sábado, 4 de septiembre de 2010

Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar.

Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar.

Me postro ante ti, Señor,
en profunda adoración;
eres mi Dios y mi Señor;
confieso con la más profunda fe
que estás realmente presente
en el Santísimo Sacramento del Altar;
verdaderamente es tu Cuerpo y tu Sangre,
tu alma y tu Divinidad
presente en la Eucaristía;
no es sólo un signo,
como si fuera un recuerdo,
aunque sea signo sacramental,
porque eres presencia verdadera,
estás realmente presente;
eres tú, Señor,
que así quieres darte,
así quieres hacerte presente,
así quieres llegar hasta mi vida.

Creo, Señor,
creo que estás ahí
y me postro ante ti
en adoración profunda.

Quiero hoy, Señor,
dejarme inundar por tu presencia,
llenarme de tu vida,
que tu amor empape totalmente mi alma
para ser siempre para ti,
para que mi vida,
mis obras y mis palabras
sean siempre para tu gloria.
Gracias, Señor,
por tenerte siempre a mi lado,
acompañándome,
escuchándome,
hablándome
en lo más hondo de mi corazón;
gracias, Señor,
por tu presencia permanente en el Sagrario
donde siempre me esperas;
que yo sepa descubrir aquí
y sentir tu presencia,
que yo sepa escucharte,
que aprenda el camino
que me conduce hasta el Sagrario
para aprender a venir hasta ti
con mis penas y mis preocupaciones,
mis súplicas y mis deseos más hondos;
que aprenda el camino del Sagrario
para aprender a gustar de tu presencia,
para sentirme junto a ti
más cerca del cielo.

Tu Palabra nos dice
que cada vez que comemos de este pan
y bebemos de este cáliz de la Eucaristía
anunciamos tu muerte, Señor,
hasta que vuelvas.
Creo, Señor, en tu Palabra
y cuando contemplo
y adoro este misterio admirable
estoy contemplando
todo tu misterio de salvación y redención,
el misterio pascual
de tu muerte y resurrección;
aquí estás en tu pasión y en tu cruz,
en tu muerte redentora
y en tu resurrección de salvación;
es todo un misterio de gracia
en que te nos das
y nos regalas tu vida;
te has ofrecido en la cruz
para ser nuestro Salvador
y para rescatarnos
de la muerte y del pecado;
cada vez que nos acercamos a ti
en el sacramento de la Eucaristía
estamos rememorando
y haciendo presente
tu muerte y tu resurrección.
Gracias, Señor,
por tanto regalo de amor.

En la sinagoga de Cafarnaún,
después de haber dado de comer milagrosamente
a la multitud con los cinco panes y dos peces,
nos dijiste
que nos ibas a dar
un pan venido del cielo,
que el que lo comiera
no volvería a tener más hambre,
quedaría saciado para siempre,
y ese pan eras tú,
era tu propia carne
que nos dabas para que la comiéramos
y tuviéramos vida para siempre;
mi carne es verdadera comida
y mi sangre verdadera bebida,
nos dijiste
y el que come mi carne
y bebe mi sangre
tiene vida en mi
y yo lo resucitaré en el último día;
has querido quedarte en la Eucaristía
para ser también nuestro alimento,
nuestro viático para el camino,
la fuerza que nos hace vivir y amar,
luchar y ser mejores cada día;
pero es también
prenda del banquete eterno de los cielos
del que un día quieres hacernos partícipes,
prenda de gloria futura;
te comemos para tener vida,
te comemos para alcanzar la resurrección,
te comemos para unirnos a ti
y ser una sola cosa contigo,
te comemos para que habites en nosotros
y nosotros habitemos en ti.
Gracias, Señor,
por esa vida eterna que nos das.

