martes, 3 de noviembre de 2009

Unas pautas para la comunión y la unidad entre hermanos

Rom. 12, 5-16
Sal. 130
Lc. 14, 15-24


¡Qué maravillosa y admirable es la unidad que existe entre todos los que creemos en Jesús y nos unimos a El por la gracia y los sacramentos! San Pablo nos lo expresa con la imagen del cuerpo en la que todos los miembros están unidos formando una unidad y están todos en función los unos de los otros. En varios lugares de sus cartas nos presenta la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo. Es lo que hoy hemos escuchado en esta carta a los Romanos.
‘Nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros’. Y nos habla a continuación que aquellos dones o carismas que hayamos recibido no están en función solo de nosotros mismos, sino en función de todo el cuerpo. En el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia cada uno de sus miembros, o sea nosotros los que creemos en Cristo y en virtud de esa fe nos unimos a Cristo y formamos ese cuerpo, esa unidad, con lo que somos, con los dones recibidos estamos llamados a enriquecer la unidad de la Iglesia.
Nos hablará de la predicación, del servicio, de la administración, del ejercicio de la caridad, de la presidencia en el amor todo para el bien de los demás, para el bien de la comunidad. No somos para nosotros mismos sino para los demás.
Pero todo esto no lo podemos hacer o realizar como si fuera una imposición, o un mero cumplimiento, porque el corazón estaría bien lejos de lo que hacemos. Todo tiene que estar impulsado por el amor.
El apóstol nos da unas pautas. Nos habla de autenticidad –‘que vuestra caridad no sea una farsa’, viene a decir – nuestro amor tiene que nacer desde lo más hondo del corazón; habla de bondad para con todos, de atención, cuidado e intensidad en lo que hacemos – ‘como buenos hermanos sed cariñosos unos con otros’ -; nos habla de la alegría y de la esperanza – ‘que la esperanza os tenga alegres’ nos dice - , de la hospitalidad y de la acogida a todos –‘contribuid a las necesidades del pueblo de Dios, practicad la hospitalidad’ -.
Nos habla de capacidad de comprensión, aguante y perdón – ‘bendecir a los que os persiguen, bendecir, sí, no maldigáis’ – nunca podremos desear mal al otro sino que todo tendrán que ser deseos de bendición; de cercanía y solidaridad – ‘con los que ríen, estad alegres, con los que lloran, llorad’ -; de sencillez y humildad y en consecuencia lejos la arrogancia y las ambiciones desmedidas – ‘tened igualdad de trato unos con otros, no tengáis grandes pretensiones, sino poneos al nivel de la gente humilde’ – porque entre hermanos no caben suspicacias ni envidias.
Y todo con espíritu de fe y alimentado con la oración – ‘servid constantemente al Señor… sed asiduos en la oración’ – porque sólo con la fuerza del Señor podremos lograrlo.
¡Qué texto más hermoso! ¡Qué distinta seria nuestra vida, nuestras relaciones mutuas, nuestra convivencia si nos dejáramos conducir por estas pautas! ¡Qué distinto a la prepotencia con que nos relacionamos, las vanidades que mueven nuestras relaciones y deseos!
Todo es cuestión de dejarse conducir por el espíritu del amor. Es el distintivo del cristiano, aunque a veces parece que lo olvidamos. Porque nos amamos tenemos que saber estar al servicio de los otros. Porque nos amamos aquello que tengo yo, ya no es solo mío sino que también es de mi hermano, está al servicio del hermano. Porque nos amamos y haya esa hermosa comunión, esa hermosa unidad entre nosotros todo lo que somos y valemos hará crecer precisamente más y más esa comunión y esa riqueza mutua.

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