a los demás para así con todos dar gracias al Señor.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Mucha gente acompañaba a Jesús

Filp. 2, 12-18;
Sal. 26;
Lc. 14, 25-33

‘Mucha gente acompañaba a Jesús’,
dice sencillamente el evangelista. Pero Jesús se vuelve hacia ellos para hacerles un planteamiento serio de lo que significaba ir con El.
¿Por qué seguían a Jesús? Muchos podían ser los motivos. ¿Eran sus discípulos, o lo seguían, por sus milagros y por eso se entusiasmaban? Ya nos habla de la admiración que producían sus milagros en la gente. Jesús después de la multiplicación de los panes, primero cuando quisieron hacerlo rey, él desapareció en la montaña; y a la mañana siguiente en Cafarnaún les dice que le buscan porque habían comido pan hasta saciarse allá en el desierto.
¿Le siguen porque se sienten cautivados por sus palabras y enseñanzas? Repetidas veces el evangelio habla de la admiración por la manera de enseñar que tiene Jesús con autoridad, y es cierto también que es admirable su enseñanza y su forma de trasmitirla con los ejemplos y parábolas para que todos entiendan. Pero, ¿se quedarían sólo en eso?
Otros quizá verían renacer sus esperanzas de una pronta liberación de Israel conforme al pensamiento que tenían entonces de lo que sería el Mesías prometido y esperado. Todavía los mismos apóstoles poco antes de la ascensión están preguntando si ya era la hora de la futura liberación de Israel.
Pero, bueno, y nosotros ¿por qué le seguimos y nos llamamos cristianos? ¿Simplemente porque todos en nuestro entorno dicen que lo son y no estaría bien visto no serlo? ¿Quizá porque estamos bautizados desde chicos? ¿O podría ser porque vemos ahí una forma de expresar nuestros más elementales sentimientos religiosos? ¿o como dicen algunos es que en algo hay que creer? Bueno, no lo veamos todo negativo y quizá tengamos razones más profundas para serlo.
Pero Jesús es tajante en sus planteamientos, como escuchamos hoy en el evangelio. No podemos tener un amor a nada ni a nadie que esté por encima del amor que le tengamos a El. Un amor primero y preferencial. ‘Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre o a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío’. Y añadirá que es necesario tomar la cruz para ir detrás de El, porque de lo contrario ‘no puede ser discípulo mío’.
Es serio. Es tajante. Cristo tiene que ser el único centro de nuestra vida. Con El no caben las medias tintas ni los medios tonos. O somos cristianos, seguidores de Jesús o no lo somos. Y ser seguidor de Jesús entraña esa radicalidad. Todo tiene que ser mirado y vivido según la mirada y el sentido de Cristo. Cristo será el único sentido de nuestra vida, de lo que hacemos y de lo que decimos, de nuestro actuar y de nuestras actitudes profundas. Su evangelio tiene que estar plantado totalmente en nuestra vida y entonces nuestra vida y nuestro actuar será siempre conforme a lo que Jesús nos dice y enseña. Y eso ha de hacer que cada día me vaya purificando más de mi mismo también.
Nos propone dos parábolas: la del constructor que va a edificar una torre o la del rey que va a entablar batalla con su rival. Han de sentarse antes a ver si pueden hacerlo, si tienen lo necesario, si es capaz de con lo que tiene vencer a su enemigo. Tienen que pararse a hacer los cálculos, dice Jesús.
Nos sucede en nuestra vida cristiana, que quizá no siempre nos hemos parado lo suficiente para saber bien lo que significa seguir a Jesús, los planteamientos que nos hace el evangelio y simplemente nos contentamos con hacer lo que todo el mundo hacer sin ninguna planteamiento más profundo. Y saldrá entonces una vida cristiana floja y poco comprometida; surgirá una vida fría y rutinaria en que nos contentamos con decir esto es que siempre se ha hecho así, pero sin preguntarnos si es eso realmente lo que nos enseña el evangelio. Faltará profundidad a nuestra vida cristiana.
En la vida cristiana siempre podemos conocer más a Jesús, profundizar más en el evangelio, crecer en mi espiritualidad, darle hondura a mi vida. No todo lo tengo hecho siempre, sino que tiene que haber ese espíritu de superación y crecimiento. Ojalá tengamos verdadera hambre de conocer cada día más a Jesús. Que cada día profundicemos más en el evangelio para ser más auténticos cristianos. Yo siento que a mi me falta mucho en ese crecimiento y quisiera cada día conocer y amar más a Jesús.

