sábado, 7 de febrero de 2009

Eran tantos los que iban y venían...

Hebreos, 13, 15-17.20-21

Sal. 22

Mc. 6, 30-34

‘Mis ovejas escuchan mi voz, dice el Señor, yo las conozco y ellas me siguen’. Así hemos proclamado en la aclamación del Aleluya antes del Evangelio, casi como una continuación del sentido del salmo responsorial donde hemos proclamado: ‘El Señor es mi pastor’.

El texto del evangelio hoy proclamado viene a hacernos un retrato de corazón compasivo y misericordioso de Cristo. Corazón lleno de amor y acogedor de cuantos acuden a El.

Hemos visto como las gentes se le adelantan por tierra cuando el con los discípulos ha tomado la barca para irse a la otra orilla a un sitio tranquilo. ‘Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las ladeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar; Jesús vio una multitud y les dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor’. Y allí está el corazón de Cristo compasivo y misericordioso, siempre acogedor y lleno de amor para cuánto se acercan a El. ‘Y se puso a enseñarles con calma’, dice el evangelio.

Pero es que los primeros versículos de este pasaje también tienen ese sentido. Jesús había enviado a los discípulos a predicar. Lo escuchamos hace unos días en la proclamación del evangelio. Y ahora al regreso ‘volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado’. Le cuentan a Jesús el cumplimiento de la misión que le habían encomendado. Pero Jesús quiere llevárselos con El a un sitio tranquilo. ‘Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar’.

Jesús que acoge, que escucha, que regala con su presencia. ¡Qué hermoso! Tenemos que aprender a ir a El como iban aquellos discípulos. Necesitamos encontrarnos así con El. Encontrar ese sitio tranquilo, ese momento de silencio y soledad con El. No sólo para llevarle el listado de nuestras peticiones como solemos hacerlo. No sólo para decir o recitar oraciones aprendidas de memoria, sino para estar con El, hablar con El, ponernos ante El con nuestra vida. Podemos muchas veces recitar oraciones, pero no estar realmente poniendo todo nuestro corazón en El.

Y ponernos ante El con nuestra vida no es sólo ir a confrontar si marcha o no marcha bien nuestra vida, reconocer errores y hacer propósitos, que también tendrá su tiempo. Sino para desahogar en El nuestro corazón, con nuestras alegrías y nuestras pena, con todo lo que es nuestra vida. Como los apóstoles que seguro que le contaban a Jesús hasta las anécdotas de lo que les había pasado en el cumplimiento de aquella misión.

Irnos a solas con Jesús. Dice el evangelio que Jesús se los llevó a aquel lugar tranquilo, porque ‘eran tantos los que iban y venían y no encontraban tiempo ni para comer’. Nos sucede a nosotros con los ajetreos de nuestra vida cotidiana. Y no encontramos tiempo para estar con Jesús. Pues, tenemos que aprender a sabernos ir con El a esa soledad de nuestra oración. ¡Qué oración más hermosa podemos hacer!

Como nos decía el salmo ‘El Señor es mi pastor… me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas… porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan… habitaré en la casa del Señor por años sin término…’ ¡Qué imagen de placidez la verde pradera con las ovejas sesteando vigiladas de cerca por su pastor. Así Cristo con nosotros. Que nos gocemos de su presencia amorosa. Que nos acurruquemos junto a su corazón lleno de amor. El nos da el calor de su amor y de su gracia, escucha nuestras súplicas o nuestra oración, nos consuela en nuestras penas o comparte la alegría de nuestros caminos.

viernes, 6 de febrero de 2009

Mantener con vigor, hasta la muerte, la fe que profesamos

Hebreos, 13, 1-8

Sal.26

Mc. 6, 14-29

‘Dichosos los que con corazón noble y generoso guardan la Palabra de Dios y dan fruto perseverante’. Ha sido la aclamación al Evangelio que nos propone la liturgia en este día.

