sábado, 9 de octubre de 2010

Hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús

Gál. 3, 22-29;
Sal. 104;
Lc. 11, 27-28

Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús’, nos dice la carta a los Gálatas. Es el gran regalo de la fe. El gran regalo de Dios. Es la salvación de Dios que nos ofrece en Cristo Jesús. ‘Tu fe te ha salvado’, escuchamos muchas veces a Jesús decir en el evangelio a aquellos que han creído en El y han recibido su gracia, se han curado, han recibido el perdón de los pecados.
Por la fe en Cristo Jesús recibimos esa salvación de Dios que nos hace hijos de Dios. No nos cansamos de repetirlo, de meditarlo en nuestro corazón, de darle gracias a Dios por tan hermoso regalo. Creemos en Jesús y en Jesús, por la fe que tenemos en El nos hacemos hijos de Dios. Nos ha dado su Espíritu que nos llena de la vida de Dios, que nos hace hijos de Dios.
Los que os habéis incorporado a Cristo por el Bautismo, os habéis revestido de Cristo’. Y revestirnos de Cristo no es ponernos un traje como quien se pone un uniforme externo pero por dentro sigue igual. Ese revestirnos de Cristo es hacernos uno con Cristo, configurarnos con El para vivirle a El. Ya vivimos una vida nueva y distinta. Por eso san Pablo nos dirá que somos hombres nuevos, que somos criaturas nuevas. Es que ya en nosotros lo viejo del pecado no tiene que existir. Lo nuevo de la gracia es lo que tiene que resplandecer en nosotros. ¡Qué cosa más hermosa!
Y esto tiene que tener muchas consecuencias para nuestra vida. San Pablo nos dice hoy que ‘ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres…’ todo eso sería externo y accidental. Lo importante es lo que nos une. ‘Todos sois uno en Cristo Jesús’, termina diciéndonos. ¿Cómo tenemos, entonces, que mirarnos o tratarnos? Los lazos del amor desde la fe que tenemos en Cristo Jesús nos unen, nos hacen hermanos, nos hacen querernos. Cómo tenemos que traducir eso en el día a día de nuestra vida, en nuestras posturas hacia los demás, en nuestro trato con los otros, en la cercanía, la amistad y la unidad entre todos.
Esa unión con Jesús con esa vida nueva de la que nos hace partícipes por la fuerza de su Espíritu nos tiene que llevar a una vida santa, a una vida de una unión íntima y profunda con Dios en nuestra oración, en la escucha de su Palabra allá desde lo más hondo de nuestro corazón. Unidos a Jesús como los sarmientos a la vid, que nos dice en otro lugar del evangelio. Es que ya sin Cristo nada somos ni nada podemos hacer. Cómo tenemos que crecer en santidad, en gracia en nuestro corazón.
Hoy en el evangelio hemos escuchado unas alabanzas a María. Primero de aquella mujer anónima que, escuchando a Jesús, grita en medio de la multitud. ¡Dichosa la madre de tal Hijo! ‘¡Dichoso el vientre que te llevó y dichosos los pechos que te criaron!’. Pero será también la alabanza de Jesús. La alabanza de Jesús para todos aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen, pero que es una alabanza primero que nada a María, la que supo escuchar y plantar como nadie la Palabra de Dios en su vida.
Escuchemos nosotros así la Palabra de Dios y crezca nuestra fe en Jesús. Escuchemos la Palabra de Dios que nos salva, nos llena de gracia, nos santifica. Escuchemos la Palabra de Dios y ya que por la fe en Cristo Jesús somos hijos de Dios, aprendamos a ser hijos, a vivir como hijos, a resplandecer en esa santidad que tiene que inundar nuestra vida.