martes, 2 de noviembre de 2010

Oramos por los difuntos en una celebración también gozosa y llena de esperanza

CONMEMORACION DE LOS FIELES DIFUNTOS
Filp. 3, 20-21;
Sal. 26;
Jn. 14, 1-6

Tras la celebración gozosa, festiva, y hasta triunfante, podríamos decir, de Todos los Santos ayer, hoy la Iglesia nos invita a hacer la conmemoración de todos los difuntos. Pero de entrada quiero decir que no tiene que ser menos festiva o gozosa por el hecho de que recordemos a los difuntos; un cristiano siempre lo hace en la esperanza y con nuestra fe puesta en Jesucristo, muerto y resucitado, para así llenarnos a todos de vida y de salvación.
Pensar en los difuntos nos hace pensar en la muerte. Algunos se llenan de tristeza y hasta de angustia, lo que tendría que hacernos analizar cuál es el sentido cristiano que de la muerte tenemos. Sin embargo, para otros en la cultura actual es algo que lo que no se quiere pensar; se oculta la muerte o a lo más tratamos de pasar por ese pensamiento de la muerte casi de puntillas para no traumatizarnos.
Aspiramos a una eterna juventud donde no tenga cabida la muerte y buscamos una vida de bienestar que queremos prolongar sin fin, y hasta osamos querer tener decisiones por nosotros mismos si una vida merece o no merece vivirse y en consecuencia tener el derecho de acabar con ella por nuestra cuenta y a nuestro arbitrio.
Pero la muerte es una realidad de nuestra existencia humana que en lo físico o corporal un día de tener su fin. Pero no somos nosotros dueños de la vida de tal manera que tengamos derecho a acabar con ella según nuestra conveniencia. La vida es un don sagrado que Dios nos ha regalado, y la vida, toda vida siempre es muy valiosa. La hora de nuestra muerte entra dentro del misterio de Dios y de su voluntad para el hombre.
Pero aparte de esta afirmación creyente – afirmamos que es un don que Dios nos ha regalado – desde el misterio de Cristo tenemos otra esperanza y otra manera distinta de enfrentarnos al hecho de la muerte y en consecuencia de vivir nuestra vida y también nuestra muerte.
Como comprendemos, para nosotros la vida es algo más que lo físico o lo corporal en cuanto estamos sujetos a un cuerpo, aunque esa vida física también la valoramos y la cuidamos. Tiene una dimensión espiritual que no se queda en los sentimientos o los pensamientos que podamos sentir o expresar en esta vida terrena. Es que a todo eso nosotros añadimos una trascendencia que va más allá de los límites de una vida terrena, porque como nos dice la fe estamos llamados a vivir una vida eterna en la plenitud de Dios.
Si ayer, por ejemplo, podíamos celebrar la fiesta de Todos los Santos, lo hacíamos no sólo porque recordáramos lo bueno y lo ejemplar, el testimonio que con su vida y su fe nos dieron mientras peregrinaron por este mundo, sino que lo hacíamos pensando en esa plenitud de vida que ahora ellos tienen en Dios.
Por eso es tan importante para nosotros la virtud de la esperanza; la esperanza cristiana que nos lleva a creer en Dios y en su Palabra, a esperar esa vida eterna en plenitud que el Señor nos ha prometido. Y ¿en qué basamos nuestra esperanza? En la fe que tenemos en Cristo, muerto y resucitado.
Cristo murió y resucitó para llevarnos a la vida, a la vida eterna. Cristo murió y resucitó para alcanzarnos la salvación; esa salvación que es redención y es perdón; esa salvación que es vida nueva que nos llena de la vida de Dios para hacernos hijos de Dios; esa salvación que cuando nos hace hijos nos hace herederos y coherederos con Cristo de vida eterna, de ese Reino eterno de Dios que por Cristo podemos llegar a vivir en plenitud.
Con Cristo resucitamos para una vida nueva. Con Cristo estamos llamados a vivir en Dios esa vida eterna para siempre. Creemos en Cristo y de El nos alimentamos y El prometió resucitarnos en el último día.
Entonces cuando hoy hacemos esta conmemoración de todos los difuntos, y en cualquier momento recordamos a los difuntos, lo hacemos siempre en esperanza. Esperamos que vivan en Dios esa plenitud de vida y salvación. Por eso nuestra recuerdo se hace oración; oramos por ellos, pero nunca con angustia ni desconsuelo, sino siempre con esperanza. No es éste un día para el llanto desesperanzado, sino un día de esperanza y de gozo en el Señor.
Queremos ofrecerle nuestro recuerdo lleno de amor a aquellos difuntos queridos, familiares o amigos, y hacemos ofrendas de flores y velas encendidas. Pero no nos podemos quedar en eso solamente sino que lo importante será nuestra oración, y la oración más hermosa que nosotros podemos ofrecer que es la celebración de la Eucaristía. Las luces tienen sentido como ofrenda que hacemos, pero también como recuerdo e imagen de la luz que Cristo nos dio y que tuvo que iluminar toda nuestra vida, y como esperanza de que ya estén para siempre en el Reino de la Luz de Dios.
Todo eso lo expresa muy bien la liturgia en sus oraciones en la celebración de la Eucaristía y en la Palabra de Dios que se nos proclama. Oramos por todos los que han muerto en la esperanza de la resurrección y oramos por todos acogiéndolos a la misericordia del Señor. Pedimos al Señor que los admita a contemplar la luz de su rostro, decimos en las plegarias eucarísticas, en el reino de la luz y de la vida.
En la Palabra de Dios que hemos escuchado se nos recuerda que somos ciudadanos del cielo y hacia allí caminamos, porque allí el Señor no tiene en su amor reservado sitio. Por eso nos invita Jesús hoy a la fe y a no perder la paz. Esa paz de la fe que en El tenemos y esa paz de la esperanza. Con esa fe y esa esperanza elevamos hoy nuestra oración al Señor por todos los difuntos, como decimos en una plegaria eucarística, ‘cuya fe sólo tú conociste’.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Dios es glorificado en la asamblea de los Santos


