domingo, 14 de marzo de 2010

Una parábola que es un tríptico de luces, sombras y transparencias


Josué, 5, 9-12;
Sal. 33;
2Cor. 5, 17.-21;
Lc. 15, 1-3.11-32

‘Que el pueblo cristiano se apresure con fe viva y con entrega generosa a celebrar las próximas fiestas pascuales’. Así hemos pedido en la oración en este tercer domingo de Cuaresma. Es nuestro deseo y es el esfuerzo que queremos ir haciendo en este camino cuaresmal dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, orando con mayor intensidad al Señor y haciendo la ofrenda de nuestra austeridad y espíritu penitencial.
Hoy la palabra de Dios nos ha ofrecido unos textos hermosos de hondo contenido y que han de ayudarnos en ese camino. Decir que las actitudes de los fariseos sobre todo hacia los publicanos y pecadores provocaron el que Jesús nos propusiese esta hermosa parábola. ‘Solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle…’ nos señala el evangelista. Pero ahí está el rechazo, la murmuración de los fariseos que incluso pretendían manchar el nombre de Jesús, como queriendo decir que Jesús era de la misma condición. Jesús, el médico que venía a sanar a los enfermos, a dar vida a los que se sentían muertos, a alcanzar el perdón para todos los pecadores fueran quienes fueran. ‘Ese acoge a los pecadores y come con ellos’.
Esta hermosa parábola que Jesús nos propone es como un hermoso tríptico en transparencia. Y ahora me explico. Un tríptico cuyo centro está lleno de luz y que quiere disipar las sobras y tinieblas de las tablas laterales. Un tríptico en transparencia porque a través de sus figuras se nos va a ver a nosotros, o hemos de vernos nosotros en lo que somos y en lo que Dios quiere transformarnos.
Unas tablas llenas de sombras. El hijo menor que le pide al padre la parte de la fortuna que le toca y que ‘juntando todo lo suyo emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente’. Y en esa transparencia vemos nuestros negros sueños ansiando libertad para vivir nuestra vida prescindiendo de lo bueno de la casa paterna. Es la expresión de cómo nos alejamos de Dios. Quería vivir su vida, queremos vivir nuestra vida; no queremos nada que nos sujete, ningún principio que nos oriente y nos guíe. Es el no que damos a Dios cuando no aceptamos su voluntad, cuando dejamos al margen de nuestra vida el cumplimiento de los mandamientos. Nos dejamos arrastrar por el vértigo de la vida, de los deseos de placer o por el materialismo que a la larga nos va a atar en la peor de las esclavitudes.
Vendrán las soledades, los vacíos, los sin sentidos de la vida; las añoranzas de lo que pudo ser y no fue; al final el arrepentimiento porque en el fondo vamos a sentir el peso del mal. ‘Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras que yo aquí me muero de hambre… le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba de comer…’ Vacío y soledad. Cuántos vacíos arrastramos por la vida cuando hemos perdido el sentido de las cosas. cuánta soledad en la superficialidad de unas relaciones meramente interesadas y muchas veces egoístas.
Pero la otra tabla está también llena de sombras. El hijo mayor podía parecer el bueno y el cumplidor porque se había quedado en la casa del padre. Pero quizá estaba más lejos que el hermano que se había marchado. Cuando la pasión corroe nuestro espíritu, cuando el orgullo o la envidia nos ciegan, cuando el egoísmo nos hace interesados porque a todo queremos sacarle ganancia – ‘a mí nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos’ -, cuando la soberbia nos hace subirnos en los pedestales de los que nos creemos mejores y despreciamos a los demás – que parecida a la actitud de los fariseos, ‘tantos años como te sirvo sin desobedecer una orden tuya… no soy como esos…’ -, entonces también nuestra vida está llena de sombras. Y en esas sombras estamos trasparentándonos nosotros también.
Pero el centro del tríptico, donde está verdaderamente el personaje central y principal, el verdadero protagonista de la parábola, está lleno de luz. Es el padre que no se cansa de amar; que espera pacientemente y que respeta las decisiones y la libertad de los hijos; que sale al encuentro del hijo que viene o del que no quiere acercarse; que ofrece el abrazo del perdón y de la reconciliación sin recriminaciones ni petición de explicaciones; que restaura la dignidad perdida del hijo al que siempre seguirá amando y tratando como tal; que hace fiesta grande en la vuelta del hijo perdido y encontrado; que nos invita a todos a esa fiesta y banquete de amor y de reconciliación; que busca siempre la reconciliación y la paz.
Cuántos detalles del amor de Dios nos da la parábola. El hijo que había decidido levantarse para volver al encuentro del padre camina quizá lleno de temor porque aún no ha aprendido todo lo que es el amor que el padre le tiene, pero el padre corre al encuentro de su hijo para recibirle lleno de alegría – ‘al verlo se conmovió echando a correr’ -; el hijo había preparado sus palabras de arrepentimiento – ‘padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo…’ - pidiéndole que le recibiera al menos como un jornalero, pero para el padre sigue siendo el hijo que vuelve y le reintegra en toda su dignidad, vistiéndole con la túnica nueva de la gracia, poniendo en su dedo el anillo de los hijos y en sus pies las sandalias de la dignidad recobrada.
Y es que en este tema de la reconciliación y reencuentro todo es cosa de Dios y las cosas de Dios son distintas. ‘Todo esto nos viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo…’ que nos decía san Pablo. ‘Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuenta de sus pecados.’
También en la transparencia de este cuadro central lleno de luz tenemos que vernos nosotros; nosotros en ese caminar hacia el padre con el arrepentimiento de nuestras sombras y pecados, sintiendo también ese abrazo de amor y participando también de esa fiesta y de ese banquete que el Señor ha preparado para nosotros. Pero recogiendo el sentir de lo que san Pablo nos ha dicho que ‘a nosotros nos encargó el ministerio de la reconciliación’.
Ministerio que ejerce la Iglesia en toda la acción pastoral y en la celebración de los sacramentos, pero ministerio que en cierto modo tenemos todos los que creemos en Jesús. Esto tendría también muchas consecuencias para nuestro actuar. Vivimos en nosotros la experiencia de sentirnos reconciliados con Dios, pero ¿no tendríamos que hacer partícipes de ese gozo a todos los hombres nuestros hermanos? También nosotros hemos de saber salir al encuentro con el otro para anunciarles ese misterio del amor de Dios que es tanto y tan grande que nos ha entregado a su propio Hijo. ‘Gustad y ved, qué bueno es el Señor’, hemos de decirle a todos con el salmo.
Hay un sacramento en el que de manera especial vivimos esta reconciliación y este reencuentro del hijo pecador con el Padre bueno que nos ama, que es el sacramento de la Penitencia o de la Reconciliación. Con lo que hemos reflexionado hoy en esta parábola quizá tendríamos que preguntarnos si con el mismo gozo, alegría y esperanza vivimos nosotros la celebración de este sacramento. No otra cosa vamos a recibir en él que el abrazo de amor y de perdón del Padre que en Cristo nos ha perdonado. Lejos de nosotros temores, nervios y agobios cuando vamos al sacramento. No olvidemos que el Padre de toda misericordia está esperándonos con su amor para darnos ese abrazo de paz y de perdón.

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