sábado, 14 de agosto de 2010

De los que son como ellos es el Reino de los cielos

Ez. 18, 1-10.13.30-32;
Sal. 50;
Mt. 19, 13-15

‘Le presentaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y rezara por ellos’
. ¡Qué ternura Jesús rodeado de los niños!
Era habitual entre las gentes llevar a sus niños a los maestros o doctores de la ley o a los hombres de Dios para que los bendijeran. ¿Cómo no llevárselos a Jesús? Nos imaginamos la escena, aunque el fervor de algunos discípulos quisiera romper su encanto. No querían que molestaran al Maestro que estaba cansado. Pero ya hemos escuchado. ‘Dejadlos, no se lo impidáis…’
Nos recuerda muchas cosas. Aquella bonita costumbre ya perdida de pedir la bendición a un sacerdote cuando se le encontraba por la calle o en cualquier lugar. Pero no sólo era a los sacerdotes; se pedía la bendición a los padrinos; los padres daban la bendición a sus hijos. Todavía en algunos países quedan esas buenas costumbres, como en muchos países de América. Tengo amigos en América que cuando charlamos o bien al principio o al final de la conversación, y no porque sea sacerdote sino por bonita costumbre, siempre dicen, ‘bendición’.
No estaría mal rescatar costumbres así tan hermosas, y evitaríamos palabras malsonantes e injuriosas en nuestras conversaciones; o sería una forma también de hacer presente a Dios entre nosotros, en nuestra conversación o en nuestro encuentro, porque la bendición siempre será del Señor. Le bendecimos a El y El nos bendice a nosotros llenándonos de su paz y de su gracia.
Pero sigamos contemplando la escena del evangelio de hoy. Jesús rodeado de los niños. ‘De los que son como ellos es el Reino de los cielos’, termina afirmando Jesús. En otra ocasión nos dirá que hay que hacerse como niños para entrar en el Reino de los cielos. Un día tomó a un niño y lo puso en medio de ellos para decirnos que había que hacerse como un niño. Los discípulos habían estado discutiendo por el camino sobre quien era el más importante.
En los pequeños y en los pobres se hace presente Dios. haciéndonos pequeños nos hacemos sencillos, arrancamos de nosotros toda malicia y toda maldad, tendremos los ojos limpios para mirar con mirada pura lo que nos rodea. ¿Os habéis fijado en los ojos de un niño, en su mirada? Necesitamos tener nosotros esa mirada limpia y fresca porque llenamos nuestros ojos tantas veces de maldad.
‘Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios’, nos dirá en las bienaventuranzas. Quien tiene limpio el corazón tendrá una mirada limpia, pero tendrá también unas actitudes buenas hacia los demás. ‘Oh Dios, crea en nosotros un corazón puro’, hemos pedido en el salmo responsorial.
Y nos dice por otra parte que no le hagamos daño nunca a un niño, porque sus ángeles están contemplando el rostro de Dios. No enturbiemos nunca el corazón de un niño con nuestras maldades. Tengamos nosotros siempre limpio nuestro corazón. Tengamos la alegría pura de un niño inocente que nos hace entender la verdadera alegría. Nos hace falta muchas veces esa sonrisa en nuestros rostros y en nuestro corazón. Nos cuesta tenerla muchas veces por la maldad con la que hemos llenado nuestro corazón.
Aprendamos donde está la verdadera grandeza ante Dios. Hagámonos pequeños porque así descubriremos cómo es el Reino de los cielos.

