sábado, 14 de noviembre de 2009

Oramos siempre sin desanimarnos

Sab. 18, 14-16; 19, 6-9
Sal.104
Lc. 18.1-8


‘Jesús para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola…’ Ya la conocemos y la hemos escuchado. Es la insistencia de la viuda a pesar de la resistencia de aquel juez inocuo que al final para quitarse de encima a la viuda que le importunaba con su petición accede y le hace justicia.
Pero se pregunta Jesús que si así actuamos los hombres, ¿cómo no va Dios a escuchar la súplica que con insistencia le hacemos? Ahí tenemos la primera deducción y enseñanza que podemos sacar de esta parábola. Dios siempre nos escucha.
Pero creo que el texto da para más reflexiones. Jesús quiere que no nos desanimemos en nuestra oración, que seamos insistentes y constantes. Es cierto, primero que nada, que nuestra oración no es sólo pedirle cosas a Dios en nuestras necesidades. Si la reducimos a eso es pobre nuestra oración. Aunque también tenemos que hacerlo y con confianza absoluta en el Señor que nos escucha.
La oración es encuentro vivo con el Señor, diálogo de amor con aquel de quien nos sabemos amados y a quien nosotros queremos también amar. Es importante este punto, fundamental. Es el diálogo del hijo con el Padre, de la criatura con su Creador, del que ha sido redimido con su Redentor. Por eso, como decíamos, diálogo de amor. El nos ama, y nosotros queremos corresponder a ese amor, entramos en diálogo de amor con Dios. Y ahí tenemos ya la motivación más honda para no desanimarnos en nuestra oración.
Jesús quiere que no nos desanimemos sino que seamos constantes en nuestra oración. Siempre ponemos nuestra total confianza en Dios. No nos desanimamos aunque nos parezca que Dios no nos escucha. El Padre siempre escucha a su hijo amado, pero siempre un padre dará a su hijo lo que más le conviene. Así Dios con nosotros. Hay veces que somos egoístas e interesados en nuestra oración. Sólo pensamos en nosotros mismos y que Dios nos satisfaga nuestros caprichos. Por eso hemos de ver bien lo que vamos a presentarle a Dios en nuestra oración. Lo mejor, que invoquemos al Espíritu para que El ore en nuestro interior, nos inspire y nos ponga los mejores deseos. Es que sólo con el Espíritu podemos decir ‘Jesús es Señor’ e invocar a Dios como Padre.
Orar sin desanimarnos. Porque ya no sólo pedimos lo material para nuestra vida, por nuestras necesidades materiales. Pero quizá nos desanime la situación que vemos en nuestro mundo con hambre, con miseria, con tantas injusticias, con tanta falta de unidad y de paz, con tantas divisiones y enfrentamientos. Por eso tenemos que orar.
Todo eso nos abruma. Nos hace dirigir quizá una queja a Dios. ¿Por qué todo eso? ¿Por qué tanta miseria e injusticia? ¿Por qué tanto odio y tanta violencia? ¿Por qué sufren tantos inocentes?
Oramos sin desfallecer y oramos por todos esos problemas que afectan a nuestro mundo. Y oramos por esas personas que los sufren, pero oramos también por los que causan tantos males para que el Señor mueva sus corazones y cambien. Y oramos para que el Señor nos dé un corazón bueno y solidario. Oramos poniendo en la lista de nuestra mente o nuestro corazón a todas esas personas que pasan a nuestro lado, que a nuestro lado sufren y lloran. Y oramos por las personas buenas que hacen el bien, y trabajan por los demás, y luchan por la justicia, y quieren mejorar y cambiar nuestro mundo.
Oramos sin desfallecer porque son tantas las cosas de las que queremos hablar a Dios que nuestra oración se hace interminable. Oramos sin desfallecer aunque nos desanimen nuestros pecados y nuestras infidelidades. Oramos sin desfallecer porque Dios nos está siempre esperando para llenar nuestro corazón con su amor.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El cielo proclama la gloria de Dios

