sábado, 17 de enero de 2009

La Palabra de Dios viva y eficaz

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Hebreos, 4, 12-16

Sal. 18

Mc. 2, 13-17

‘Tus palabras, Señor, son espíritu y vida’, decíamos en el salmo. Y no podíamos menos que decir eso después de lo escuchado en la Carta a los Hebreos: ‘La Palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el fondo del alma… Juzga los deseos e intenciones del corazón. Nada se oculta; todo está patente…’

Es la palabra que da vida, nos llena de vida. Es la Palabra que es luz para nuestros ojos; que nos hace descubrir la realidad profunda de nuestro corazón y nuestra vida. Cuando necesitamos limpiar nuestra casa no lo hacemos a oscuras y con las puertas y ventanas cerradas, sino que encendemos todas las luces, abrimos todas las ventanas y puertas para que entre la luz, para que podamos mirar hasta los más recónditos rincones. Así la Palabra de Dios es esa luz en nuestra vida.

Es la Palabra que nos purifica, nos salva, nos sana. Jesús nos dice hoy en el Evangelio que vino a curar a los enfermos, a buscar a los pecadores. Es la Palabra que nos descubre todo el misterio de Dios y de su Reino; Jesús enseñaba en todo lugar y en toda ocasión. Hoy lo vemos a la orilla del lago. ‘Jesús salió de nuevo a la orilla del lago y la gente acudía a El y les enseñaba’.

Es la Palabra que nos llama y nos pone en nuevos caminos. ‘Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos y le dijo: Sígueme. Se levantó y lo siguió’. Hoy nos coincide la celebración del sábado con la memoria de san Antonio Abad. Un hombre que escuchó la Palabra y se dejó conducir por ella. Buen ejemplo de lo que hemos escuchado y estamos comentando.

Nos cuenta san Atanasio en la vida de san Antonio que un día que el joven Antonio entró a la Iglesia escuchó en ese momento la Palabra que se proclamaba. ‘Ve, vende todo lo que tienes, dale el dinero a los pobres y luego sígueme’. Aquella palabra no cayó en tierra baldía, sino que Antonio que había heredado de sus padres una cuantiosa fortuna, vendió todo lo que tenía para dárselo a los pobres, dejó al cuidado de unas buenas mujeres a su hermana menor, y se fue al desierto para vivir en la soledad de la vida eremítica, en la oración y la penitencia.

Pronto en torno a Antonio se congregaron otros muchos que siguiendo su ejemplo querían así radicalmente vivir el evangelio y fue el principio del monacato, convirtiéndose Antonio en padre y guía de aquellas comunidades que fueron surgiendo. Por eso lo llamamos Abad y lo reconocemos como padre e iniciador del monacato en Oriente.

No fue fácil la vida de ascetismo de Antonio en el desierto, porque el diablo de mil maneras le tentaba. Se le aparecía bajo la figura de animales para incitarlo al pecado pero Antonio que se fiaba de la Palabra de Dios, que era un hombre de intensa oración y penitencia, logró salir vencedor en las tentaciones. Ese animalito que se pone junto a su figura en las imágenes de san Antonio, quiere expresar esas tentaciones del diablo que sufrió. De ahí la costumbre de llevar los animales, nuestros ganados, en este día ante la imagen de san Antonio para pedir la bendición y protección de Dios.

Pero lo importante que podemos deducir como ejemplo para nosotros y en torno a la Palabra proclamada es ese ejemplo de quien supo escuchar la Palabra y plantar la semilla en la tierra buena de su corazón para que diera fruto. Palabra de vida que nos salva, que nos purifica y que nos llena de vida.

viernes, 16 de enero de 2009

Nunca hemos visto cosa igual

Hebreos 4, 1-5.11

Sal. 88

Mc. 2, 1, 12

‘Nunca hemos visto una cosa igual’.Fue la exclamación del pueblo sencillo al contemplar las obras de Jesús. ‘Un gran profeta ha aparecido entre nosotros’. El pueblo glorificaba a Dios.

‘Nunca hemos visto una cosa igual’. Jesús hace lo que ningún profeta ha hecho hasta ahora. Perdona los pecados. Aunque por allí hay algunos que no entienden. Jesús progresivamente ha ido manifestándose al pueblo. En el primer capítulo de Marcos que hemos venido escuchando le vemos enseñar. Va la sinagoga. Enseña por los caminos y las plazas, en las casas como lo vemos hoy.

