sábado, 17 de abril de 2010

El ministerio de la diaconía riqueza de la Iglesia

Hechos, 6, 1-7;
Sal. 32;
Jn. 6, 16-21

‘La Palabra de Dios iba cundiendo , y en Jerusalén crecía el número de los discípulos…’ Se va manifestando el crecimiento de la comunidad con la predicación de los Apóstoles y bajo la guía del Espíritu Santo que sostenía la vida de la comunidad y daba fuerzas para el testimonio valiente de la fe.
Eso no quita para que surjan algunos problemas en medio de la comunidad pero que con la fuerza y luz del Espíritu se irán resolviendo y manifestarán incluso la riqueza de la propia comunidad.
Hay el peligro de una cierta división a causa del origen diverso de aquellos que aceptaban la fe; unos, judíos originarios, podíamos decir, del lugar, pero otros judíos provenientes de la diáspora que con motivo de las diferentes fiestas judías se concentraban en Jerusalén y allí habían escuchado el mensaje del evangelio y se habían adherido a la fe. Recordemos el listado de pueblos diferentes de donde procedían los que habían escuchado la predicación de Pedro en Pentecostés y de alguna manera habían sido testigos de los hechos maravillosos de aquel día.
Unas quejas a causa de la atención que recibían unos u otros motiva que los apóstoles los convoquen y hagan la propuesta de elegir ‘a hombres de buena fama, llenos de espíritu de sabiduría’ para dedicarlos al servicio de la caridad, de la atención de los más necesitados mientras los apóstoles se dedicarán ‘a la oración y al servicio de la Palabra’. Eligieron a siete – nos da la relación el texto donde destacan algunos que veremos en diferentes momentos de los Hechos de los Apóstoles – ‘los presentaron a los apóstoles y les impusieron las manos…’
Surge así la diaconía, el ministerio del servicio de la comunidad en la Iglesia. Se manifiesta así la riqueza de la comunidad, la riqueza de la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, para hacer surgir este ministerio del servicio en la Iglesia. En ellos podemos ver a los diáconos con ese ministerio ordenado peculiar dentro de la comunidad. Y daremos gracias a Dios porque en medio de la Iglesia haya quienes ejerzan este ministerio en el orden sagrado recibido y no sólo como un paso hacia el Sacerdocio, al tiempo que tenemos que rogar al Señor para que haya muchos que reciban esa llamada y esa misión del Señor. Bien sabemos que el Orden del Diaconado como un servicio permanente a la comunidad se ha recuperado en la Iglesia. Todos conocemos los que llamamos diáconos casados aunque necesariamente no tienen por qué ser casados.
Pero en esta diaconía que surge en aquella primera comunidad y de la que nos habla hoy el libro de los Hechos de los Apóstoles podemos ver también a tantos que sin ser ministros ordenados viven su compromiso de servicio a la comunidad en tantas y tantas obras de la Iglesia. Podemos pensar en todos los voluntarios de Cáritas que desde su fe asumen este compromiso del amor, pero también en tantos otros que en la atención a enfermos, a discapacitados, a niños, jóvenes o mayores, prestan un servicio en nuestras parroquias y en nuestra comunidad.
Creo que también esto tiene que ser motivo para nuestra oración y para nuestra acción de gracias al Señor por ese compromiso en el amor que desde su fe viven tantas personas. Y orar por ellas para que en el Señor sientan su fuerza, pero para que también cunda cada día el número de los que sienten en su corazón esa llamada del Señor y lleguen también a ese compromiso.
Todo ello es expresión de la riqueza de nuestra Iglesia, de nuestras comunidades. Que así con ese testimonio de amor y de servicio crezca nuestra Iglesia y sean muchos los que se sienten llamados a la fe.

