Conservemos siempre en nuestras vidas la alegría de la Pascua
Hechos, 26, 16-20.30-31
Sal. 10
Jn. 21, 20-25
Podíamos decir que en los dos textos de la Palabra de Dios hoy proclamada los autores vienen a poner como su rúbrica a dichos textos. Terminamos la lectura de los Hechos de los Apóstoles y es también el final del evangelio de san Juan.
En los Hechos contemplamos a san Pablo ya en Roma. Recordamos que había recibido en una visión la voz del Señor que le decía que ‘lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén, tienes que darlo en Roma’. Había apelado al César cuando vio su vida en peligro con las acusaciones de los judíos, y ahora tras varios capítulos de su recorrido preso hasta Roma, le vemos predicar allí ‘el Reino de Dios enseñando la vida del Señor Jesús con toda libertad’ a pesar de estar detenido y custodiado ‘con un soldado que le vigilase’.
Por su parte el propio evangelista y sus discípulos dan testimonio de que ha sido Juan el que ha escrito el evangelio. En referencia a aquel discípulo que sigue a Pedro y Jesús en su conversación y por el que pregunta Pedro qué le va a suceder cuando Cristo le ha anunciado a él su propio martirio, se termina comentando ‘éste es el discípulo que da testimonio de todo estoy y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero’.
Pero como hemos venido haciendo esta semana fijémonos en lo que hemos pedido, precisamente hoy cuando estamos en las vísperas de Pentecostés y a punto de terminarse el tiempo pascual. ‘Concédenos conservar siempre en nuestra vida y en nuestras costumbres la alegría de estas fiestas de Pascua que nos disponemos a clausurar’.
Pedimos que el Espíritu nos conceda el don de la alegría. Lo hemos vivido de manera intensa y especial en este tiempo de Pascua. Pero ese don del Espíritu tendría que acompañarnos todos los días. ¿Cómo no vamos a vivir la alegría de la fe? ¿Cómo no va a prolongarse en nuestra vida esa alegría de la Pascua?
Se termina el tiempo pascual, pero no se nos puede terminar la alegría de la fe. El misterio pascual tiene que envolver toda nuestra vida, no sólo en un tiempo determinado. Y ese gozo, entonces, que sentimos en Cristo resucitado tiene que estar presente continuamente en nuestra vida, lo hemos dicho y lo repetimos, los cristianos tenemos todos los motivos para ser las personas más alegres del mundo.
Con la fuerza del Espíritu hemos de participar fructuosamente en los sacramentos, como diremos en la oración sobre las ofrendas, porque con la venida del Espíritu llega a nosotros también el perdón de los pecados. ‘Ayúdanos a pasar de la vida caduca, fruto del pecado, a la nueva vida del Espíritu’, pediremos en la oración después de la comunión.
Que se derrame, pues, sobre nosotros el Espíritu de la alegría. Que nos sintamos inundados y seamos capaces de llevar con su fuerza el gozo de la fe y de la salvación recibida a los demás. Ven, Espíritu Santo, tenemos que repetir una y otra vez en este día para que mañana podamos sentirlo intensamente en nuestra vida cuando celebremos Pentecostés.
sábado, 30 de mayo de 2009
viernes, 29 de mayo de 2009
Pedro se entristeció por la debilidad de su amor pero Jesús seguía confiando en él.
Hechos, 25, 13-21
Sal.102
Jn. 21, 15-19
Sal.102
Jn. 21, 15-19
‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?’ La escena, como todos sabemos, sucedió a orillas de lago de Tiberiades después que Jesús resucitado se les manifestara desde la orilla mientras ellos estaban pescando. No habían cogido nada, Jesús les había indicado por donde habían de echar las redes, y milagrosamente la pesca fue muy grande. A indicaciones de Juan que reconoció a Jesús en la orilla –‘es el Señor’ – Pedro se lanzó al agua para venir hasta Jesús el primero.
