sábado, 7 de marzo de 2009

El amor cristiano: un amor sublime

Deut. 26, 16-19
Sal. 118
Mt. 5,43-48


La primera lectura del Deuteronomio – libro del Antiguo Testamento que forma parte del Pentateuco, los cinco libros de la ley - es un recordatorio de la Alianza. Un pacto o compromiso realizado de forma solemne al pie del Sinaí entre Dios y su pueblo; pacto que ahora Moisés le recuerda al pueblo. El libro del Deuteronomio recopila como en grandes discursos las recomendaciones que Moisés hace a su pueblo, algo así como si fuera su testamento antes de morir.
Dios promete hacerles un pueblo grande. ‘El te elevará por encima de todas las naciones… en gloria, renombre y esplendor…’ Será para Dios además un pueblo sacerdotal – nos recuerda lo que seremos nosotros a partir de la Nueva Alianza -, ‘serás un pueblo santo consagrado al Señor tu Dios.
Pero el pueblo tiene un compromiso. Reconocer al Señor como único Dios, al que tiene que escuchar y seguir, cumplimiento sus mandatos y preceptos. ‘Hoy te has comprometido a que El sea tu Dios, a ir por sus caminos, a observar sus leyes y preceptos y mandatos, y a escuchar su voz’.
Esa primera alianza tendrá su plenitud en Cristo, en su sangre derramada. Alianza nueva y eterna. Alianza definitiva, porque ya para siempre hemos sido rescatados, comprados a precio de sangre – como nos diría san Pedro en sus cartas -, la sangre de Cristo.
Por eso Cristo vendrá a dar plenitud a la ley del Señor, una plenitud en el amor. Cristo quiere hacer un hombre nuevo, el hombre nuevo que ha sido rescatado, pero que ha de tener un nuevo sentido y plenitud, la plenitud del amor.
Por eso ejemplo y modelo de ese amor es Dios mismo con todo el amor con que nos ama. Por eso nos dirá: ‘Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto’. Perfectos, nos dice. Y es que con Cristo no caben mediocridades, ni medias tintas. En Cristo todo ha de tender a la perfección y a la plenitud. Por eso siempre nuestro modelo será el amor de Dios.
Podíamos decir que, desde Jesús, el sentido de todo lo que hacemos tiene otra sublimidad. El que sigue a Jesús entonces se ha de diferenciar de los demás.
No es como todos los hacen, sino en la medida del amor de Dios. Sí, algunas veces, nos contentamos con hacer lo que todos hacen y tenemos entonces tendencia a la mediocridad, que es una pendiente muy resbaladiza que nos conduce al enfriamiento y al mal. El cristiano siempre aspira a lo más, lo más grande, lo más hermoso, lo más perfecto, porque siempre tendemos a Dios que es la plenitud. El amor cristiano, pues, tiene otra profundidad, otra plenitud, otros matices que lo hacen distinto. No es simplemente hacer lo que me sea fácil o como a mi me parezca, sino que siempre miramos al amor de Cristo. Todos pueden ser buenos y amar, pero el amor cristiano tiene unas características especiales que lo hacen distinto. ¡Cómo lo vivieron los primeros cristianos en tiempo de crisis y de persecuciones! Nunca faltó en su vida el motor del amor cristiano.
Por eso, como escuchamos hoy, Jesús nos pide amar incluso a los que nos aborrecen, nos tienen por enemigos o nos han hecho daño. Es la grandeza del amor cristiano. Es su sublimidad y su heroísmo. Contrapone Jesús lo que todos hacen - se ha convertido en poco menos que norma y costumbre -, con el estilo nuevo que nos enseña. ‘Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo…’ Hijos del Padre del cielo. Es nuestra dignidad nueva que nos hace tener un estilo nuevo y distinto. Y nos comenta lo bueno que es Dios que hace salir el sol o caer la lluvia para todos, sean malos o sean buenos, sean justos o sean pecadores.
En algo tenemos que diferenciarnos. No podemos hacer lo que hace cualquiera. Porque nosotros los cristianos tenemos más motivos para el amor cuando nos sentimos amados de Dios, aún siendo pecadores. Si lo hiciéramos así, como lo hacen los paganos o los que simplemente aman a los que los aman, ¿qué mérito tendremos?¿en que nos diferenciaremos desde nuestro nombre de cristianos?
Y esto es algo que sigue candente hoy como siempre. Algunas veces el mundo no nos entiende. Pero eso no nos ha de importar, sino que el testimonio hemos de darlo claro y nuestro amor tiene que llegar siempre a esa sublimidad que tiene el amor cristiano.