viernes, 16 de abril de 2010

Estaba cerca la fiesta de la Pascua y Jesús multiplica los panes

Hechos, 5, 34-42;
Sal. 26;
Jn. 6, 1-15

‘¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?... lo seguía mucha gente porque habían visto los signos que hacía con los enfermos… estaba cerca la fiesta de la Pascua… Jesús levantó los ojos y al ver que acudía mucha gente…’ fue cuando le hizo la pregunta a Felipe ‘para tantearlo, pues bien sabía lo que iba a hacer’.
Muchos siguen a Jesús. Jesús quiere darles de comer. ¿Qué alimento les quiere dar Jesús? Les alimenta con su Palabra. Siempre vemos a Jesús enseñando, anunciando el Reino de Dios. En Jesús se despiertan esperanzas. Cuando ven que cura a los enfermos, se van tras El. Seguro que no sólo las curaciones de unos miembros impedidos o llenos de dolores lo que están buscando en Jesús aunque aparentemente eso sea lo primero que parece. Cuando le escuchan se quedan entusiasmados porque nadie ha hablado así. Se maravillan de las cosas que hace. ‘Nunca hemos visto una cosa igual’, dicen en muchas ocasiones. Ahora se han ido lejos tras Jesús y no quiere Jesús que se marchen así.
Va a realizar un signo que querrá significar mucho. ‘Jesús bien sabía lo que iba a hacer’. Precisamente estamos comenzando a leer el capítulo 6 de san Juan que comienza con la multiplicación de los panes pero que concluirá con el discurso del pan de vida en la sinagoga de Cafarnaún. Lo seguiremos leyendo a través de toda la próxima semana.
Por allí hay ‘un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero ¿qué es eso para tantos?’ Le vienen a contar los discípulos ante la dificultad de no tener donde comprar por lo menos doscientos denarios de pan para que coman todos. Jesús no necesita más. Es el pan de los pobres, el pan de cebada. Poca cosa para tanta gente, pero quizá haya generosidad y disponibilidad en aquel muchacho que lo pone a los pies de Jesús. ¿No es algo bonito lo que se está suscitando en el corazón de aquel muchacho ante la presencia de Jesús? ¿No decíamos antes que ante Jesús se despertaban muchas cosas bonitas en el corazón de las gentes porque se despertaba la esperanza?
Todo lo que va a realizar Jesús es un signo de amor. Por amor Jesús se ha preocupado de dar de comer a todas aquellas gentes. Por amor generoso aquel muchacho pone a disposición lo que tiene. Por amor milagrosamente Jesús lo multiplicará para que todos coman hasta que sobre. Amor y comunión les pide Jesús a las gentes que se sentarán en el suelo unos junto a otros, formando grupos, como nos dirá otro evangelista. Pero es que este signo de la multiplicación de los panes es un anticipo de la gran señal del amor que es la entrega de Jesús, y que será su donación inmensa, eterna en la Eucaristía donde querrá que le comamos a El. Ya lo iremos reflexionando en días sucesivos.
Nosotros ahora nos sentimos invitados por Jesús para que vengamos hasta El y le comamos en la Eucaristía. Antes destaqué lo que decía el evangelista cuando sucedió todo esto que nos narra que ‘estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos’. Nosotros estamos en Pascua porque seguimos celebrando con gozo la fiesta grande de la resurrección del Señor y nos sentimos invitados por Cristo que se da, se parte y se reparte por nosotros para que de El nos alimentemos. Pero es que además cada vez que celebramos la Eucaristía celebramos la pascua, porque estamos anunciando, proclamando la muerte y la resurrección del Señor. ‘Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva’, que nos dice san Pablo.