Anuncia el Reino de Dios en el que hay que creer. Proclama que hay que darle la vuelta a la vida ante la Buena Noticia que está proclamando. Como señales del Reino de Dios que anuncia hace milagros, cura a los enfermos; le hemos visto curar a leprosos, levantar a la suegra de Pedro de la cama donde estaba postrada con fiebre, dar la vista a los ciegos, curar a poseídos y endemoniados. Hoy le vemos hacer algo más.

Este es aquel a quien ‘pondrás por nombre Jesús porque El salvará al pueblo de sus pecados’, como le había el ángel a José. Jesús se está manifestando con el verdadero salvador, redentor. Aquel que un día derramaría su sangre para el perdón de los pecados.

Jesús no es un simple profeta; no es ni un médico ni un curandero. Jesús sana y Jesús salva. Es su Palabra poderosa la que nos sana y salva. No utiliza remedios ni medicinas como podrían utilizar los médicos. Basta su Palabra. Como lo dijo el centurión cuando pidió la salud para su criado. En El está el poder de Dios.

Pero aquel día que trajeron al paralítico y al no poder entrarlo lo descuelgan desde el tejado hasta los pues de Jesús, los escribas que están presentes no entienden las palabras de Jesús. ‘Hijo tus pecados están perdonados’. Por allá en su interior murmuran. ‘¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?’ Quizá si nosotros hubiéramos estado allí también podríamos haber pensado lo mismo. Ellos solo veían a un hombre. Quizá un profeta o un enviado de Dios, pero no a Dios mismo allí encarnado. Nosotros hoy lo comprendemos mejor. La fe nos ha iluminado para descubrir quién es Jesús.

Pero Jesús les argumenta. ¡Es que acaso un hombre por su poder puede sanar a un enfermo, o resucitar a un muerto? Sólo Dios puede hacerlo. Pues si yo puedo curar a un enfermo de su lepra o levantarlo de su invalides también puedo perdonar los pecados. ‘¿Qué es más fácil: decirle al paralítico tus pecados están perdonados, o decirle; levántate, coge la camilla y echa a andar? Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder para perdonar pecados… entonces dijo al paralítico; Contigo hablo: Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa’.

Allí está Jesús, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Allí está Jesús verdadero Dios y verdadero hombre que es nuestro salvador y nuestro redentor. ‘No se nos ha dado otro nombre bajo el cielo que pueda salvarnos’, proclamaría un día Pedro. Ahí está Jesús pongamos toda nuestra fe en El. ‘Nunca hemos visto cosa igual’.

jueves, 15 de enero de 2009

Humildad, confianza en nuestra suplica para no endurecer el corazón

Hebreos, 3, 7-14

Sal. 94

Mc. 40-42

‘Se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: Si quieres, puedes limpiarme’. Y ¡vaya si quería Jesús! Hermosa suplica. Humildad y confianza podemos ver en el leproso.

Confianza plena porque estaba seguro que Jesús podía curarlo. El lo sabe. Por eso acude a Jesús. Por eso, su atrevimiento. Un leproso no podía estar en medio de la gente. Tenía que vivir alejado de todos. Si alguien se acercaba a él desde lejos tenía que gritarle ¡impuro, impuro! para dar a conocer su condición de leproso. Pero se atreve a llegar hasta Jesús a pesar de todos estos condicionantes.

‘Si quieres, puedes limpiarme’. Es la humildad. Suplica pero no exige, no reclama. Suplica humildemente. ‘Si quieres…’ sé que puedes hacerlo pero de ti depende. Aquí estoy a tus pies. Hermosa la humildad de leproso, pero una humildad llena de confianza.

Tenemos que aprender a acudir con estas actitudes ante el Señor desde nuestra condición pecadora. No vamos a exigir, vamos a pedir con confianza y con humildad. Tenemos que aprender a reconocernos pecadores. Tenemos que aprender de esa confianza. Quizá podríamos pensar que por qué cada vez que comenzamos la celebración de la Eucaristía tenemos que reconocernos pecadores. No sería necesario, piensan algunos, porque ya tantas veces nos hemos arrepentido y hasta quizá en este momento venimos de haber recibido el sacramento de la Penitencia. Pero es nuestra condición pecadores, tenemos que reconocernos así. Es la humildad con que hemos de ponernos ante Dios.