Nos has dicho, Señor,
que tenemos que amarnos
porque somos hermanos,
y ese ha sido tu mandamiento,
que nos amemos los unos a los otros
como Tú nos has amado;
Tú, Señor, eres comunión de amor,
porque así eres en tu Trinidad
admirable e indivisible:
tres personas distintas
y un solo Dios verdadero;
pero quieres darte a nosotros en la Eucaristía
para que entrando en comunión contigo
aprendamos a entrar
en comunión con los hermanos;
no podemos comulgarte a ti,
entrar en comunión contigo,
si no hemos aprendido
a entrar en comunión con los hermanos;
tu mandamiento
fue el mandamiento del amor,
un mandamiento que nos dejaste
en el mismo momento
que nos dejabas también
tu presencia en la Eucaristía;
no podemos, pues,
separar nuestra unión contigo
de la comunión con los demás;
por eso has querido ser nuestro maestro
pero también nuestro camino,
eres nuestro ejemplo
pero eres también nuestra fuerza;
que amándote más y más a ti
en la Eucaristía
aprendamos a amar más y más
a nuestros hermanos
para que haya comunión verdadera;
que cada vez que me acerque
a la mesa de la comunión
sea consciente
de a quién estoy comulgando,
porque no sólo estoy comulgando
el Cuerpo del Señor,
sino que tengo que comulgar también
con el hermano;
que encuentre siempre en tu Eucaristía
esa fuerza para vivir la comunión total,
para que todos nos amemos cada vez más
y nos sintamos hermanos.
Gracias, Señor,
por tu Eucaristía y por tu amor.

Mejor que humillados humildes desde una ofrenda de amor

1Cor. 4, 6-15;
sal. 144;
Lc. 6, 1-5

Qué bien nos vienen estas palabras de Pablo en su carta a los Corintios para cuando se nos meten los orgullos en nuestro corazón porque nos sintamos humillados o porque las apetencias de grandezas y reconocimientos no se ven realizadas. Cuánto daño nos hacen por dentro esos orgullos y que nos hacen reaccionar de mala manera ante las situaciones adversas por las que tengamos que atravesar en la vida.
Con una actitud humilde se presenta el apóstol sintiéndose el último de todos. Colocado el último como un condenado a muerte, débil y despreciado, insultado y perseguido, como la basura del mundo. Son algunas expresiones que emplea para describir la situación por la que pasa el apóstol en tantas incomprensiones y recelos por parte de muchos. Mucho tuvo que sufrir el apóstol en su tarea evangelizadora y no fue sólo de parte, podíamos decir, de los enemigos del evangelio de Jesús, sino en muchas ocasiones incluso en medio de aquellas comunidades donde evangelizaba por incomprensiones, envidias y muchas cosas. A cosas así está haciendo referencia en este texto que comentamos.
Creo que nos está ofreciendo una hermosa lección. Diríamos que todo eso lo transforma desde el amor y desde la fidelidad a la misión que ha recibido del Señor, de ser su apóstol. Y más que humillado él se siente humilde, porque la humillación que de una forma u otra pretendían inflingirle no permite que le dañe por dentro, no le sirve para mal, sino todo lo contrario, le hace ofrecer su vida con humildad como una ofrenda de amor por la misión que ha recibido.
Por ahí, creo, que puede ir la lección que nos ofrece el apóstol. En la vida muchas veces pasamos por situaciones difíciles en nuestro trato o en nuestra relación con los demás. Habrá quizá quien quiera humillarnos, desde las envidias que tantas veces corroen el corazón del hombre, también desde incomprensiones y desconfianzas o desde otras muchas cosas que nos hacen sufrir, pero no nos vamos a sentir humillados ni doloridos, sino que vamos a ser humildes y vamos a poner ese bálsamo hermoso del amor en nuestra vida y desde esa humildad con amor vamos a saber ofrecernos al Señor.
Será otra entonces nuestra actitud, la forma de actuar y reaccionar. No vamos a dejar que nuestro corazón se llene de dolor, resentimiento o maldad en esa situación por la que quieran hacernos pasar. A Cristo en su pasión y en su camino hacia la cruz pretendían humillarlo, pero en el amor supo ser humilde, supo poner mansedumbre en el corazón y así hizo su ofrenda redentora de amor por nosotros. ‘Venid a mi, nos dice Jesús, todos los que estáis afligidos y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón’.
El camino de la humildad vivido desde el amor puede ser un hermoso camino para sentir más cerca a Dios en nuestra vida. No nos puede faltar la fe para ver la presencia amorosa, reconfortante del Señor a nuestro lado, que nunca nos deja solos. Pero ese camino de humildad vivido también en el amor y desde el amor puede ser un testimonio, una luz para que muchos a nuestro lado lleguen a vislumbrar ese amor de Dios y se acerquen a El. Dios se nos manifiesta en la humildad y desde nuestro corazón humilde podemos conocer mejor a Dios.
‘Cerca está el Señor de los que lo invocan’, pedíamos en el salmo, por eso ‘pronuncie mi boca en todo momento,- también en los momentos duros y difíciles - la alabanza del Señor, todo viviente bendiga su santo nombre’.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios

1Cor. 4, 1-5;
Sal. 36;
Lc. 5, 33-39

Que la gente sólo vea en nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios…’ Una referencia a la vida del Apóstol; una referencia a la vida de todo el que tiene que ser apóstol, pastor en medio del pueblo de Dios. Servidores de Cristo. Administradores de los misterios de Dios. Una vida vivida en total fidelidad. ‘Lo que se pide a un administrador es que sea fiel’, continuaba diciéndonos san Pablo.
Una fidelidad que no actúa por miedo a los juicios humanos, que no busca alabanzas ni reconocimientos humanos. Actúa con rectitud y en conciencia. Tiene que ser fiel allá en lo hondo de su conciencia. El único juicio válido es el de Dios. ‘Mi juez es el Señor… El iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón, entonces cada uno recibirá de Dios lo que merece’. Pido al Señor que no sea severo sino misericordioso cuando me presente ante El. El Señor es rico en misericordia, a ella me quiero acoger.
Pero tenemos que decir que este texto, aunque con esa clara referencia a los pastores, sin embargo ilumina también la vida de todo cristiano. En nuestras manos está el evangelio que tiene que iluminar la vida de cada uno, pero también con el que tenemos que iluminar la vida de los demás. El Señor ha puesto su evangelio en nuestras manos y hemos de reconocer que todo somos apóstoles y mensajeros del Reino. En consecuencia también con fidelidad y con que rectitud hemos de vivir nuestra vida. Todos.
Lo que nos dice el salmo, que nos ha valido como siempre para nuestra oración de respuesta a la Palabra proclamada, nos da pautas de cómo ha de ser esa rectitud que ha de adornar la vida de todo cristiano con una serie de hermosas virtudes y valores.
‘El Señor es quien salva a los justos’, fuimos repitiendo. Pero se nos decía, lo meditábamos, lo íbamos rumiando en nuestro interior, ‘confía en el Señor y haz el bien… practica la lealtad… la justicia, el derecho…’ la búsqueda del bien y de lo bueno tiene que estar siempre presente en mi vida. Mucho más que un adorno, actitudes profundas que se manifiestan en los actos de nuestra vida, en nuestra relación con los demás, en todo lo que vamos haciendo.
Justicia, derecho que nos llevan al buen trato al otro, sea quien sea, al respeto de la dignidad de todos, a la valoración de toda persona; justicia, derecho que nos llevan a un compartir solidario y tendríamos que decir también en justicia; lo que tenemos no es sólo nuestro sino que todo tiene que redundar en el bien común, a los otros les pertenece también porque son bienes que Dios creó para el hombre, para todo hombre. ¿Cómo en justicia puedo yo estar en la abundancia, mientras el hermano a mi lado está en necesidad?
‘Apártate del mal y haz el bien’, seguía diciéndonos el salmo porque el Señor y sus mandatos son nuestra delicia, nuestra dicha, nuestra gloria. Caminemos por caminos rectos, caminos de amor y de bondad, caminos de justicia y santidad y el Señor será nuestro premio, nuestra dicha. ‘Cada uno recibirá de Dios lo que merece’, que nos decía el apóstol.
Que así sea nuestra vida, y que así nos manifestamos ante los demás. Servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Serán caminos que atraerán a los otros hasta el Señor.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Tenemos que liberarnos las redes que nos aprisionan