jueves, 15 de abril de 2010

Que Dios nos haga testigos de su amor

Hechos, 5, 27-35;
Sal. 33;
Jn. 3, 31-36

‘El que cree en el Hijo posee la vida eterna… porque el Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos… y el que Dios envió habla las Palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida…’
Creemos en Jesús. Queremos poner toda nuestra fe en El. Y El nos da su vida, nos llena, nos inunda de vida eterna, porque nos da su Espíritu. Y ¡de qué manera! Nos inunda de su Espíritu para hacernos partícipes de su vida divina. Creo que a esta afirmación de fe nos lleva todo lo que venimos celebrando en estos días de Pascua. ¿Queremos pruebas más fuertes y contundentes de que en verdad quiere llenarnos de su vida que todo el misterio de Cristo que hemos contemplado y celebrado en los días pasados?
Nadie puede hacer tanto como ha hecho Jesús por nosotros si no es por amor. Grande es el amor de Dios que nos da a su Hijo, lo entrega por nosotros; grande es el amor que Jesús nos tiene cuando de tal manera se ha entregado por nosotros en su pasión y su muerte en Cruz. Es más, la consideración de tanta entrega y tanto amor tendría que mover nuestro corazón de una forma radical, mover nuestra vida a cambiar para amar más, para responder con mayor amor, en una palabra, para ser más santos.
Aunque nos parezca que nos repetimos – y es cierto que nos estamos repitiendo – creo que es tan grande lo que Jesús ha hecho por nosotros que no nos tendríamos que cansar de meditarlo, rumiarlo una y otra vez en nuestro interior para dar gracias, para alabar y bendecir al Señor, para dejarnos inundar de su Espíritu que es el que nos ayudará a que lo comprendamos todo, a que tengamos fuerza para realizarlo en nuestra vida.
¿Qué es lo que le dio valentía y coraje a Pedro y a los Apóstoles cuando tenían que enfrentarse a los tribunales y responder a los requerimientos del Sumo Sacerdote y del Sanedrín para que no hablasen del nombre de Jesús? El Espíritu Santo que habían recibido y moraba en sus corazones. Espíritu Santo que les había hecho comprender todas las cosas del misterio de Cristo en toda su plenitud y podían ahora ver claro y reconocer el amor y la gracia del Señor en su vida.
El tiempo de Pascua que venimos celebrando y que concluirá en Pentecostés nos lleva a vivir esa presencia de Cristo resucitado en nuestra vida, pero de alguna manera ya nos está haciendo presente la fuerza del Espíritu Santo que luego de manera especial recibiremos en Pentecostés. Aunque de manera un tanto más intensa nos aparecerá en la liturgia y en la Palabra de Dios en la última semana, eso no quita para que ya vayamos sintiendo su presencia y dejándonos inundar por su fuerza para hacer nuestra profesión de fe en Cristo resucitado.
Retomando de nuevo lo que decíamos de la valentía de los apóstoles para anunciar el nombre de Jesús como única salvación, hoy hemos visto que de nuevo ‘son conducidos a la presencia del Consejo del Sanedrín’ y les interrogan por qué no han obedecido las órdenes que les habían dado y en su lugar ‘habían llenado Jerusalén con las enseñanzas del evangelio de Jesús’. Ya conocemos su respuesta. ‘Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres’.
Quienes habían experimentado en sus vidas el amor de Dios que en ellos se había derramado, ahora no podían callar. Eran unos testigos a los que no se les podrá poner una mordaza en su boca, porque ‘testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios da a los que le obedecen’.
Creemos en Jesús y obedecemos a Dios. Escuchamos su mensaje de amor y nos convertimos en testigos de todo aquello que hemos experimentado en lo más hondo de nosotros mismos. Que el Señor nos dé fuerzas para ser testigos de su amor.