Autenticidad, conversion, amor...

Ez. 12, 21-28
Sal. 129
Mt. 5, 20-26

El Señor nos pide rectitud y autenticidad, conversión y amor. No nos valen las apariencias ni las simulaciones. En cada momento hemos de saber comportarnos con dignidad y santidad.
Pero conocemos nuestra condición limitada, finita, caduca y surge el pecado en nuestra vida, nuestra ofensa a los demás, nuestra falta de amor, nuestra ruptura con Dios cuando nos apartamos del buen camino. Como no podemos presentarnos ante Dios si no es con autenticidad de vida para que nuestra ofrenda sea agradable al Señor, necesitamos la reconciliación con los hermanos y por otra la conversión de nuestro corazón al Señor.
Nos habla de ello Jesús en el evangelio y nos habla el profeta Ezequiel.
Frente a nuestro desamor y a nuestras rupturas no nos queda otra cosa que la reconciliación. ‘Si cuando vas a poner tu ofrenda en sobre el altar, te acuerda allí mismo de que tu hermano tienes quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda’.
Frente a la ruptura con el Señor a causa de nuestro pecado no nos queda sino la conversión y el camino de vuelta hacia el Padre. ‘Si el malvado se convierte de los pecados cometidos… de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida… ciertamente vivirá y no morirá…’
Grande puede ser nuestro pecado, pero el amor de Dios por nosotros es mayor aún, es un amor infinito, es el amor de quien da la vida por nosotros. Si así es el amor de Dios no nos queda sino caminar por el camino recto, y no volvernos a apartar de la senda de sus mandatos; convertirnos al Señor que no recordará ya los delitos cometidos. ‘Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?’ Pero el Señor porque ama, perdona y cuando nos perdona olvida para siempre nuestros pecados.
Estamos escuchando día a día en este camino de cuaresma la invitación repetida que nos hace el Señor a la conversión. Para que le demos la vuelta a nuestra vida. Para que la llenemos de amor. Pero un amor que tiene que hacer entrega y delicadeza cada día con aquellos que están a nuestro lado.
Nos es fácil decir que amamos a todo el mundo, mientras pensamos quizá en los que está lejos y no nos hacen difícil la convivencia de cada día. Nos costará más, pero en eso tenemos que empeñarnos para vivir un amor concreto, en ser delicados en nuestros gestos y palabras con los que están a nuestro lado. Son aquellos a los que quizá hacemos sufrir con nuestras impertinencias y caprichos y a los que nos cuesta quizá más aceptar porque conocemos sus limitaciones. De ello nos ha hablado Jesús en el evangelio hoy. Ya no es sólo no matar, sino no estar peleado o no pronunciar palabras hirientes hacia esos que están a nuestro lado.
Por eso nos decía Jesús ‘si no sois mejores que los letrados y fariseos no entraréis en el reino de los cielos’. Como decíamos al principio no nos podemos quedar en apariencias y simulaciones, sino que tenemos que darle autenticidad y rectitud a nuestra vida, llenarla de delicadeza y amor, tener generosidad en el corazón para el compartir, pero también para la compasión y el perdón. Como generoso es Dios con nosotros que está siempre dispuesto a perdonarnos.
‘Del Señor viene la misericordia y la redención copiosa: y el redimirá a Israel de todos sus delitos’, hemos rezado en el salmo.

jueves, 5 de marzo de 2009

Cuanto te invoqué, me escuchaste, Señor

Esther, 14, 11.3-5.12-14

Sal. Sal. 137

Mt. 7, 7-12

Jesús nos inspira confianza, nos da seguridad y nos hace sentir la fortaleza de la gracia del Señor cuando nos enseña a orar. Es lo que contemplamos hoy en las palabras de Jesús en el Evangelio pero es lo que nos manifiesta El mismo con su vida y su presencia en medio de nosotros. ¿Qué padre le da a un hijo una piedra cuando le pide pan? ‘Pues si vosotros que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden?’ Nuestro Padre del cielo nos dará cosas buenas cuando acudimos a El.