Apoc. 7, 2-4.9-14;
Sal. 23;
1Jn. 3, 1-3;
Mt. 5, 1-12

‘A ti te ensalza el glorioso coro de los apóstoles, la multitud admirable de los profetas, el blanco ejercito de los mártires; todos los santos y elegidos te proclaman a una sola voz, Santa Trinidad, único Dios… venid adoremos a Dios que es glorificado en la asamblea de los santos…’
Así nos invita la liturgia en sus diversas antífonas a adorar, alabar, bendecir y cantar la gloria de Dios. Hoy es la fiesta grande, la solemnidad de Todos los Santos. Esa muchedumbre inmensa que nadie podía contar de la que nos habla el libro del Apocalipsis cuando nos describe la liturgia celestial. Esa asamblea festiva a la que nosotros queremos unirnos también. Esa multitud admirable de los que ahora cantan eternamente la gloria de Dios, son intercesores nuestros que desde el cielo nos ayudan en nuestras necesidades y en nuestra debilidad, y son el más hermoso ejemplo y estímulo para los que aún peregrinamos en la tierra con ansias de cielo.
Es la Iglesia celestial, la Jerusalén celeste, la asamblea festiva de todos los santos que ya eternamente alaba al Señor en el cielo. Nosotros somos aún la iglesia peregrina, pero llena de esperanza, alegre y guiada por la fe aspira a formar parte un día de esa asamblea festiva del cielo. Esperanza que nos anima en nuestro caminar. Fe y esperanza que nos hace mirar hacia lo alto y nos ayuda a darle profunda trascendencia al camino que ahora hacemos por la vida. Fe y esperanza que nos hacen pregustar ya esa alegría del cielo aunque aún en este camino estemos rodeados de sufrimientos o nos sintamos tentados por el mal para abandonar el camino.
Es una fiesta hermosa a la que la Iglesia nos invita en este día. Pero es al mismo tiempo una invitación a que le demos tal sentido y profundidad a nuestra vida ahora que podamos aspirar a esos bienes del cielo, aspirar a participar un día de esa gloria del Señor. Por eso el contemplar esta asamblea festiva de todos los santos es para nosotros una invitación, un estímulo para que busquemos, tratemos de todos modos de vivir una vida santa. Que por la santidad con que ahora vivamos nuestra vida un día podamos contemplar a Dios y disfrutar de su gloria.
A esto nos conduce toda la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado en esta fiesta de Todos los Santos. San Juan nos ha hablado del amor que Dios nos tiene tan grande que nos llama hijos, porque en realidad nos ha hecho hijos. ‘Somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es’. Si nos detenemos un momento a considerar esto tan hermoso que nos está diciendo el apóstol, no podemos menos que dar gracias al Señor por la dignidad tan grande que nos ha concedido, pero aún más por la promesa que nos hace de que nos uniremos de tal manera a El que le podremos ‘ver tal cual es’. Si esa es nuestra meta, ¿cómo no vivir santamente?
¿En qué consiste ese camino de santidad que hemos de recorrer, que hemos de vivir? Podríamos decir sencillamente, parecernos a Jesús. No es otra cosa lo que tenemos que hacer sino vivir su vida, configurarnos con El. ¿No nos decía Pablo que su vivir era Cristo? Es lo que tenemos que hacer, copiar totalmente su vida en nosotros, meternos en El, como quien se mete en un molde, para que nuestro querer y nuestro vivir, nuestros sentimientos y nuestras actitudes, lo que hacemos o lo que pensamos no sea otra cosa sino reflejar a Cristo, vivir a Cristo.
¿Cómo podremos irnos impregnando de Cristo? El evangelio de hoy nos lo dice. Encarnar en nuestra vida el espíritu de las Bienaventuranzas. Recordemos que Jesús desde el inicio de su predicación nos invitaba a convertirnos a la Buena Noticia porque llegaba el Reino de Dios. Pues cuando nos proclama las Bienaventuranzas en el Sermón del Monte nos dirá que ‘de ellos es el Reino de los cielos’. Los que viven el espíritu de las bienaventuranzas están viviendo, están ya participando del Reino de los cielos.