Corazón noble y generoso. Guardar la Palabra de Dios, plantarla en nuestro corazón, llevarla a la vida hasta hacerla dar fruto. ‘Os he elegido para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure’, nos dice Jesús en el evangelio. Dar fruto perseverante. Perseverante incluso hasta la muerte. Hoy hemos pedido en la oración litúrgica de la memoria de san Pablo Miki y compañeros mártires ‘mantener con vigor, hasta la muerte, la fe que profesamos’.

Es el testimonio de estos mártires, pero ha sido el testimonio que nos ofrece el evangelio con el martirio de Juan Bautista.

La fama de Jesús se ha ido extendiendo por todas partes, como hemos venido escuchando, y llegó a oídos de Herodes. Pero llegaban distintas versiones de quién era Jesús, tal como era la sensación que tenía la gente cuando contemplaba sus obras o escuchaba sus palabras. Es la misma respuesta que dieron los apóstoles a Jesús cuando allá en las cercanías de Cesarea de Filipos Jesús pregunta: ‘¿Quién dice al gente que es el Hijo del Hombre?’ La respuesta parece calcada con lo que ahora cuentan a Herodes.

‘Unos decían: Juan Bautista ha resucitado y por eso el poder con que actúa. Otros decían: Es Elías. Otros: Es un profeta como los antiguos. Herodes, al oírlo, decía: Es Juan, a quien yo mandé decapitar, que ha resucitado’.

Y el evangelista explica. Juan estaba en la cárcel encadenado por orden de Herodes. Juan, el profeta que había venido a preparar los caminos del Señor y que señalaba a todos las cosas que había que cambiar para realizar la verdadera conversión, que fuera camino preparado para la venida del Mesías, ‘le decía a Herodes que no le era lícito tener la mujer de su hermano. Y Herodías aborrecía a Juan y quería quitarlo de en medio’.

Pero el contraste está en que ‘Herodes respetaba a Juan… lo escuchaba con gusto… sabiendo que era un hombre honrado y santo’. Esa era la contradicción porque a pesar de eso lo mantenía en la cárcel y vemos hasta donde llegaría. Nos es fácil juzgar las acciones de Herodes sin tener la valentía de mirarnos a nosotros mismos. Cuántas veces hacemos lo contrario de lo que pensamos. Cuántas veces nos dejamos arrastrar por el mal sabiendo lo que es bueno. Como decía san Pablo ‘hago lo malo que no quiero hacer y no hago lo bueno que debería hacer’. Son las contradicciones que todos tenemos en la vida.

Nos dejamos arrastrar por la tentación y la pasión y nos cegamos. Muchos ejemplos tenemos en nuestra vida concreta de cada día. Nos domina la ira y la violencia y sé que no debía de tratar así a aquella persona, que lo que está diciendo es verdad, pero la pasión nos ciega, el orgullo nos domina, no damos nuestra brazo a torces, y surgen de nosotros palabras y actitudes fuertes e hirientes. Podríamos poner más ejemplos de lo que sucede en nuestras vidas, pero creo que somos conscientes.

Este texto del martirio de Juan Bautista lo hemos meditado muchas veces y hecho muchos comentarios. Bueno es fijarnos en detalles como el que estamos comentando que viene a ser un buen mensaje para nuestra vida de cada día. Seamos consecuentes con lo que pensamos, lo que son nuestras ideas y nuestros principios y no nos dejemos arrastrar por la tentación, por el orgullo. Cuidemos lo que vamos a decir antes de hablarlo o lo que vamos a prometer. Que no nos pueda luego respeto humano, como le sucedió a Herodes.

Las tentaciones a las que nos podemos ver sometidos son fuertes, pero tenemos con nosotros la gracia y la presencia de Señor. ‘Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla; si me declaran la guerra, me siento tranquilo… el Señor es la defensa de mi vida ¿quién me hará temblar? ¿a quién temeré?’ O como nos recordaba la carta a los Hebreos: ‘El Señor es mi auxilio: nada temo, ¿qué podrá hacerme el hombre?’

Perseverantes hasta el final, hasta la muerte si fuera necesario. Tenemos el testimonio del Bautista que por el anuncio de la verdad, por la denuncia del mal, llegó a ser decapitado por Herodes. Tenemos el testimonio de los mártires. Cuántos testigos que nos impelen a que nosotros también sepamos ser testigos de Cristo en medio del mundo.

jueves, 5 de febrero de 2009

¿El Dios del temor o el Dios del amor?

