domingo, 1 de noviembre de 2009

La fiesta de Todos los Santos es la fiesta de toda la Iglesia


Apoc. 7, 2-4. 9-14;

Sal. 232;

1Jn. 3, 1-13;

Mt. 5, 1-12


Una fiesta importante para los cristianos la que hoy celebramos. Una fiesta, podemos decir, de toda la Iglesia o, si queremos, una fiesta en que celebramos a toda la Iglesia. Me explico. Decimos que celebramos hoy a todos los Santos. ‘Nos has otorgado celebrar en una misma fiesta a todos los santos’, decimos en la oración litúrgica. Pues bien, por eso mismo, es la fiesta de toda la Iglesia.
Nuestra mirada se dirige quizá en primer lugar a la ‘Jerusalén celeste, a la asamblea festiva de todos los santos que ya en la gloria del cielo eternamente alaba al Señor’. La Iglesia triunfante, decimos. Esa multitud incontable de la que nos ha hablado el Apocalipsis que cantan el cántico eterno de la gloria de Dios.
Pero, como sabemos, muy unida a esta fiesta está la conmemoración que el día 2 de noviembre hacemos de aquellos que han muerto y que purificándose en el purgatorio esperan llegar también a la gloria del cielo. Nosotros nos sentimos también unidos a ellos y por ellos oramos para que pronto puedan ya participar de la Jerusalén celestial. Dicha conmemoración, como ya reflexionaremos en otro momento, es también para la Iglesia una fiesta y celebración de esperanza.
Pero hoy también contemplamos y celebramos a la Iglesia que peregrina aún en la tierra, los santos que en medio de nosotros están caminando como nosotros peregrinos hacia esa patria del cielo; peregrinos todos nosotros que hemos de ser santos porque para eso fuimos consagrados en el Bautismo; nosotros que queremos ser santos y a pesar de nuestra debilidad y tropiezos queremos vivir en fidelidad al espíritu de las Bienaventuranzas que Cristo nos deja y enseña como verdadero camino de santidad.
Cuando nos miramos a nosotros mismos tan pecadores nos pueden parecer utópicas estas palabras que ahora nos están sirviendo de reflexión. Pero tenemos que ser utópicos y soñadores que con ilusión y esperanza queramos recorrer ese camino. Nos hace falta mirar hacia lo alto, aspirar a alcanzar los más altos niveles de santidad porque no es propio de un cristiano que se toma en serio su condición quedarse en la mediocridad, en simplemente irnos arrastrando sin más, porque sería además la manera de que nunca lleguemos a alcanzar esas altas cotas de la santidad.
Digo altas cotas, pero eso no significa que sean inalcanzables, porque además si nos fijamos bien en el evangelio Jesús no nos pide habitualmente heroicidades sino la fidelidad de las cosas pequeñas y sencillas que se hacen grandes por el amor. Es el camino de las Bienaventuranzas que hoy nos propone.
Sin seguir adelante, dejadme deciros una cosa; las bienaventuranzas que Jesús nos propone son su autorretrato. Miramos el espíritu de las Bienaventuranzas y como al trasluz a quien estamos viendo a Jesús. En ellas está retratada su vida, sus actitudes, su entrega, su amor. Y a ese Cristo lo vemos caminando a nuestro lado, en medio de nosotros, en tantos que calladamente y con sencillez viven, quieren vivir el espíritu de las Bienaventuranzas.
Jesús nos está diciendo que es el camino verdadero que nos lleva a la dicha, a la felicidad. Nos cuesta a veces entenderlo. Depende de verdad en lo que nosotros hayamos puesto como ideal o meta de felicidad. Cuando queremos impregnarnos del espíritu del evangelio quizá choquemos con la manera de pensar del mundo.
Algunos no conciben que se pueda ser feliz si no tienen de todo como si la abundancia de las cosas o la posesión de las riquezas sea lo único que les diera la felicidad llenando así su vida de mil cachivaches sustitutivos de lo que les falta en lo más hondo; piensan en pasárselo bien en la vida despreocupándose de todo y de todos; sólo se preocupan de sí mismos no permitiendo que nada ni nadie interfiera en su vida con problemas o sufrimientos, porque eso les podía mermar su aparente felicidad; que nada ni nadie los haga sufrir; lo importante es ganar o estar en el pedestal de la fama del poder o de la gloria a costa de lo que sea; los problemas del mundo o de los demás, que cada uno se las arregle; sólo piensan en disfrutar y pasárselo bien.
Claro que a quienes así piensan les puede sonar raro o inútil lo que Jesús nos propone, porque ellos no se van a complicar la vida. Pero ¿se es feliz así de verdad? ¿tendrán una felicidad duradera y que a la larga les haga sentirse bien por dentro? ¿no será todo vanidad y vacío interior?
Nosotros queremos mirar el sentido de lo que Jesús nos propone en el evangelio y de manera especial en las Bienaventuranzas. Y, como decíamos antes, esa mirada no es otra que mirar a Jesús, mirar lo que Jesús hacía y lo que era en verdad su vida. Y queremos tener una mirada sincera, auténtica porque también nosotros sentimos la tentación de lo que describíamos antes en el espíritu del mundo; nos sentimos muchas veces atraídos por esos cantos de sirena. Y hasta podemos tener la tentación algunas veces de poner en duda las palabras de Jesús.
Pobres y sin apegos, sintiendo hondamente la inquietud por los demás, por su bien, por su dicha y felicidad, aunque eso algunas veces nos haga sufrir; alejando de nosotros la malicia del corazón; haciendo nuestras las preocupaciones de los demás y queriendo poner nuestro granito de arena de cada día para que todos vivamos en paz; no temiendo el sufrir la incomprensión o el sarcasmo de los otros porque nosotros hayamos optado por una vida así; poniendo toda nuestra confianza en Dios, porque sabemos que es Padre, pero aprendiendo también a confiar en el hombre – cuánto necesitamos esa confianza de los unos en los otros – podíamos decir que son como traducción a hechos concretos lo que formula Jesús en la Bienaventuranzas; si lo hacemos así estaremos dando pasos y pasos muy certeros y seguros por el camino que nos conduce a la felicidad más plena, que nos conduce a una dicha sin fin.
No se nos piden cosas extraordinarias sino que lo extraordinario está en esa fidelidad a esas pequeñas cosas con las que sabemos que en verdad estamos construyendo el Reino de Dios. Y queriendo vivir todo eso hay muchos a nuestro lado que muchas veces nos pasan desapercibidos, pero que ahí están calladamente construyendo el Reino de Dios. Son esos santos que hoy también celebramos, porque como decíamos también tenemos que echar una mirada y celebrar a los santos de nuestro alrededor.
Que los santos que ya están en el cielo y que lo único que hicieron mientras peregrinaron por esta tierra fue el vivir el espíritu de las Bienaventuranzas de Jesús, sean para nosotros poderosos intercesores en el cielo para alcanzarnos del Señor esa gracia que tanto necesitamos y nos ayude a vivir ese camino de santidad, ese camino verdadero de dicha y felicidad.
Por último decir que celebrar esta fiesta de todos los Santos no la podemos entender sin nuestra fe en la resurrección y en la vida eterna. Sin esta fe y esperanza todo lo otro podría carecer de sentido. Porque es en esa vida eterna, en ese cielo al que aspiramos donde podremos vivir esa felicidad total, en plenitud y por toda la eternidad con Dios. Por eso pediremos en esta liturgia que ‘pasemos de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino de los cielos’. Cuando comemos a Cristo en la Eucaristía se nos está dando en prenda la vida futura.

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