Hoy nos ha dicho: ‘Pedid y se os dará; buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre’. Son claras las palabras de Jesús. Esa es nuestra confianza y nuestra seguridad.

Pero quizá podemos preguntarnos, ¿cómo es ese actuar de Dios, esa respuesta a nuestra súplica y oración?

Creo que la oración de la reina Esther nos enseña muchas cosas en este sentido. Con el Señor de nuestra parte siempre nos sentimos seguros. ‘Señor mío, único rey nuestro, - comienza la oración Esther – protégeme, que estoy sola y no tengo otro defensor que tú’. Pero es que no nos sentimos nunca solos. Tendría que faltarnos la fe. En esos pasos del camino de nuestra vida siempre podremos ver la presencia del Señor a nuestro lado.

Humildemente reconoce Esther que somos pecadores, y que nada merecemos, sino el castigo por nuestros pecados. Pero cuánto podemos decir nosotros los cristianos que sabemos cómo Cristo ha derramado su sangre por nosotros; murió por nosotros, aun siendo nosotros pecadores. Por eso, una actitud de humildad, pero de confianza certera en la misericordia del Señor. Como hacemos cada vez que celebramos la Eucaristía y nos ponemos en la presencia del Señor.

‘Muéstrate propicio en la tribulación, dame valor, Señor’, continúa suplicando. Muéstrate propicio, vuelve tu rostro sobre nosotros. Y esa mirada de Dios hacia nosotros será siempre una mirada de misericordia. Será una mirada de presencia de Dios a nuestro lado. No nos faltarán las tribulaciones, los problemas, las dificultades, las tentaciones. Pero Dios estará siempre de nuestra lado.

‘Pon en mi boca un discurso acertado cuando tenga que hablar al león’, le suplica. Nosotros somos los que tenemos que actuar, porque la oración no nos va a resolver las cosas de forma automática, como si fuera una varita mágica. Pero Dios pone palabras en nuestra boca, fortaleza en el corazón, inspiración de lo bueno en nuestro actuar, para luchar contra el maligno que nos tienta, para superar la dificultad, para hacer siempre el bien.

Es lo que tenemos que pedir. Que no nos falte esa gracia que nos fortalece y esa inspiración del Señor. Porque las cosas no se resuelven milagrosamente sino que Dios actúa en nosotros y a través de nosotros. El Señor nos acompaña y está a nuestro lado, cambia las actitudes del corazón y nos ayudará para que encontremos siempre el camino mejor.

Podemos pensar en muchas situaciones de nuestra vida. Quizá un problema que tenemos con alguien y quizá lo primero que se nos ocurre es pedir al Señor para que aquella persona cambie y se solucionen los problemas. Pero quizá lo que el Señor nos hará es mover nuestro corazón para que cambiemos de actitud hacia aquella persona y entonces veremos como si vamos a encontrar esa solución y esa paz que necesitamos.

O miramos el mundo que nos rodea y contemplamos todos los problemas del mundo de hoy: pobreza, hambre, guerras, injusticias, maldad, falta de paz, corrupción de todo tipo como nos están hablando continuamente las noticias. Y pedimos al Señor para que el mundo sea mejor, para que no haya hambre, para que tengamos paz, para que se acabe tanta maldad…¿Cómo se van a resolver todas esas cosas? ¿La varita mágica que antes decíamos?

Seguro que el Señor nos va a inspirar allá en lo hondo del corazón el que cada uno pongamos nuestro granito de arena para la solución de esos problemas. En ese cambio del corazón que el Señor nos inspira está esa acción de Dios que va a actuar a través nuestro haciendo que cada día el mundo sea mejor. Es la respuesta del Señor a nuestra oración.

