martes, 2 de noviembre de 2010

Oramos por los difuntos en una celebración también gozosa y llena de esperanza

CONMEMORACION DE LOS FIELES DIFUNTOS
Filp. 3, 20-21;
Sal. 26;
Jn. 14, 1-6

Tras la celebración gozosa, festiva, y hasta triunfante, podríamos decir, de Todos los Santos ayer, hoy la Iglesia nos invita a hacer la conmemoración de todos los difuntos. Pero de entrada quiero decir que no tiene que ser menos festiva o gozosa por el hecho de que recordemos a los difuntos; un cristiano siempre lo hace en la esperanza y con nuestra fe puesta en Jesucristo, muerto y resucitado, para así llenarnos a todos de vida y de salvación.
Pensar en los difuntos nos hace pensar en la muerte. Algunos se llenan de tristeza y hasta de angustia, lo que tendría que hacernos analizar cuál es el sentido cristiano que de la muerte tenemos. Sin embargo, para otros en la cultura actual es algo que lo que no se quiere pensar; se oculta la muerte o a lo más tratamos de pasar por ese pensamiento de la muerte casi de puntillas para no traumatizarnos.
Aspiramos a una eterna juventud donde no tenga cabida la muerte y buscamos una vida de bienestar que queremos prolongar sin fin, y hasta osamos querer tener decisiones por nosotros mismos si una vida merece o no merece vivirse y en consecuencia tener el derecho de acabar con ella por nuestra cuenta y a nuestro arbitrio.
Pero la muerte es una realidad de nuestra existencia humana que en lo físico o corporal un día de tener su fin. Pero no somos nosotros dueños de la vida de tal manera que tengamos derecho a acabar con ella según nuestra conveniencia. La vida es un don sagrado que Dios nos ha regalado, y la vida, toda vida siempre es muy valiosa. La hora de nuestra muerte entra dentro del misterio de Dios y de su voluntad para el hombre.
Pero aparte de esta afirmación creyente – afirmamos que es un don que Dios nos ha regalado – desde el misterio de Cristo tenemos otra esperanza y otra manera distinta de enfrentarnos al hecho de la muerte y en consecuencia de vivir nuestra vida y también nuestra muerte.
Como comprendemos, para nosotros la vida es algo más que lo físico o lo corporal en cuanto estamos sujetos a un cuerpo, aunque esa vida física también la valoramos y la cuidamos. Tiene una dimensión espiritual que no se queda en los sentimientos o los pensamientos que podamos sentir o expresar en esta vida terrena. Es que a todo eso nosotros añadimos una trascendencia que va más allá de los límites de una vida terrena, porque como nos dice la fe estamos llamados a vivir una vida eterna en la plenitud de Dios.
Si ayer, por ejemplo, podíamos celebrar la fiesta de Todos los Santos, lo hacíamos no sólo porque recordáramos lo bueno y lo ejemplar, el testimonio que con su vida y su fe nos dieron mientras peregrinaron por este mundo, sino que lo hacíamos pensando en esa plenitud de vida que ahora ellos tienen en Dios.
Por eso es tan importante para nosotros la virtud de la esperanza; la esperanza cristiana que nos lleva a creer en Dios y en su Palabra, a esperar esa vida eterna en plenitud que el Señor nos ha prometido. Y ¿en qué basamos nuestra esperanza? En la fe que tenemos en Cristo, muerto y resucitado.
Cristo murió y resucitó para llevarnos a la vida, a la vida eterna. Cristo murió y resucitó para alcanzarnos la salvación; esa salvación que es redención y es perdón; esa salvación que es vida nueva que nos llena de la vida de Dios para hacernos hijos de Dios; esa salvación que cuando nos hace hijos nos hace herederos y coherederos con Cristo de vida eterna, de ese Reino eterno de Dios que por Cristo podemos llegar a vivir en plenitud.
Con Cristo resucitamos para una vida nueva. Con Cristo estamos llamados a vivir en Dios esa vida eterna para siempre. Creemos en Cristo y de El nos alimentamos y El prometió resucitarnos en el último día.
Entonces cuando hoy hacemos esta conmemoración de todos los difuntos, y en cualquier momento recordamos a los difuntos, lo hacemos siempre en esperanza. Esperamos que vivan en Dios esa plenitud de vida y salvación. Por eso nuestra recuerdo se hace oración; oramos por ellos, pero nunca con angustia ni desconsuelo, sino siempre con esperanza. No es éste un día para el llanto desesperanzado, sino un día de esperanza y de gozo en el Señor.
Queremos ofrecerle nuestro recuerdo lleno de amor a aquellos difuntos queridos, familiares o amigos, y hacemos ofrendas de flores y velas encendidas. Pero no nos podemos quedar en eso solamente sino que lo importante será nuestra oración, y la oración más hermosa que nosotros podemos ofrecer que es la celebración de la Eucaristía. Las luces tienen sentido como ofrenda que hacemos, pero también como recuerdo e imagen de la luz que Cristo nos dio y que tuvo que iluminar toda nuestra vida, y como esperanza de que ya estén para siempre en el Reino de la Luz de Dios.
Todo eso lo expresa muy bien la liturgia en sus oraciones en la celebración de la Eucaristía y en la Palabra de Dios que se nos proclama. Oramos por todos los que han muerto en la esperanza de la resurrección y oramos por todos acogiéndolos a la misericordia del Señor. Pedimos al Señor que los admita a contemplar la luz de su rostro, decimos en las plegarias eucarísticas, en el reino de la luz y de la vida.
En la Palabra de Dios que hemos escuchado se nos recuerda que somos ciudadanos del cielo y hacia allí caminamos, porque allí el Señor no tiene en su amor reservado sitio. Por eso nos invita Jesús hoy a la fe y a no perder la paz. Esa paz de la fe que en El tenemos y esa paz de la esperanza. Con esa fe y esa esperanza elevamos hoy nuestra oración al Señor por todos los difuntos, como decimos en una plegaria eucarística, ‘cuya fe sólo tú conociste’.

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