viernes, 8 de octubre de 2010

El crecimiento espiritual nos exige no bajar la guardia para evitar la tentación

Gál. 3, 7-14;
Sal. 110;
Lc. 11, 15-26

El rechazo de Jesús y la no aceptación de sus obras de salvación lleva a algunos, por una parte, a hacer acusaciones blasfemas contra Jesús al acusarle de actuar con el poder del príncipe de los demonios, y a otros a seguir exigiendo signos y milagros para llegar a creer en El.
‘Todo reino en guerra civil va a la ruina, les dice Jesús, y se derrumba casa tras casa. Si también Satanás está en guerra civil. ¿cómo mantendrá su reino?’
Que en esas obras de Jesús seamos capaces de ver la llegada del Reino de Dios. No nos sintamos nosotros tan confundidos como aquellos que le acusaban o le exigían signos en el evangelio. Algunas veces pareciera que queremos fundamentar nuestra fe sólo en los milagros que le pedimos. Pero seamos capaces de ver cómo en Jesús se está manifestando ‘el dedo de Dios’, una forma de decir el poder y la gloria del Señor. ‘Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros’, termina afirmando Jesús.
Jesús con su gracia quiere liberarnos del mal, hacernos llegar su salvación. Es, además, lo que nos enseñó a pedir y lo que pedimos cada día cuando rezamos el padrenuestro. ‘No nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal’.
Es una oración que hacemos, una petición que hacemos al Señor, pero tiene que ser además una actitud y una postura continua en nuestra vida. El diablo tentador siempre estará buscando la manera de sorprendernos para hacernos caer en sus redes de pecado. Buscará la manera cuando estemos distraídos y bajemos la guardia. Nos puede suceder con facilidad.
Cuando nos arrepentimos de nuestros pecados y alcanzamos el perdón de Dios - ¡qué bueno es el Señor que siempre está ofreciéndonos su perdón -, nos proponemos seriamente no volver a caer en el pecado – propósito de la enmienda, decimos en el catecismo -; no queremos caer en esa tentación; no queremos ser de nuevo egoístas; no queremos volver a tener aquella actitud violenta con el hermano, o aquella postura orgullosa; queremos vivir siempre en la gracia y la amistad con Dios.
Al principio nos vamos comportando con humildad, somos pacíficos, no queremos ser egoístas sino que más bien nos hacemos generosos y compartimos, queremos evitar aquellas ocasiones que sabemos que nos pueden llevar de nuevo al pecado. Pero ya sabemos lo que nos sucede; pronto bajamos la guardia, comenzamos de nuevo a enfriarnos y a no estar atentos a esas ocasiones de pecado, y viene la tentación y volvemos a las andadas, volvemos a caer en el pecado.
A eso nos previene hoy Jesús en el evangelio y hemos de tenerlo muy en cuenta en el camino de nuestra vida espiritual; nos viene bien reflexionar sobre estas cosas así sencillamente. Son las imágenes que nos propone Jesús hoy en el evangelio. El hombre fuerte que nos ataca con nuevas armas, o el espíritu inmundo que ‘vuelve otra vez a nosotros y encuentra la casa barrida y arreglada’, como dice Jesús.
Cuidado no te creas seguro, se nos suele decir. Cuando nos creemos seguros por nosotros mismos ya el diablo sabe donde está nuestra debilidad. Nuestra seguridad la tenemos no en nosotros sino en el Señor, en su gracia que hemos de saber pedir y contar con ella. Sólo en un espíritu de superación continua, en esa ascesis y en esos deseos de crecimiento interior, podremos superar las pruebas y podremos lograr ese crecimiento espiritual; es lo que hará que cada día seamos mejores, seamos más santos.
Tomémonos en serio la Palabra de Dios que vamos escuchando cada día y las reflexiones que sobre ella nos hacemos. Así podremos obtener ese bagaje espiritual para sentirnos fuertes en el Señor. Rumiemos por dentro todo esto que el Señor nos va ofreciendo y aprovechemos todo lo que se nos ofrece para crecer en gracia y santidad.

