domingo, 10 de mayo de 2009

Yo soy la vid, vosotros los sarmientos...

Hechos, 9, 26-31;

Sal.21;

1Jn. 3, 18-24;

Jn. 15, 1-8


Vivo en una zona de muchos viñedos que produce ricos caldos y afamados vinos de gran calidad. Yo no soy agricultor, como se puede suponer, pero sí hijo de agricultores y observando lo que vi hacer a mi padre y lo que uno ve hacer alrededor puede aprender muchas lecciones y - ¿por qué no? - comprender mejor lo que hoy Jesús nos dice en el Evangelio. Nos habla Jesús de la vid, de los sarmientos, de la poda y también de los frutos.
Contempla uno terrenos bien cultivados y trabajados con viñedos a los que el agricultor dedica mucho trabajo y esfuerzo para obtener al final de la temporada abundantes cosechas. ¡Cuántos trabajos hay que realizar! Pero junto a esos terrenos bien cuidados se encuentra uno algunas veces con viñedos abandonados, dejados de la mano que al final lo que podrían ser hermosa viña prometedora de abundantes frutos se ha convertido en matorrales que nada producen y de los que no se podrá obtener ningún fruto. No ha habido cuidado, no se han podado a su tiempo, no se han atendido y ese es el resultado.
Es convincente lo que nos dice Jesús. No podemos ser sarmientos arrancados de la vid, que sólo servirían para ser echados al fuego. Es necesario por otra parte que el labrador pode debidamente los sarmientos inútiles e inservibles para hacer que podamos obtener un buen fruto. Necesario es que seamos sarmientos bien unidos a la cepa, a la vid para que la savia de la gracia corra por las venas de nuestra vida y tengamos vida y podamos dar fruto.
El mensaje de Jesús es claro. ‘Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada’. ¿Cómo estaremos unidos a Jesús? Primero que nada nuestra fe en El. Es lo primero que se nos pide y lo más fundamental. Creer en Jesús para vivir unidos a El. Hoy nos decía san Juan en su carta: ‘Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó’. Y ese creer no es simplemente saber muchas cosas, aprender una doctrina o seguir y cumplir con unas normas. Lo que se nos pide es adherirnos a la persona de Jesús. Darle el Sí de mi vida a la persona de Jesús haciendo que El lo sea todo para mí.
Luego eso tendrá unas consecuencias en conocerle más, en descubrir todo el sentido de su evangelio y vivir un estilo de vida como el de Jesús. Pero yo diría que no tenemos que empezar la casa por el tejado sino por los cimientos. Y el cimiento está en el anuncio de Jesús que hagamos a los demás para lograr esa adhesión a Jesús y esa unión con El. Algunas veces se ha comenzado no por la evangelización sino por enseñar los mandamientos, una doctrina y unas normas de vida, pero no se ha anunciado a Jesús. Es importante que primero realmente conozcamos a Jesús.
Pero también nos ha dicho: ‘A todo sarmiento mío que no da fruto, lo poda para que dé más fruto’. Sí, necesitamos una purificación. Tenemos el peligro y la tentación de quedarnos en ramajes y en apariencias. Y tenemos que ir al fondo, para quedarnos en lo esencial, que es lo que dará fruto en nuestra vida, lo que va a dar sentido y valor a todo lo que hagamos.
Muchas veces nos surgen pruebas en la vida. Momentos dolorosos, situaciones difíciles e inesperadas, problemas, una enfermedad que aparece, la muerte de un ser querido, y tenemos el peligro de quedarnos como patinando sin saber como reaccionar como quien no tiene un punto de apoyo fuerte y seguro en la vida. Es ahí donde tenemos que buscar lo esencial, lo que de verdad da valor a la vida porque quizá hayamos vivido con demasiados ramajes o apariencias. Necesitamos la poda para encontrar en Cristo, en su evangelio, lo que da verdadero valor y sentido a nuestra vida.
Quizá esa prueba que nos aparece nos hará profundizar en nuestra vida. Es la poda. Nos hará buscar nuestro apoyo verdadero en el Señor. Porque necesitamos estar de verdad unidos a Jesús. Que encontremos así mayor sentido, por ejemplo, a nuestra oración, o a la escucha de la Palabra de Dios en nuestro corazón. Nos daremos cuenta entonces que sin El nada somos ni nada podemos, por muchas cosas que tengamos en lo humano o en lo material.
‘Permaneced en mí y yo en vosotros’, nos dice Jesús. ¡Cuánto tenemos que trabajar esto en nuestra vida! Eso significa, como decíamos, la oración que nos une a Jesús, nos hace entrar en comunión con El, en la que le pedimos su gracia y su fuerza, pero en la que también sobre todo vamos a experimentar esa presencia tan intensa de Jesús en nuestra vida. Será, como decíamos, también esa escucha de su Palabra, dejando que llegue a nuestro corazón, que sea semilla que se siembre cada día en nuestra vida para mejor conocerle y para más hondamente vivirle. Será todo lo que sea la vivencia de la celebración de los sacramentos, la vivencia de la Eucaristía para alimentarnos de El y para dejar que el habite hondamente en nosotros.
Permanecer unidos a Jesús, porque además no podemos ir diciendo que vivimos nuestra fe por libre o a nuestra manera, o haciendo nuestras batallitas por nuestra cuenta. Porque Cristo nos quiere en comunión con El, pero en comunión también con todos los que estamos injertados en la misma vid. Es la comunión eclesial garantía de nuestra auténtica unión con Jesús. Una expresión de esa comunión eclesial la vemos en los Hechos de los Apóstoles cuando Pablo, después de su conversión, es presentado a los Apóstoles y a toda la comunidad. ‘Entonces Bernabé se lo presentó a los Apóstoles’, que escuchamos en la primera lectura.
‘Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseáis y se realizará’, termina diciéndonos hoy Jesús en el Evangelio. ¡Qué gozo esa garantía que nos da Jesús!

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