Ahora, después de almorzar – Jesús les había preparado ya pan y pescado en las brazas – se llevó aparte a Pedro y comenzó este diálogo. ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?’, tú que has sido siempre el primero en todo, ¿eres también el primero en el amor? ‘¿me amas más que estos?’; tú, que fuiste el primero en confesar que yo era el Mesías a mi pregunta de qué pensaba la gente y vosotros acerca de mi, ‘¿me amas más que estos?’; tú, el primero en responder que a dónde iban a acudir si tenía palabras de vida eterna, cuando muchos se marchaban allá en la sinagoga de Cafarnaún, ‘¿me amas más que estos?’; tú que quería ser el primero en seguirme dispuesto a seguirme a donde quiera que yo fuera, ‘¿me amas más que estos?’; tú, que sacaste la espada en el huerto para defenderme a la hora del prendimiento, ‘¿me amas más que estos?’
‘Sí, Señor, tú sabes que te quiero’, era la respuesta que iba dando a Jesús una y otra vez, pero ante la insistencia en la pregunta, al tener que enfrentarse con la realidad de su vida y de su amor con toda sinceridad ‘se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería’. Recordaría la realidad de su amor que le falló cuando le negó; recordaría su debilidad ante una criada allá en el patio del pontífice al comienzo de la pasión; recordaría que él también fue de los que le abandonó en Getsemaní, primero dejándose dormir y luego marchándose con los otros; recordaría que estaba también encerrado en el cenáculo por miedo a los judíos. ‘Señor, tú conoces todo, tu sabes que te quiero’.
Pero Jesús seguía confiando en él; quien un día le prometiera que iba a ser piedra sobre la que se fundamentara su Iglesia ahora le confiaba una y otra vez la misma misión. ‘Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas…’ Jesús lo conocía y conocía también su debilidad pero también conocía su amor impulsivo y que sí estaría dispuesto a todo por El. Por eso terminará diciéndole: ‘Sígueme’.
Cuando miramos la realidad de nuestra vida y de nuestro amor, pero lo hacemos con sinceridad seguramente también nos daremos cuenta de la debilidad de nuestro amor y de nuestro seguimiento de Jesús. Hacemos repaso por los mandamientos y al pasar por el primero, - ‘amarás a Dios sobre todas las cosas, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todo tu ser’ – seguramente con toda facilidad también decimos que sí, que así amamos al Señor. Pero seguro que si seguimos mirando nuestro amor cuando tenemos que examinar como lo tenemos reflejado en aquellos a quienes el Señor quiere que amemos, veremos también nuestra debilidad y nuestra flaqueza. Pero el Señor sigue amándonos de la misma manera y nos sigue invitando a seguirle.
Una persona que Dios ha puesto en el camino de mi vida para que le ayude a ir hasta El, es así como se siente en estos momentos. Quiere amar al Señor y amarlo con todo el corazón; se siente amado del Señor y quiere darle respuesta con su vida. Pero cuando se mira crudamente en su realidad se siente pecador, se siente débil, siente toda la debilidad que ha habido en su amor a Dios a través de toda su vida. Pero yo le digo, sigue adelante, Dios te ama, Dios quiere contar contigo a pesar de tus debilidades, de lo que ha sido la debilidad de tu amor hasta este momento, pero puede amarle, puedes seguir, puedes estar con El. Dios te ama y te seguirá amando siempre.
El amor de Pedro llegaría hasta el final, hasta dar la vida también por Jesús, como el le había prometido. Ahora Jesús se lo anuncia. ‘Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras’. ¿Qué quería anunciarle Jesús? El propio evangelista lo comentará. ‘Esto lo dijo aludiendo a la muerte con la que iba a dar gloria a Dios’.
Queremos seguir y amar a Jesús. También queremos porfiarle nuestro amor. Somos débiles pero sabemos que el Señor con nosotros está. Nos deja su Espíritu, como nos aprestamos a celebrar en unos días. Hoy le hemos pedido al Señor que ya que ‘por la venida del Espíritu Santo nos has abierto las puertas de tu Reino, haz que la recepción de dones tan grandes nos mueva a dedicarnos con mayor empeño a tu servicio y a vivir con mayor plenitud las riquezas de nuestra fe’. Mayor empeño, mayor plenitud, para dedicarnos a las obras del amor, para vivir toda la inmensa riqueza de nuestra fe. El Espíritu nos ayuda, nos mueve, nos fortalece para ello. Pidamos intensamente que se derrame su Espíritu sobre nosotros.
jueves, 28 de mayo de 2009
No es que queramos estar con Cristo, es El quien quiere estar en nosotros
Hechos, 22, 30; 23, 6-11
Sal. 15
Jn. 17, 20-26
Sal. 15
Jn. 17, 20-26
Hace unos días escuchábamos a Pablo que nos decía que se dirigía ‘a Jerusalén, forzado por el Espíritu. No sé qué me espera allí, decía, sólo sé que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas’.