viernes, 13 de agosto de 2010

Una riqueza que hay que defender, la estabilidad de las familias

Ez. 16, 59-63;
Sal. Is. 12;
Mt. 19, 3-12

Hoy la liturgia nos ofrece un texto del evangelio que cuesta mucho escuchar en el mundo en el que vivimos. Siempre el tema del matrimonio fue una problemática muy candente. Lo vemos ya en tiempos de Jesús por las preguntas que le plantearon. ‘¿Es lícito a uno despedir a su mujer por cualquier motivo?’
Sigue siendo una problemática seria hoy y, como decíamos, a muchos no les gusta escuchar estas palabras de Jesús. Querrían algo quizá más permisivo. Contemplamos la realidad cada vez más crujiente de rupturas, separaciones, divorcios, matrimonios de todo tipo (incluso ya no se les llama matrimonio sino simplemente pareja) u otro tipo de relaciones a las que se trata incluso de equiparar al matrimonio.
Comprendemos, ¿cómo no?, los terribles dramas humanos por los que pasan muchas personas, pero eso no nos exime de proclamar con Jesús la grandeza y la maravilla del matrimonio y al mismo tiempo elevar nuestra oración por tantas personas que sufren situaciones difíciles.
‘¿No habéis leído, nos dice Jesús, que el Creador en el principio los creó hombre y mujer, y dijo: por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne?’ Por eso concluirá Jesús afirmando categoricamente: 'Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre'. Una realidad hermosa y natural en cuanto que está inserta en nuestra propia naturaleza - Dios nos ha creado hombre y mujer - y que con Cristo ha sido elevada aún más a un orden sobrenatural con la gracia del Sacramento del Matrimonio.
Algo grandioso, importante, trascendental que hay que tomarse muy en serio porque está en juego, podemos decir, el desarrollo y crecimiento de la propia persona, y también para la sociedad en la que vivimos de la que es célula fundamental el matrimonio y la familia.
Es por eso por lo que hay que hablar de esa preparación humana, espiritual y cristiana, que hay que tomarse muy en serio por quienes quieren darle a su vida esa verdadera plenitud en la vivencia del matrimonio y en la fundación o creación de una familia. Es así que los cristianos han de tomárselo, pues, muy en serio para saber descubrir toda esa riqueza humana, espiritual, sobrenatural que se encuentra en el matrimonio cristiano y en la familia cristiana.
Es un camino de amor y de fidelidad que conduce a la plenitud de la persona, y donde hay que evitar tantas superficialidades como ser vive hoy en nuestro mundo y donde hay que cultivar muchos valores que sean el mejor caldo de cultivo para ese amor y fidelidad total que exige el matrimonio indisoluble. Es neceario entender de entrega generosa y de aceptación y repeto mutuo, de espiritu de sacrificio y de capacidad de perdón, de soñar que siempre es posible recomenzar de nuevo y que se pueden olvidar las malas experiencias. Si no es así no llegaremos a entender lo de la fidelidad y lo del amor para siempre. Un camino exigente, es cierto, pero para el que nosotros los cristianos no nos sentimos solos ni sin fuerzas, porque no nos falta la gracia sobrenatural del Sacramento de Matrimonio.
Nos queda ahora orar por los matrimonios y por las familias para que con la gracia del Señor sepan superar tantas dificultades que podrían poner en peligro su estabilidad. Orar para que sepan vivir ese amor entregado y exigente, ese amor fiel y único con la gracia y la fuerza del Señor. Y orar por quienes los que se ven envueltos en dificultades, por los que sufren las consecuencias de las rupturas. Y orar para que nuestra sociedad ponga también todos los medios que cuiden y favorezcan la vida y cuiden y favorezcan a las familias para ayudarles a caminar ese camino de fidelidad y de responsabilidad. Tenemos que exigir de nuestra sociedad también esos medios y esa protección de las familias.

