jueves, 28 de mayo de 2009

No es que queramos estar con Cristo, es El quien quiere estar en nosotros

Hechos, 22, 30; 23, 6-11
Sal. 15
Jn. 17, 20-26


Hace unos días escuchábamos a Pablo que nos decía que se dirigía ‘a Jerusalén, forzado por el Espíritu. No sé qué me espera allí, decía, sólo sé que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas’.
Hoy lo contemplamos en Jerusalén, ha habido un salto en la lectura continuada y han sucedido por medio muchas cosas. Está en la cárcel, como se le había anunciado, y el tribuno lo lleva al Consejo, probablemente sea el Sanedrín judío. Allí proclama valientemente su fe en la resurrección y en Jesucristo resucitado. Lo que provoca un gran alboroto entre fariseos y saduceos – estos niegan la resurrección – y el tribuno que ve en peligro la vida de Pablo –‘temía que hicieran pedazos a Pablo’ – lo saca de allí y lo lleva de nuevo al cuartel.
Pablo ha proclamado su fe en la resurrección y sobre todo en la resurrección de Jesús. Como nos enseñará en sus cartas, sobre todo en la carta a los Corintios, ‘si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra fe’. Todos resucitaremos con Cristo, porque todos estamos llamados a la vida y en Cristo resucitaremos a nueva vida. Es nuestra fe y la fe que nosotros también tenemos que proclamar.
Termina el texto de hoy hablándonos de una nueva visión que tiene Pablo donde el Señor le anuncia cómo tendrá que seguir dando testimonio del nombre de Jesús incluso en Roma. ‘La noche siguiente el Señor se le presentó y le dijo: ¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén, tienes que darlo en Roma’. Allí dará testimonio con su predicación y con su vida, puesto que allí sería martirizado.
Como ya hemos reflexionado, ¿dónde encuentra el apóstol la fuerza para dar ese testimonio con su palabra y con su vida? El Espíritu Santo es el que le conduce, le inspira y le da la fuerzas necesarias. Un pensamiento y una certeza que no nos ha de faltar a nosotros, sobre todo ahora que nos preparamos para Pentecostés, para ese testimonio que con nuestra palabra y nuestra vida hemos de dar también del nombre de Jesús, de nuestra fe.
Pero quisiera fijarme también en el texto del Evangelio con el que se termina en una tercera parte la oración sacerdotal de Jesús en la Última Cena. Pide una vez más Jesús que vivamos unidos y en comunión. Podríamos decir que este texto Jesús va abriéndonos su corazón y cuáles son sus sentimientos y deseos más hondos para nosotros.
Sabía bien El lo necesaria que era la unidad entre todos los que creemos en su nombre y por eso su insistente oración. ‘Para que todos sean uno, como Tú, Padre en mí y yo en Ti, que ellos lo sean en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado… yo en ellos y Tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que Tú me has enviado, y los has amado como me has amado a mí’.
Es tanto el amor con que nos ama que no hace otra cosa que trasmitirnos el amor del Padre, el amor que el ha tenido a El, ‘desde antes de la creación del mundo’. Qué así nos sintamos amados de Dios, amados por el Padre, con el mismo amor con que el Padre ama a Jesús. Además esa unidad, esa comunión entre nosotros y con Cristo es garantía del amor de Dios y es señal para el mundo de cuánto nos ama Dios. Contemplando ese amor y esa unidad, el mundo creerá.
No es ya que nosotros deseemos estar unidos a Jesús porque le amemos, sino más bien, es El quien quiere estar unidos a nosotros, estar en nosotros, que en nosotros esté ese amor de Dios. ‘Les he dado a conocer y les daré a conocer tu Nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, como yo estoy en ellos’. ¡Qué hermoso! Que esté en nosotros el amor de Dios; que Cristo esté en nosotros. Así quiere unirse a nosotros, estar con nosotros. Y para eso nos da la fuerza de su Espíritu.
Finalmente tengamos en cuenta lo que hemos pedido hoy en nuestra oración litúrgica. ‘Que tu Espíritu, Señor, nos penetre con su fuerza, para que nuestro pensar te sea grato y nuestro obrar concuerde con tu voluntad’. Nuestro pensamiento no puede ser otro que el pensamiento de Dios; nuestro actuar no puede ser de otra manera que conducido y con la fuerza del Espíritu. El nos inspira y nos guía, nos da fuerzas y lo es todo para nosotros.

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