jueves, 30 de diciembre de 2010

Nuestra vida silenciosa y oscura sin embargo es valiosa ante los ojos del Señor



1Jn. 2, 12-17; Sal. 95; Lc. 2, 36-40

En el evangelio escucharemos decir a Jesús que da gracias al Padre porque se revela no a los sabios y entendidos sino a los pobres y a los humildes. Cuando estamos celebrando estos días hermosos de la navidad y escuchando lo que nos van diciendo los evangelistas en torno al nacimiento de Jesús y esos primeros momentos de su vida, vemos palpablemente eso que más tarde nos enseñará Jesús.

Como ya hemos hecho referencia el primer anuncio es a los pastores, ahora en la presentación en el templo serán unos ancianos los elegidos de Dios para manifestar al que venía como luz para todos los pueblos y era la gloria del pueblo de Israel, como ya ayer escuchamos al contemplar al anciano Simeón y como hoy estamos viendo en esta humilde anciana y viuda que también contempla la gloria del Señor.

Ana, una mujer muy anciana, con muchos años de viuda que ‘no se apartaba del templo noche y día sirviendo al Señor con ayunos y oraciones’. Hablarnos de una viuda en aquellos tiempos era hablarnos de una persona pobre y que habitualmente pasaba necesidad. Veremos más tarde en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas apostólicas las recomendaciones para atender a huérfanos y viudas, como imagen de los pobres.

Hoy se nos habla de esta viuda humilde y piadosa que aguardaba la futura liberación de Israel, que es decir que tenía una esperanza muy viva en la venida del Mesías Salvador. Y se nos dice cómo ‘acercándose en aquel momento – en referencia al encuentro con el anciano Simeón y sus proféticas palabras – daba gracias a Dios y hablaba de aquel niño a todos los que aguardaban la futura liberación de Israel’.

Allí estaban aquellos ancianos, muy ancianos que quizá podrían pensar qué podrían hacer ya a sus años. Pero Dios contaba con ellos y a ellos de manera especial se manifiesta la gloria del Señor. Ya lo vemos en el relato del evangelio.

Podíamos pensar en nuestra pobreza o en nuestra debilidad, y nosotros qué hacemos o qué podemos hacer, para qué valemos. Así muchas personas en la vida que se creen que no valen nada, que sienten la pobreza en su vida; quienes dicen que no saben o no tienen preparación, quienes simplemente viven en su casa o en sus quehaceres sin grandes responsabilidades en la vida quizá. Pues Dios cuenta con cada uno, en las circunstancias concretas que podamos vivir en nuestra debilidad, con nuestros años, con nuestras discapacidades y limitaciones.

Como aquellos ancianos también hemos de saber estar abiertos a Dios, que Dios también nos manifiesta su amor y su preferencia. También como el anciano Simeón o Ana, anciana y viuda, podemos orar al Señor y podemos hablar del Señor a los que nos rodean. Nuestra oración es poderosa ante los ojos del Señor.

Y en medio de la Iglesia y en medio de nuestro mundo tan necesitado de la gracia del Señor podemos ser poderosos intercesores con nuestras suplicas y nuestra oración. Esa apertura de nuestro corazón a Dios y ese ofrecimiento de nuestra vida en eso que consideramos nuestra pobreza, es valioso ante los ojos de Dios. Creo que el texto de hoy nos deja un hermoso mensaje.

Si queremos seguir fijándonos en el resto del texto del evangelio proclamado, veremos como Jesús se va a Nazaret con María y con José donde pasará muchos años en el silencio ante los ojos del mundo. Pero dice el Evangelio que ‘el niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios lo acompañaba’.

Aparte de otras consideraciones que podemos hacernos, pensemos que en ese silencio quizá de nuestra vida, en la que quizá no destacamos por ninguna cosa especial, podemos ir creciendo interiormente, fortaleciéndonos con la gracia del Señor que no nos faltará, llenándonos de la Sabiduría de Dios. Y todo eso es riqueza para nuestra vida personal, nuestra vida interior, pero hemos de saber también que es una riqueza de gracia para la Iglesia. Nuestro silencio hecho oración y ofrenda es valioso ante los ojos de Dios.

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