jueves, 12 de agosto de 2010

Hasta setenta veces siete

Ez. 9, 1-7; 10, 18-22;
Sal. 112;
Mt. 18, 21-19, 1

Una consecuencia más para una vida que está totalmente informada por la caridad, como decíamos ayer. Hoy nos habla Jesús del perdón por las ofensas o por las injurias que hayamos recibido. Quizá tendríamos que recordar de nuevo lo que nos decía san Pablo en la carta a los Corintios. Entre otras cosas ‘el amor todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta’. Todo lo excusa, todo lo perdona, porque siempre el amor está por encima de todo.
Quizá Pedro, después de escuchar a Jesús hablar de las características del amor que nos tiene que llevar a buscar y querer siempre lo bueno para los demás, ayudándoles a superar también las propias limitaciones o fallos que se tengan, se plantea y pregunta, y ¿si me ofenden a mí? ¿hasta donde tiene que llegar mi amor? ¿a perdonarle? Pero, ¿cuántas veces?
‘Señor, si mi hermano me ofende; ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿hasta siete veces?’ Ya hemos escuchado la respuesta de Jesús con ese juego de números del setenta veces siete para en el fondo decirnos que tenemos que perdonar siempre. Y para ello Jesús nos propone una parábola que lo que viene a plantearnos es que si nosotros hemos recibido misericordia, cómo no vamos también nosotros a tener misericordia con los demás. Eso es lo que quiere realmente Jesús enseñarnos.
Creo que es algo en lo que hemos de detenernos a reflexionar hondamente. Considerar lo generoso que es Dios con nosotros que siempre nos está ofreciendo el perdón cuando hemos sido nosotros los que le hemos ofendido. Entregó a su propio Hijo para darnos y manifestarnos su amor y su perdón. Cuánta es la generosidad de Dios. Qué grande es su amor.
Duro y mezquino tiene que ser el corazón del hombre que ha experimentado en sí la misericordia de Dios que le perdona, para no ser capaz él de tener misericordia también con el hermano y perdonar con la misma generosidad. Porque es cuestión de amor, es cuestión de generosidad. Sin embargo la parábola nos está reflejando lo que es la triste realidad que vivimos; no hace otra cosa sino contar lo que habitualmente nosotros hacemos. Cuánto nos cuesta perdonar. Qué fáciles somos para guardar rencor y resentimiento eterno por lo que nos hayan podido hacer. Qué generosidad nos hace falta en el corazón. Quita esa espina de tu corazón que tanto daño te hará.
Uniría al comentario a este texto algo en lo que ya en otra ocasión hemos reflexionado. Y es recordar la recomendación que Jesús nos hace en el sermón del monte cuando nos habla del amor a los enemigos. ‘Habéis oído que se dijo: ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persigan. De este modo seréis hijos de vuestro Padre celestial que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos…’ Esta es una buena clave para perdonar; ésta tiene que ser una hermosa práctica para llegar a ser generosos en nuestro perdón para con los demás. Ora por ellos, reza a Dios por aquel que te haya ofendido o te haya hecho mal. Sentirás la fuerza y la gracia del Señor.
Y finalmente recordemos la bienaventuranza. ‘Dichosos los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia’. Que merezcamos esa dicha y esa felicidad porque siempre pongamos misericordia en el corazón y seamos capaces de perdonar generosamente siempre al hermano.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Toda la vida del cristiano está informada por el amor