1Cor. 3, 18-23;
Sal. 23;
Lc. 5, 1-11

‘La gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios…’ Allí estaban ansiosos de que Jesús les enseñara, aunque Pedro y sus compañeros pescadores andaban afanados en repasar y lavar las redes después de una noche de faena aunque fuera infructuosa.
Pero cuando hay ansias de Jesús y nos dejamos enseñar, conducir y guiar, Jesús realiza maravillas para manifestarnos la salvación que quiere ofrecernos y para ponernos en camino también de hacer cosas grandes. Es lo que contemplamos en este texto; Jesús enseña a las gentes aunque tenga que subirse a una barca que le sirva como de estrado para que todos puedan escucharle mejor; pero más cosas van a suceder a continuación para manifestar así la gloria del Señor.
La palabra de Jesús es una Palabra de salvación, una palabra que libera y da vida, una palabra que nos levanta y nos pone en camino también de cosas grandes. Tiene fuerza de liberación y salvación. Fijémonos como se realiza en Pedro. Lo va a liberar de sí mismo, de sus desconfianzas y de sus miedos pero también de todo aquello que pudiera atarle a las rutinas de cada día porque además Jesús para Pedro y para aquellos pescadores tiene reservada una especial misión.
Ya sabemos lo que sucedió a continuación porque lo hemos escuchado. Pedro tendrá que interrumpir su faena de limpiar redes porque Jesús le pedirá su barca y que la separe de la orilla para enseñar a la gente; pero Pedro tendrá que remar otra vez mar adentro en el lago porque así se lo pide Jesús aunque él sabe que no hay pesca, porque ‘hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada’. Se desprenderá Pedro de sus conocimientos de pescador para dejarse guiar por Jesús y por su palabra echar de nuevo las redes.
Comenzarán a manifestarse las maravillas del Señor, el asombro se apoderará de todos para reconocer las maravillas del Señor; aparecerá la solidaridad y el compañerismo de los otros pescadores que vendrán en su ayuda y al final Pedro, que tuvo que reconocer sus limitaciones e incapacidades, se reconocerá indigno de estar ante Jesús porque se siente hombre pecador. ‘Apártate de mí, Señor, que soy un pecador’.
Pero será el paso para sentirse liberado totalmente para seguir a Jesús. ‘No temas, desde ahora será pescador de hombres’. Se acabaron los miedos, ‘sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron’. Un nuevo camino, una nueva pesca, una nueva misión.
A la luz de este evangelio, mirémonos nosotros. También tenemos nuestros miedos e inseguridades, o el orgullo de lo que somos o sabemos, porque nos creemos quizá que sabemos muchas cosas, nos puede hacer engreídos, pero al final nos sentimos incapaces o el mal que hayamos dejado meter dentro de nosotros nos ha paralizado. Comencemos por reconocerlo como Pedro para poder sentirnos en verdad liberados por Jesús.
Cuánto nos cuesta reconocer esas negruras que pudiera haber en nuestra alma, en nuestro corazón. Es el paso que tenemos que dar y veremos la salvación de Dios en nuestras vidas y podremos ver también para qué nos quiere el Señor. Quizá no le hemos abierto la puerta de nuestro corazón lo suficiente. Es una liberación que tenemos que dejar que el Señor realice en nosotros. Tenemos que sacar las redes que aún pudieran estar aprisionándonos.
María se reconoció pequeña ante Dios, se sentía la humilde esclava del Señor, pero el Señor realizó en ella obras grandes. Y María lo reconoció.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Campo de Dios y Edificio de Dios pero en el que todos somos colaboradores