Como decíamos en el salmo ‘cuando te invoqué, me escuchaste, Señor, acreciste el valor en mi alma’.

miércoles, 4 de marzo de 2009

No se les dará más signo que el de Jonás

Jonás, 3, 1-10

Sal. 50

Lc. 11, 29-32

Los hechos, los acontecimientos, las cosas que se nos dicen o se nos narran en la Escritura Santa, la Biblia, sea del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento, son para nosotros siempre ejemplo y estímulo para nuestra vida, para nuestra fe. Los llamamos historia de salvación porque es la historia del actuar salvífico de Dios para con su pueblo, que es historia de ese actuar de amor de Dios en nuestra vida.

Jesús mismo vemos que utiliza hoy, en el texto proclamado en el evangelio, los hechos del Antiguo Testamento como un estímulo y un aliciente para el pueblo que le rodeaba. Los judíos son insaciables; están contemplando la obra, el actuar, la vida de Jesús, con sus enseñanzas y milagros, y aún siguen pidiendo más signos, más señales que les lleven a creer en Jesús.

Jesús les dice que ‘no se les dará más signo que el de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del Hombre para esta generación…’

Y hace referencia Jesús a Jonás y a los habitantes de Nínive con su conversión, como también a la Reina del Sur que vino a conocer a Salomón famoso por su sabiduría. ‘Y aquí hay uno que es mayor que Salomón’, les dice. Por eso concluye Jesús. ‘Cuando sea juzgada esta generación, los hombres de Nínive se alzarán y harán que los condenen; porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás’.

Está haciendo referencia a lo que hemos escuchado en la primera lectura de hoy. Jonás que había sido enviado a Nínive a predicar la conversión, y que como sabemos se resistió y quiso embarcarse en dirección contraria, al final tras una serie de señales que vio él en lo que le sucedió, fue a Nínive, a la gran ciudad, a predicar el mensaje que le había dado el Señor. Y ya hemos escuchado cómo fue la respuesta de aquel pueblo. Hicieron penitencia y se convirtieron al Señor.

Todos estos hechos sucedieron y se nos narran en imagen de lo que somos nosotros o de lo que nosotros hemos de hacer. Por eso lo que en el fondo estamos preguntándonos ya es cómo respondemos nosotros a la invitación y llamada a la conversión que el Señor nos hace.

Cuando llegue la hora del juicio, ¿habrá también quien se levante contra nosotros y nos condene porque nosotros teniendo la gracia de Dios a nuestra mano sin embargo no respondemos o acaso la rechazamos?

Estamos haciendo este camino de Cuaresma y la Palabra del Señor está resonando en nuestros oídos y en nuestro corazón cada día. Pidámosle al Señor que conceda la fuerza y la luz de su Espíritu para que nuestro corazón se sienta compungido ante la Palabra que cada día se nos proclama y escuchamos. ‘Ahora es el tiempo de gracia, el tiempo favorable, el tiempo de la salvación’, hemos escuchado desde el primer día de la Cuaresma. Que no caiga en saco roto esa gracia salvadora del Señor.

‘Mira complacido a tu pueblo, Señor, que desea entregarse a una vida santa’, pedíamos en la oración litúrgica. Que logremos sentirnos ‘transformados interiormente mediante el fruto de las buenas obras’. Ha sido nuestra oración, ha de ser nuestro compromiso, es la tarea que tenemos que emprender y llevar a término para vivir con toda intensidad la Pascua del Señor.

martes, 3 de marzo de 2009

Oración: diálogo de amor

Is. 55, 10-11

Sal. 33

Mt. 6, 7-15

Dos aspectos de la oración se nos señalan hoy en la Palabra de Dios proclamada, que como nos enseñan los santos es un diálogo de amor.

En un diálogo no es sólo uno el que habla. Es intercambio. Un diálogo tiene que tener siempre mucho de escucha. ¿No hemos visto algunas veces a personas que están hablando pero que no se escuchan, hablan los dos al mismo tiempo y pareciera que en la conversación cada uno se va por su lado con sus cosas, sus pensamientos o lo que quiere decir? Es un diálogo de sordos, decimos.