Sab. 13, 1-9
Sal. 18
Lc. 17, 26-37


‘El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos… sin que hablen, sin que pronuncien… a toda la tierra alcanza su pregón…’
Así hemos rezado y meditado en el salmo 18 proclamando la gloria del Señor de la que nos hablan todas las criaturas. Como nos enseña san Pablo en la carta a los Romanos ‘desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras…’ La creación nos está hablando del Creador. Las criaturas nos están gritando quien es Dios. El hombre debe elevarse al conocimiento del Dios Creador por la contemplación de las realidades visibles.
De esto nos ha hablado el libro de la Sabiduría en el texto proclamado hoy. Aunque lo hace como una lamentación porque ‘eran naturalmente vanos todos los hombres que ignoraban a Dios y fueron incapaces de conocer al que es partiendo de loas cosas buenas que están a la vista y no reconocieron su Artífice…
Nos hace falta abrir los ojos de la fe. Tener ojos capaces de admirarse ante las maravillas del mundo creado y preguntarnos por la grandeza, el poder, la sabiduría de quien tales cosas creó. ¿Quién no se queda extasiado ante los colores del cielo en un amanecer o en un atardecer? ¿Quién no se maravilla ante la belleza de un paisaje, la profundidad de las montañas, o la inmensidad de un cielo estrellado en la noche? ¿Por qué no nos preguntamos, entonces, quién está detrás de ese belleza, de esa inmensidad o de esa grandiosidad? No podemos menos que pensar en el poder infinito del Creador.
En nuestra confusión porque contemplamos la belleza y la grandeza de las cosas creadas, nos quedamos como obnubilados y cegados para no ver a Dios, sino convertirlas en Dios. Es lo que sucedía en el mundo pagano que así se creaban multitud de dioses cuando veían la belleza, la grandeza o el poder de las criaturas o las fuerzas de la naturaleza.
Pero se pregunta el autor sagrado, el sabio del Antiguo Testamento ‘si, fascinados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Señor, pues los creó el autor de la belleza. Y si los asombró su poder y actividad, calculen cuánto más poderoso es quien lo hizo. Pues por la belleza y la magnitud de las criaturas , se percibe por analogía al que le dio el ser’.
‘Andan extraviados buscando a Dios y queriéndolo encontrar; en efecto, dan vueltas a sus obras , las exploran y su apariencia los subyuga, porque es bueno lo que ven…’
Busquemos a Dios y no nos confundamos. Admirémonos ante las maravillas de la creación pero para reconocer al Creador. Pero cuidemos también de no hacernos o crearnos dioses convirtiendo en ídolos las cosas creadas. Sigue estando en nosotros también ese peligro de la idolatría creándonos ídolos en nuestra propia belleza, saber o poder, en la riqueza o en los afanes placenteros que rodean nuestra vida. No nos creemos ídolos que nos esclavizan.
Adoremos sólo al Dios que nos da la verdadera grandeza y libertad cuando nos ha creado a su imagen y semejanza, nos ha elevado a la dignidad de hijos y nos ha inundado con su amor para que nosotros le amemos a El y amemos a los demás de la misma manera.