Hebreos, 12, 18-19.21-24

Sal. 47

Mc. 6, 7-15

¿Cómo es el Dios en quien creemos? ¿Es el Dios del temor o el Dios del amor?

No dejamos de sentirnos sobrecogidos por la inmensidad del Dios infinito en quien creemos. Admiramos su grandeza y su poder; es el Dios Todopoderoso y Creador y cuando contemplamos la inmensidad del universo casi infinito salido de sus manos no podemos menos que sentirnos pequeños ante tanta inmensidad. Cuando uno tiene la oportunidad de poder contemplar las maravillas del universo – ahora es muy fácil tenemos muchos medios a nuestro alcance – el creyente no puede menos que pensar en el Autor de tanta maravilla, no tiene mas remedio que pensar en el Dios Creador que todo lo hizo. Admiramos su perfección infinita y su Santidad, porque en El está la mayor plenitud de vida que se pueda alcanzar, más allá de todo lo que pueda ser imaginable por el hombre salido de sus manos.

Ante el Dios infinito, todopoderoso y creador, y ante la santidad infinita de Dios no dejamos de postrarnos para adorarle reconociéndole como nuestro único Dios y Señor. ¿Quiénes somos ante anta inmensidad y grandeza?

Pero esa infinitud (valga la palabra) que nos sobrecoge nos hace sentir al mismo tiempo la maravilla de su amor y de su misericordia. Aunque Dios no necesitase del ser humano no sólo lo creó sino que lo amó y le mostró en todo momento su misericordia infinita.

A El queremos tributar nuestra mejor alabanza y cantar en todo momento su gloria, porque no sólo contemplamos su grandeza y su poder admirable en las obras maravillosas salidas de sus manos creadoras - ¡cuánta perfección y belleza ha derrochado Dios en la obra de su creación y sobre todo en su criatura preferida que es el hombre! – sino que sobre todo se nos manifiesta su grandeza y su poder cuando nos revela su amor y su misericordia infinita en su Hijo Jesús. Aunque nos sobrecoja su grandeza nunca eso nos llevará al temor sino al amor.

Nos podemos sentir sobrecogidos cuando se manifiesta en el fuego y en la tormenta del Antiguo Testamento como se le manifestó a Moisés ya fuera en la zarza ardiendo o en lo alto del Sinaí, o en todas las maravillas de la creación, como ya hemos dicho, sino que sentimos sobremanera su gloria y su amor cuando lo contemplamos en Cristo Jesús derrochando su amor sobre nosotros.

‘Vosotros no os habéis acercado a un monte tangible, a un fuego encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de las trompetas… tan terrible era el espectáculo que Moisés exclamó: estoy temblando de miedo… vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo… a la congregación de los inscritos en el cielo… al Mediador de la nueva Alianza, Jesús, y a la aspersión purificadora de su sangre…’ Así hemos escuchado en la Carta a los Hebreos.

Nos acercamos a Jesús. Viendo a Jesús vemos a Dios. ‘Todo el que me ve a mí, ve al Padre’, respondió Jesús ante la petición de uno de los discípulos. Cristo es la manifestación del rostro misericordioso de Dios que nos mueve a nosotros a la misericordia y al amor. Con Cristo Jesús que derramó su sangre por nosotros ya no cabe el temor, sino el amor. Por eso ahora toda nuestra relación con Dios se basa en el amor, porque es reconocimiento del amor infinito que nos tiene y quiere ser al mismo tiempo respuesta de amor por nuestra parte. No me mueve ya sino el amor, el de Dios que se nos dio primero y la respuesta, aunque siempre pobre y limitada, pero que quiere estar en todo momento henchida de amor. Por eso decíamos en el salmo: ‘¡Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo’.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra lucha contra el pecado

Hebreos, 122, 4-7.11-15

Sal.102

Mc. 6, 1-6

‘Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra lucha contra el pecado’. Así ha comenzado el texto de la Carta la los Hebreos hoy proclamada. ¿Qué quiere decir, qué significa?