Hoy lo contemplamos en Jerusalén, ha habido un salto en la lectura continuada y han sucedido por medio muchas cosas. Está en la cárcel, como se le había anunciado, y el tribuno lo lleva al Consejo, probablemente sea el Sanedrín judío. Allí proclama valientemente su fe en la resurrección y en Jesucristo resucitado. Lo que provoca un gran alboroto entre fariseos y saduceos – estos niegan la resurrección – y el tribuno que ve en peligro la vida de Pablo –‘temía que hicieran pedazos a Pablo’ – lo saca de allí y lo lleva de nuevo al cuartel.
Pablo ha proclamado su fe en la resurrección y sobre todo en la resurrección de Jesús. Como nos enseñará en sus cartas, sobre todo en la carta a los Corintios, ‘si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra fe’. Todos resucitaremos con Cristo, porque todos estamos llamados a la vida y en Cristo resucitaremos a nueva vida. Es nuestra fe y la fe que nosotros también tenemos que proclamar.
Termina el texto de hoy hablándonos de una nueva visión que tiene Pablo donde el Señor le anuncia cómo tendrá que seguir dando testimonio del nombre de Jesús incluso en Roma. ‘La noche siguiente el Señor se le presentó y le dijo: ¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén, tienes que darlo en Roma’. Allí dará testimonio con su predicación y con su vida, puesto que allí sería martirizado.
Como ya hemos reflexionado, ¿dónde encuentra el apóstol la fuerza para dar ese testimonio con su palabra y con su vida? El Espíritu Santo es el que le conduce, le inspira y le da la fuerzas necesarias. Un pensamiento y una certeza que no nos ha de faltar a nosotros, sobre todo ahora que nos preparamos para Pentecostés, para ese testimonio que con nuestra palabra y nuestra vida hemos de dar también del nombre de Jesús, de nuestra fe.
Pero quisiera fijarme también en el texto del Evangelio con el que se termina en una tercera parte la oración sacerdotal de Jesús en la Última Cena. Pide una vez más Jesús que vivamos unidos y en comunión. Podríamos decir que este texto Jesús va abriéndonos su corazón y cuáles son sus sentimientos y deseos más hondos para nosotros.
Sabía bien El lo necesaria que era la unidad entre todos los que creemos en su nombre y por eso su insistente oración. ‘Para que todos sean uno, como Tú, Padre en mí y yo en Ti, que ellos lo sean en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado… yo en ellos y Tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que Tú me has enviado, y los has amado como me has amado a mí’.
Es tanto el amor con que nos ama que no hace otra cosa que trasmitirnos el amor del Padre, el amor que el ha tenido a El, ‘desde antes de la creación del mundo’. Qué así nos sintamos amados de Dios, amados por el Padre, con el mismo amor con que el Padre ama a Jesús. Además esa unidad, esa comunión entre nosotros y con Cristo es garantía del amor de Dios y es señal para el mundo de cuánto nos ama Dios. Contemplando ese amor y esa unidad, el mundo creerá.
No es ya que nosotros deseemos estar unidos a Jesús porque le amemos, sino más bien, es El quien quiere estar unidos a nosotros, estar en nosotros, que en nosotros esté ese amor de Dios. ‘Les he dado a conocer y les daré a conocer tu Nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, como yo estoy en ellos’. ¡Qué hermoso! Que esté en nosotros el amor de Dios; que Cristo esté en nosotros. Así quiere unirse a nosotros, estar con nosotros. Y para eso nos da la fuerza de su Espíritu.