jueves, 12 de noviembre de 2009

El Reino de Dios está dentro de vosotros

Sab. 7, 22-8, 1
Sal. 118
Lc. 17, 20-25


‘Unos fariseos le preguntaban a Jesús cuando iba a llegar el Reino de Dios’. ¿Será una pregunta que sólo se hacían en aquel tiempo o será una pregunta que de una forma u otra nos hagamos también hoy?
Tenemos inquietud dentro de nosotros por el Reino de Dios. Nos gustaría, por ejemplo, que la Iglesia fuera mejor considerada en nuestra sociedad, se escuchara más atentamente la voz de sus pastores sin tergiversaciones o malas interpretaciones; que la religión resplandeciera más en la vida de los hombres. Añoramos momentos de cierto triunfalismo – quizá vivido de alguna forma en épocas pasadas – con la gente en masa acudiendo a actos religiosos o manifestaciones de fe; que todo el mundo fuera creyente o que todos se convirtieran a la fe cristiana.
No está mal que tengamos esa inquietud interior porque además el espíritu misionero tiene que ser fuego ardiente en nuestro interior. ¿Veremos cosas así? ¿Será así cómo se manifieste el Reino de Dios? Jesús nos da respuesta: ‘El Reino de Dios no vendrá espectacularmente ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el Reino de Dios está dentro de vosotros’.
¿Qué nos quiere decir Jesús? ¿Qué significan esas palabras? Por ejemplo, de entrada decir que no busquemos esas situaciones apoteósicas ni soñemos con esos triunfalismos constantinianos. La semilla del Reino de Dios se siembra interiormente en nuestro corazón, y es ahí en la transformación de nuestro corazón donde se tiene que manifestar.
Desde el corazón tenemos que aceptar que el Señor es nuestro único Dios, el que tiene que ocupar de verdad el centro de nuestra vida. Ha de ser el primer descubrimiento y el primer empeño. Y eso es lo que nos va a transformar por dentro. Cuando lo hagamos así es cuando en verdad van a germinar, florecer y fructificar esas semillas del Reino de Dios sembradas en nosotros. Y como una mancha contagiosa – la buena mancha del amor y de la justicia – se irá extendiendo e irá contagiando de un buen hacer el mundo que nos rodea.
Transformados nosotros por el Reino de Dios, ayudaremos a que los demás se transformen igualmente y así iremos transformando nuestro mundo. Así haremos que día a día más y más nuestro mundo se impregne del Reino de Dios. No podrás realizarlo en los demás si antes no se ha realizado en ti.
‘Si os dicen que está aquí o está allí, no os vayáis detrás’, nos sigue diciendo Jesús. Algunos quieren fundamentar su fe en apariciones o en milagros portentosos y los veremos corriendo de acá para allá buscando esas espectacularidades. Ha sido siempre así y así sigue sucediendo hoy. El verdadero seguimiento de Jesús no necesita de esas cosas y no se pueden convertir, entonces, es una necesidad insustituible para creer.
El Espíritu del Señor actúa en nuestro corazón y será el que nos mueve a reconocer la presencia de Dios, la presencia de Jesús en aquellas señales o signos que nos ha dejado de su presencia, en la Palabra, en los Sacramentos o en el amor de los hermanos, especialmente los más pobres. Ese es el milagro que tenemos que descubrir y admirar, que cada día o a cada instante se realiza o lo tenemos delante de nuestros ojos.
Corremos tras aquel milagro que nos cuentan, que si hubo una aparición aquí o allá, y sin embargo tenemos el milagro de la Eucaristía delante de nuestros ojos y no lo reconocemos ni lo valoramos lo suficiente.
Un día vendrá el Señor con gran poder y gloria, pero seremos capaces de verlo entonces si ahora somos capaces de ver y reconocer ese milagro de su presencia en nuestro corazón, en los sacramentos o en los hermanos. ‘El reino de Dios está dentro de vosotros’.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La actitud de acción de gracias es también actitud de humildad

Sab. 6, 2-12
Sal. 81
Lc. 17, 11-19


¡Qué insistentes y hasta exigentes somos en nuestras súplicas por las necesidades que tenemos, qué prontos para olvidar los favores recibidos y cuánto nos cuesta a veces manifestar nuestro reconocimiento y gratitud!
Se suele decir que es de corazón noble el ser agradecido y desde siempre nos enseñaron a dar las gracias a quien haya mostrado algún tipo de benevolencia con nosotros. Sin embargo ya sabemos lo que a veces nos pasa.
Hoy en el evangelio hay una queja de Jesús. ‘¿No han quedado limpios los diez?’ Eran los leprosos que habían salido al borde del camino al encuentro de Jesús y, aunque de lejos para cumplir las prescripciones de la ley mosaica sobre los leprosos, habían gritado y suplicado: ‘Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros’.
Jesús los había curado y los había mandado presentarse a los sacerdotes que eran los que podían permitirles reintegrarse a su familia y a la comunidad. ‘Mientras iban de camino quedaron limpios’. Solo ‘uno de ellos, al ver que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús’. Es cuando surge la pregunta de Jesús: ‘Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero – era un samaritano - para dar gloria a Dios? Levántate, vete, tu fe te ha salvado’.
¿Volveremos siempre sobre nuestros pasos para dar gloria a Dios? Es algo que con toda sinceridad tenemos que preguntarnos, plantearnos. ¡Son tantas las cosas que recibimos de Dios! Tendríamos que estar en todo momento dándole gracias.
Nos cuesta. La actitud de acción de gracias es también una actitud de humildad. Quizá por eso nos cueste. Reconocer nuestra pobreza y si hay algo ha enriquecido nuestra vida se lo debemos a Dios. Somos pobres y limitados y eso nos cuesta a veces reconocerlo. Nosotros que nos creemos que valemos tanto y tenemos tantas cosas. Lo que hay y se realiza en nuestra vida es siempre un don de Dios. Pero nos creemos tan grandes y poderosos - ¿pensamos quizá que tenemos el poder sobre todo? – que queremos manipularlo todo a nuestro antojo y para nuestra gloria personal.
Nos creemos que el reconocimiento de la acción de Dios en nuestra vida va a mermar nuestra grandeza y dignidad, cuando sucede todo lo contrario. La mayor grandeza y dignidad que tenemos como personas nos la ha dado El cuando nos ha creado a su imagen y semejanza y por la obra salvadora de su Hijo nos ha hecho a nosotros hijos, nos ha dado la dignidad de hijos de Dios. Es esa acción de Dios en nuestra vida lo que nos hace más grandes y es lo que enriquece en verdad nuestra existencia.
Quizá tendríamos que saber hacer un listado de todo cuanto recibimos de Dios. Creo que nos ayudaría mucho espiritualmente, porque nos haría dirigir más y mejor nuestro corazón a Dios. Nos haría buscar seriamente actitudes nuevas y nuevas acciones con lo que manifestaríamos ese reconocimiento y gratitud al Señor. Ese ser agradecidos desde lo hondo de nuestro corazón nos haría en verdad mejorar nuestra vida.
Que no escuchemos nunca el reproche del Señor.