miércoles, 14 de abril de 2010

Jesús la expresión suprema del amor del Padre y nosotros sus mensajeros

Hechos, 5, 17-26;
Sal. 33;
Jn. 3, 16-21

Creemos en Jesús. Celebramos nuestra fe en Jesús. Queremos vivir con toda intensidad nuestra fe en Jesús. Por eso estamos aquí, queremos vivir este estilo y sentido de vida. Pero cuando decimos que creemos en Jesús estamos reconociendo y proclamando el amor grande que Dios Padre nos tiene.
Jesús es la expresión suprema del amor del Padre a los hombres. Y Jesús es nuestro único salvador, que en ese amor de Dios y ese amor que El nos tiene por nosotros se ha entregado para que nosotros tengamos vida.
Es lo que nos viene a decir hoy el evangelio en esta conversación que venimos escuchando y comentando estos días entre Jesús y Nicodemo. ‘Tanto amó Dios al mundo, que entregó su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en El, sino que tengan vida eterna’.
Dios Padre desde el cielo nos lo señala como su Hijo amado y predilecto. Así lo escuchamos en la teofanía del Bautismo y en lo alto del Tabor cuando la transfiguración de Jesús. El Hijo amado de Dios, elegido y predilecto. A quien tenemos que escuchar y seguir. Pero a quien El nos ha entregado para que tengamos vida.
A pesar de que nosotros hayamos preferido la muerte cuando elegimos el camino del pecado, Dios no quiere nuestra condenación sino la vida y la salvación. ‘Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El’.
Como nos explica Juan en el comienzo del Evangelio Jesús es la luz que vino a este mundo para iluminarnos, pero preferimos las tinieblas a la luz. Cuantas veces hemos preferido las obras del mal a las obras buenas, porque así nos hemos dejado engatusar por la tentación y el pecado.
La fe en Jesús supone aceptarle, pues, como nuestro único salvador. Es el amor de Dios que nos salva. Y cuando lo aceptamos como nuestro único salvador vivir ya para siempre en su luz. Vivir en la luz es vivir en la práctica de las buenas obras, unas obras según Dios. Unas obrar que tienen que ser entonces unas obras de amor.
Cuando nos detenemos un poquito a reflexionar sobre todo esto tiene que avivarse nuestro deseo de vivir a tope nuestra fe, nuestro deseo de vivir nuestra vida santamente realizando las obras del amor. Sentimos nuestra debilidad. Sentimos cómo la tentación del mal nos acosa. Y por eso mismo pedimos con insistencia al Señor que nos conceda la fuerza y la gracia de su Espíritu para que lleguemos a comprenderlo, a convencernos hondamente de todo esto, a vivirlo con toda radicalidad.
Pero todo esto además es algo que hemos de saber trasmitir también a los demás. Tenemos que ser mensajeros de evangelio, mensajeros del amor de Dios. Hemos escuchado hoy que cuando el Ángel del Señor liberó de la cárcel a los apóstoles les dijo: ‘Id al templo y explicadle al pueblo este modo de vida’. Hemos de ir al templo, hemos de ir a los hermanos para hablarles una y otra vez todo lo que es el amor que Dios nos tiene que nos ha enviado, entregado a su propio Hijo.

martes, 13 de abril de 2010

La fe en Jesús desemboca siempre en comunión

Hechos, 4, 32-37;
Sal. 92;
Jn. 3, 11-15

La fe en Jesús resucitado siempre desemboca en la comunión. En nuestra fe cristiana están íntimamente unidos. Mal se puede entender una auténtica fe en Jesús que pretendamos vivirla por nuestra cuenta o a nuestro aire. Es una exigencia fundamental de nuestra fe en Jesús el amor y la comunión.
Bien lo entendieron las primeras comunidades cristianas, porque la fe que profesaban en Jesús les hacía vivir unidos. Hemos venido escuchando que desde la predicación de los apóstoles, desde el testimonio que daban con valentía de la resurrección del Señor eran más y más lo que se adherían a la fe y se unían a la comunidad de hermanos. Y es que esa comunión era luego la mejor expresión de la fe que tenían en Jesús.
Cristo había sido levantado a lo alto para que todo el que creyera en El alcanzara la vida. Hoy nos decía el evangelio continuando con la conversación de Jesús y Nicodemo que ‘así como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en El tenga vida eterna’. Lo hemos comentado muchas veces. Es una clara referencia a la crucifixión de Jesús y a su glorificación. Porque se humilló hasta hacerse el último y el esclavo de todos, sometiéndose a la muerte de cruz pero Dios lo levantó y su nombre está sobre todo nombre y no hay ningún otro nombre en el que podamos salvarnos.
Creemos en Jesús, nos unimos a El para alcanzar la vida eterna. Y ¿en qué se manifiesta que tenemos vida? En que nos amamos. Es hermoso el testimonio que nos ofrece hoy el libro de los Hechos de los Apóstoles. ‘En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo; lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía…’ Y nos habla a continuación cómo vendían sus posesiones para ponerlo a los pies de los apóstoles y nadie pasara necesidad.
¡Cuánto tenemos que aprender! Qué hermoso testimonio se nos ofrece en el libro de los Hechos en aquellas primeras comunidades cristianas. Tengamos también ojos de fe y de amor para ver ese mismo testimonio en muchas situaciones a nuestro alrededor y en muchas personas que viven una consagración al Señor así. Es el ideal de todo cristiano, pero es el ideal que viven los consagrados al Señor de manera especial en la vida religiosa.
Era una comunión que llega al extremo de compartir todos los bienes materiales, pero era una comunión nacida del amor que les hacía quererse de verdad, sentirse auténticamente en comunión desde lo hondo del corazón los unos con los otros. Y nos ofrece también el testimonio de Bernabé, a quien luego seguiremos viendo en su entrega apostólica a lo largo de los Hechos de los Apóstoles.
Pedíamos en la oración que el Señor nos hiciera capaces de anunciar la victoria de Cristo resucitado. Que lo hagamos con nuestras palabras y nuestra vida, que lo hagamos con nuestro amor y nuestra comunión, que lo hagamos con nuestro desprendimiento y nuestra generosidad. ‘Los apóstoles daban testimonio con mucho valor de la resurrección del Señor’, nos decía el libro de los Hechos. Que ese sea también nuestro testimonio valiente. Un testimonio que se manifieste por nuestra comunión de hermanos.