jueves, 7 de octubre de 2010

El Rosario: Una contemplación del misterio de Cristo de mano de María


Hechos, 1, 12-14;
Sal.: Lc. 1, 46-54;
Lc. 1, 26-38

Celebramos en este día una fiesta de la Virgen muy entrañable, de mucha devoción en el pueblo cristiano. Expresión de ello son las numerosas fiestas que en honor de la Virgen del Rosario se celebran en nuestros pueblos y que en la mayoría de las parroquias suele tenerse la bendita imagen de la Virgen del Rosario.
Como tal fiesta a celebrar en esta fecha tiene fue instituida por el Papa S. Pío V tras la victoria de Lepanto, atribuida a la oración del rosario que el pueblo cristiano había elevado al cielo con la intercesión de la Virgen y esta práctica piadosa. De ahí las numerosas representaciones que en esta fecha se tienen en muchos pueblos, en algunos las llaman ‘libreas’, que escenifican esta victoria obtenida con la intercesión de la Virgen. En su origen esta fiesta se llamó de Ntra. Sra. de las Victorias, pero sería el Papa Gregorio III el que le cambiara el nombre con el de fiesta de Ntra. Sra. del Rosario.
Pero el rezo del rosario es anterior a todo esto. Fue santo Domingo de Guzmán el que lo divulgaría extensamente entre el pueblo cristiano en aquella cruzada de predicación contra los errores y herejías de su tiempo en el siglo XIII. Pero en siglos anteriores, ya por el siglo IX los irlandeses hacían cordeles con nudos para contar las avemarías que rezaban a la Virgen en lugar de los salmos que rezaban los monjes en los monasterios pero que les eran más difíciles de rezar al pueblo llano.
Es y ha sido una oración que ha mantenido la fe del pueblo de Dios, que quizá no sabía de teologías ni de otras formas de oración y en el rezo del rosario mantenían su unión con Dios y el misterio de salvación de Cristo unido a la oración a María. Podríamos decir que ahí en esa sencillez está al mismo tiempo la profundidad de una oración que es al mismo tiempo contemplación del Misterio de Cristo. Mientras vamos desgranando con devoción las avemarías a la Madre, en nuestro corazón vamos meditando lo que llamamos los misterios, que no es otra cosa que un recorrer esa historia y misterio de salvación de Cristo mirada y meditada con los ojos y con la compañía de María.
Ese enunciado que se hace en el inicio de cada decena de avemarías, de cada misterio decimos, tiene que hacernos contemplar, meditar, ir rumiando en nuestro corazón todo ese misterio de Cristo. Nuestros labios pronuncian el nombre de María, invocan a María saludándola con las palabras del ángel y de Isabel pidiéndole una y otra vez que ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte, pero nuestro corazón tiene que estar contemplando a Cristo, el amor de Dios, todo el misterio de la salvación en cada uno de esos momentos que se van proclamando.
Yo os invito y exhorto a que recemos el rosario pero dándole toda la hondura que tiene que tener siempre nuestra oración. Hagámoslo con pausa, sin prisas, con paz, bien absortos en la contemplación del misterio de Cristo y de María, su Madre y nuestra Madre. Me chirrían en los oídos los rosario rezados a la carrerilla como si se fueran persiguiendo unas avemarías a otras porque aún no hemos terminado de pronunciar y decir hondamente cada una de las avemarías cuando ya como pisándonos los talones estamos comenzando la siguiente. Tenemos que aprender a rezarlo bien, poniendo de verdad todo nuestro amor, concentrando de verdad nuestra mente y nuestro corazón en aquellos que estamos haciendo.
Una oración como el rosario bien hecha tiene que ser un peldaño más que vayamos subiendo en esa vivencia del misterio de Cristo y en consecuencia de nuestra santidad. Es que sentimos la protección y el estímulo de María, la madre que está siempre a nuestro lado y nos protege con su amor maternal. Una oración del rosario bien rezada tiene que ser para nosotros en verdad un escudo potente frente al enemigo y a la tentación. ‘Líbranos del mal’, decimos en nuestras oraciones como nos enseña Jesús. ‘Ruega por nosotros pecadores’, le decimos a la Virgen en cada una de las avemarías. Sentiremos cómo la fuerza de la gracia divina que nos alcanza María nos preserva de todo mal, nos hace fuertes en la tentación, nos libra de todo pecado. Si ayer le pedíamos a Jesús que nos enseñara a orar, hoy le pedimos a María que esté con nosotros en nuestra oración para que aprendamos a hacerla como ella.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Señor, enséñanos a orar como lo hacías Tú

Gál. 2, 1-2.7-14;
Sal. 116;
Lc. 11, 1-4

‘Señor, enséñanos a orar’, le pidieron los discípulos a Jesús en una ocasión en que lo habían visto orando. ¿Por qué no se lo pedimos nosotros también?
‘Señor, enséñanos a orar’… enséñanos a sentirnos a gusto con Dios como vemos que tú lo haces, te extasías en El, te transfiguras en El, resplandeces de luz. Enséñanos a transfigurarnos como tú allá en lo alto del monte, porque así nos sumerjamos en Dios como tú lo haces; que como una esponja que se sumerge en el agua y queda toda ella tan empapada e inundada que luego va por todas partes chorreando agua, así nosotros cuando bajemos del monte de la oración vayamos chorreando a Dios, contagiando de Dios a todos con los que nos encontremos, desprendiendo por todos los poros de nuestra alma a Dios.
‘Señor, enséñanos a orar’ y nos llenemos de tu luz, y resplandezcamos como tú resplandecías cuando estabas unido al Padre; como Moisés que cuando bajaba del monte de estar contemplando a Dios y hablando con El cara a cara, volvía tan resplandeciente su rostro de luz que los ojos oscurecidos de los judíos se sentían heridos por tanto resplandor.
‘Señor, enséñanos a orar’ como tú lo hacías y que aprendamos a decir ¡Padre!, a gustar esa palabra y más que la palabra aprendamos a saborear en lo más profundo ese amor inmenso que brota del Dios que tanto nos ama y que es nuestro Padre. Que la saboreemos tanto que nunca nos cansemos de repetirla, de rumiarla una y otra vez en nuestro corazón; que nunca sea una rutina, que nunca la digamos con prisas, que siempre sintamos tu paz en lo más hondo de nuestro corazón.
‘Señor, enséñanos a orar’ llamando Padre a Dios y que ya nunca lo miremos de otra manera, nunca más haya miedo ni temor y porque decimos ¡Padre! sintamos en nuestro corazón una paz grande, un gozo inmenso, una alegría que nunca se apague.
‘Señor, enséñanos a orar’ y que aprendamos, sí, a decir Padre porque nos sintamos hijos para siempre, para que aprendamos a ser hijos, a comportarnos como hijos, a vivir como hijos que se sienten amados profundamente por Dios y así aprendamos a amar con ese mismo amor.
‘Señor, enséñanos a orar’ y que aprendamos a reconocerte como nuestro Padre y como nuestro Señor, nuestro único Señor y Dios al que tenemos que amar con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser, porque Dios lo sea todo para mí y ya nada pueda hacer sin Él ni al margen de El.
‘Señor, enséñanos a orar’ para que en nuestra oración aprendamos a abrir nuestro corazón a tu Palabra, a tu Reino, a tu voluntad; para que en todo sepamos agradarte, para que toda nuestra vida sea siempre la búsqueda de tu Reino, y para que siempre el nombre de Dios sea bendecido y santificado, para que todos al final lleguen a reconocerte como nuestro Dios y Señor.
‘Señor, enséñanos a orar’ y que lo hagamos siempre con la confianza y con la perseverancia de los hijos, con la humildad y con el amor de quienes se sienten amados, y que aprendamos que Dios siempre nos escucha y siempre nos dará lo mejor que necesitamos para cada día. Que aprendamos a pedir el pan de cada día y no busquemos riquezas ni grandezas, no queramos acumular cosas sino que nos des lo que necesitamos para una vida digna pero también para poder compartir con los demás y a nadie falte nunca.
‘Señor, enséñanos a orar’ con una oración pura y con un corazón limpio de maldad, con la sencillez de los pequeños pero con la certeza de los hijos que sintiéndose amados saben que Dios siempre los escucha.
‘Señor, enséñanos a orar’ para pedirte perdón pero también para aprender a perdonar, para sentir tu fuerza en la lucha contra el mal, pero para tener la voluntad de evitar y alejarme de toda tentación, para que nos veamos libres de todos los peligros y aprendamos a sentirnos siempre en tu paz.
‘Señor, enséñanos a orar’; habla a mi corazón, que allí en lo más hondo quiero escucharte. Perdóname, Señor, que con tanta insistencia te haya pedido que nos enseñes a orar, pero es que quiero orar como Tú lo hacías.