Ez. 9, 1-7; 10, 18-22;
Sal. 112;
Mt. 18, 15-20

Toda la vida de la Iglesia, toda la vida del cristiano debe estar siempre informada por el amor, por la caridad. Es nuestro distintivo. Es el único mandato que nos dejó Cristo. Es lo que tiene que conformar toda nuestra vida. En nuestras relaciones con los demás. En nuestra forma de relación con Dios.
Amamos y queremos y buscamos siempre el bien. Quien ama no querrá nunca dañar ni humillar al hermano. Quien ama le duele enormemente en el alma el mal que pueda estar haciendo o viviendo el hermano. Por eso buscamos siempre lo bueno, queremos siempre lo bueno para el hermano. Porque eso, somos hermanos. Es una dicha poder sentirnos así. No todos pueden sentirlo; no todos saben apreciarlo. Nosotros podemos desde la fe que tenemos en Jesús, desde todo el regalo de amor que en Jesús Dios nos ha hecho.
Eso entraña una relación humilde y llena de sinceridad. Nunca podemos ser altivos ni creernos superior al otro. Y desde ese amor y con esa humildad nos acercamos al otro que significa también un respeto grande. Como de la misma manera con ese amor y con la misma humildad dejamos que el otro se acerque a nosotros. Nos cuesta hacerlo. En ocasiones no nos es fácil tanto por un lado como por el otro. Cuanta delicadeza nos exige el amor. A todos.
Como nos enseña san Pablo ‘el amor es paciente y bondadoso, no tiene envidia, ni orgullo, ni jactancia. No es grosero ni egoísta, no se irrita ni lleva cuentas del mal, no se alegra con la injusticia sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta’. Es hermoso lo que nos dice san Pablo y a tener muy en cuenta en nuestro trato y en nuestra relación con los demás.
Jesús hoy en el evangelio nos habla de la corrección fraterna. Nos corregimos porque nos amamos. Nos dejamos corregir porque sentimos el amor de los demás sobre nosotros que siempre buscan el bien. Corregimos con amor y con humildad. Nos dejamos corregir con amor y con humildad. Nos cuesta hacerlo y nos cuesta aceptarlo. Si todos fuéramos más humildes resplandecería mucho más el amor entre nosotros.
Pero decíamos que el amor debe conformar también nuestra forma de relación con Dios. Es nuestro Padre. Ante El nos sentimos hijos. Como hermanos nos acercamos a El unidos unos y otros. Es lo que nos dice Jesús hoy en el evangelio cuando nos habla del valor de la oración en común. Una garantía de que Dios nos escucha mejor.
‘Os aseguro, nos dice Jesús, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo en mi nombre, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’. Nos escucha nuestro Padre del cielo. Es que Jesús nos asegura que El estará en medio de nosotros. El estará rogando al Padre también por nosotros.
Hacemos nuestra oración personal, porque necesitamos siempre ese encuentro personal con Dios para escucharle y sentirle en lo hondo de nuestro corazón, para sentirle como está presente en nuestra vida. Pero Jesús nos dice también que nos pongamos de acuerdo para orar juntos cuando queremos pedir algo al Padre. Es el valor de la oración comunitaria. Es la fuerza que tiene nuestra oración comunitaria, cuando la hacemos en comunión con los demás, cuando la hacemos en comunión de Iglesia. Jesús está en medio nuestro.
Son nuestra celebraciones sagradas y litúrgicas, la Misa o cualquiera de los sacramentos. Pero son también esos momentos en que nos unimos para orar juntos. Nos unimos porque queremos sentirnos en comunión los unos con los otros. Nos unimos porque nos sentimos conformados por el amor. Como decíamos toda la vida de la iglesia, toda la vida del cristiano tiene que estar informada por la caridad, por el amor. también nuestra oración. Qué importante que sepamos comprenderlo y sepamos vivirlo.