lunes, 12 de abril de 2010

La muerte ya no tiene dominio sobre él

Hechos, 4, 23-31;
Sal. 2;
Jn. 3, 1-8

‘Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él’. Con esta antífona, tomada de la carta a los Romanos, se abre la liturgia de este día.
Seguimos viviendo el tiempo de Pascua y seguimos sintiendo en nuestro corazón el gozo del triunfo de Cristo con su resurrección, pero seguimos sintiéndonos con Cristo también vencedores de la muerte y del pecado. Participamos del triunfo de Cristo. La muerte y el pecado ya no han de tener dominio sobre nosotros.
A El nos hemos unido en nuestro Bautismo, que es un participar en el misterio pascual de Cristo, un hacernos partícipes de su muerte y resurrección. Con Cristo, pues, desde nuestro Bautismo somos hombres nuevos. Por eso hemos escuchado hoy en el evangelio que hemos de nacer de nuevo por el agua y el Espíritu, que es una clara referencia al Bautismo.
Ya lo hemos escuchado. ‘Nicodemo, magistrado judío, fue a ver a Jesús de noche’. Un hombre con inquietud en el corazón y para quien no caían en balde las palabras y los gestos de Jesús. Quiere conocer más hondamente a Jesús. Busca quizá el silencio de la noche como el momento más oportuno para ese encuentro con Jesús. ‘Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él’. Es un reconocimiento a Jesús, lo llama rabí, maestro, ve en él el actuar de Dios.
Pero Jesús va al grano, por así decirlo. Hay que nacer de nuevo para ver el Reino de Dios. Los otros evangelistas cuando nos hablan del inicio de la predicación de Jesús hablan de la invitación a la conversión, al cambio total y radical. En el evangelio de Juan se nos habla de nacer de nuevo. Como Nicodemo no llega entender eso de nacer de nuevo, sobre todo si uno es ya viejo, responderá Jesús: ‘Te lo aseguro, el que no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios…’ Clara referencia al Bautismo, como ya dijimos. Clara referencia a ese hombre nuevo que tenemos que ser. Y lo podemos ser por la acción del Espíritu que es el que en verdad transformará nuestro corazón y nuestra vida.
Un bautismo, como decíamos antes, que nos hace partícipes de la victoria de Cristo; un bautismo que nos llena de la vida de Dios para hacernos hijos. Por eso podíamos decir en la oración ‘nos permites que te llamemos Padre, acrecienta en nosotros el espíritu filial, a fin de que un día lleguemos a poseer la herencia que nos tienes prometida’.
Con esa esperanza y con la fuerza del Espíritu vamos haciendo el camino de nuestra vida cristiana, sintiéndonos fuertes en nuestra lucha contra el mal. Pero es algo que tenemos que pedir con insistencia, con confianza, con esperanza. Esa lucha contra el mal es la lucha contra la tentación y el pecado, contra la muerte del pecado de la que ya tendríamos que sentirnos vencedores como partícipes que somos de la victoria de Cristo. ‘La muerte ya no tiene dominio sobre él’. Ya no tendría que tener dominio sobre nosotros. Pero sabemos que el maligno nos acecha.
Un ejemplo hermoso lo tenemos en el texto de los Hechos que hoy hemos escuchado. ‘Pedro y Pablo, puestos en libertad, volvieron al grupo de los suyos y les contaron lo que les habían dicho los sumos sacerdotes y los ancianos’. Recordamos lo escuchado el pasado sábado con la prohibición de hablar de Jesús. Pero ahora vemos como la comunidad se pone a orar con fervor. Utilizan los textos de los salmos para inspirar su propia oración y para encontrar luz para esa situación por la que están atravesando donde comienzan las persecuciones. ‘Ahora, Señor, mira como nos amenazan, y da a tus siervos valentía para anunciar tu palabra, mientras tu brazo realiza curaciones, signos y prodigios, por el nombre de tu siervo Jesús’.
Igual nosotros hemos de saber leer esas situaciones y dificultades por las que podamos estar pasando. Que el Señor nos dé fuerza y valentía; que no nos falte nunca la gracia del Señor. Que su Espíritu esté siempre en nosotros y podamos ser esos hombres nuevos de la gracia. Que nunca la muerte ni el pecado vuelva a tener dominio sobre nosotros. Así hemos de orar para sentirnos fuertes siempre en el Señor.

