domingo, 30 de agosto de 2009

Coherencia y autenticidad en el corazón y la vida


Deut. 4, 1-2.6-8;

Sal. 14;

Sant. 1, 17-18.21-22.27;

Mc. 7, 1-8.14-15.21-23


‘¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen tus discípulos la tradición de los mayores?’, pregunta un grupo de fariseos y letrados venidos de Jerusalén. La respuesta Jesús se la dio con palabras del profeta Isaías: ‘este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos’. Y apostilla Jesús: ‘Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres’.
El Evangelista ha explicado bien lo de las costumbres convertidas en preceptos por los fariseos de lavarse las manos cuando vienen de la plaza ‘restregando bien, siguiendo la tradición de sus mayores’. Podrían haber tocado alguna cosa impura – recordemos cómo consideraban impuros a los enfermos y sobre todo a los leprosos – y eso les trasmitiría una impureza legal de la que habrían de purificarse.
¿Qué era lo importante? ¿lo externo y la apariencia o lo que tiene que brotar del corazón? ¿Hacer las cosas porque siempre se han hecho así, aunque sea una rutina repetitiva y que hasta haya perdido sentido, o descubrir hondamente lo que es la voluntad del Señor y a través de su Palabra - la Palabra de Dios, no la palabra de los hombres – llenarme de nueva vida?
Jesús está pidiendo coherencia de vida y autenticidad. ¡Cuánto daño hace la incongruencia! Cuando no hay coherencia y autenticidad estamos llenando la vida de mentira. Las mentiras peores no son cuando con nuestras palabras decimos una cosa por otra, sino cuando llenamos la vida de falsedad. (Algunas veces nos confesamos de que hemos dicho una mentirita piadosa y no examinamos la falsedad que pueda haber en nuestra vida). Queremos aparentar una cosa pero realmente en nuestro ser más profundo somos realmente otra cosa muy distinta. Y cuando nuestro estilo de vida lo llenamos con apariencias, lo tremendo es el vacío que a la larga hay dentro de nosotros mismos.
De ahí que nuestra vida cristiana no la podamos reducir meramente al cumplimiento de unas normas o preceptos si nuestro corazón, las actitudes interiores que tengamos están bien lejos de esa fe que decimos tener simplemente porque cumplamos unos reglamentos.
Muchas veces la gente te pregunta o se pregunta qué cosas tengo que hacer pretendiendo les des unas normas o unos reglamentos. Yo te diría, pregúntate qué es lo que tienes que vivir, o más bien, a quién tienes que vivir. Ser cristiano es una vida, pero que ya no es sólo vivir tu vida, sino que es vivir a Cristo en ti. Aquello que decía san Pablo ‘ya no vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí… para mi vivir es Cristo’.
Ya no serán, pues, unas normas o preceptos; es simplemente dejarte conducir por Cristo, dejarte llenar de su Espíritu y todo podíamos decir que sale como espontáneo de ese vivir en el Espíritu. Surgirá el amor, la generosidad, la bondad, la solidaridad, la justicia, la verdad y autenticidad de mi vida.
En el salmo nos preguntábamos ‘Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?... el que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales…’ el que no hace daño a nadie sino que siempre busca el bien, el que no se comporta con el prójimo con tacañanería o por interés. Es que ya no sólo estamos hospedándonos en la tienda del Señor, sino más bien es Dios quien ha puesto su tienda en nosotros, habita en nosotros.
Comenzábamos la reflexión recordando la pregunta con la que los fariseos querían cuestionar a Jesús del si lavarse o no las manos antes de comer y por qué los discípulos no lo hacían como mandaba la tradición. Jesús viene a decirles que la maldad no entra en el corazón del hombre porque tengamos o no las manos manchadas. Sabido es cómo en la reglamentación de los judíos en este sentido – y los fariseos eran unos expertos – tenían catalogada toda una serie de cosas que eran en sí mismas impuras y que no podían ni tocar porque era caer en una impureza legal de la que tenían que purificarse con abluciones rituales.
Jesús les dice que la impureza o la maldad no nos viene de fuera, sino que la podemos tener en el corazón y que serán esos malos deseos los que nos harán vomitar maldad desde dentro de nosotros. ‘De dentro del corazón del hombre salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro’.
Limpiemos de maldad el corazón. Eso es lo importante. Más aún, tenemos a quien ha venido para limpiarnos el corazón, para que lo que brote entonces de nosotros sea siempre bueno. Podríamos decir que no sólo nos enseña esa autenticidad, esa bondad, esa justicia en la que tenemos que caminar quienes nos llamamos sus discípulos, sino que El se hace vida nuestra y es nuestra salvación para perdonarnos esa maldad que tantas veces dejamos meter dentro de nosotros, sino también viene a nosotros para transformarnos con su gracia, para llenarnos de su Espíritu que nos hace hombres nuevos.
‘Aceptad dócilmente la Palabra de Dios que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y nos os limitéis a escucharla’, nos decía el Apóstol Santiago en su carta. Esa palabra de Dios que es nuestra inteligencia y nuestra sabiduría, como se nos decía en el libro del Deuteronomio. Que seamos, pues, ese pueblo sabio y ese pueblo santo que así acoja la Palabra de Dios, y que así sienta también la presencia de Dios en medio de nosotros. ‘Así viviréis…’ nos decía el autor sagrado en la primera lectura. Así el culto que le demos al Señor no será un culto vacío, porque habremos llenado nuestra vida de amor que es lo que agrada al Señor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario