domingo, 3 de octubre de 2010

Señor, auméntanos la fe



Habacuc, 1, 2-3; 2, 2-4;
Sal. 94;
2Tim. 1, 6-8.13-14;
Lc. 17, 5-10


Auméntanos la fe’, le pidieron los apóstoles a Jesús. Señor, auméntanos la fe, le pedimos nosotros también. Lo necesitamos.
¿Por qué le pedirían los apóstoles a Jesús que les aumentara la fe? Ellos estaban con El y lo acompañaban por todas partes, escuchaban directamente de sus labios sus palabras, eran testigos de sus milagros.
Pero quizá se daban cuenta de que todo aquello de que les hablaba Jesús les sobrepasaba. Se entusiasmaban por seguirle, pero al mismo tiempo caían en la cuenta de sus exigencias. La meta que Jesús les proponía era alta y necesitaban un buen espíritu para alcanzarla, como el atleta que necesita de un entrenamiento y un fortalecimiento de sus músculos para alcanzar la corona de la victoria en la carrera. Quizá podían ir vislumbrando con lo que Jesús les proponía que en muchas cosas tenían que nadar a contracorriente y se iban a quedar solos frente al rechazo de tantos. O quizá lo que Jesús les anunciaba de lo que iba a suceder en su subida a Jerusalén les asustaba.
Necesitamos nosotros también pedirle a Jesús ‘auméntanos la fe’. Son difíciles las situaciones por las que pasamos en el mundo en el que hoy vivimos. Hablamos mucho de la crisis y bien sabemos que es muy complejo todo lo que sucede a nuestro alrededor: gentes que lo pasan mal en muchos aspectos; un mundo lleno de violencias que parece que va como en una espiral ascendente cada vez más; inestabilidad social que hace que mucha gente camine sin norte ni futuro perdidas las esperanzas; desorientación y pérdida de valores con los que hay tantos que no saben ya por qué luchar o qué hacer; catástrofes naturales de las que oímos hablar con demasiada frecuencia, terremotos, corrimientos de tierras con montañas que se vienen abajo sepultando todo a su paso (esta semana hemos oído hablar de varias en Colombia y México), inundaciones o huracanes que lo dejan todo devastado.
Y nos llenamos de preguntas en nuestro interior. ¿Por qué suceden todas estas cosas? ¿por qué hemos llegado a situaciones como éstas? Es lo que gritaba el profeta Habacuc que hemos escuchado en la primera lectura. ‘¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?’
‘Señor, auméntanos la fe’,
le pedimos. Porque nos llenamos de dudas y no sabemos encontrar respuestas; porque algunas veces andamos demasiados fríos espiritualmente y en consecuencia nos falta valor; porque olvidamos principios fundamentales; porque nos sentimos confusos y acobardados; porque en muchas ocasiones parece que prefiramos ocultar nuestra fe y nos acomplejamos ante el mundo de indiferencia que nos rodea; porque no llegamos a comprometernos seriamente en nombre de esa fe que tenemos; porque nos falta una fundamentación firme y verdadera.
El Señor le respondió al profeta: ‘el injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe’. Ahí está nuestra fortaleza y nuestra grandeza. Ahí encontraremos la valentía y la fuerza. Ahí tenemos la luz que necesitamos para encontrar respuestas. Aquí hemos venido con fe hoy hasta la Eucaristía y a la escucha de la Palabra de Dios. Venimos con fe, no puede ser otro el motivo para nuestra venida, pero le pedimos al Señor que nos aumente la fe, que crezca nuestra fe, que se mantenga firme como una roca nuestra fe.
San Pablo le hacía unas hermosas recomendaciones a su discípulo Timoteo que hemos escuchado en la segunda lectura. Recordemos. ‘Reaviva el don de Dios… no se nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y bien juicio… no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor Jesucristo…toma parte en los duros trabajos del evangelio… vive con fe y amor en Cristo Jesús… guarda este precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo…’ Parece que va dando respuesta a todo lo que nos hemos venido planteando.
‘Reaviva el don de Dios…’ esa gracia con que Dios te ha enriquecido. Ese precioso depósito de la fe que hemos de guardar como oro en paño, como lo más precioso que tenemos, que no lo podemos perder de ninguna manera, pero que hemos de hacer crecer más y más. Es un regalo de Dios, una gracia que no la tenemos porque nosotros la merezcamos, sino porque el Señor en su infinita bondad la ha depositado en nuestro corazón. ‘Siervos inútiles somos…’ nos decía el evangelio, ‘que no hemos hecho otra cosa sino lo que teníamos que hacer’.
Reaviva, cultiva esa semilla de la fe para que crezca. Y va a crecer con la gracia de Dios. Pero tenemos que preocuparnos de conocerla bien, de profundizar en nuestra fe, de empaparnos más y más de la Palabra de Dios que enriquece nuestro corazón. Tenemos dudas y nos acobardamos muchas veces cuando tenemos que enfrentarnos a tan diversos problemas y situaciones, como antes reflexionábamos, pero porque no hemos fortalecido debidamente nuestra fe. Sin esa debida fundamentación de una buena formación claro que nos vamos a encontrar como quien no hace pie y nos tambalearemos y caeremos.
Un edificio sin cimientos se viene abajo. Un cristiano sin una fe bien fundamentada y fortalecida terminará consumiéndose en sus dudas y caerá en la indiferencia y al final en el abandono. Por eso nos hablaba Jesús en otro lugar del evangelio del hombre sensato y prudente que edificaba su casa sobre roca. Edifiquemos nuestra vida sobre la roca firme de la fe.
Y no nos ha dado Dios espíritu de cobardía sino de valentía. Con valentía nos enfrentamos a esa lucha, a esa búsqueda de respuestas, a encontrar soluciones que remedien tanto sufrimiento, a dar ese valiente testimonio de nuestra fe y de nuestro amor cristiano. ‘Toma parte en los duros trabajos del evangelio según la fuerza de Dios’, le decía Pablo a Timoteo; nos dice el Señor a nosotros. Y la fuerza de Dios no nos faltará. Tenemos que saber pedirla constantemente al Señor.
Señor, auméntanos la fe’.

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