miércoles, 13 de enero de 2010

Aquí estoy, habla que tu siervo escucha

1Sam. 3, 1-10.19-20
Sal. 39
Mc. 1, 29-39


Podemos comenzar manifestando que el texto del evangelio de hoy, continuación del escuchado ayer, sigue presentándonos el comienzo del ministerio de Jesús en Galilea. Proclama el evangelio del Reino de Dios, y ahora le vemos ‘recorrer toda Galilea predicando en las sinagogas y expulsando demonios’, y con su Palabra y presencia salvadora va liberando del mal a quienes están poseídos por el espíritu maligno dándonos así las señales del Reino de Dios que llega.
Es intensa la actividad de Jesús porque incluso ‘la población entera se agolpaba a la puerta’, llevándole ‘muchos enfermos y poseídos… curando a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios’.
Hay un aspecto muy importante en medio de este texto aunque esté resumido en un solo renglón. ‘Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar’. La necesaria unión con el Padre. Hermoso ejemplo para nuestra vida, que además podemos conectar hoy con lo que nos decía la lectura del libro de Samuel. Cuánto nos enseña.
Si ayer escuchábamos la súplica insistente de Ana pidiéndole un hijo al Señor y prometiendo consagrarlo a Dios, hoy ya contemplamos al niño Samuel en las estancias del templo junto al sacerdote Elí. ‘El pequeño Samuel servía en el templo del Señor bajo la vigilancia de Elí’, nos dice el texto sagrado. Más adelante apunta que ‘aún no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del Señor’.
Ya hemos escuchado el texto. El Señor en medio de la noche llama al niño Samuel que acude presuroso a los pies del anciano sacerdote: ‘Aquí estoy; vengo porque me has llamado’. Pero no era el anciano sacerdote quien llamaba a Samuel y la llamada se repite varias veces hasta que Elí comprende que es el Señor quien llama a Samuel. ‘Comprendió que era el Señor quien llamaba al muchacho y dijo a Samuel: Anda, acuéstate; y si te llama alguien, responde: Habla, Señor, que tu siervo escucha’.
‘Habla, Señor, que tu siervo escucha’. Tenemos que dejarnos enseñar para escuchar a Dios que nos habla. ¡Qué importante esa disponibilidad y generosidad de corazón que vemos en el muchacho Samuel! Pero qué importante es que sepamos abrir los oídos de nuestro corazón para escuchar al Señor.
Hemos contemplado hoy a Jesús en medio de su frenética actividad haciendo un parón, aunque sea en la madrugada, para orar. Pero estamos aprendiendo también cómo tenemos que orar, cómo ha de ser nuestra oración en la oración que aprendió a hacer el pequeño Samuel. Jesús busca la soledad de la madrugada y al niño se le enseña a hacer silencio en su interior para escuchar a Dios.
Escuchar a Dios, qué importante. Escuchar a Dios, hacer silencio en nuestro interior para poder oír claramente su voz y conocer todo el misterio de Dios que se nos revela y viene a nosotros.
Andamos quizá muy preocupados de contarle a Dios nuestras necesidades, de hacer la lista de aquellas cosas o personas que queremos recordar en su presencia. Es cierto que Jesús nos enseña a pedir y llamar al Señor que siempre nos escucha. Eso está bien, pero nuestra oración tiene que ser un diálogo en el que no sólo nosotros digamos o pidamos cosas al Señor, sino en el que también escuchemos lo que Dios quiere decirnos, la revelación que de sí mismo El quiere hacernos allá en lo más hondo de nuestro corazón. Sólo después de haberle dicho ‘habla, Señor, que tu siervo escucha’, podremos decir con todo sentido ‘aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’.
No temamos el silencio en nuestra oración. Silencio que nosotros hemos de hacer, aunque nos cueste, para poder escucharle. Silencio para sentir esa paz de Dios en nosotros, para que su luz nos ilumine, para que nuestro corazón se caldee con su amor, para que su Palabra penetre hasta lo más hondo de nosotros mismos y plantada en nuestra vida luego fructifique en esas obras de amor que tenemos que vivir.
‘Aquí estoy, Señor… habla que tu siervo escucha’.

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