martes, 10 de agosto de 2010

Encendido en el amor alcanzó la gloria del martirio


San Lorenzo, mártir


2Cor. 9, 6-10;
Sal. 111;
Jn. 12, 24-26

Como nos dice san Agustín en uno de sus sermones, ‘la Iglesia de Roma nos invita hoy a celebrar el triunfo de san Lorenzo, que superó las amenazas y seducciones del mundo, venciendo así la persecución diabólica’. Efectivamente estamos celebrando hoy a san Lorenzo, como decíamos en la oración litúrgica, ‘encendido en tu amor se mantuvo fiel a tu servicio y alcanzó la gloria en el martirio’.
San Lorenzo era diácono del Papa San Sixto II a quien celebramos hace pocos días, y que le precedió en el martirio junto con otros diáconos. Era Diácono, es decir, servidor de la Iglesia y servido en especial de los pobres. En las actas de su martirio se habla de que cuando el juez le pedía que le entregara los bienes de la Iglesia, sabiendo que él era su administrador, lo que hizo Lorenzo fue presentarle a los pobres de Roma a quienes atendía gracias a la generosidad del compartir de los fieles. Esa es la verdadera riqueza de la Iglesia, los pobres y el servicio que a ellos podamos prestarles.
De ello nos ha hablado la primera lectura de la carta a los Corintios. ‘El que da de buena gana lo ama Dios’. Es el amor que sentimos de Dios y el amor con que nosotros le respondemos amando a Cristo de manera especial en nuestros hermanos los pobres y los que sufren.
Y celebramos a san Lorenzo por su martirio. Como decíamos, varios días antes fue decapitado en un cementerio romano el Papa Sixto y otros cuatro diáconos. Lorenzo sufrió fuertes tormentos hasta ser quemado su cuerpo. De ahí los signos de la parrilla que acompañan a su imagen. Como dicen las actas del martirio, Lorenzo exclamaba: ‘Yo adoro a Dios y sólo a El le sirvo. Por esto no temo los tormentos’.
San Cipriano que da cuenta de estos mártires podía apoyarse en el testimonio de ellos para invitar a los cristianos ‘a la lucha espiritual; de tal suerte que cada uno de nosotros no piense tanto en la muerte como en la inmortalidad, y que, consagrados a Dios con todas las energías de su fe y de su entusiasmo, sientan antes la alegría que el miedo a la hora de la confesión de la fe en el martirio, en la que saben que los soldados de Dios no reciben la muerte, sino antes bien, la corona’. Por eso decíamos antes al recordar la oración litúrgica de esta fiesta ‘encendido en tu amor alcanzó la gloria del martirio’.
A nosotros tiene que valernos también el testimonio glorioso de los mártires. Necesitamos sentirnos fortalecidos en nuestra fe en medio de nuestro mundo, donde algunas veces nos cuesta dar nuestro testimonio de cristianos. Qué hermoso cuando vemos a personas que dan testimonio valiente de su fe, que no se avergüenzan de manifestarse creyentes y cristianos convencidos. Estos días leía en la prensa un hermoso comentario de cómo cierto político en un acto público se manifestó abiertamente como creyente y como cristiano. Hacen falta esos testimonios que desgraciadamente no vemos prodigarse mucho en personajes de la vida pública porque parece que todos están siempre como queriendo nadar y guardar la ropa, y hacen sólo lo que ahora llaman lo políticamente correcto.
Pero el mundo nos necesita, el mundo necesita testigos de la fe, testigos de Cristo. Y ese testimonio tenemos que darlo nosotros, aunque nos cueste. Sabemos que con nosotros está el Señor; El nos ha dejado la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu de fortaleza, de valor, de entusiasmo y de alegría por nuestra fe.
Que san Lorenzo interceda por nosotros; que tomemos su ejemplo y sintamos su protección. Que tengamos su valentía. Que sepamos encendernos en el amor de Dios hasta caldear totalmente nuestro espíritu para llevar el fuego de Dios a nuestro mundo.