domingo, 11 de abril de 2010

Vivamos con las puertas abiertas porque tenemos a Jesús resucitado


Hechos, 5, 12-16;
Sal. 117;
Apoc. 1, 9-13.17-19;
Jn. 20, 19-31

A los ocho días estamos reunidos de nuevo. Seguimos sintiendo viva en nosotros la presencia del Señor resucitado. También nosotros nos llenamos de alegría al ver al Señor, al encontrarnos con el Señor, al sentir viva en nosotros la presencia del Cristo resucitado. No se ha acabado para nosotros la intensidad con que celebramos la fiesta de la Pascua del Señor. Así queremos vivir y estamos viviendo, lo hemos vivido a través de toda esta semana, la octava de la Pascua.
La Palabra de Dios proclamada en este segundo domingo de Pascua a esto nos ayuda. En el evangelio las apariciones de Jesús a los discípulos reunidos en el Cenáculo el mismo primer día de la semana y ocho días después cuando ya está Tomás con ellos. Lo mismo nos ayuda el testimonio de la vivencia y del crecimiento de aquella primera comunidad de Jerusalén como nos relatan los Hechos de los Apóstoles. Igualmente la figura que se nos presenta en el Apocalipsis, imagen de Cristo resucitado: ‘me volví a ver quien me hablaba y al volverme, vi siete lámparas de oro, y en medio una firma humana, vestida de larga túnica con un cinturón de oro a la altura del pecho…Yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos…’
Muchas cosas podemos concluir de los textos de la Palabra proclama que nos ayuden en la propia celebración y para el crecimiento y maduración de nuestra fe personal y de la vivencia de todos como comunidad cristiana. Destaquemos algunas cosas e interroguémonos también por dentro.
La primera, la paz. ‘Paz a vosotros’, es el saludo del Señor resucitado. Por tres veces aparece dicho saludo en el texto del evangelio de hoy. Frente al temor y a las dudas, la paz; frente a aquello que nos tiene rotos por dentro, nuestro pecado y nuestro desamor, la paz. La paz de la seguridad y la confianza que nacen de la presencia del Señor resucitado. La paz de quien se siente amado y perdonado. La paz del que en Cristo encuentra esa armonía interior, pero que será creadora también de comunión y nueva fraternidad con los demás. La paz de quien se siente seguro en el Señor y convencido de ello quiere comunicarlo y compartirlo con los demás.
‘Hemos visto al Señor’, le comunican inmediatamente los que se habían encontrado con el Señor al ausente Tomás. Pero en Tomás siguen las dudas, se seguía sintiendo turbado e inseguro por dentro porque aún no se había encontrado con el Señor. Pide pruebas que no son otra cosa que buscar apoyos donde afianzarse en sus inseguridades. Cuando se encuentre con el Señor, a los ocho días, ya no necesitará las pruebas, recobrará la fe y la paz. ‘¡Señor mío y Dios mío!’ es su exclamación y profesión de fe.
Es importante esta experiencia de encuentro vivo con el Señor. Algunas veces nos puede faltar a nosotros y vienen también nuestras dudas, inseguridades, turbaciones frente a cualquier problema o cosa extraña que nos pueda suceder. Por eso tenemos que cuidar mucho la forma cómo vivimos nuestras celebraciones alejando rutinas y frialdades, no dejándonos llevar por la tibieza. Importante que nuestros momentos de oración no se reduzcan a un recitar o repetir fórmulas de oración. Necesario siempre ese primer acto de fe para sentirnos en la presencia del Señor. ¡Qué distinto sería todo!