martes, 10 de noviembre de 2009

La vida de los justos está en manos de Dios

Sap. 2, 23-3, 9
Sal. 33
Lc. 17, 7-10


‘La vida de los justos está en manos de Dios… ellos están en paz… esperaban seguros la inmortalidad… Dios los puso a prueba y los hallo dignos de sí… el día de la cuenta brillarán como chispas en un cañaveral…’
Hermosa reflexión del libro de la Sabiduría, uno de los llamados libros sapienciales del Antiguo Testamento. Son reflexiones muy cercanas, incluso en el tiempo, a la época de Jesús, aunque aún pertenecen al Antiguo Testamento. sin embargo notamos que un cierto sabor a la sabiduría evangélica, porque incluso tienen su resonancia en las bienaventuranzas.
‘La vida de los justos está en manos de Dios y ellos están en paz…’ No podía ser menos. Quien se confía totalmente en Dios se siente seguro y nada le hará temer. ‘El Señor es mi pastor, nada temo’. La confianza en Dios no nos aleja de la muerte, ni de dificultades y problemas que los seguiremos teniendo.
Alguno podrá pensar, como creo en Dios, ya todo me va a salir bien, voy a tener suerte en la vida y no tendré problemas. Creer en Dios y porque en Dios pones tu confianza y esperanza significará que vas a enfrentarte a los problemas y dificultades de distinta manera, no que no los vas a tener. Te sentirás fortalecido en el Señor. No perderás la paz y el equilibrio frente a las cosas que pudieran agobiarte. Desde el Señor y nuestra fe en El me sentiré como con otros recursos y fortaleza para enfrentar las situaciones.
Nos sentiremos probados, habrá momentos difíciles sin saber qué salida tomar, pero no nos faltará la fuerza y la luz del Espíritu que nos dará su Sabiduría divina. Esos momentos los veré como una prueba de la que saldré más fortalecido y purificado. ‘Lo probó como oro en el crisol’. Es a fuego donde se purifica el oro para quitar todas las escorias que lleva adheridas el metal precioso. Sólo cuando se purifique al fuego es cuando brillará en todo su esplendor.
Muchas escorias en nuestra vida, muchas cosas inservibles e inútiles de las que nos tenemos que purificar. No hemos de rehuir el fuego de la prueba, que puede ser una enfermedad, un problema que nos parece insoluble, un mal momento que nos hace sufrir y que llega a nosotros como una crisis en muchos sentidos. Pero todo esto tiene que hacernos ver la verdad de la vida, lo que es verdaderamente importante.
La prueba nunca nos debe separar del Señor, sino que en El tenemos que apoyarnos más fuertemente. Y se verá purificada nuestra fe y más madura. Y arrancaremos apegos del corazón que nos hará sentirnos más libres, esas cosas que como cachivaches vamos metiendo en nuestra vida y que como una rémora no nos dejan avanzar.
En el Señor ponemos nuestra confianza. La vida eterna de dicha sin fin junto a Dios es nuestra esperanza. Así resplandecerá un amor más auténtico y más puro.
‘Los que en El confían conocerán la verdad y los fieles permanecerán con El en el amor, porque sus elegidos encontrarán amor y misericordia’.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Iglesia en marcha y comunidad que se construye en comunión

