sábado, 4 de septiembre de 2010

Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar.

Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar.

Me postro ante ti, Señor,
en profunda adoración;
eres mi Dios y mi Señor;
confieso con la más profunda fe
que estás realmente presente
en el Santísimo Sacramento del Altar;
verdaderamente es tu Cuerpo y tu Sangre,
tu alma y tu Divinidad
presente en la Eucaristía;
no es sólo un signo,
como si fuera un recuerdo,
aunque sea signo sacramental,
porque eres presencia verdadera,
estás realmente presente;
eres tú, Señor,
que así quieres darte,
así quieres hacerte presente,
así quieres llegar hasta mi vida.

Creo, Señor,
creo que estás ahí
y me postro ante ti
en adoración profunda.

Quiero hoy, Señor,
dejarme inundar por tu presencia,
llenarme de tu vida,
que tu amor empape totalmente mi alma
para ser siempre para ti,
para que mi vida,
mis obras y mis palabras
sean siempre para tu gloria.
Gracias, Señor,
por tenerte siempre a mi lado,
acompañándome,
escuchándome,
hablándome
en lo más hondo de mi corazón;
gracias, Señor,
por tu presencia permanente en el Sagrario
donde siempre me esperas;
que yo sepa descubrir aquí
y sentir tu presencia,
que yo sepa escucharte,
que aprenda el camino
que me conduce hasta el Sagrario
para aprender a venir hasta ti
con mis penas y mis preocupaciones,
mis súplicas y mis deseos más hondos;
que aprenda el camino del Sagrario
para aprender a gustar de tu presencia,
para sentirme junto a ti
más cerca del cielo.

Tu Palabra nos dice
que cada vez que comemos de este pan
y bebemos de este cáliz de la Eucaristía
anunciamos tu muerte, Señor,
hasta que vuelvas.
Creo, Señor, en tu Palabra
y cuando contemplo
y adoro este misterio admirable
estoy contemplando
todo tu misterio de salvación y redención,
el misterio pascual
de tu muerte y resurrección;
aquí estás en tu pasión y en tu cruz,
en tu muerte redentora
y en tu resurrección de salvación;
es todo un misterio de gracia
en que te nos das
y nos regalas tu vida;
te has ofrecido en la cruz
para ser nuestro Salvador
y para rescatarnos
de la muerte y del pecado;
cada vez que nos acercamos a ti
en el sacramento de la Eucaristía
estamos rememorando
y haciendo presente
tu muerte y tu resurrección.
Gracias, Señor,
por tanto regalo de amor.

En la sinagoga de Cafarnaún,
después de haber dado de comer milagrosamente
a la multitud con los cinco panes y dos peces,
nos dijiste
que nos ibas a dar
un pan venido del cielo,
que el que lo comiera
no volvería a tener más hambre,
quedaría saciado para siempre,
y ese pan eras tú,
era tu propia carne
que nos dabas para que la comiéramos
y tuviéramos vida para siempre;
mi carne es verdadera comida
y mi sangre verdadera bebida,
nos dijiste
y el que come mi carne
y bebe mi sangre
tiene vida en mi
y yo lo resucitaré en el último día;
has querido quedarte en la Eucaristía
para ser también nuestro alimento,
nuestro viático para el camino,
la fuerza que nos hace vivir y amar,
luchar y ser mejores cada día;
pero es también
prenda del banquete eterno de los cielos
del que un día quieres hacernos partícipes,
prenda de gloria futura;
te comemos para tener vida,
te comemos para alcanzar la resurrección,
te comemos para unirnos a ti
y ser una sola cosa contigo,
te comemos para que habites en nosotros
y nosotros habitemos en ti.
Gracias, Señor,
por esa vida eterna que nos das.

Nos has dicho, Señor,
que tenemos que amarnos
porque somos hermanos,
y ese ha sido tu mandamiento,
que nos amemos los unos a los otros
como Tú nos has amado;
Tú, Señor, eres comunión de amor,
porque así eres en tu Trinidad
admirable e indivisible:
tres personas distintas
y un solo Dios verdadero;
pero quieres darte a nosotros en la Eucaristía
para que entrando en comunión contigo
aprendamos a entrar
en comunión con los hermanos;
no podemos comulgarte a ti,
entrar en comunión contigo,
si no hemos aprendido
a entrar en comunión con los hermanos;
tu mandamiento
fue el mandamiento del amor,
un mandamiento que nos dejaste
en el mismo momento
que nos dejabas también
tu presencia en la Eucaristía;
no podemos, pues,
separar nuestra unión contigo
de la comunión con los demás;
por eso has querido ser nuestro maestro
pero también nuestro camino,
eres nuestro ejemplo
pero eres también nuestra fuerza;
que amándote más y más a ti
en la Eucaristía
aprendamos a amar más y más
a nuestros hermanos
para que haya comunión verdadera;
que cada vez que me acerque
a la mesa de la comunión
sea consciente
de a quién estoy comulgando,
porque no sólo estoy comulgando
el Cuerpo del Señor,
sino que tengo que comulgar también
con el hermano;
que encuentre siempre en tu Eucaristía
esa fuerza para vivir la comunión total,
para que todos nos amemos cada vez más
y nos sintamos hermanos.
Gracias, Señor,
por tu Eucaristía y por tu amor.

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