Es algo que quiere prevenirnos. Porque somos tentados y probados de muchas maneras. La tentación nos acecha para arrastrarnos al pecado y contra ella tenemos que luchar para no dejarnos seducir por el mal. Pruebas diversas tenemos que pasar y todas hemos de saberlas ver que son para nuestro bien.

Son por una parte, digo, las tentaciones que nos incitan al pecado, a ir contra la ley del Señor, olvidarla o desobedecerla; tentación que nos lleva a hacer el mal, llenando nuestro corazón, por ejemplo, de tinieblas y de odio, o dejándonos arrastrar por la pasión que nos ciega y nos esclaviza. Cuántas veces somos tentados. Cuán sutilmente se nos mete el pecado en nuestra vida, nos acecha la tentación confundiéndonos y queriendo hacernos ver como bueno lo que es malo y va contra la ley del Señor. La ley del Señor nos dignifica; el pecado nos esclaviza, aunque a veces en nuestra ceguera podamos pensar lo contrario.

Pero son, por otra parte, también las pruebas diversas a las que nos vemos sometidos; el sufrimiento que llega a nuestra vida y nos hace dudar y tambalearnos; las situaciones duras por las que tenemos que pasar en distintos momentos que nos hace rebeldes; los problemas en nosotros mismos, en nuestra relación con los demás, o al tenernos que enfrentarnos a la vida que se nos hace a veces difícil, que nos ciega, que nos llena de negrura.

¿Es un castigo del Señor el vernos sometidos a todo eso? Cuando lo miramos como castigo parece como que más pronto nos rebelamos, porque aparece nuestro orgullo, ya que a nadie le gusta que lo castiguen o que lo corrijan. Cuánto nos cuesta reconocer los errores que podamos cometer en la vida. Nos creemos tan perfectos.

¿Qué nos dice hoy la Palabra del Señor? ‘El Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos’. Pienso que corregimos a quienes amamos, porque nos gustaría que fueran mejores. Al que no amamos o no nos importa nada, nos dará igual que sea como sea. Pero sí que le importamos al Señor. Nos ama y nos ofrece el camino mejor y continuamente está señalándonos.

¿Qué quiere el Señor? Purificarnos porque la reprensión nos hace ver lo que no es bueno. La prueba que sufrimos nos hace discernir lo que es lo verdadero de lo que es falso. Y claro ese discernimiento algunas veces nos cuesta y nos duele, porque nuestro corazón se apega a muchas cosas. Y de la corrección y de la prueba tenemos que salir más fortalecidos y predispuestos a un camino de mayor santidad.

Por eso nos dice hoy la Palabra de Dios recordando lo dicho por el profeta: ‘Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes y caminad por una senda recta y llana…’ porque así caminaremos por un camino de rectitud, de salud, de salvación y santidad.

¡Qué hermoso lo que nos dice a continuación! ‘Buscad la paz con todos y la santificación, sin lo cual nadie verá al Señor’. Necesitamos esa paz entre todos, porque los pacíficos son los que verán a Dios como ya nos dijo Jesús en las Bienaventuranzas. Esa paz que nos lleva a la santificación, a que con toda nuestra vida demos gloria al Señor.

Y finalmente nos aconseja cómo tenemos que preocuparnos de los demás, preocuparnos por todos para que la gracia salvadora del Señor llegue a todos y a todos santifique y así nada malo – raíz amarga de odio y de pecado – pueda hacernos daño.