Sordos somos algunas veces en nuestra oración porque llegamos a rezar y empezamos a recitar oraciones y oraciones porque decimos que tenemos que pedirle tantas cosas al Señor, que nunca nos detenemos a escucharle y a saborear su presencia.

Llegamos, por ejemplo, a la Iglesia – al templo – y sin más empezamos a rezar oraciones sin habernos detenido antes para hacer un acto de fe en la presencia de Dios, saborear su amor que quiere llenar nuestro corazón y comenzar por adorarle y alabarle y darle gracias. Lo normal es que lo primero que hacen dos que se encuentran es un saludo. Ese saludo sería nuestro acto de fe y de alabanza, por ejemplo, al sentirnos en la presencia del Señor.

Pero es que además hemos de saber hacer silencio en nuestro corazón; venimos con los sentidos llenos de ruidos, de imágenes, de agobios, y nos es necesario detenernos para hacer silencio, para pensar en lo que vamos a hacer y hacerlo bien, hacer desierto, sentir paz y escuchar su voz que quiere hablarnos en lo hondo del corazón. Con todos esos ruidos que traemos no sólo en los oídos sino en el corazón no lo podremos escuchar. Por eso hemos de prepararnos para poder empezar a hacer nuestra oración. Y no lo hacemos la mayoría de las veces.

Diálogo de amor donde no sólo le digamos cosas a Dios con la lista de cosas que siempre traemos preparada, sino donde sobre todo sepamos escucharle en lo hondo de nuestro corazón.

Es el silencio de la tierra que se abre a la lluvia empapadora que la hará fecunda y que hará posible que germine la semilla sembrada en ella, broten las nuevas plantas que den fruto al ciento por uno. Es lo que hemos escuchado al profeta. ‘Como bajan la lluvia y la nieve… para empapar la tierra, fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca…’ Es la Palabra del Señor que tenemos que escuchar en nuestro corazón; Palabra que ilumina y que da vida; Palabra que hará fecunda nuestra vida porque nos llevará a dar frutos de vida y santidad.

Y en el evangelio vemos a Jesús que nos enseña a orar, como nos dice, ‘no uséis muchas palabras como los paganos, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso…’

Jesús nos da la pauta, la línea por donde ha de ir la verdadera oración. No para repetir palabras rutinariamente - ¡con qué facilidad caemos en la rutina y repetimos y repetimos sin decir nada al fin en el fondo del corazón! -, sino para enseñarnos cómo tenemos que ir a lo fundamental. Y lo fundamental es la búsqueda de Dios y de su Reino, que, como nos dice en otro lugar del evangelio, ‘lo demás se nos dará por añadidura’. Buscamos a Dios, sentimos a Dios, nos gozamos en su amor, deseamos en verdad que todo sea siempre para su alabanza.

Santificar el nombre del Señor. Y para santificar el nombre del Señor tenemos que ser santos. Por eso buscamos vivir su reina, se haga realidad en nosotros haciendo su voluntad, alejándonos del mal. No es la petición de cosas materiales lo que ocupa un lugar principal en esa oración que Jesús nos enseñó. Es la búsqueda de Dios y su reino lo fundamental.

Oramos porque le hablamos a Dios, pero oramos porque escuchamos a Dios. Diálogo de amor, decíamos al principio. Es su Palabra que escuchamos y es la oración que elevamos desde nuestro corazón.

lunes, 2 de marzo de 2009

Hazte amor para los demás y Jesús te reconocerá

Lev. 19, 1-2.11-16

Sal. 94

Mt. 25, 31-45

¿Qué pensaría ustedes de un estudiante que por el medio que fuera pudiera conocer de antemano la pregunta clave que el profesor va a poner en el examen pero que no se preparara ni estudiara y llegado el examen no supiera responderla y suspendiera? Creo que no hacen falta comentarios

pero algo así nos pasa a nosotros los cristianos. San Juan de la Cruz he recogido en una hermosa frase, que seguramente todos conoceremos, y que compendia y resumen lo que el Señor quiere decirnos hoy en el Evangelio. ‘En el atardecer de la vida seremos examinados de amor’.