Nos cuesta muchas veces reconocerlo. Quizá nos veamos tan pecadores que nos pueda faltar la confianza en el perdón de Dios. ¡Qué equivocados estamos! ‘El Señor es compasivo y misericordia, lento a la ira y pronto al perdón…’ lo hemos rezado tantas veces con el salmo. Pero algunas veces se nos endurece el corazón. Es un peligro. Lo escuchábamos en la carta a los Hebreos y en el salmo recitado a continuación, que se ve reflejado en la misma carta.

‘Que ninguno de vosotros tenga un corazón malo y rebelde, que lo lleve a desertar de Dios’. Contemplamos las acciones de Dios y a pesar de eso endurecemos el corazón. La carta está haciendo referencia a aquel momento en el desierto en el que el pueblo que tanto había recibido de Dios desde que lo sacó de Egipto sin embargo desconfía del Señor. ‘No endurezcáis vuestros corazones como cuando el desafío y la provocación del desierto de vuestros padres que me pusieron a prueba a pesar de haber visto mis obras…’

Por eso el autor sagrado nos dice que nos tenemos que apoyar y animar mutuamente los unos a los otros. ‘Animáos, por el contrario, los unos a los otros, día tras día para que ninguno de vosotros se endurezca, engañado por el pecado’. Hermoso. Cómo tenemos que ayudarnos los unos a los otros a encontrarnos con el Señor y reconocer sus obras.

Humildad, confianza, valentía para arrancarnos del mal y del pecado y acudir a Dios. Humildad y confianza en nuestra súplica, en nuestra oración.’Si quieres, puedes limpiarme’. Claro que el Señor quiere limpiarnos, purificarnos, hacernos santos.

miércoles, 14 de enero de 2009

Predicando en las sinagogas y expulsando demonios…

Hebreos, 2, 14-18

Sal. 104

Mc. 1, 29-39

‘Recorría Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando a los demonios’. El texto que nos ofrece hoy el evangelio nos presenta lo que era la actividad diaria de Jesús y lo que era el día a día de obra y predicación. Había comenzado anunciando que ‘El Reino de Dios está cerca’ y había que convertirse y creen en la Buena Noticia, en el Evangelio que anunciaba.

Aprovecha cualquier oportunidad: será en la sinagoga los sábados cuando se reúne la comunidad, pero será a la orilla del lago desde la barca, en lo alto de la montaña o a lo largo de los caminos, visitará las casas donde le inviten o será en la propia plaza. Como diría san Pablo en sus recomendaciones a Timoteo, ‘insiste a tiempo y a destiempo’, en todo momento y lugar.

Predica la Buena Noticia y expulsa los demonios. Llega el Reino de Dios y el reino del mal tiene que desaparecer. Dios tiene que ser el único Señor del hombre y de toda la creación, y ningún mal tiene que impedir ese Reinado y Señorío de Dios.

Con la expresión ‘expulsando los demonios’ el evangelista quiere darnos una visión muy amplia. Expulsa los demonios sí de aquellos que están poseídos por el espíritu del maligno, pero en el sentido del evangelio es mucho más amplio su significado. Cristo quiere apartarnos de todo mal. ‘aniquiló el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos’, que nos decía la carta a los Hebreos.

Ha venido a redimirnos y a transformar entonces nuestro corazón. Los milagros que hace con la curación de los enfermos son señales que nos hablan de esa salud honda, de la salvación que El nos ofrece. No podemos permitir que el pecado reine en nuestra vida.

Todo lo que sea maldad, odio o desamor, egoísmo o insolidaridad, injusticia o mentira, violencia o malos deseos, rencores o envidias, todo lo que sea mal Cristo quiere desterrarlo de nuestro corazón. Quiere liberarnos de ese mal, transformar nuestro corazón.

Pero hay algo más en lo que quiero fijarme. En medio de toda esa actividad, rodeado como estaba continuamente por todos los que venían hasta El con sus dolencias y con sus enfermedades – ‘todo el mundo te busca’, le dijeron – ‘se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar’. Necesitaba de ese encuentro íntimo y total con el Padre. Podríamos pensar cómo sería era oración de Jesús con el Padre.

Tenemos que pensar cuánto lo necesitamos nosotros. Ese marcharnos al descampado del silencio interior para sentir y escuchar a Dios. Es nuestro Padre. Con El no necesitamos muchas palabras, sino sentir el gozo de su presencia, que es llenarnos de su vida y de su amor. Vamos muchas veces preocupados de decirle muchas cosas o rezar muchas oraciones y lo que necesitamos de verdad es ese encuentro hondo y profundo del alma que se pone en la manos del Padre.