martes, 5 de octubre de 2010

No te olvides del Señor, tu Dios

No te olvides del Señor, tu Dios
Dt. 8. 7-18;
Sal.: 1Cron. 29, 10-12;
2Col. 5, 17-21;
Mt. 7, 7-11

No te olvides del Señor tu Dios que te sacó de Egipto, de la esclavitud… en sus manos está la fuerza y el poder…’ nos recuerda hoy la Palabra de Dios.
Una celebración, la de las témporas, a la que nos invita la Iglesia en este día, pero que puede ser un motivo grande de reflexión sobre nuestra vida, lo que hacemos, el lugar que Dios ocupa en nuestra existencia, de donde tendrá que surgir nuestra alabanza y nuestra súplica, nuestra acción de gracias y el reconocimiento de nuestro pecado también para pedirle perdón al Señor.
Tenemos hoy una tentación que es la tentación que han sufrido todos los hombres desde el mismo momento en que Dios creó a Adán: creernos dioses, todopoderosos y autosuficientes, orgullosos de las obras de nuestras manos y prepotentes. Vemos lo que somos capaces de hacer, contemplamos las obras de nuestras manos, de nuestra inteligencia o nuestro saber; pueden surgir bellas obras de arte y complicadísimos sistemas de ingeniería que hace pocos años casi ni podíamos imaginar; con los avances de la ciencia y de la técnica se logran maravillas que cada día se ven superadas por otras en lo que parece una carrera sin fin.
Y nos encandilamos con todas esas cosas. Y al final se crea una confusión en el espíritu del hombre porque nos creemos tan autosuficientes por nosotros mismos, por nuestra ciencia o nuestro saber, que ya nos parece no necesitar a Dios. Todo nos lo creemos poder hacer por nosotros mismos. Nos creemos dioses. La tentación de Adán en el paraíso y la tentación de todos los hombres. Y nos puede llegar y de hecho nos está llegando una confusión semejante a la de la torre de Babel donde el hombre pretendía escalar el cielo. Es la confusión de que a pesar de esa carrera vertiginosa de los avances técnicos de nuestro mundo, sin embargo la carrera de la humanidad del hombre, de todo hombre y de todos los hombres no corre con el mismo ritmo.
Sigue habiendo abismos inmensos que nos separan y nos dividen; siguen existiendo los abismos de la pobreza y de la miseria y que separa y divide a los hombres y los pueblos en primeros y segundos y terceros mundo. Es tal la inhumanidad que destruyéndonos unos a otros cuando no valemos o servimos, destruyendo la vida impidiendo a los inocentes nacer, pensamos que es la solución de humanidad para nuestro mundo.
No te olvides del Señor, tu Dios... cuando llegues a una tierra que te produzca abundantes cosechas, vivas en casas fabricadas con tus manos o seas capaz de extraer oro, hierro o metales de las entrañas de la tierra, le prevenía Dios a través de Moisés antes de entrar en la tierra prometida. No te olvides del Dios que te sacó de la esclavitud y te condujo por el desierto para darte esta tierra que mana leche y miel.
¿No será eso lo que también nosotros tenemos que reconocer? ¿No será por todas esas cosas admirables que Dios nos permite hacer cuando nos ha dotado de inteligencia y voluntad, por lo que tenemos que sentir la admiración que nos lleve al reconocimiento del Señor, a la alabanza y a la acción de gracias?
En este día la liturgia de la Iglesia a eso nos invita. Una alabanza y una acción de gracias porque en todo hemos de saber reconocer la mano del Señor. De El es el poder y la gloria; en El está la fuerza y la vida. Alabamos, bendecimos al Señor, damos gracias a Dios por tanto bueno de lo que nos ha dotado cuando nos ha dado tales capacidades. Que no nos olvidemos del Señor nuestro Dios.
Y porque muchas veces lo olvidamos, porque muchas veces nos dejamos arrastrar por ese orgullo tenebroso porque en el fondo nos llena de sombras y tinieblas, también hoy es día de reconciliación, día de petición de perdón. ‘Dejaos reconciliar con Dios’, nos decía san Pablo. Y es que Dios viene a nuestro encuentro para ofrecernos la reconciliación. Dejemos que esa gracia del Señor llegue a nuestra vida.
Y oremos y pidamos al Señor, por nosotros y por nuestro mundo, por los que están cercanos a nosotros con los que compartimos nuestra vida en la familia, en los lugares donde convivimos o en el trabajo, y por todos los hombres; y pedimos por nuestros gobernantes y pedimos por nuestra Iglesia. Son muchas las cosas por las que hemos de pedir sin cesar. A eso nos invita Jesús hoy en el Evangelio.
Vivamos el profundo sentido que tienen estas témporas, no olvidemos al Señor, nuestro Dios y nuestro Padre, que tanto nos ama y que nos ofrece la salvación al entregarnos a su Hijo Jesús y darnos la fuerza de su Espíritu.