lunes, 9 de agosto de 2010

Era la apariencia visible de la gloria del Señor

Ez. 1, 2-5.24-2, 1;
Sal. 148;
Mt. 17, 21-26

‘Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria’, hemos dicho en el salmo responsorial. Salmo que es un cántico de alabanza y de bendición al Señor. ‘Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto…’ Los ángeles y sus ejércitos celestiales, los reyes y todos los pueblos del orbe, los príncipes, los jefes, los jóvenes y los viejos, todos han de alabar, todos hemos de alabar al Señor.
Es la mejor respuesta que podíamos dar a lo escuchado en la primera lectura que terminaba diciendo: ‘era la apariencia visible de la gloria del Señor; al contemplarla, caí rostro en tierra’. El salmo es siempre respuesta hecha oración con la misma palabra de Dios a la Palabra que se nos va proclamando. Nos da una buena pauta siempre de cómo ha de ser nuestra oración desde esa Palabra de Dios proclamada y a la que hemos de dar respuesta con nuestra oración y con nuestra vida toda.
Hoy hemos comenzado a escuchar al profeta Ezequiel que seguiremos escuchando en los próximos días. Es uno de los grandes profetas que además influyó mucho en el judaísmo. Sus escritos son enigmáticos y muy llenos de imágenes y comparaciones algunas veces a la manera de parábolas, pero es de rico simbolismo con un lenguaje muy propio. Algunas veces incluso nos puede costar entender y necesitaremos una ayuda para saber interpretar. Pero creo que siempre ante la Palabra de Dios hemos de ponernos con corazón sincero y muy abierto a lo que el Señor quiera decirnos a través de esas ricas imágenes que, por ejemplo, emplean los profetas.
Ezequiel era de familia sacerdotal del templo de Jerusalén, aunque no pudo ejercer su ministerio sacerdotal en Jerusalén pues fue deportado a Babilonia en la primera de las deportaciones realizadas por el rey Nabucodonosor. Toda su profecía la realizó en la cautividad de Babilonia y su palabra profética ayudaba dando ánimos a mantener la esperanza de la vuelta del destierro y nos daba imágenes de cómo había de ser ese nuevo reino de Israel, ya no fundando tanto en el reino temporal sino algo más espiritual y con verdadero sentido mesiánico.
Hoy, como decíamos, nos hace una descripción de la gloria de Dios. ‘Era la apariencia visible de la gloria de Dios’, nos dice al final de las palabras hoy escuchadas. Y nos hace una descripción llena de imágenes, de figuras, de resplandores de todo tipo para describirnos esa gloria del Señor en el cielo. ‘Apoyó sobre mí la mano del Señor’, dice expresando cómo él está recibiendo esa revelación de Dios y esa misión profética que ha de realizar trasmitiendo todo lo que ve al pueblo para mantenerlo en esa fe y en esa esperanza. Ya seguiremos escuchando en los próximos días más sobre su vocación y cómo ha de anunciar la Palabra que El recibe de Dios.
Contemplando esa gloria del Señor no podemos menos que, como hacíamos en el salmo, cantar toda bendición y alabanza al Señor. Es una palabra que nos alienta también a nosotros en ese camino de cruz que muchas veces hemos de caminar. Precisamente en lo escuchado en el evangelio vemos cómo Jesús una vez más anuncia a los discípulos su cruz y su muerte; los discípulos no lo llegarán a comprender e incluso hoy nos dice que se pusieron tristes. Que la gloria de Dios que contemplamos, esa gloria del Señor que nosotros queremos cantar también en nuestra celebración de la Eucaristía, nos ayude a comprender el misterio de Cristo y a vivirlo. También nosotros cantamos al Dios tres veces santo y proclamamos también que los cielos y la tierra están llenos de su gloria.

domingo, 8 de agosto de 2010

Una palabra de aliento que nos habla de responsabilidad, disponibilidad, trascendencia