DEDICACION BASILICA SAN JUAN DE LETRÁN
Ez. 47, 1-2.8-9.12
Sal. 45
Jn. 2, 13-22


El día 9 de noviembre litúrgicamente se celebra la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, en Roma. Es la Catedral de Roma, la sede del Obispo de Roma y en consecuencia del Papa, Pastor de la Iglesia universal.
La fiesta nos quiere recordar y celebrar la Dedicación, la consagración de este templo, que se le llama el templo madre de toda la cristiandad. Y es al mismo tiempo una celebración profundamente eclesial, no sólo por este aspecto de la consagración de este templo, Iglesia, sino fundamentalmente porque quiere ser un signo de la comunión de todas las Iglesias con la Sede del Papa. Es la comunión necesaria de toda la Iglesia de Jesús, de todos los seguidores de Jesús.
En el marco de esta celebración la liturgia nos ofrece en la Palabra de Dios el texto que hace referencia a la expulsión de los vendedores del templo por parte de Jesús. ‘El celo de tu casa me devora’, recuerda el evangelista las palabras proféticas para aplicárselas a Jesús en este gesto de querer purificar el templo de Jerusalén de aquel mercado en que se había convertido.
La clave de la comprensión de este texto está en la respuesta de Jesús a los requerimientos de los judíos pidiendo explicación de con qué autoridad hacía aquello. ‘Destruid este templo y en tres días lo reedificaré’, les responde Jesús. No lo entienden, hablan del tiempo que habían tardado en su reconstrucción en los tiempos de Herodes, que incluso aún no había concluido, pero el evangelista nos dice que ‘él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron y dieron fe a la Palabra de Jesús y a la Escritura’. Una clara referencia en principio a su resurrección.
Pero en el marco de esta celebración se nos quiere decir algo más. Hablar de ese cuerpo y de ese templo, es hablar del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia, que somos todos nosotros los que creemos en Jesús. Y aquí queremos centrar nuestra reflexión.
La imagen del templo edificio que se construye nos evoca no sólo la materialidad de un edificio material que se construye, sino que nos está hablando de ese templo que somos nosotros y que es la Iglesia.
Como dice uno de los prefacios de la Dedicación de una Iglesia, ‘esta casa visible… donde reúnes y proteges sin cesar a esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros…’ Podíamos decir, pues, que esta celebración es una invitación a la comunión; esa comunión necesaria que hemos de vivir en cuanto somos iglesia, comunidad, pueblo de Dios, o familia de Dios. Las mismas palabras lo indican; Iglesia es la convocatoria a un encuentro, los convocados a un encuentro que se encuentran unidos y reunidos; comunidad, ya la misma palabra la indica, los que viven en comunión; pueblo de Dios y familia que siempre implica que muchas se encuentran reunidos y en unidad.
Peregrinos que caminamos unidos; peregrinos hacia la Jerusalén del cielo, somos imagen y anticipo de esa Jerusalén celestial; peregrinos y constructores de esa Iglesia, de ese templo, de esa comunión que necesitamos tener los unos con los otros. ¡Cómo tenemos que cuidar la comunión entre nosotros! No puede faltar si en verdad nos sentimos Iglesia, nos sentimos familia y pueblo de Dios. Una tarea constante que tenemos que realizar. Un empeño y un compromiso, constructores de comunión. De cuántas maneras lo podemos expresar, lo tenemos que expresar en el día a día. Nunca destructores ni demoledores, siempre contribuyendo a la unidad, a la concordia, a la comunión.
Somos Iglesia en marcha, comunidad que se construye, familia que crece, cuerpo que se mantiene unido. Si nos faltara estaríamos destruyendo por la base nuestra fe, nuestro ser cristiano y no habría un auténtico seguimiento de Jesús. Que ese sea nuestro empeño.

domingo, 8 de noviembre de 2009

¿Una medida para nuestro amor?


2Rey. 17, 10-16;

Sal. 145;

Heb. 9, 24-28;