lunes, 4 de octubre de 2010

Anda y haz tú lo mismo


Gal. 1, 6-12;
Sal. 110;
Lc. 10, 25-37

¿Qué buscaba aquel escriba al acercarse a preguntar a Jesús?¿ había deseos de vida eterna en su corazón o era más bien un cuestionar las enseñanzas de Jesús? ‘Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?’ Una pregunta para poner a prueba a Jesús. ¿Una pregunta que busca recetas y cosas concretas que nos lo den todo señalado y marcado?
La respuesta de Jesús le recuerda lo que todo judío sabía que era el mandamiento principal de la ley. ‘Amarás al Señor con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo’. Habiéndole ahora respondido el escriba a la pregunta de Jesús, finalmente le dice: ‘Haz esto y tendrás la vida’.
Pero parecía que aquel hombre no estaba satisfecho. Vuelve la pregunta. ‘Y ¿quién es mi prójimo?’ Jesús no da recetas. Jesús no le dice que tiene que hacer cosas grandes para encontrar al prójimo sino que sólo tiene que fijarse en quien está a su lado. Precisamente ese es el significado de la palabra, el que está a tu lado. Pero Jesús le responde con la parábola que tantas veces hemos escuchado y reflexionado.
¿Qué nos querrá decir Jesús? Que nos miremos menos a nosotros mismos y que abramos bien los ojos para ver al que está a nuestro lado.
Porque en la búsqueda de quien es mi prójimo tenemos el peligro de buscarnos primero a nosotros mismos. A ver donde puedo quedar yo bien. A ver donde puedo acallar mi conciencia quizá con otras cosas que no haya hecho o que haya hecho mal. A ver donde puedo yo ser reconocido porque soy una persona muy generosa y que es capaz de sacrificarse para hacer cosas importantes. A ver donde hay una cosa muy llamativa e impactante para yo ponerme a hacer el bien.
Y Jesús nos dice que cuando caminemos por los caminos de la vida, seamos capaces de mirar y ver al que está a nuestro lado, al que pasa junto a nosotros, o al que está allí tirado en las cunetas de la vida y tan tirado está que hasta pasa desapercibido. No nos pide el Señor que vayamos tocando campanillas para llamar a los que tienen necesidad y vengan hasta nosotros porque podemos remediar sus males. Nos pide simplemente Jesús que no cerremos los ojos, que miremos bien en las orillas de los caminos de la vida, que miremos bien a ese que está a tu lado y al que tienes que llamar hermano y al que tienes que dar tu amor.
Que no cerremos los ojos ante las cosas que nos puedan parecer pequeñas porque nosotros tenemos cosas importantes que hacer. Que seamos capaces de bajarnos de nuestra cabalgadura para poder mirar no desde arriba sino desde su misma altura a ese hermano que sufre caído a nuestro lado. De cuántas cabalgaduras tenemos que abajarnos, porque subirnos a los caballos del orgullo, de la autosuficiencia, de la soberbia, de la búsqueda de grandezas, reconocimientos y honores es algo que hacemos muy fácilmente.
Y el amor es humilde, callado, cercano, hecho de mil detalles y pequeños gestos. Porque si no sabemos tenemos ese pequeño gesto humilde con ese que está a tu lado todos los días y quizá no te cae tan bien, no vas a ser capaz de hacer cosas mucho mayores.
¿Quién es mi prójimo? ¿Cuál es el que se comportó como prójimo del que estaba caído junto al camino? Era ahora Jesús el que preguntaba. Es ahora Jesús el que nos está diciendo: ‘Anda, y haz tu lo mismo’.