No temamos que en esa lucha contra la tentación y el pecado lleguemos a ser testigos, mártires, con nuestra sangre de esa fe y de ese amor que anima nuestra vida. Por eso nos decía: ‘Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra lucha contra el pecado’.

martes, 3 de febrero de 2009

Jesus camina con nosotros en el camino de la vida

Hebreos, 12, 1-4
Sal. 21
Mc. 5, 21-43

¿Será importante o no será importante tener fe? Algunos pueden dudarlo. Otros la reducirán a una tradición, siempre se ha creído. Otros quizá no lo plantean, viven la indiferencia más absoluta, un agnosticismo práctico. Se puede considerar como una necesidad, un deseo, un interrogante, pero de ahí no pasamos. Para otros será algo tan esencial y fundamental que en la fe van a encontrar el sentido más profundo de sus vidas.
Hoy el evangelio nos quiere resaltar lo esencial de la fe en la vida de la persona y no simplemente como remedio o solución a los problemas o necesidades.
Un hombre se acerca a Jesús, Jairo, el jefe de la Sinagoga. Viene desde la necesidad o un problema.‘Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella para que se cure y viva’. Creía que Jesús podía hacerlo. Creía que en Jesús podía encontrar remedio a su necesidad o a su dolor al tener a su niña enferma.
‘Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba…’ Un detalle significativo. Jesús se puso a caminar con Jairo hasta su casa donde estaba su niña en las últimas. Jesús se pone a caminar con nosotros en el camino de la vida, ese camino que hacemos cada día, en el que tenemos mil problemas y necesidades, ese camino que está lleno también de muchas cosas buenas que algunas veces no vemos.
Comenzamos a ver el sentido de la fe. No es un Dios lejano, metido allá en las alturas del cielo simplemente rodeado de sus ángeles. Es el Dios que camina junto a nosotros, apretujado por la gente que nos rodea y que le rodea a El también. ¿No decimos que es Emmanuel, Dios con nosotros? Ahí lo vemos. No es el vecino del piso de arriba, expresión que no hace mucho le escuché decir a una persona de fe, pero que seguía colocando a Dios allá arriba. Con el vecino del piso de arriba podemos contar con él o podemos ignorarlo. Dios está a nuestro lado codeándose con nosotros. Se deja apretujar por nosotros. El nos dejará sentir su presencia, nos dejará que nosotros le toquemos o El nos tocará a nosotros sin que nosotros nos demos cuenta, pero de El estará manando su gracia, su vida, su Espíritu.
En ese camino van a suceder muchas cosas. Va a haber varios encuentros. Primero será la mujer de las hemorragias continuas. No se atreve a hablar con Jesús ni a pedirle nada. Pero tiene una certeza en su corazón, si le tocara aunque solo fuera por detrás algo podría suceder en ella. Y se atreve. Y toca a Jesús. Y Jesús se vuelve: ‘Quien me ha tocado?’ Pero si te apretuja la gente por todas partes porque todos quieren estar a tu lado, aún preguntas ‘¿Quién me ha tocado?’
La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había pasado…Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud’. Así salimos de la presencia de Jesús. Con paz. Con salud, porque la salvación llega a nuestra vida.
Pero vendrá otro encuentro con los que vienen a anunciar la muerte. Portadores de malas noticias, de negruras y pesimismos. No hay nada que hacer. ‘¿Para qué molestar más al Maestro? Tu hija ha muerto’. Los que llenos de pesimismo dice que ya no hay nada que hacer, porque esto no hay quien lo solucione. Sucede en tantos ámbitos de la vida, en tantas cosas.
¿No te he dicho que tengas fe? ‘No temas, basta que tengas fe’, le dice Jesús al padre suscitando de nuevo la esperanza. Si creemos, siempre hay una esperanza, algo más que se puede hacer; si creemos, siempre hay un rayo de luz; si creemos, no podrá con nosotros el miedo ni el temor; si creemos, no nos podrá ni el pesimismo, ni el cansancio, ni el desaliento. ‘Basta que tengas fe’.
Jesús finalmente llega a la casa de Jairo. Personas que lloran desconsoladas. ¡Cuántos lamentos en la vida! Lamentos por lo que hemos perdido. Lamentos por lo que no podemos alcanzar. Lamentos quizá por los errores cometidos. Lamentos porque dejamos meter la negrura en el alma. Lamentos porque hay muerte en nosotros y no hemos llegado a descubrir la vida…
‘¿Qué estrépito y qué lloros son esos? La niña no está muerta, está dormida… Se reían de El’. Los que todo se lo saben y no son capaces de ver la otra cara, o ver las cosas con otra visión. ¿Cuál es la mirada con la que miramos las cosas, la vida, los acontecimientos? ¿Seremos capaces de descubrir la vida incluso allí donde nos parece que sólo hay muerte?
Con Jesús llegó la vida. ‘Talitha qumí… contigo hablo, niña, levántate’.
‘Se quedaron viendo visiones’, dice el evangelista. ¿Hará falta quedarnos viendo visiones o más bien aprender a tener otra visión de la vida y de las cosas, que es la visión de la fe? Con Jesús caminando a nuestro lado todo es posible. Que se nos despierte la fe.