Seguro que cuando salgamos de la oración nos sentiremos transformados. Habremos experimentado que El es el único Señor de nuestra vida y en ese sentiremos la fuerza de su gracia para no irnos tras otros señores, para dejar el meter el mal en nuestro corazón.

Aprendamos a ir a la oración. Dejémonos inundar por la presencia de Dios. Y así toda nuestra vida, todo lo que hagamos será siempre para la gloria de Dios.

martes, 13 de enero de 2009

Perfeccionar y consagrar con sufrimientos al autor de nuestra salvaciòn

Hebreos 2, 5-12;

Sal.115;

Mc. 1, 14-20

Cada vez que nos acercamos a la Palabra de Dios hemos de hacerlo con espíritu de fe, porque ni es un simple rito que hemos de hacer de una forma mecánica, ni una lectura simplemente de cosas bonitas. Vamos a escuchar la Palabra que Dios nos dirige y hemos de saber invocar al Espíritu divino que sea quien nos hable al corazón y nos haga comprender toda la sabiduría divina encerrada en su Palabra. Seguro que si dejándonos conducir por el Espíritu del Señor nos acercamos a la Palabra muchas serán las cosas que el Señor nos hable en el corazón y mucho será lo que lleguemos a sentir que nos pide la Palabra de Dios.

Podríamos hoy fijarnos en muchas cosas desde la carta a los Hebreos en primer lugar, el salmo responsorial que nos hace descubrir la grandeza del hombre ‘a quien Dios ha hecho poco inferior a los ángeles’, o lo que nos expresa el evangelio en ese reconocimiento por parte del espíritu inmundo de quién es Jesús – ‘sé quien eres: el Santo de Dios’, que le dice – o el poder de Jesús que provoca la admiración de las gentes.

Quisiera detenerme en esta reflexión en el mensaje – o al menos, parte – que nos trae la carta a los Hebreos. En la vida atenemos que enfrentarnos a problemas, en los que muchas veces no sabemos cómo salir adelante; hay ocasiones en que la enfermedad, nuestras debilidades y carencias nos hacen sentirnos limitados; nos vemos quizá imposibilitados por discapacidades que puedan afectarnos o quizá por lo avanzado de los años podríamos pensar qué sentido o qué valor tiene nuestra vida.

Pues aún así, creo que la madurez de nuestra vida nos hace ver el valor que tenemos en nosotros mismos más allá de lo que podamos o no podamos hacer. O también podemos caer en la cuenta que quizá esas limitaciones, esos problemas por los que tenemos que pasar, ese sufrimiento o todo eso que nos sucede, puede ser para nosotros un medio que nos ayude a profundizar en lo que somos, a crecer y a madurar como personas, a darle una mayor hondura a nuestra vida. Los problemas, los sufrimientos nos maduran y nos ayudan a ser más personas.

De eso nos ha hablado hoy la carta a los Hebreos al referirse a Jesús. ‘… a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte. Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos. Dios, por quien y para quien existe todo, juzgó conveniente… perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación’.

Coronado de gloria y honor por su pasión y muerte…. Perfeccionar con sufrimientos… Como decíamos, los sufrimientos nos maduran, nos pueden ayudar a comprender sí el valor y el sentido de nuestra vida, cuando al mismo tiempo somos capaces de mirar a Jesús.

Y ya sabemos el valor redentor del sufrimiento y muerte de Jesús. Así podemos comprender también el valor de nuestra vida. Para nosotros puede y tiene que ser también un medio de santificación. Nos purifica como se purifica el oro el crisol del fuego, purificamos nuestra vida en el crisol del sufrimiento. Cómo nosotros podemos unirnos al sacrificio de Cristo y con nuestros sufrimientos y limitaciones con Cristo también podemos hacernos corredentores.

lunes, 12 de enero de 2009

Un grito que llama nuestra atención, una Buena Noticia que se nos anuncia

Hebreos, 1, 1-6

Sal. 96

Mc. 1, 14-20

Terminadas las fiestas de la Navidad y de la Epifanía con la celebración del Bautismo del Señor, hoy comenzamos el llamado tiempo Ordinario hasta que iniciemos la Cuaresma el miércoles de Ceniza. En este tiempo en las Eucaristías de la semana, como sabemos hacemos una lectura continuada de los diferentes libros de la Biblia, comenzando ahora por el evangelio de Marcos y en la primera lectura en este año impar por la Carta a los Hebreos.