1Cor. 3, 1-9;
Sal. 32;
Lc. 4, 38-44

‘Nosotros somos colaboradores de Dios y vosotros campo de Dios. Sois también edificio de Dios’. En esta frase final del texto de la carta a los Corintios que hoy se nos ha proclamado emplea el apóstol dos bellas imágenes para describirnos el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza. Campo de Dios, edificio de Dios.
Nuestro labrador, nuestro constructor o Arquitecto de ese edificio es Cristo. Somos ese campo o ese edificio. Edificio de Dios construido sobre el cimiento de los Apóstoles, como nos dice también el apóstol y ha hemos meditado muchas veces, sobre todo en la fiesta de los Apóstoles. No podemos pretender ser nosotros por nosotros mismos los constructores o labradores de ese campo. Sin embargo nos dice el Apóstol que somos colaboradores de Dios, porque ahí nos confía también un misión.
Al apóstol Pablo le da ocasión para dejarnos este mensaje ciertos problemas surgidos en la comunidad de Corinto, que podrían también iluminarnos a nosotros en muchas situaciones. El apóstol incluso se pone un poco serio y les dice que son como niños porque hay entre ellos envidias y contiendas, rivalidades y enfrentamientos a causa de cierta división surgida entre ellos por unos que son partidarios de Apolo, que también allí ha contribuido a la predicación del evangelio, y otros partidarios del mismo Pablo. Cosas que sucedieron entonces y siguen sucediendo muchas veces también en el seno de nuestras comunidades. Que si este cura o este obispo es mejor que el otro, que si el párroco que estaba antes, que si aquel sí que trabaja, que si éste es más cercano o más amigo de todos, y no se cuántas cosas más que vemos muchas veces. Esa no tiene que ser nuestra mirada ni nuestra actitud. Escuchemos lo que dice el Apóstol.
‘Cuando uno dice yo estoy por Pablo, y otro, yo por Apolo, ¿no sois como cualquiera? En fin de cuentas, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Agentes de Dios, que os llevaron a la fe, cada uno como le encargó el Señor. Yo planté, Apolo regó, fue Dios quien hizo crecer… el que cuenta es el que hace crecer, o sea Dios… nosotros somos colaboradores de Dios’.
Surgen entre nosotros muchas veces también divisiones y rencillas, y sucede también en el seno de la comunidad cristiana, de la Iglesia. Es bien iluminador este texto. Bien sabemos los pastores que nuestra misión es sembrar, anunciar el evangelio, hacer llegar la gracia de Dios a través de los sacramentos. Pero quien en verdad hace crecer la fe y la vida cristiana es Dios que llama al corazón, inspira con la fuerza del Espíritu, da la gracia. Y lo que importa es la vida divina sembrada en nuestro corazón, esa vida divina que nos hace hijos de Dios, nos llena de la santidad de Dios.
Contribuyamos con la santidad de nuestra vida a la fecundidad de ese campo de Dios que somos nosotros. Contribuyamos al crecimiento de ese edificio de Dios, a ese crecimiento de la vida de la Iglesia poniendo cada uno de nosotros los granitos de arena de su vida, de su santidad, de su bien hacer, de sus buenas obras, de esa semilla de la Palabra de Dios que con nuestra vida vamos sembrando cada día entre los que nos rodean. Eso es lo importante. Dios regará todo eso bueno que hagamos con su gracia y es el que por la fuerza del Espíritu hará crecer la santidad de su Iglesia a través de esa santidad que vivamos cada uno de nosotros.
Oremos al Señor para que en el seno de nuestras comunidades cristianas no surjan nunca esas rivalidades sino que siempre todos valoremos el trabajo de nuestros pastores cada uno en su función, en su propio ministerio, en el lugar al que el Señor le ha llamado a trabajar en ese campo de Dios. Pidámosle al Señor que nunca se rompa esa unidad de su Iglesia.