lunes, 2 de febrero de 2009

Entrará en el Santuario el mensajero de la Alianza

Malaquías, 3, 1-4

Sal. 23

Hebreos, 2, 14-18

Lc. 2, 22-40

‘De pronto entrará en el Santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis: miradlo entrar…’ Así había profetizado Malaquías, como hoy hemos escuchado. Y podríamos decir que aquí estamos contemplando como se realiza y se cumple ese anuncio profético. Contemplamos hoy efectivamente esta entrada en el Santuario del mensajero de la Alianza, aún más, el que venia a realizar la Alianza Nueva y eterna en su Sangre derramada.

Suben hasta Jerusalén María y José con el Niño Jesús recién nacido hace apenas cuarenta días. Es la ofrenda ritual de todo primogénito varón como lo prescribía la ley de Moisés. ‘Todo primogénito varón será consagrado al Señor’. Pero aquella entrada de Jesús en el templo era algo mucho más grande e importante que la presentación ritual de todo primogénito varón.

Allí estaba el ungido del Señor como algún día se iba a manifestar y el que estaba lleno del Espíritu de Dios. El que sería señalado desde el cielo como el Hijo amado del Padre. Y El estaba allí porque en todo lo que quería realizar era la voluntad del Padre. Como nos dirá en otro lugar la carta a los Hebreos, ‘Cristo al entrar en el mundo dijo… aquí estoy, oh Padre, para hacer tu voluntad’.

Contemplamos, pues, en ese niño que sube hasta el templo el Sacerdote que se apresta para hacer la ofrenda. Es el Sacerdote de la Alianza Nueva y Eterna. Es el Sacerdote compasivo y Pontífice fiel que va a expiar los pecados del pueblo. Es quien va a ofrecer el mayor de los sacrificios, porque será la entrega de su vida, el sacrificio de su Sangre, para que se realizara para siempre la Alianza definitiva, la Alianza nueva y eterna. Sube hoy al templo para su consagración al Señor como estaba establecido, pero es el primer peldaño para un día subir hasta el altar de la Cruz para allí consumar su sacrificio.

Es algo misterioso lo que está sucediendo y que sólo con los ojos de la fe inspirados por el Espíritu se podrá descubrir. Será el anciano Simeón ‘hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel y que el Espíritu Santo moraba en él’, quien podrá descubrir en aquel niño que hoy presentan al Señor en el templo sus padres ‘el Salvador a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel’. Un hombre de Dios que ‘había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor’. Por eso ahora puede cantar bendiciendo a Dios: ‘Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han contemplado a tu Salvador’.

Nosotros hoy lo hemos querido celebrar y revivir. Con velas encendidas en nuestras manos nos hemos también acercado hasta el Altar del Señor. Bendecimos a Dios que nos manifiesta el Misterio de su voluntad, pero queremos también sentir en nuestro corazón ese mismo impulso del Espíritu para que con nuestra vida también nosotros demos gloria a Dios. Un día también nosotros fuimos consagrados porque fuimos ungidos con el crisma santo en nuestro Bautismo. También en nuestro corazón tiene que estar la ofrenda de nuestra voluntad, de cumplir siempre y en todo la voluntad del Señor. Que también nosotros digamos ‘aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’.

Pero hoy queremos fijarnos en María, sentirla a nuestro lado. Porque María estuvo presente, como ella sabía estar en silencio, contemplativa, con el corazón abierto a Dios, en aquel momento que nos narra el Evangelio y con un papel muy importante como fue toda la acción de María en la obra redentora de Cristo y porque hoy para nosotros canarios es una fiesta muy entrañable. La celebramos como nuestra Madre y Patrona, la Virgen de Candelaria.