domingo, 3 de octubre de 2010

Señor, auméntanos la fe



Habacuc, 1, 2-3; 2, 2-4;
Sal. 94;
2Tim. 1, 6-8.13-14;
Lc. 17, 5-10


Auméntanos la fe’, le pidieron los apóstoles a Jesús. Señor, auméntanos la fe, le pedimos nosotros también. Lo necesitamos.
¿Por qué le pedirían los apóstoles a Jesús que les aumentara la fe? Ellos estaban con El y lo acompañaban por todas partes, escuchaban directamente de sus labios sus palabras, eran testigos de sus milagros.
Pero quizá se daban cuenta de que todo aquello de que les hablaba Jesús les sobrepasaba. Se entusiasmaban por seguirle, pero al mismo tiempo caían en la cuenta de sus exigencias. La meta que Jesús les proponía era alta y necesitaban un buen espíritu para alcanzarla, como el atleta que necesita de un entrenamiento y un fortalecimiento de sus músculos para alcanzar la corona de la victoria en la carrera. Quizá podían ir vislumbrando con lo que Jesús les proponía que en muchas cosas tenían que nadar a contracorriente y se iban a quedar solos frente al rechazo de tantos. O quizá lo que Jesús les anunciaba de lo que iba a suceder en su subida a Jerusalén les asustaba.
Necesitamos nosotros también pedirle a Jesús ‘auméntanos la fe’. Son difíciles las situaciones por las que pasamos en el mundo en el que hoy vivimos. Hablamos mucho de la crisis y bien sabemos que es muy complejo todo lo que sucede a nuestro alrededor: gentes que lo pasan mal en muchos aspectos; un mundo lleno de violencias que parece que va como en una espiral ascendente cada vez más; inestabilidad social que hace que mucha gente camine sin norte ni futuro perdidas las esperanzas; desorientación y pérdida de valores con los que hay tantos que no saben ya por qué luchar o qué hacer; catástrofes naturales de las que oímos hablar con demasiada frecuencia, terremotos, corrimientos de tierras con montañas que se vienen abajo sepultando todo a su paso (esta semana hemos oído hablar de varias en Colombia y México), inundaciones o huracanes que lo dejan todo devastado.
Y nos llenamos de preguntas en nuestro interior. ¿Por qué suceden todas estas cosas? ¿por qué hemos llegado a situaciones como éstas? Es lo que gritaba el profeta Habacuc que hemos escuchado en la primera lectura. ‘¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?’
‘Señor, auméntanos la fe’,
le pedimos. Porque nos llenamos de dudas y no sabemos encontrar respuestas; porque algunas veces andamos demasiados fríos espiritualmente y en consecuencia nos falta valor; porque olvidamos principios fundamentales; porque nos sentimos confusos y acobardados; porque en muchas ocasiones parece que prefiramos ocultar nuestra fe y nos acomplejamos ante el mundo de indiferencia que nos rodea; porque no llegamos a comprometernos seriamente en nombre de esa fe que tenemos; porque nos falta una fundamentación firme y verdadera.
