miércoles, 29 de julio de 2009

¿Resplandece nuestro rostro después de nuestro encuentro con el Señor en la oración?

Ex. 34, 29-35
Sal. 98
Mt. 13, 36-43


‘Cuando Moisés bajo del monte Sinaí con las dos tablas de la Alianza en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor…’
Tal era el resplandor que tenía que ponerse un velo por la cara, porque los israelitas se sentían impactados y hasta temían acercarse a él.
había hablado con el Señor y su rostro se transfiguró. Estaba tan llena de Dios que su rostro resplandecía. Hermosa imagen que nos trae el recuerdo de lo que contemplaremos en el Nuevo Testamento. Nos recuerda la transfiguración de Jesús en el Tabor, sobre la que hemos reflexionado muchas veces, pero que también dentro de pocos días volveremos a encontrarnos en la fiesta de la Transfiguración del Señor. Allá en lo alto de la montaña se manifiesta la gloria del Señor. Jesús que deja transparentar en su cuerpo mortal el resplandor de la Divinidad. Es Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios.
Moisés resplandece en su rostro porque ha hablado con el Señor. ¿No es nuestra oración un acercarnos también a Dios para hablar con El? ¿No tendríamos nosotros que salir resplandecientes en nuestro rostro o nuestra vida después de nuestra oración, verdadero encuentro con el Señor?
Nuestra oración no es simplemente la repetición de unos rezos, de unos textos oracionales ya previamente preestablecidos que nosotros decimos una y otra vez. Si se quedan en eso pobre sería nuestra oración y pobre sería nuestra fe. Pero seamos conscientes, démonos cuenta que es una tentación que tenemos y ahí está el peligro de convertir nuestra oración en la repetición de unos rezos sin caer en la cuenta de que lo que tenemos que estar viviendo es un encuentro vivo con el Señor.
Es algo que tenemos que cuidar mucho. Serán muchas las cosas que nos distraigan. Otras veces las prisas y los agobios con que vivimos. Las imaginaciones nos suelen jugar malas pasadas que nos impiden concentrarnos debidamente. El hecho está en que no volvemos de nuestra oración con el rostro resplandeciente por haber estado hablando con el Señor; no volvemos con nuestro corazón y nuestra fe caldeada lo suficiente por haber estado en el horno del amor de Dios.
Ese resplandor de nuestro rostro no será una cosa física que se vea con los ojos de la cara, pero sí ha de notarse con los ojos del corazón. Será una actitud nueva, una forma de vivir completamente distinta, un amor más fluido, una alegría en nuestro vivir. De muchas maneras tendría que notarse ese resplandor de Dios en nuestra vida.
Cuidemos siempre el inicio de nuestra oración. Podemos llamarnos un ejercicio de concentración de la mente, o será mejor un acto profundo de fe en la presencia del Señor ante quien nos hallamos. Pero ese buen comienzo de nuestra oración será un factor bastante importante para que nos encontremos hondamente con el Señor y salgamos llenos de El y resplandecientes de El.

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