Finalmente tengamos en cuenta lo que hemos pedido hoy en nuestra oración litúrgica. ‘Que tu Espíritu, Señor, nos penetre con su fuerza, para que nuestro pensar te sea grato y nuestro obrar concuerde con tu voluntad’. Nuestro pensamiento no puede ser otro que el pensamiento de Dios; nuestro actuar no puede ser de otra manera que conducido y con la fuerza del Espíritu. El nos inspira y nos guía, nos da fuerzas y lo es todo para nosotros.
miércoles, 27 de mayo de 2009
Congregados en un solo cuerpo por el Espíritu
Hechos, 20, 28-38
Sal.67
Jn. 17, 11-19
Sal.67
Jn. 17, 11-19
El texto de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece la segunda parte de la despedida de Pablo a los presbíteros de la Iglesia de Efeso que había llamado a Mileto, mientras el evangelio nos ofrece también la segunda parte, en este caso, de la oración sacerdotal de Jesús en la Última Cena.
Las palabras de Pablo, que son como una despedida y testamento, vienen a ser unas recomendaciones a aquellos presbíteros para que cuiden del rebaño a ellos confiado. ‘Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que El adquirió con la sangre de su Hijo’. Y les invita a estar vigilantes porque se puede meter la mala cizaña de la división y de los enfrentamientos en medio de la comunidad, así como falsas y erróneas doctrinas. ‘Se meterán entre vosotros lobos feroces que no tendrán piedad del rebaño. Incluso algunos de vosotros que deformarán la doctrina y arrastrarán a los discípulos’.
Una recomendación y un deseo de cuidar la unidad de la Iglesia, de la comunidad, de los creyentes. Lo mismo que Jesús pide en la oración sacerdotal. ‘Padre santo, guárdalos en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros…’ Una oración la de Jesús por la unidad de la Iglesia, de toda la Iglesia, de la comunidad, de cada uno de los cristianos que tienen que sentirse siempre en comunión con los hermanos. ¿Dónde está la fuerza para esa unidad? La fuerza la tenemos en el Espíritu del Señor, el Espíritu Santo, que El nos envía. Porque es el Espíritu el que nos congrega en la unidad.
Así lo expresamos en la liturgia. Esa es la petición que en este miércoles de la última semana de pascua hemos hecho al Señor en la Eucaristía. ‘Concede a tu Iglesia, congregada por el Espíritu Santo, dedicarse plenamente a tu servicio y vivir unida en el amor, según tu voluntad’.
Pero quisiera fijarme cómo se resalta esta petición en la Plegaria Eucarística. En toda Plegaria Eucarística hay dos epíklesis, dos invocaciones al Espíritu Santo. Una invocando al Espíritu Santo para que vengan sobre aquellos dones del pan y del vino para que sean el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Pero la otra invocación del Espíritu es pidiendo precisamente esa unidad de la Iglesia, de la comunidad que está participando del mismo Cuerpo y Sangre del Señor.
Así en la plegaria que más utilizamos, la segunda, se invoca ‘que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y de la sangre de Cristo’.
Y en la plegaria tercera, en dos ocasiones se invoca al Espíritu pidiendo esa unidad. Alabamos al Señor porque ‘por Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro, con la fuerza del Espíritu Santo, das vida y santificas todo y congregas a tu pueblo sin cesar…’ Luego se volverá a pedir ‘para que fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu’.
En la cuarta se dirá. ‘Concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos, en Cristo, víctima viva para tu alabanza’.
El Espíritu que nos congrega, que nos hace unos, que nos lleva a la unidad y a la comunión. Que venga sobre nosotros. Que arranque de nuestro corazón todo aquello que pueda romper esa unidad. El es el Espíritu del amor y de la paz, que desaparezcan de nuestro corazón el odio y el desamor. Que nos llenemos de su fuerza y de su gracia. Así lo queremos invocar con toda intensidad en este camino que nos conduce a Pentecostés, pero que tiene que ser el camino de la Iglesia de cada día.
martes, 26 de mayo de 2009
Ha llegado la hora… que te conozcan a Ti y a tu enviado Jesucristo
Hechos, 20, 17-27
Sal. 67
Jn. 17, 1-11
Sal. 67
Jn. 17, 1-11
‘Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que Tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a lo que le confiaste…’
He llegado la hora… Es el comienzo de la llamada oración sacerdotal de Jesús en la última cena. En el evangelio de Juan se repite esta expresión. Cuando María le pide a Jesús su intervención en la bodas de Caná ‘porque no tienen vino’, la respuesta de Jesús fue ‘aún no ha llegado mi hora…’ aunque al final realiza el signo.