Esa es la pregunta esencial que Jesús nos hará cuando nos presentemos ante El para el juicio final. No nos preguntará por las grandes obras que hayamos hecho y que puedan hacer memorable nuestro nombre sobre toda la tierra, sino que nos preguntará por nuestro amor. Es lo que nos enseña Jesús hoy en el Evangelio. Jesús nos reconocerá si nosotros lo hemos reconocido a El en el amor que le tengamos a los demás. ‘Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis… porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era forastero y me hospedasteis…’

Hay un canto que hemos utilizado muchas veces en nuestras celebraciones que nos viene a decir lo mismo. ‘Con vosotros está y no le conocéis, con vosotros está… su nombre es el Señor… y pasa hambre… y tiene sed…’ pero como dice el canto quizá teníamos prisa por llegar temprano al templo y no fuimos capaces de reconocerlo. Como el sacerdote y el levita de la parábola del Samaritano. ‘Dieron un rodeo y pasaron de largo…’

Y El está a la vera del camino y nos tiende la mano, y espera una mirada o una sonrisa, que nos detengamos a saludarle o a escucharle, que levantemos su esperanza y creemos ilusión en su corazón… Cuántas cosas sencillas podemos hacer cada día con el hermano con el que nos encontramos.

Leí hace unos días en una revista que una persona había comenzado una campaña, que quizá alguien podría llamar quijotesca, para que la gente se salude por la calle aunque solo fuera con un hola o unos buenos días. Dicha persona contaba que caminaba por las calles de la gran ciudad e iba saludando a todo el mundo, pero la mayoría de la gente iban tan abstraída en sus cosas o sus preocupaciones que ni se enteraban del saludo, mientras otras miraban con cara de extrañeza al que les saludaba porque no lo conocían de nada, mientras algunos, unos pocos, respondían con una sonrisa.

Vamos abstraídos por la vida, demasiado absortos en nuestras cosas que no vemos al prójimo que pasa a nuestro lado y que no nos pediría quizá sino una mirada o una sonrisa.

El libro del levítico hoy nos ha dicho: ‘Seréis santos porque yo el Señor, vuestro Dios, soy santo’. Santos porque Dios es Santo. Santo imitando a Dios y queriendo copiar en nosotros su santidad. Pero quiero unir a este texto lo que san Juan nos dice en su primera carta cuando nos define a Dios: ‘Dios es Amor’. Concluyo, seremos santos si nos parecemos a Dios que es Amor. Seremos santos cuando como Dios nos hagamos amor.

Hazte amor para los demás y Jesús te reconocerá.

domingo, 1 de marzo de 2009

Dejémonos sorprender por la Buena Noticia de Salvación


Domingo I de Cuaresma

Gén. 9, 8-15; Sal. 24; 1Ped. 3, 18-22; Mc. 1, 12-15

Que ‘celebrando con sinceridad el misterio de esta Pascua, podremos pasar a la Pascua que no acaba’. Así vamos a expresar enel prefacio de este primer domingo de Cuaresma el sentido del camino que hemos inaugurado. Y éste es nuestro deseo, como hemos pedido en la oración litúrgica: ‘avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud’.

Para esto hemos iniciado el camino cuaresmal que nos conduce a la Pascua. Queremos llegar a celebrar con toda intensidad el Misterio Pascual, como decíamos para poder pasar un día ‘a la Pascua que no se acaba’, y ahora queremos aprovechar este tiempo de gracia y el salvación que Dios nos ofrece en su Iglesia en esta Cuaresma. Es el hoy de la salvación de Dios en nuestra vida. Un hoy irrepetible que no podemos desaprovechar.

Un camino a la imagen de aquel desierto que el pueblo de Israel atravesó desde su primera pascua hasta la llegada a la tierra prometida; un camino de desierto como contemplamos a Jesús en el evangelio en el comienzo de su vida pública.