Mc. 12, 38-44

¿Cuál es la medida de nuestro amor? Se me ocurre esta pregunta después de escuchar y meditar los textos que nos ofrece en este domingo la Palabra del Señor. Dos hermosos testimonios y ejemplos escuchamos sobre todo en la primera lectura y en el evangelio. En ambos casos unas viudas capaces de dar todo lo que tienen. ¿Cuál era la medida de su amor?
El libro de los Reyes nos habla de la viuda de Sarepta a la que el profeta le pide en principio un poco de agua y luego un trozo de pan. ‘Por favor, tráeme un poco de agua… tráeme también un trozo de pan…’ La respuesta de aquella mujer manifiesta su pobreza: ‘No tengo ni pan; me queda sólo un puñado de harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza… voy a hacer un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos…’
Pero el profeta le hace poner su confianza en Dios. ‘Anda, no temas, prepáralo como has dicho….así dice el Señor Dios de Israel: la orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra…’ La mujer con la confianza puesta en Dios ‘hizo como le había dicho Elías y comieron él, ella y su hijo… ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó…’ La confianza en Dios hizo el milagro. Y el milagro fue la generosidad de aquella mujer capaz de desprenderse de lo poco que le quedaba porque se fiaba de la palabra del Señor por el profeta.
En el evangelio es otra la situación, pero se trata de la mujer viuda que fue capaz de desprenderse también de todo lo que tenía para vivir para poner su limosna en el cepillo del templo. ‘Jesús estaba sentado enfrente del arca de las ofrendas en el templo…’ Observa Jesús lo que sucede. ‘Muchos ricos echaban en cantidad; pero se acercó una viuda pobre y echó dos reales’. Ya conocemos el comentario y la alabanza de Jesús: ‘Esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’.
Por eso la pregunta que me hacía desde el principio. ¿Cuál es la medida de nuestro amor? Porque nos podemos ver gratamente sorprendidos y hasta emocionados por la actitud de estas dos viudas pobres de las que nos ha hablado la Palabra de Dios, pero ¿hasta dónde estamos dispuestos a imitarlas? ¿Hasta donde llega nuestro desprendimiento?
Me preguntaba por la medida de nuestro amor, pero es que muchas veces andamos midiendo lo que hacemos por los demás, lo que damos o hasta donde nos damos nosotros, pero con una medida de tacañería. Siempre nos parece que es suficiente o que es mucho lo que hacemos o damos. Nos parece que si damos de lo nuestro luego nos va a faltar. Siempre andamos haciéndonos nuestros cálculos.
No podemos olvidar que el hombre encuentra la vida cuando ama y se da con generosidad. Porque de eso se trata, de darse. Aun con nuestros egoísmos pasamos por dar cosas. Quizá hasta decimos que somos generosos y damos de aquello que nos sobra. pero ahí falta una actitud interior que de verdad nos enriquezca; una actitud interior de amor real, que nos lleve al desprendimiento, que nos lleve a la generosidad, que nos lleve a la donación de sí mismo. Que no son sólo cosas lo que hemos de dar. Pero ¿qué es lo importante, dar o darse?
No podemos vivir de fachadas. Recuerdo que en un viaje en una ciudad nos enseñaban una casa con una fachada muy hermosa y muy llena de arte; pero el guía nos decía que allí no vivía nadie, no se podía vivir porque la profundidad que tenía la vivienda era tan poca que la hacía inhabitable. Era sólo fachada. Cuidado que así seamos nosotros algunas veces.
Cuando Jesús está observando a los que echaban dinero en el cepillo del templo, antes nos había prevenido de aquellos que sólo vivían de lo exterior. ‘Cuidado con los letrados: les gusta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos… esos recibirán la sentencia más rigurosa’. Sólo fachada y apariencia pero con el corazón vacío. Falsedad e hipocresía.
Es el amor el que va a dar verdadera profundidad a nuestra vida. Para que no seamos sólo fachada. Porque es con un amor generoso y sin medida cómo tenemos que aprender a hacer las cosas. No por cumplimiento, ni para quedar bien; no para que vean lo generoso que soy y pueda recibir alabanzas por ello. Ya nos dice Jesús ‘que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha’.
Cuando lo hacemos con amor verdadero seremos capaces de olvidarnos de nosotros mismos, porque sólo pensamos en darnos y el bien que podamos hacer al otro. Porque amar es eso, darnos y entregarnos, sin buscar alabanzas ni recompensas. La única satisfacción es el amor mismo que nos hace llenarnos así de Dios.
El que ama y se da con generosidad es el que encuentra la verdadera vida, la vida de Dios. Y la persona que vive en Dios es la que ama y la que es capaz de desprenderse de todo. Como lo hizo Jesús, que se desprendió de su vida y dio hasta la última gota de su sangre por nosotros.
Por eso a la pregunta que nos hacíamos al principio a mi se me ocurre responder. La medida de nuestro amor tiene que ser Dios, el amor que Dios nos tiene y se nos manifiesta en Jesús. Que así sea siempre nuestro amor.