Pero cuando se va acercando el momento de su pasión vuelve a aparecer la expresión. Fue ya después de la entrada de Jesús en Jerusalén. Hablaba Jesús a las gentes en el templo. Siente la inminencia de todo lo que va a suceder y casi como un adelanto de lo que sería su agonía en el Huerto de Getsemaní Jesús exclama: ‘Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre… Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre’.
Será cuando el evangelista Juan comience el relato de la Última Cena cuando de nuevo volverá a aparecer la expresión. ‘Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo…’ Es el comienzo de la pasión y de la entrega. Es la hora del amor. Es la hora en que Cristo será glorificado para que también se manifieste la gloria de Dios. La pasión de Cristo en la cruz es la hora de la gloria, aunque para el no creyente pudiera parecer un sin sentido.
Es la hora en que Cristo nos va a dar vida eterna. ‘…dé la vida eterna a los que Tú me diste…’ Y ¿en qué consiste esa vida eterna? ‘Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo’. El conocimiento de Dios Padre y nuestra fe en Jesús. ‘Yo les he comunicado las palabras que Tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de Ti, y han creído que Tú me has enviado’.
Es lo que Pablo predica y anuncia, como hemos escuchado en el texto de los Hechos de los Apóstoles. Pablo va ya de regreso a Jerusalén en su tercer viaje apostólico y desde Mileto llama a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso. Mileto está cercano al mar en la ruta que hace el barco que le lleva a Jerusalén y era más fácil que vinieran los presbíteros de Éfeso. Esto suena a despedida que escuchamos hoy y completaremos mañana.
Recuerda el apóstol su tarea y su esfuerzo en el que ha puesto toda su vida. ‘Sabéis que no he ahorrado medio alguno, que he predicado y enseñado en público y en privado, insistiendo a judíos y griegos a que se conviertan y crean en nuestro Señor Jesús’. Su preocupación es ‘completar mi carrera y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús, ser testigo del Evangelio que es la gracia de Dios’.
Ahora ‘forzado por el Espíritu va a Jerusalén’, presintiendo lo que le espera, ‘cárceles y luchas’. Pero Pablo se deja conducir por el Espíritu del Señor. Lo que nosotros tenemos que aprender. Es el Espíritu el que nos guía y nos santifica, el que nos habla en el corazón y nos señala los caminos del Señor, el que es nuestra fuerza para nuestras luchas y el fuego divino que nos llevará a ser testigos y dar testimonio de nuestra fe con toda valentía, el que nos hace creer en Jesús y convertirnos de verdad a El, el que nos inunda de vida divina y el que nos hace hijos de Dios.
En esta semana en que nos preparamos para la celebración de Pentecostés tengamos en cuenta lo que hemos pedido hoy en la oración litúrgica. Que el Espíritu Santo ‘haciendo morada en nosotros, nos convierta en templos de su gloria’. Recordemos cómo hemos sido ungidos en el Bautismo para hacernos morada de Dios y templos de su Espíritu.
lunes, 25 de mayo de 2009
El Espíritu que nos da fuerza para hacer su voluntad
Hechos, 19, 1-8
Sal. 67
Jn. 16, 29-33
Sal. 67
Jn. 16, 29-33
‘Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo’, fue la respuesta de los discípulos de Éfeso a la pregunta de Pablo ‘¿Recibisteis el Espíritu Santo al abrazar la fe?’
Pablo en su cuarto viaje apostólico atravesando Galacia y Frigia llega a Éfeso. Hay un grupo de discípulos, que sólo conocen el Bautismo de Juan. Como Apolo a quien hemos visto evangelizar por Priscila y Aquila. Ahora Pablo explica a estos discípulos que el bautismo de Juan era un bautismo de conversión como preparación a la llegada de Jesús. Les anuncia a Jesús, ellos creen y se bautizan; Pablo les impone las manos y ’bajó sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y profetizar’.
Quizá muchos cristianos hoy también tenga una respuesta parecida a la de aquellos discípulos de Éfeso. No conocen al Espíritu Santo. Para algunos quizá es una devoción más como la que se puede tener a cualquier santo que sea popular o ‘esté de moda’. Para un cristiano verdadero el Espíritu Santo no es una devoción más. Es la tercera persona de la Santísima Trinidad, y nosotros creemos en Dios, en el misterio de la Santísima Trinidad como esencial en nuestra fe. Tendríamos que tener un conocimiento mayor de la fe que profesamos, para que demos razón verdadera de nuestra fe y de nuestra esperanza.