Desierto, como imagen de la tentación a la que nos vemos sometidos, pero también de la purificación que nos lleva al hombre nuevo en Cristo. Desierto que tiene que ser señal para nosotros de esa proximidad de Dios a nuestra vida, cuando en el silencio de nuestro corazón le escuchemos para descubrir su voluntad. Desierto como interiorización dentro de nosotros mismos para intentar conformar cada vez más y mejor nuestra vida con lo que es la voluntad del Señor. Un desierto al que somos conducidos por el Espíritu, como lo fue Jesús, si nosotros en verdad nos dejamos hacer y guiar por la gracia de Dios que nos transforma.

Hoy el evangelio nos habla de las tentaciones a las que Jesús se sometió en el monte de la cuarentena, aunque el evangelista Marcos, que escuchamos en este ciclo, no nos especifica detalladamente cuáles fueran esas tentaciones. Como proclamamos en el prefacio Jesús ‘al rechazar las tentaciones del enemigo nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado…’

Nos puede servir para nuestro examen y reflexión lo que nos dice el evangelista a continuación. ‘Jesús marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios; convertíos y creed en el Evangelio’. Nos habla de proclamación del Evangelio de Dios y de conversión. Y une la conversión a que creamos en el Evangelio, porque el Reino de Dios está cerca.

Evangelio, Buena Noticia de Salvación, conversión al Reino de Dios, fe. Son las actitudes profundas que hemos de poner en nuestro corazón que luego se van a reflejar en los actos de nuestra vida de cada día. Es importante, pues, abrir los oídos de nuestro corazón y nuestra vida para escuchar esta Buena Noticia.

Una posible tentación que podemos sufrir: no escuchar ya el Evangelio como una Buena Noticia de Dios que hoy, aquí y ahora llega a nuestra vida; que nos acostumbremos tanto al evangelio que ya no nos sorprendamos ante su anuncio y llegue a no decirnos nada. Eso ya me lo sé, lo he escuchado tantas veces, pensamos en tantas ocasiones. Una actitud negativa, podríamos decir, ante la Palabra de salvación que se nos proclama. Y así ya no hará mella en nosotros, porque no nos dirá nada, o mejor, porque nosotros no queramos escuchar nada, porque no nos queremos dejar sorprender por el Evangelio.

El Reino de Dios está cerca. Creer en esa Buena Noticia. Pero ¿creemos en ese Reino de Dios, deseamos ese Reino de Dios? ¿Qué es el Reino de Dios? ¿Qué es sentir que Dios reina en nuestra vida, en nuestro mundo, en nuestra sociedad? Queremos ser muchas veces los únicos dioses de nosotros mismos o nos llenamos de dioses, de ídolos en las cosas en las que ponemos nuestra confianza porque sin ellas nos parece que no podemos vivir. Sustituimos a Dios por nuestro yo o por nuestras cosas y apegos.

Por eso, conversión. Tenemos que dar la vuelta a nuestros esquemas, a nuestra manera de entender las cosas y quizá a eso no estamos dispuestos, sino que muchas veces queremos hacernos nuestros arreglos. ¿Es o no es Dios el único Señor de nuestra vida?

Nos encontramos tan bien como estamos que ya nos creemos que no tenemos que cambiar nada. Y nos hacemos oídos sordos. El reconocimiento de que hay cosas que tenemos que cambiar quizá nos humilla porque en nuestro orgullo nos creemos tan seguros de nosotros mismos y de lo que hacemos. ¿Qué es lo que voy a cambiar si yo soy una persona buena…? Si lo que hago yo no se diferencia de lo que hace todo el mundo… Se nos ciegan los ojos y los oídos de la fe.

Tentaciones que nos cierran a la aceptación del Reino de Dios, a la verdadera fe. Necesitamos ir al desierto y dejarnos conducir por el Espíritu del Señor. Escuchemos la invitación a la conversión y a la fe. Dejémonos sorprender por esa Buena Noticia de Salvación que se nos proclama al anunciarnos el Reino de Dios. Estaremos, entonces, caminando hacia la Pascua del Señor.