Y nos dirá que ‘de los pobres de espíritu y los que lloran, de los que sufren o los que tienen hambre y sed de justicia, de los que obran con misericordia o son limpios de corazón, de los que trabajan por la paz y a los que incluso les toca sufrir todo tipo de persecución a causa de su nombre, de ellos es el Reino de los cielos’.
Pobres porque nada tenemos o de todo nos desprendemos en la generosidad del amor; sufridos porque el dolor y el sufrimiento nos puede aparecer en nuestra vida o porque somos capaces de compartirlo con los que sufren a nuestro lado de tal manera que hacemos nuestro su sufrimiento; lloramos porque tenemos ansias de más y de lo mejor no ya sólo para nosotros sino porque buscamos siempre lo bueno y lo justo para los otros para que sean siempre felices; buscamos el bien aunque sea con sufrimiento, llenamos nuestro corazón de compasión y misericordia y lo mantenemos siempre limpio de toda maldad; o vamos a padecer la incomprensión y hasta la persecución de aquellos que quizá no entiendan nuestra manera de vivir según el sentido y estilo del evangelio.
Por ahí va el espíritu de las bienaventuranzas. Y Jesús nos dice que así estamos construyendo el Reino de Dios y que no temamos porque no nos faltará consuelo, y paz, y misericordia, y gozo hondo en el alma que nos dará las mayores satisfacciones, y que un día, porque somos limpios de corazón, podremos ver a Dios.
Es el camino que hizo Jesús delante de nosotros. Es el camino de dicha y de felicidad al que El nos invita. Es el camino que podremos hacer sin decaer ni desanimarnos porque le sentiremos a El siempre a nuestro lado. Es el camino que haremos gozosos, aunque broten lágrimas en ocasiones de nuestros ojos, pero que en la trascendencia que le damos a nuestra vida, sabemos que un día podemos vivirlo todo en plenitud junto a Dios. Si no tuviéramos esa esperanza y no le diéramos esa trascendencia a nuestra vida quizá no seríamos capaces de hacerlo.
Es el camino de santidad al que hoy nos está invitando esta fiesta de Todos los Santos. En ellos nos sentimos estimulados y ellos desde el cielo son intercesores de gracia para nosotros. ‘Concédenos, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia y tu perdón’, pedíamos en la oración litúrgica. Y en la oración de las ofrendas vamos a pedir ‘que sintamos interceder por nuestra salvación a todos aquellos que ya gozan de la gloria de la inmortalidad’.
Que en ese sentido vaya siempre la oración que hacemos a los santos para que intercedan por nosotros. Algunas veces parece que no hemos llegado a entender bien lo que tiene que ser esa intercesión que de ellos deseamos. Nos preocupamos de pedirleAñadir imagens principalmente por nuestras necesidades materiales pero le pedimos poco para que nos alcancen la gracia del Señor para ser nosotros cada día más santos, que tiene que ser siempre lo más importante de nuestra vida. Les pedimos a ellos como si fueran los poderosos y algunas veces pareciera que los hacemos dioses que nos tienen que conceder lo que necesitamos, y nos olvidamos de que ellos sólo son unos intercesores por nosotros ante el Señor. Y no olvidemos que son intercesores, sí, pero son modelos y ejemplo para nosotros de esa santidad a la que estamos llamados y que tenemos que aprender a ver reflejada en sus vidas.
Como pediremos en la última oración de la Eucaristía que ‘realizando nuestra santidad por la participación en la plenitud de tu amor, pasemos de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino de los cielos’.