Cuando uno escucha los relatos de los Hechos de los Apóstoles ve la intensidad con que vivían aquellos primeros creyentes en Jesús y cómo crecía más y más el número de los que se adherían a la fe, no puede menos que tener también una mirada a nuestra situación actual, el hoy de nuestra iglesia y nuestras comunidades. Y surge la pregunta: ¿Qué signos y señales tenemos que dar los cristianos hoy para que aumente también, como en aquellas primera comunidades, el número de los creyentes?
‘Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo’, dice el texto de los Hechos de los Apóstoles. ‘Los fieles se reunían de común acuerdo…, traían a los enfermos y a cuantos sufrían a los pies de los apóstoles, acudiendo de todas partes… y crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor’.
Signos y prodigios, valentía para anunciar el nombre de Jesús a todos y en toda ocasión y se reunían de común acuerdo, y vivían una especial comunión entre todos los que creían en Jesús, como se nos manifiesta en otros textos también de los Hechos de los Apóstoles. Ya se habían abierto aquellas puertas en principio cerradas por miedo a los judíos. Se habían acabado las dudas y los temores. Tenían la certeza y la seguridad de la presencia del Señor resucitado.
¿Es así cómo nosotros lo vivimos? ¿o permaneceremos aún acobardados, con muchas puertas cerradas o encerrados en nosotros mismos porque muchas veces nos encontramos un mundo adverso? Ya sabemos que los momentos en que vivimos no son fáciles ni demasiado brillante quizá y que el mundo y las fuerzas del mal se valdrán de los que sea para oscurecer la labor de la Iglesia y acallar el mensaje de vida que en nombre del evangelio queremos proclamar. Cuántas cosas adversas.
Tenemos que sentirnos seguros de nuestra fe en Cristo resucitado. No nos faltará nunca su presencia ni la fuerza de su Espíritu que es el que en verdad guía la vida de la Iglesia. A través de la historia no han faltado momentos oscuros y difíciles pero no ha faltado tampoco la asistencia del Espíritu Santo que a pesar de todo ha mantenido incólume a la Iglesia. ‘El poder del abismo no la hará perecer’, le prometió Jesús a Pedro cuando lo hizo piedra sobre la que edificar la Iglesia.
Demos signos y señales con nuestra fe y con nuestro amor. La Iglesia, hemos de reconocer, sigue haciendo prodigios de amor a través de tantas personas fieles y santas y a través de tantas obras de amor que se siguen realizando. Tengamos confianza. Tenemos que ser luz con nuestra fe y con nuestras obras de amor. Y Jesús nos enseña en el evangelio que la luz hay que ponerla en alto para que ilumine. ‘Vean los hombres vuestras buenas obras para que den gloria al Padre del cielo’.
Vivamos ya con las puertas abiertas porque tenemos con nosotros a Jesús resucitado. Puertas abiertas de nuestro corazón para acoger a todos; puertas abiertas que nos pongan en camino para ir a llevar ese anuncio de Jesús a los demás, para anunciar el perdón y la paz, para ir a hacer un hombre nuevo y un mundo nuevo. ‘Hemos visto al Señor’, como le decían a Tomás. Es el anuncio que tenemos que hacer.
El evangelio que hemos escuchado termina diciéndonos que todo esto ‘se ha escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre’. Pedíamos en la oración que se reanimara la fe de la Iglesia con estas fiestas pascuales. Que crezca así nuestra fe y nos llenemos de vida y de paz; que sepamos también trasmitir esa fe para que el mundo crea que Jesús es el Hijo de Dios y, creyendo, tengan también vida en su nombre.