Estamos en la última semana de Pascua que desemboca en la fiesta grande del Espíritu Santo, la solemnidad de Pentecostés con la que culminamos todo nuestro recorrido pascual desde la resurrección del Señor. Y nosotros tendríamos que estar esta semana como los apóstoles y discípulos que estaban reunidos en el Cenáculo con María, la Madre de Jesús, en la espera del cumplimiento de la promesa del Padre de la que nos habló Jesús.
La Palabra de Dios que hemos venido escuchando ya en estos últimos días nos ha ido haciendo el anuncio de la venida del Espíritu Santo, y así lo seguiremos escuchando durante toda esta semana para prepararnos debidamente a esta gran fiesta del Espíritu Santo que es Pentecostés, donde no sólo vamos a recordar la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, sino que vamos a vivirlo en nuestras vidas sintiendo cómo actúa en nosotros, cómo llena e inunda nuestra vida, cómo está presente en nosotros y en la vida de la Iglesia.
La oración litúrgica de cada día será una invocación al Espíritu Santo para así ir dejando sentir en nosotros su fuerza y su gracia. Hoy hemos pedido ‘que podamos cumplir fielmente su voluntad y demos testimonio de ti con nuestras obras’. Es el Espíritu divino el que nos ayuda a descubrir lo que es la voluntad de Dios, pero también el que nos fortalece para que podamos cumplirla. Es el que está en nosotros para fortalecernos en el testimonio que tenemos que dar en nuestra vida.
En el evangelio hemos seguido escuchando a Jesús en sus palabras con los discípulos en la ‘sobremesa’ de la Última Cena. Les anuncia hoy cómo se van a dispersar y dejarlo solo. ‘Está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo’. Una referencia a lo que pocos momentos después va a suceder. Con el prendimiento de Jesús en el Huerto todos lo abandonaron y huyeron.
Pero Jesús no se siente solo. ‘Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo’. Aunque en aquellos momentos difíciles en Getsemaní El clame: ‘Padre, que pase de mi este cáliz…’ Aunque en la cruz grite: ‘¡Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?’ El no se siente solo, en las manos del Padre pondrá su vida y esas serán las últimas palabras: ‘Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu’.
Y Jesús nos previene porque tendremos luchas y dificultades para cumplir su voluntad, para vivir nuestra vida cristiana, para dar nuestro testimonio. Pero nos dice que no temamos. ‘En el mundo tendréis luchas, pero tened valor: Yo he vencido al mundo’. Cuando va a comenzar a suceder lo que aparentemente a los ojos del mundo pudiera parecer una derrota, Jesús nos dice que es una victoria. ‘Yo he vencido al mundo’. Y para eso nos habla y nos lo cuenta todo. ‘Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mi’.
Pidamos, sí, que venga el Espíritu Santo y nos dé esa paz, nos de esa certeza de la victoria. Ayer decíamos que la victoria de Cristo cuando lo contemplábamos en su Ascensión, es nuestra victoria. Que El sea nuestra fuerza para cumplir su voluntad, para dar testimonio con nuestras obras, para llenarnos de su paz. Que venga su Espíritu sobre nosotros.
domingo, 24 de mayo de 2009
La ascensión de Jesús nuestra victoria y nuestro compromiso por el Reino
Hechos, 1, 1-11;
Sal. 46
Ef. 1, 17-23;
Mc. 16, 15-20
‘Jesús, el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos…’
No podemos menos que comenzar con estas palabras del prefacio, que resumen todo el sentido de esta fiesta de la Ascensión del Señor. Es el Señor, el Rey de la gloria, el vencedor del pecado y de la muerte, el Pontífice y Sacerdote eterno, el mediador entre Dios y los hombres, el que está sentado a la derecha del Padre, como confesamos en el Credo, el que ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Nos quedamos extasiados mirando al cielo, como los discípulos en el momento de la Ascensión – ‘¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?’, les dijeron los ángeles a los apóstoles en el monte de la Ascensión –, porque de alguna manera nosotros también queremos ascender, sentimos que su victoria es el principio de ‘nuestra victoria, y donde nos ha precedido El, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo’. Pero al mismo tiempo nos sentimos enviados porque el mensaje de la Ascensión también tenemos que llevarlo a los hombres nuestros hermanos.