Sab. 18, 6-9;
Sal. 32;
Heb. 11, 1-2.8-19;
Lc. 12, 32-48

‘No temas, pequeño rebaño…’ comienza diciéndonos Jesús hoy. ‘No temas…’ podíamos decir que es una invitación pascual a la esperanza y a la alegría a pesar de tantas incertidumbres y angustias que nos pudieran afectar. Los que creemos en Jesús estamos siempre invitados a la esperanza y con un optimismo nacido de la fe nos enfrentamos a la vida. En varios momentos del evangelio escuchamos esa invitación.
Pero quizá los temores y las angustias del mundo que nos rodea nos afectan y pudieran llevarnos también a nosotros a un desencanto y desesperanza. Sin embargo hemos de escuchar aquel hermoso texto del concilio Vaticano II en el que nos decía que ‘los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son los gozos y las esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo’. Pero nosotros tenemos motivos de esperanza desde nuestra fe en Jesús. Por eso nunca nos podrá el temor ni la desesperanza.
La carta a los Hebreos que hemos escuchado en la segunda lectura nos ofrece un hermoso testimonio haciéndonos una hermosa lectura del testimonio de los antiguos Patriarcas. ‘Por su fe, son recordados los antiguos… con fe murieron sin haber recibido lo prometido…’ pero no les faltó la esperanza. Es lo que nosotros hemos de aprender.
Como decíamos son muchos los nubarrones que oscurecen la vida en los tiempos que vivimos. Decimos que son momentos de crisis en tantos aspectos de la vida, aunque de entrada nos encandile la crisis económica con toda la secuela de pobreza y de miseria que están viviendo tantos hermanos nuestros.
Pero creo que es algo más amplio y más hondo lo que sucede. Se ha perdido para muchos la esperanza y cuesta para muchos ver la salida o algún rayo de luz al final del túnel. Pero es que ha habido muchos valores que se han perdido en nuestra sociedad cuando nos acostumbramos a una vida fácil y sin sacrificio, donde la austeridad era una palabra maldita que no se quería oír, donde nadie sabía negarse nada en todos los sentidos y sólo sabíamos dejarnos llevar, donde los valores espirituales quedaban oscurecidos u ocultos desde el materialismo o sensualismo en que se vivía.
Y esto nos afecta a todos y a todos puede hacernos daño. Todos podemos caer en esas redes de desesperanza, de materialismo, de ansias de confort y pasarlo bien, dejando a un lado valores importantes para la persona. Y muchas veces vemos en los cristianos señales de esa desesperanza y desilusión, de ese cansancio y de falta de ideales. Nos parece ver negras también las cosas en el seno de la iglesia por tantos problemas en que nos vemos envueltos, por una pérdida de la religiosidad en nuestra sociedad, por la ausencia de la gente de nuestras celebraciones o por la falta de vocaciones, por citar algunas cosas.
La palabra de Jesús en el evangelio ha tenido y sigue teniendo una validez total para el camino del hombre, para el camino de nuestra vida. Palabra de aliento, de ánimo y de esperanza. Palabras que nunca nos pueden llevar a la pasividad, sino todo lo contrario. Palabras que hemos de escuchar con un corazón abierto.
‘Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas…’ nos dice Jesús. Como el criado que espera la llegada del amo, como el dueño de casa que tiene que cuidarla y estar vigilante para que no le entre el ladrón, como el administrador que tiene que cumplir su tarea y su responsabilidad. Nos está hablando Jesús de responsabilidad y de fidelidad, de disponibilidad y generosidad, de trascendencia. Son cosas que no podemos olvidar, que hemos de tener muy presentes. Con mucha esperanza y con mucha confianza puesta totalmente en el Señor. ‘Nosotros aguardamos al Señor… es nuestro auxilio y escudo… que tu misericordia venga sobre nosotros como lo esperamos de ti’ rezábamos en el salmo.
Con esa fe y esa esperanza no cabe, pues, los temores. Seremos un pequeño rebaño, como nos llama hoy Jesús, y un rebaño pequeño y débil porque también nosotros los cristianos sentimos la debilidad en nuestra vida que muchas veces incluso llevado al pecado, pero tenemos la certeza del amor del Señor que no nos deja, no nos falla nunca. Estará siempre a nuestro lado con la fuerza de su Espíritu que nos sana, nos fortalece, nos llena de la salvación del Señor. ‘Vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino’, nos decía Jesús.
Por eso llenamos de trascendencia nuestra vida. Y el tesoro que queremos ganar no son ganancias terrenas sino que queremos que sea ‘un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla’. Es ese tesoro en el que queremos poner nuestro corazón.
Esperamos al Señor que viene a nuestra vida. Queremos mantener íntegra y firme nuestra fe y nuestra esperanza. Es el cimiento verdadero de nuestra vida. No nos puede faltar. Igual que Abrahán, como hemos escuchado en la segunda lectura, que por fe obedeció y se puso en camino. Por eso nos ponemos en las manos del Señor con una disponibilidad total dispuestos incluso al sacrificio, como Abrahán estuvo dispuesto a sacrificar a Isaac, el hijo de la promesa. Nos ponemos en camino, nos sentimos peregrinos, nos dejamos conducir por nuestra fe en el Señor, buscando la verdadera patria pero sin olvidar esta tierra que pisamos, en la que vivimos, con la que nos sentimos comprometidos a hacerla mejor.
Con esa fe nos enfrentamos a esa tarea y responsabilidad que tenemos también ahora en la construcción de nuestro mundo, agobiado por tantas crisis, pero que sabemos que podemos irlo transformando según esos valores del Reino de Dios en el que creemos y por el que luchamos. No nos importa el sacrificio, la entrega de nosotros mismos y el poner lo nuestro a disposición del bien de los demás con generosidad total. Lo que nos decía Jesús en el evangelio para alcanzar el verdadero tesoro. Unos valores que tenemos que recordar y rescatar para nuestro mundo.
Un mundo que tenemos que llenar de esperanza pero esperanza de la verdadera, de la trascendente, que le de auténtica profundidad a lo que hacemos y vivimos. Tenemos los pies en esta tierra pero miramos hacia arriba, más allá de lo que ahora somos y vivimos porque tenemos una esperanza que veremos cumplida en el Señor.