domingo, 31 de octubre de 2010

Zaqueo, un hombre que se dejó posesionar por Cristo


Sab. 11, 22-12,2;
Sal. 144;
2Ts. 1, 11-2,2;
Lc. 19, 1-10


¿Podremos decir al final de la celebración también ‘hoy ha llegado la salvación a esta casa, a nosotros’? Es que una primera cosa que hemos de tener en cuenta es que no somos meros espectadores de la Palabra que se nos proclama en la celebración. Es una Palabra que se mete en nosotros para hacernos actores de ese camino de salvación recibiendo y haciendo que actúe en nosotros esa gracia de Dios que nos transforma desde lo más hondo.
‘Entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo… trataba de distinguir quién era Jesús…’ Quería conocer a Jesús. Entre el alboroto de la gente, de los que salían al encuentro a la llegada de Jesús y de los que lo acompañaban no había manera de distinguir a Jesús. Eran muchas las cosas que concurrían. Estaba también su condición. ‘Era jefe de publicanos y rico’, por una parte que ya lo condicionaba en la consideración de sus vecinos. Y ‘era bajo de estatura’, por otro lado y seguro que con el desprecio de sus conciudadanos nadie le haría un hueco para que pudiera ver a Jesús. A los pequeños los suelen dejar poner delante, pero su pequeñez de estatura era otra.
Vayámonos poniendo nosotros en su situación. El tenía varias cosas en contra a pesar de sus deseos y de su curiosidad por ver y conocer a Jesús, aunque sólo fuera de lejos. ¿Eran sólo condicionamientos externos de las apreturas de la gente o de su baja estatura? Podemos pensar que era algo más. ‘Era jefe de publicanos y rico’, ya hemos dicho; su profesión de recaudador de impuestos no sólo le hacía despreciable ante de los judíos por su actitud de un colaboracionista sino porque eso además le daba ocasión para hacer sus manejos y enriquecerse a costa de los demás. Su baja estatura no era sólo lo físico sino la bajeza en que había vivido su vida. Luego lo reconocería.
Aunque quería conocer a Jesús pero seguía habiendo apegos en su corazón, actitudes negativas que eran impedimentos importantes, barreras que se interponían. ¿No nos pasará a nosotros de alguna manera de forma semejante? Decimos que somos creyentes y cristianos y que queremos también conocer a Jesús, pero cuántas barreras hay en nuestra vida. Porque también nos cuesta arrancarnos de muchos apegos del corazón.
Sin embargo Zaqueo dio un paso importante. Ahora sí. Sin importarle respetos humanos se fue más adelante en el camino ‘y se subió a una higuera para verlo, porque Jesús tenía que pasar por allí’. ¿Qué seremos capaces nosotros de hacer con toda sinceridad para conocer a Jesús? ¿Nos podrán quizá los respetos humanos para decir que creemos en El y somos cristianos? Como se dice ahora ¿manifestarnos por Jesús será algo políticamente incorrecto? Así andamos hoy en la sociedad en la que vivimos. ¿Agradará o no agradará a los que nos rodean lo que nosotros hagamos manifestándonos como creyentes y, por ejemplo, defensores de la vida?
Lo que no esperaba Zaqueo era que Jesús se iba a detener justo frente a la higuera en la que estaba subido, y le iba a mirar, y le iba a hablar, y se iba a auto-invitar a su casa. ‘Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa’. No salía de su asombro. Allí estaba Jesús a quien El quería conocer, pero Jesús quería ir a alojarse a su casa, la casa de un pecador.