El Señor le respondió al profeta: ‘el injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe’. Ahí está nuestra fortaleza y nuestra grandeza. Ahí encontraremos la valentía y la fuerza. Ahí tenemos la luz que necesitamos para encontrar respuestas. Aquí hemos venido con fe hoy hasta la Eucaristía y a la escucha de la Palabra de Dios. Venimos con fe, no puede ser otro el motivo para nuestra venida, pero le pedimos al Señor que nos aumente la fe, que crezca nuestra fe, que se mantenga firme como una roca nuestra fe.
San Pablo le hacía unas hermosas recomendaciones a su discípulo Timoteo que hemos escuchado en la segunda lectura. Recordemos. ‘Reaviva el don de Dios… no se nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y bien juicio… no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor Jesucristo…toma parte en los duros trabajos del evangelio… vive con fe y amor en Cristo Jesús… guarda este precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo…’ Parece que va dando respuesta a todo lo que nos hemos venido planteando.
‘Reaviva el don de Dios…’ esa gracia con que Dios te ha enriquecido. Ese precioso depósito de la fe que hemos de guardar como oro en paño, como lo más precioso que tenemos, que no lo podemos perder de ninguna manera, pero que hemos de hacer crecer más y más. Es un regalo de Dios, una gracia que no la tenemos porque nosotros la merezcamos, sino porque el Señor en su infinita bondad la ha depositado en nuestro corazón. ‘Siervos inútiles somos…’ nos decía el evangelio, ‘que no hemos hecho otra cosa sino lo que teníamos que hacer’.
Reaviva, cultiva esa semilla de la fe para que crezca. Y va a crecer con la gracia de Dios. Pero tenemos que preocuparnos de conocerla bien, de profundizar en nuestra fe, de empaparnos más y más de la Palabra de Dios que enriquece nuestro corazón. Tenemos dudas y nos acobardamos muchas veces cuando tenemos que enfrentarnos a tan diversos problemas y situaciones, como antes reflexionábamos, pero porque no hemos fortalecido debidamente nuestra fe. Sin esa debida fundamentación de una buena formación claro que nos vamos a encontrar como quien no hace pie y nos tambalearemos y caeremos.
Un edificio sin cimientos se viene abajo. Un cristiano sin una fe bien fundamentada y fortalecida terminará consumiéndose en sus dudas y caerá en la indiferencia y al final en el abandono. Por eso nos hablaba Jesús en otro lugar del evangelio del hombre sensato y prudente que edificaba su casa sobre roca. Edifiquemos nuestra vida sobre la roca firme de la fe.
Y no nos ha dado Dios espíritu de cobardía sino de valentía. Con valentía nos enfrentamos a esa lucha, a esa búsqueda de respuestas, a encontrar soluciones que remedien tanto sufrimiento, a dar ese valiente testimonio de nuestra fe y de nuestro amor cristiano. ‘Toma parte en los duros trabajos del evangelio según la fuerza de Dios’, le decía Pablo a Timoteo; nos dice el Señor a nosotros. Y la fuerza de Dios no nos faltará. Tenemos que saber pedirla constantemente al Señor.
Señor, auméntanos la fe’.