jueves, 19 de noviembre de 2009

No reconociste el momento de mi venida

1Mac. 2, 15-29
Sal. 49
Lc. 19, 41-44


Bajando el monte de los Olivos en dirección hacia la ciudad de Jerusalén hay un lugar donde se hace una parada para contemplar una bella panorámica de la ciudad santa. Es un lugar muy hermoso. Hay allí una pequeña capilla llamada ‘Dominus flevit’, donde el Señor lloró que nos recuerda el episodio que hoy nos narra el evangelio.
‘Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: ¡Si al menos tú comprendieses en este día lo que conduce a la paz…!’ Y anuncia Jesús que de todo aquello no quedará nada, ‘no dejarán piedra sobre piedra’, como sucedería pocos años más tarde con la destrucción de Jerusalén.
Vamos también nosotros a hacer una parada para contemplar y meditar, aunque sea brevemente, ese llanto de Jesús sobre la ciudad. Todo israelita amaba profundamente Jerusalén donde estaba el Templo del Señor. Allí acudían de todas partes en la Pascua y otras fiestas judías. Allí tenían el Templo signo de la presencia del Señor para los sacrificios y las oraciones comunitarias. De ahí ese sufrimiento humano también de Jesús por aquella ciudad que no lo acogía y que un día sería destruida.
‘No reconociste el momento de mi venida’, le dice Jesús. Allí encontrará sus principales oponentes y será allí donde va a ser entregado por los sumos sacerdotes y el sanedrín a los gentiles para que sea crucificado. El lo había anunciado repetidas veces. ‘Mirad que subimos a Jerusalén y todo lo que escribieron los profetas sobre el Hijo del Hombre se va a cumplir. Será entregado a los gentiles, escarnecido, ultrajado… después de azotarlo lo matarán, pero al tercer día resucitará…’
Yo os invito y quiero hacerlo yo mismo el primero a ponernos delante de Jesús y sus lágrimas. ¿Nos dirá también a nosotros ‘no reconociste el momento de mi venida’? ¿Habremos sabido reconocer la presencia del amor de Dios en nuestra vida? ¡Cuánto nos ha amado el Señor y cuánto nos sigue amando!
De tantas manera sigue llegando el Señor a nosotros en las circunstancias concretas que vivimos en la vida de cada día. Os comento algo personal que me ayudó mucho a mí. Fue en la muerte de mi madre, en las vísperas de la navidad. Sentí lo que me decía el Señor en su Palabra y a través del sacerdote que dijo la homilía en el momento de su entierro. La venida del Señor a mí aquel año en aquella navidad era en la muerte de mi madre. Así lo supe ver. El Señor que así llegaba a mi vida y así se me manifestaba. Perdonen esta referencia personal.
Dios viene a nosotros y está derramando su amor en nuestra vida en esos hechos concretos que vivimos: ancianidad, debilidades, enfermedad, problemas que nos vamos encontrando, cosas que suceden a nuestro lado quizá de forma imprevista… Tenemos que saber descubrir su presencia, su venida a nosotros.
Que no tengamos que escuchar esas palabras de Jesús como un reproche ‘no supisteis reconocer mi venida’, sino que todo lo contrario todo eso nos impulse a abrir los ojos de la fe para descubrirle, sentirle, vivirle, como ahora viene a nosotros también en esta Palabra proclamada y en esta Eucaristía.

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