Pero Jesús es el pastor que busca la oveja perdida, o es el rostro de ese Padre misericordioso que corre al encuentro de hijo que vuelve después de haberse marchado de casa. Jesús es el que se goza con los humildes porque para ellos es la salvación. Es el que ‘se compadece de todos y cierra los ojos a los pecados de los hombre para que se arrepientan’, como había anunciado el libro de la Sabiduría. ‘A todos perdonas, Señor, amigo de la vida’.
Zaqueo había ya dado un paso de humildad en su deseo de conocer a Jesús, y fue ese paso el que le abrió las puertas a ese camino de conversión y salvación. Se había subido a la higuera en su deseo de conocer a Jesús. ¿Qué pasos estaríamos nosotros dispuestos a dar? Recorramos caminos de humildad y de reconocimiento de nuestra pequeñez, de nuestra pobreza a pesar de que nos creamos ricos en otras cosas para ir hacia Jesús, que, estemos seguros, El nos saldrá al encuentro y querrá también venir a hospedarse en nuestra casa, en nuestro corazón y nuestra vida.
‘Zaqueo bajó enseguida y lo recibió muy contento en su casa’. No esperó para después cuando pasara aquel barullo. No importaba que los demás murmuran porque Jesús había ido a su casa. El estaba lleno de alegría. Algo nuevo podía suceder. Aquella mirada de Jesús, aquel detenerse para llamarlo por su nombre fue algo que le llegó muy dentro. La gracia del Señor cuando nos abrimos a ella nos llega también muy dentro. Zaqueo cambió totalmente. ‘La mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más’.
Ya Zaqueo comenzaba a ver la vida con otra mirada. La mirada de Jesús había transformado su mirada, sus actitudes, todo lo que hacía, todo lo que era su vida. Si antes sólo había pensado en sí mismo, en sus ganancias y en sus riquezas fuera como fuera la manera de adquirirlas, ahora ya todo sería distinto. Comenzaba a mirar todo de otro manera y comenzaba a compartir. ‘La mitad de mis bienes’ para los pobres. Pero era también un actuar en justicia, pero una justicia llena también de generosidad y desprendimiento. ‘Le restituiré,,,’ No era sólo devolver en justicia de lo que se había apoderado, sino ‘cuatro veces más’. Zaqueo se dejó posesionar por el Señor.
‘Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abrahán’. Con Jesús llegó la vida y la salvación. ‘El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido’. El pastor que busca la oveja perdida, la mujer que barre la casa para encontrar la moneda preciosa que se había extraviado, el padre que corre al encuentro del hijo perdido que vuelve y para el que celebra una fiesta y un banquete. Ya lo había ido enseñando Jesús en el evangelio.
Pero sigamos nosotros estando en ese lugar. También a nosotros Jesús nos ha dirigido su mirada, nos llama por nuestro nombre y se invita a venir a nuestra casa y a nuestra vida. Aquí ahora, en presencia del Señor, que es lo que nosotros vamos a decir, que es lo que vamos a hacer con nuestra vida. Eso ya no depende de lo que yo te diga o te haga reflexionar, sino de lo que tú sientas en tu interior dejando que llegue a lo más hondo de ti esa mirada de Jesús.
Que tu mirada sobre tu vida, sobre la vida, sobre las cosas, sobre tus comportamientos y tu trato y relación con los demás, sobre todo lo que es tu realidad y lo que te rodea, sea ya una mirada distinta; unas actitudes nuevas tienen que brotar; unos compromisos serios y generosos tienen que surgir dentro de nosotros; unas decisiones importantes tenemos que tomar en la presencia del Señor.
Que podamos decir también al final: hoy ha llegado la salvación a mi vida porque como Zaqueo me he encontrado frente a frente con el Señor y El ha tomado posesión de mi vida.