De diversas maneras a través de la historia Dios se ha ido manifestando y revelando al hombre. De ello nos habla este inicio de la Carta a los Hebreos. ‘En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo…’ Es un resumen de la historia de la salvación que culmina en Jesús. ‘En esta etapa final…’, en esta plenitud de la historia, llega Jesús, la Palabra eterna de Dios, que estaba junto a Dios desde toda la eternidad y que era Dios, por quien todo fue hecho…’ y plantó su tienda entre nosotros’. Lo hemos venido celebrando estos días en el nacimiento de Jesús, verdadero Dios hecho hombre y en su Epifanía.

Dios se nos manifiesta y revela en Jesús. Jesús que se manifiesta como salvador para los judíos y para todos los pueblos. Jesús que es el verdadero Hijo de Dios, como ayer en su Bautismo escuchamos desde la voz del Padre. Ahora al iniciar la lectura del evangelio de Marcos iremos viendo progresivamente cómo se irá manifestando al pueblo de Israel.

Es la plenitud del tiempo en nos llega la Buena Noticia de Jesús. Precisamente las primeras palabras del evangelio de Marcos es proclamarnos ‘esta es la Buena Noticia – el evangelio – de Jesús, el Hijo de Dios’.

Nos llega como un grito, como un toque de atención, como una llamada fuerte. Son las primeras palabras de Jesús cuando inicia su vida pública. Se nos grita una buena noticia y hemos de volvernos hacia ella. Si alguien llegara ahora donde estamos entretenidos en nuestras cosas o nuestros trabajos y nos diera un grito de llamada y de atención, seguro que nos volveríamos hacia él para ver para qué nos quiere o qué quiere decirnos.

Pues eso es lo que Jesús nos pide cuando nos viene a anunciar la Buena Noticia de la salvación, del amor de Dios, de la gracia y del perdón. Que nos volvamos hacia El. ‘Decía: Se ha cumplido el plazo, está cerca del Reino de Dios: convertíos y creed en la Buena Noticia’. Convertirnos, volvernos hacia El, hacia esa Buena Noticia que hemos de creer y aceptar en nuestra vida. No podemos seguir entretenidos en lo mismo, tenemos que salir de nuestras rutinas o de nuestras cosas de siempre para volvernos a Dios. ‘Convertíos’. Eso significa la palabra conversión.

A continuación el evangelista nos habla de los primeros discípulos. Normalmente aprovechamos este texto de la llamada a Simón, Andrés, Santiago y Juan para hablar de la vocación. Es cierto que es una llamada, pero la vocación concreta al apostolado vendrá mas tarde cuando los llame a cada uno por su nombre para hacerlos apóstoles. Ahora es una llamada a seguirle, a ser sus discípulos, a estar con El para aprender de ese Reino nuevo que Jesús viene a traernos, a instituir.

Estaban en su pesca, en sus redes, en sus trabajos de cada día y pasa Jesús anunciando esa Buena Noticia, dándoles ese grito de atención. ‘Pasando junto al lago vió a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago. Jesús les dijo: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres…’ Lo mismo hará a continuación con Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, ‘que estaban en la barca repasando las redes…’ Y se fueron con Jesús, lo dejaron todo, las redes, la barca, la familia. Fue un cambio total, un volverse hacia Jesús para vivir una vida nueva, una auténtica conversión. Escucharon el grito que les llamaba, la Buena Noticia que se les anunciaba y se volvieron a ese grito, a escuchar es Buena Noticia.

Es la invitación que se nos hace a nosotros, el grito de la Buena Noticia que se nos anuncia. ¿Qué haremos? ¿Nos volveremos para escucharlo? ¿Qué nos quieres decir Jesús? ¿A qué nos llamas?

domingo, 11 de enero de 2009

El Bautismo de Jesus y el Bautismo en el Espíritu


Is. 58, 1-11;

Sal: Is. 12;

1Jn. 5, 1-9;

Mc. 1, 7-11


El relato que nos hace Marcos del Bautismo de Jesús es bien escueto. Pero es hondo el significado. Con la celebración de esta Fiesta del Bautismo del Señor culminan las celebración de la Navidad y se viene a completar lo que fue la fiesta de la Epifanía del pasado 6 de enero. Es también Epifanía, porque es manifestación y es toda una teofanía porque es una manifestación de toda la gloria de Dios en el misterio sacrosanto de la Santísima Trinidad.