María de Candelaria: María, la portadora de la luz. Como un signo en su mano lleva la Candela, pero realmente a quien nos está señalando es a aquel que es la luz del mundo, el que vino para ser luz que alumbrase a todas las naciones, a todos los hombres, como cantaba hoy el anciano Simeón. Ella, pionera de la evangelización de nuestra tierra y nuestros antepasados en su imagen aparecida en las playas de nuestra isla, es la primera misionera y la que continúa siendo misionera de su Hijo Jesús y de su Evangelio, porque ella siempre nos quiere llevar a Cristo.

De María tenemos que aprender a decir Si, a realizar y a cumplir fielmente en nuestra vida en todo momento lo que es la voluntad del Señor. Mereció ella la alabanza de ser llamada dichosa porque escuchaba la Palabra de Dios y la cumplía en su vida, porque también su voluntad era siempre y en todo descubrir lo que era la voluntad del Señor para plantarla en su corazón y en su vida.

Que María de Candelaria nos conduzca hasta la luz de Cristo. Que nos dejemos iluminar por ella y de mano de María caminemos siempre como hijos de la luz.

Y una última palabra en referencia a este día de la Vida Consagrada que hoy también celebramos. Si hemos hablado de la consagración de Cristo en su presentación en el templo, la Iglesia quiere recordar en este día a todos aquellos que de una manera especial en la vida religiosa se han consagrado al Señor con los votos de la pobreza, la castidad y la obediencia perteneciendo a alguna comunidad religiosa cada uno según su carisma. Una riqueza inmensa para la Iglesia, tenemos que reconocer. Para los religiosos es un día importante que les recuerda su consagración al Señor. Y todos tenemos que sentirnos unidos a ellos con nuestra oración bendiciendo y alabando al Señor por esa riqueza de la Iglesia es la vida de los consagrados, y al mismo tiempo pidiendo al Señor que los regale e inunde con su gracia para que puedan vivir con toda fidelidad su consagración a Dios.

domingo, 1 de febrero de 2009

Una Palabra valiente de vida y salvación hoy


Deuter. 18, 15-20;

Sal. 94;

1Cor. 7, 32-35;

Mc. 21-28

‘Cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad….este enseñar con autoridad es nuevo…’ decían las gentes.

Escuchaban una palabra nueva y llena de vida. Una palabra que sana y que salva. Palabra irresistible ante la que hay que decantarse. Es una Palabra que arrebata el corazón, ante la que tienen que surgir actitudes nuevas.

‘Suscitaré un profeta de entre sus hermanos… pondré mis palabras en su boca y dirá lo que yo le mande…’ Así escuchamos que se anunciaba proféticamente en el Deuteronomio. Y Jesús hablaba con autoridad. Palabra de Dios que había plantado su tienda entre nosotros. Palabra que era Vida, era Luz, era Salvación. Recordamos el primer capítulo del Evangelio de san Juan.

Podemos fijarnos en algunos pasajes del evangelio. Una Palabra que tiene fuerza en sí misma: ‘Basta una Palabra tuya y mi criado quedará sano’, reconocería un día el Centurión.

Una Palabra que levanta y que transforma: ‘Levántate, toma tu camilla, y vete a tu casa’, le había dicho al paralítico y fue suficiente.

Una Palabra que sana y que salva: ‘¿Qué quieres que haga por ti?... Tú puedes limpiarme… quiero, queda limpio’, le dijo al leproso, o en la otra ocasión a los diez leprosos del camino: ‘Id a presentaros a los sacerdotes… y mientras iban de camino quedaron limpios…’

Una Palabra que perdona: ‘Tus pecados quedan perdonados…’ le dijo al paralítico que bajaron desde el techo hasta sus pies. ‘Padre, perdónales porque no saben lo que hacen’, exclamaría mientras lo crucificaban.