Es lo que nos confía Jesús en el momento de su Ascensión. Se ha de cumplir primero en nosotros lo que era su promesa, para luego sentirnos enviados. ‘No os alejéis de Jerusalén, aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que os he hablado… vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo’. Y luego les dice, nos dice: ‘Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo… id al mundo entero y proclamad la Buena Nueva de la salvación, el Evangelio, a toda la creación…’
Tenemos antes que nada quedarnos como los discípulos en Jerusalén, en el Cenáculo, en la espera del cumplimiento de la promesa del Padre. Tenemos que dejarnos llenar de su Espíritu para poder sentirnos en verdad enviados e ir con su fuerza. Ese momento de Cenáculo, ese momento de oración que nos trasciende y nos abre a Dios es algo que necesitamos saber hacer. Porque no vamos a anunciarnos a nosotros mismos sino la salvación que Jesús nos da. ¡Qué importante es la oración en la vida del cristiano! ¡Qué importante que sepamos abrir nuestra vida y nuestro corazón para llenarnos de Dios, para llenarnos de su Espíritu!
Vendrá, sí, el Espíritu, si nos dejamos inundar por El y para eso hemos de ser corazón abierto, que nos levantará también a nosotros haciéndonos ascender en nuestra vida, porque nos dará una vida distinta. Vendrá el Espíritu que nos ungirá con su fuerza y su poder para llenarnos de la vida de Dios. Vendrá el Espíritu que nos asemejará a Jesús, nos configurará con El, nos hará una cosa con El para tener su misma vida y misión. Y la misión será llevar esa Buena Noticia de la salvación que nos levanta, que nos dignifica y nos hace grandes, que nos llena de vida y dará nueva vida al mundo, que nos transformará a nosotros y transformará también a los demás. ‘El que crea y se bautice se salvará…’, les dice Jesús.
Celebrar la fiesta de la Ascensión nos convierte en mensajeros de esperanza. Nos hace testigos en medio del mundo con nuestra vida en virtud de la fuerza del Espíritu del Señor que está en nosotros. Esperanza para nosotros de alcanzar esa salvación y esperanza para nuestro mundo tan necesitado de esperanza.
Cuando decimos que creemos en Jesús es que en él ponemos toda nuestra esperanza de salvación para nosotros y para nuestro mundo. Salvación que nos hace trascender para pensar en la vida eterna, pero salvación que vamos empezando a vivir ahora aquí cuando vamos llenando nuestro mundo de los valores del Reino de Dios.
Valores que tienen que resplandecer en nosotros: en nuestro amor, en nuestro deseo de bien y de verdad, en nuestro compromiso por los demás, en la alegría y en la paz que llevamos en nuestro corazón y con la que queremos contagiar a los que nos rodean. Somos testigos de esos valores y queremos que cada día resplandezcan un poco más en ese mundo que nos rodea tan lleno de desamor, de mentira y falsedad, tan insolidario muchas veces y tan egoísta, tan lleno de violencias de todo tipo y tan carente de justicia y de paz. Y ahí está nuestro compromiso. Sembrar esa buena semilla de los valores del Reino y saber avivar también cuanto de bueno haya en el corazón de los demás que son también semillas del Reino. Y para eso tenemos la fuerza del Espíritu de Jesús en nuestro corazón.
Por eso no nos quedamos parados simplemente mirando al cielo sino que recogemos el testigo que Cristo pone en nuestra manos para continuar su misión. Que se nos dé ‘el espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo… que se iluminen los ojos de nuestro corazón para comprender cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál es la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál es la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que creemos…’
Una esperanza viva tiene que surgir en nuestro corazón. Una esperanza viva y una esperanza comprometida porque tenemos que llevarla a los demás. Somos mensajeros del Reino. Somos testigos de una Salvación. Somos portadores de Evangelio, de Buena Noticia para los demás. Que lo seamos con nuestra palabra. Que lo seamos con nuestra vida. Que claramente anunciemos a Jesús como nuestro único Salvador a toda la creación.