‘Llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán’, nos dice el evangelista. ‘Yo os he bautizado con agua…’ explica el Bautista. Como sabemos y hemos reflexionado más de una vez el Bautista utiliza el signo del bautismo con agua como expresión de la respuesta de las personas a la invitación que Juan hacía de cambio de vida para la llegada y aceptación del Mesías que iba a venir, como respuesta a la llamada de Dios a ser fiel.

Ya Cristo había dicho al entrar en el mundo, como expresa la carta a los Hebreos ‘Aquí estoy, oh Padre, para hacer tu voluntad’, y en otro lugar del evangelio escuchamos decir a Jesús mismo ‘mi alimento es hacer la voluntad del Padre’. Pero ahora va a ser la voz del cielo la que proclame: ‘Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto’.

Era, podríamos decir, la identificación plena y total de quién era aquel Jesús que había venido desde Nazaret de Galilea. Era la consagración en el Espíritu. En la sinagoga de Nazaret Jesús reconocería con palabras del profeta Isaías: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado para anunciar la Buena Noticia… para proclamar el año de gracia del Señor’. Hoy hemos escuchado en el escueto relato de Marcos: ‘Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia El como una paloma’.

Toda una revelación. Por eso decimos teofanía, manifestación de la gloria de Dios. Hemos orado diciendo ‘que en el Bautismo de Cristo en el Jordán quisiste revelar solemnemente que El era tu Hijo amado enviándole tu Espíritu Santo’. Y en el prefacio proclamaremos ‘hicisste descender tu voz desde el cielo para que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros, y por medio del Espíritu, manifestado en forma de paloma, ungiste a tu siervo Jesús, para que los hombres reconociesen en El al Mesías enviado a anunciar la salvación a los pobres’.

Algo nuevo está sucediendo. Lo tendrá que reconocer el Bautista que a partir de entonces señalará a Jesús como ‘el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo’. El Bautista que nos anunciará que llega el que ‘nos bautizará con Espíritu Santo’. Se nos está manifestando así el misterio del nuevo Bautismo, ese bautismo en el que nosotros en el nombre de Jesús hemos sido bautizados.

Nosotros también ya desde el Bautismo sacramento recibido también estamos ungidos por el Espíritu y por la fuerza de ese mismo Espíritu podemos llamar a Dios Padre, decir que Jesús es el Señor, y además sentirnos enviados con la misma misión de Jesús de anunciar la salvación a los pobres. Ya hemos escuchado en nuestro corazón también la voz del Padre que nos llama hijos queridos y predilectos. Porque así somos en Cristo amados de Dios, regalados con el amor de Dios.

Celebramos el Bautismo del Señor y damos gracias a Dios, damos gloria al Señor con toda nuestra alabanza. Pero la celebración nos da oportunidad para considerar nuestro Bautismo y nuestra dignidad, al igual que la misión que hemos recibido. No es cuestión de hacernos consideraciones fáciles de decir que Jesús se bautizó a los treinta años y por qué a nosotros nos bautizan de pequeños o cosas así, sino que es cuestión de asumir el compromiso de vida nueva que tiene que significar el Bautismo para nosotros. Hablamos de esa dignidad de hijos de Dios, pero si lo somos es precisamente porque por la fuerza del Espíritu estamos tan configurados con Cristo que vivimos su misma vida. Pero si así estamos configurados con Cristo significa también que la misión de Cristo es también nuestra misión, la obra de Cristo es la que nosotros tenemos que seguir realizando con nuestra vida en medio del mundo.

Así ante el mundo tenemos que manifestarnos como testigos; testigos de una fe; testigos del amor de Dios que nos salva; testigos comprometidos para, en nombre de esa fe que tenemos en Jesús, transformar nuestro mundo desde el amor, hacerlo caminar por caminos de paz. No nos podemos sentir abrumados por la complejidad de nuestra misión ni temer las reacciones adversas que podamos encontrar a nuestro alrededor cuando vayamos a dar nuestro testimonio y realizar nuestra misión. ‘Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo’, nos decía san Juan en su carta. Y ya nos explicaba el apóstol: ‘Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios’. ‘Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?’. ¿No es esa nuestra fe?

En este día del Bautismo del Señor proclamemos con valentía nuestra fe en que Jesús es el Hijo de Dios. Es nuestro Salvador; es la Palabra de Dios que habita en medio de nosotros; es aquel por el que estamos dispuestos a darlo todo, a dar la vida si hace falta; es de quien queremos mostrarnos como testigos con nuestra palabra y con el testimonio de nuestra vida en medio del mundo. Con nosotros tenemos la fuerza de su Espíritu, ‘porque el Espíritu es la verdad’.