martes, 31 de agosto de 2010

Hemos recibido un Espíritu que viene de Dios

1Cor. 2, 10-16;
Sal. 144;
Lc. 4, 31-37

‘Y nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo, es el Espíritu que viene de Dios, para que tomemos conciencia de los dones que de Dios recibimos…’
El Espíritu que viene de Dios. Como prometió Jesús ‘yo rogaré al Padre para que os envíe otro Defensor – el Paráclito, el Espíritu de la verdad -, para que esté siempre con vosotros’. Como nos sigue diciendo ‘el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recordéis lo que yo os he enseñado y os lo explicará todo’.
Podríamos seguir recordando cosas que nos dijo Jesús cuando nos anuncia en la última cena el envío del Espíritu Santo. Es lo que nos viene a decir hoy san Pablo. ‘A nivel humano uno no capta lo que es propio del Espíritu de Dios, le parece una locura; no es capaz de percibirlo, porque sólo se puede juzgar con el criterio del Espíritu’.
Es el Espíritu Santo que despierta nuestra fe y nos fortalece para que nos mantengamos firmes en ella. Muchas veces nos encontramos a gentes que no entienden sobre cuestiones relacionadas con la fe, con la religión, con la Iglesia y a todo quieren hacer sus interpretaciones a su manera. Hablan de la religión, del cristianismo o de la Iglesia haciendo comparación o a imagen de las realidades humanas de nuestro mundo o de la sociedad. Si nos falta la fe, si nos falta esta asistencia del Espíritu es imposible que demos una buena interpretación a tantas cosas que suceden en este ámbito religioso o cristiano. Les puede parecer ‘una locura’, según frase del Apóstol. Como nos dice san Pablo hoy ‘sólo se pueden juzgar con el criterio del Espíritu’.
Aunque un peligro que podemos tener nosotros los creyentes es que olvidemos también ese criterio del Espíritu y veamos todo demasiado a lo humano o a imagen de las cosas de este mundo. No nos tendría que pasar. Por eso qué importante es que mantengamos con toda firmeza nuestra fe; que pidamos al Señor que nos regale ese don de la fe, haciéndonos sentir con fuerza en nuestra vida esa asistencia del Espíritu Santo.
Es más, creo que cuando nos acercamos al Evangelio, a la Biblia tendríamos que saber hacerlo desde ese Espíritu de fe, porque será el que nos haga comprender con mayor hondura el mensaje de Jesús, el mensaje del Evangelio. No podemos ir con criterios humanos a hacer una interpretación de la Palabra de Dios, sino que en verdad nos dejemos conducir por el Espíritu Santo; invoquemos con fe al Espíritu Santo cuando nos acercamos a la Palabra de Dios para que sea El quien nos ilumine, nos haga comprender todo ese misterio de Dios. Como decía san Pablo ‘lo íntimo de Dios, lo conoce sólo el Epíritu de Dios’. Que no nos falte esa luz, esa iluminación del Espíritu Santo.
Será así cómo podremos comprender mejor el mensaje de Jesús. Es que además sólo por la acción del Espíritu en nuestro corazón podremos llegar a exclamar con toda verdad y con todo sentido ‘Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre’. Ese Jesús, el Señor, que hoy contemplamos en el evangelio que hemos escuchado, como salvador desde lo más profundo del mal, arrancando de nosotros el mal, el peor mal que pueda haber en nosotros que es el pecado. Ese milagro de la expulsión de los espíritu inmundos eso viene a significar.
Que venga el Espíritu del Señor a nuestra vida y seamos capaces de reconocer cuantos dones de amor el Señor hace en nosotros.