Una Palabra que resucita y da nueva vida: ‘Lázaro, sal fuera!’, gritó ante su tumba y Lázaro volvió a la vida y salió de la tumba con sus manos y sus pies envueltos en los sudarios.

Una Palabra que invita a seguirle: ‘Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres…’ diría a los pescadores que estaban con sus redes en Galilea, o a Leví junto a su mostrador de impuestos, o a Felipe en su primer encuentro.

Una Palabra que señala metas y abre sendas y caminos de vida nueva: ‘Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo y vente conmigo…’ que señaló al joven rico y a tantos que querían seguirle.

Una Palabra que suscita esperanza de dicha y felicidad para los que nada tienen: ‘Dichosos los pobres… los sufridos… los que tienen hambre y sed… los que lloran… los perseguidos…’ y en todos comenzó a brillar una luz en el corazón.

Esa Palabra de Cristo quiere seguir resonando en nuestra vida y en nuestro corazón. Una Palabra que tenemos que saber escuchar y acoger. Una Palabra que también nosotros tenemos que dejar que nos sane y que nos salve, que nos perdone y nos llene de vida. Una Palabra que también a nosotros nos llena de esperanza y nos traza caminos de vida nueva y resurrección.

Palabra sigue resonando aquí cada vez que solemnemente es proclamada en nuestra celebración, pero que también tenemos que saber escuchar en lo hondo de nuestro corazón cuando la rumiamos en nuestra oración, cuando la convertimos en vademécum del camino de nuestra vida en nuestra lectura diaria personal.

Pero es la Palabra que sigue resonando hoy en nuestro mundo en la voz de la Iglesia, y que tenemos también que saber escuchar y acoger. Una Palabra de vida y salvación para nuestro mundo que la Iglesia tiene que proclamar con valentía aunque muchas veces no sea entendida o incluso mal interpretada. No nos importe que el mundo la rechace mientras la Iglesia la proclame con fidelidad, porque quizá ese mismo rechazo es señal de que es palabra profética trasmitida como el Señor quiere. Lo que importa de verdad es la fidelidad de la Iglesia al mandato del Señor en esa trasmisión del mensaje de la salvación para todos los hombres.

Sí. La Iglesia tiene que pronunciar una palabra profética frente al mundo que nos rodea. Y profética significa fidelidad a la Palabra misma del Señor. Y profética es no nadar a favor de la corriente de lo que puedan ser los deseos del mundo. Algunas veces nos encontramos con el sinsentido de quienes pretenden que la Iglesia se adapte a nuestros tiempos para que haga oír una voz que halague los deseos y aspiraciones del mundo. Nos dicen que tiene que adaptarse en la cuestión de los matrimonios o las familias, en la cuestión del aborto y de la vida, de la eutanasia, y así en tantas cuestiones más. No puede la Iglesia, en virtud de las acomodaciones que se nos piden, renunciar al mensaje íntegro del Evangelio.

Pero la Palabra que anuncia la vida no se puede acallar ni disimular. La Palabra de salvación que ofrece la Iglesia tiene que ser siempre clara y valiente. No puede pretender halagar oídos. Busca llevar la luz y la vida, la salvación y la gracia de Dios a todos los hombres por encima de todo. El Evangelio siempre tiene que ser luz y vida. Y ya sabemos que desde el principio las tinieblas rechazaron la luz. ‘La luz brilla en la tiniebla, pero la tiniebla no la recibió… Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron’, que nos dice el Evangelio de san Juan.

‘¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar de nosotros?’, hemos visto que le gritaba el hombre que tenía un espíritu inmundo en la Sinagoga de Cafarnaún. ‘Cállate y sal de él’, lo increpó Jesús. ‘El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió’.

Es la Palabra salvadora y transformadora de Jesús que sigue resonando en la Iglesia. El mundo muchas veces se retorcerá también porque no agrada esa palabra de vida y pretenden meter a la Iglesia en la catacumba de la sacristía. Pero la Iglesia tiene el mandato del Señor y el derecho también de proclamar ese mensaje de salvación a todo el mundo.

Que no falte nunca el Espíritu de fortaleza del Señor para realizar esa misión.