lunes, 30 de agosto de 2010

El anuncio del evangelio de Jesús transforma nuestra vida y nuestro mundo

1Cor. 2, 1-15;
Sal. 118;
Lc. 4, 16-30

El anuncio del evangelio muchas veces se puede convertir en un fuerte signo de contradicción en medio del mundo en el que vivimos; mientras para unos puede ser un fuerte grito de esperanza porque descubren en ese anuncio esa salvación tan profundamente deseada, para otros sin embargo puede resultar duro y bien contradictorio a lo que son sus intereses o su manera de vivir.
Ya lo fue Cristo en medio de la gentes de su tiempo, ya lo fue Pablo como de alguna manera hoy nos lo manifiesta en lo escuchado en su carta a los Corintios y lo han sido y lo serán todos los apóstoles y evangelizadores que sean fieles a ese anuncio auténtico del evangelio.
En el evangelio hoy escuchado la visita que Jesús hace a su pueblo y el anuncio que hace en la Sinagoga de Nazaret. Ahí vemos ya esos signos contradictorios porque en un principio fue recibido con muchas señales de aprobación y orgullo porque era el hijo del carpintero y entre ellos se había criado, pero pronto todo se trastocará cuando ven que el anuncio que Jesús les hace no es simplemente complacerles en sus orgullos patrios o en esos deseos de milagros que se multipliquen entre ellos. Querrán incluso despeñarlo por un barranco del pueblo.
Es lo que Pablo manifiesta también en su carta a los Corintios que hemos escuchado. No sería fácil hacer aquel anuncio que Pablo les hace de Jesucristo y de éste crucificado, a una sociedad como la griega dada a la sabiduría y a las filosofías o en concreto aquella sociedad de Corinto muy comercial – era un puerto comercial muy importante en el mundo griego – pero también muy influenciada por muchas corrientes de todo tipo que hacía que en aquella sociedad fueran muy grandes la corrupción y las inmoralidades.
En Atenas Pablo había querido acercarse a un lenguaje propio de los filósofos en el anuncio del evangelio y de Jesús resucitado en el Aerópago, y fue rechazado. Ahora es difícil aquí hablar del evangelio pero dice que no va a ellos con sabidurías ni elocuencias humanas sino que ‘nunca se preció de saber cosa alguna, sino a Jesucristo y éste crucificado… para que vuestra fe no se apoye en sabidurías humanas sino en el poder de Dios’. Pero tras ese anuncio surgirá en medio de aquel mundo tan adverso una hermosa comunidad de seguidores de Jesús.
¿Cómo acogemos nosotros el anuncio del evangelio de Jesús? tenemos que preguntarnos. ¿Será para nosotros en verdad ese faro de luz que despierta nuestra esperanza en la salvación verdadera que Jesús quiere ofrecernos? ¿Buscamos palabras bonitas que se pueden convertir en engañosas o por otra parte el milagro fácil que nos resuelva misteriosamente nuestros agobios?
Busquemos la verdadera salvación que Jesús nos ofrece. Es el que está lleno del Espíritu del Señor, como había anunciado el profeta y que con su vida y su presencia en medio nuestro viene a arrancarnos de las más profundas esclavitudes que podamos tener en nuestro espíritu y en nuestro corazón. Nos anuncia el año de gracia del Señor, nos anuncia el perdón y la vida. Y es lo que tenemos que buscar en Jesús.
Cuando nos arranca de la esclavitud del pecado es para que ya nunca vivamos alejados del amor. Cuando nos ofrece su perdón quiere en verdad transformarnos por dentro pero para que sintamos también la fuerza de su Espíritu en nosotros para transformar también nuestro mundo. Por eso allí donde está en un creyente en Jesús tiene que notarse que la vida es distinta, que hay más paz, que hay más amor, que nos queremos más, que somos más hermanos, que arrancamos de nuestro corazón orgullos y envidias. En una palabra que hacemos un mundo mejor, un mundo donde todos nos entendamos más, un mundo nuevo y distinto. La fe que tenemos en Jesús a eso nos compromete.

domingo, 29 de agosto de 2010

Humildad y gratuidad, valores importantes


Ecl. 3, 17-18.20.28-29;
Sal. 67;
Heb. 12, 18-19.22-24;
Lcv. 14, 1.7-14

Tengo que comenzar confesando que este evangelio me interpela mucho. Es una tarea pendiente porque no he logrado llevarlo a la práctica de mi vida en esa humildad y gratuidad que hoy nos enseña Jesús.
Cuántos codazos nos vamos dando esa loca carrera de la vida por primeros puestos, por honores y reconocimientos, por rodearnos de gente importante o que nosotros creemos importantes e influyentes, y cómo rehuimos, permítanme la expresión, a aquellos que nos huelen mal. Es que yo soy amigo de… decimos tantas veces; es que conozco a éste o aquel… hay que tener amigos hasta en… - no voy a emplear la expresión que solemos usar, pero me entendéis -.
Como hemos escuchado en el evangelio le da ocasión a Jesús para dejarnos el mensaje ‘cuando entró en casa de uno de los principales para comer, le estaban espiando, pero el notó que los convidados escogían los primeros puestos…’ Y nos enseña Jesús algo que es mucho más que unas normas de urbanidad. ‘Cuando te conviden no te sientes en el puesto principal… vete a sentarte en el último puesto…’
¡Qué hermoso lo que ya nos decía el sabio del Antiguo Testamento, el libro del Eclesiástico! ‘Hijo mío en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios… que revela sus secretos a los humildes’.
Lo aprendemos en Jesús, de humilde corazón y que siendo Dios se hizo hombre, tomando la condición de esclavo, siendo el último de todos. Y recordemos cómo Jesús da gracias al Padre del cielo porque revela los misterios de Dios a los humildes y sencillos y las oculta a los que se creen sabios y entendidos. Por otra parte, ¿de quienes estaba rodeado Jesús siempre? De la gente sencilla, de los pobres, de los enfermos y de los que sufrían. Para ellos es su bienaventuranza.
Nos dirá Jesús: ‘Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’. Es lo que nos va repitiendo continuamente en el evangelio. Nada de luchas por primeros puestos, lugares de honor o rodearme de gentes importantes e influyentes que es nuestra tentación fácil. Le sucedía entonces a los discípulos como nos sigue sucediendo a nosotros hoy. Desterremos de nosotros esos orgullos, porque el orgullo siempre humilla al hombre, humilla al que está a nuestro lado.
De ahí la conclusión que Jesús mismo saca hoy en el evangelio. ‘Cuando des una comida o una cena…’ ¿a quién invitamos? ¿a los que a su vez puedan invitarnos también a nosotros? ‘No invites a tus amigos, a tus hermanos… a los que corresponderán invitándote… invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos’.
Hay un valor o una virtud que a veces nos cuesta tener en cuenta o valorar, la gratuidad. ¿Qué voy a ganar yo con eso? ¿en qué me voy a beneficiar? Lo habremos escuchado muchas veces. Con qué facilidad actuamos por el interés. La vida esta rodeada o demasiado construida por gestos que manifiestan lo interesado que somos. Que me quieran, que me correspondan a lo que hago, que me tengan en cuenta, que valoren mis cosas… de alguna manera como un deseo siempre de sentirme pagado por lo que hago. No está reñida la autoestima con la humildad, pero autoestima no significa estar buscando recompensas siempre por lo que hago.
Nos falta gratuidad. En lo que damos y también en la actitud que tenemos ante lo que recibimos que tendría que llevarnos al fin a la gratitud. No estamos acostumbrados a lo gratuito, a que nos den también de una forma gratuita y algunas veces como que nos extraña y nos cuesta entenderlo. Recuerdo hace años de capellán en una clínica repartía unas tarjetas de felicitación a los enfermos felicitándoles la navidad, y alguien no me la quería aceptar porque no tenía dinero que darme; no comprendía que era una felicitación, y por tanto gratuita, lo que yo le estaba ofreciendo.
Andamos en la vida, por otra parte, demasiado a la competición en lo que hacemos y en consecuencia nos falta esa generosidad para hacer y hacer lo mejor no para recibir nada a cambio. Y cuando andamos con competiciones creamos rivalidades y enemistades, surgen rupturas y resentimientos, porque podemos sentirnos humillados y heridos. No vamos a hacer el bien para quedar mejor que los otros; vamos a ser generosos porque sí, porque queremos a la persona, la valoramos, la aceptamos, nos respetamos y queremos siempre lo bueno.
Gratuidad frente a la competitividad del que más puede, más sabe o quiere ser siempre el primero y principal; gratuidad frente a esas acciones interesadas donde siempre buscamos una ganancia ya sea en lo material o ya sea en otro tipo de satisfacciones o reconocimientos. Gratuidad porque queremos ser generosos porque amamos y aprendemos de la generosidad del Señor que nos ama siempre aunque no nosotros no le correspondamos.
Y gratuidad también en lo que le ofrecemos a Dios que algunas veces en nuestra relación con Dios andamos también medio interesados. Demasiados mercantilistas somos a veces con Dios, porque andamos con El como a la compra-venta con nuestras ofrendas, nuestras promesas y no sé cuantas cosas. Amemos a Dios es Amor y porque de Dios recibimos tanto amor que no nos cabe en ninguna medida humana. Lo de aquella oración ‘aunque no hubiera cielo yo te amara…’
Que así con ese corazón humilde y generoso aprendamos a ir por la vida en nuestro trato y relación con los demás y así nos presentemos también ante Dios.