miércoles, 11 de marzo de 2009

Un abismo que hemos abierto con nuestro desamor


Jer. 17, 5-10; Sal. 1; Lc. 16, 19-31


Hay abismos que nos los ofrece la propia naturaleza en los profundos barrancos o en las altas montañas. Abismos de vértigo que se nos vuelven infranqueables o al menos de muy difícil acceso, pero que realmente no dependen de nosotros aunque siempre procuramos buscar un camino, un tránsito que nos haga pasar a la otra orilla.
Pero hay algunos abismos que nos creamos nosotros los hombres, donde ponemos distancias entre unos y otros que nos hacen difícil el encuentro, la comunicación, la relación, la amistad y el amor.
Son los abismos nacidos de los egoísmos humanos que nos llenan de ambición, o que nos hacen subirnos en pedestales que de una forma u otra nos distancian, nos apartan de los demás. Podemos estar físicamente cerca, pero por nuestras actitudes egoístas y orgullosas nos incomunican, nos cierran en nosotros mismos e impiden esa relación humana y amistosa. Todos tenemos experiencia de ello, ya porque tengamos que sufrirlo de los demás – qué curioso que siempre son los otros los que ponen distancias o se encierran en sí mismos, ¿será así de verdad? – o porque, reconozcámoslo somos nosotros tantas veces los que creamos esos abismos con los otros. A buen entendedor, pocas palabras bastan, dice el refrán.
Es la consideración que me hago ante la parábola del evangelio que hoy hemos escuchado. ‘Un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día’, nos dice la parábola. Pero ‘en su portal hay un mendigo llamado Lázaro, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del tico, pero nadie se lo daba…’
No es sólo una bonita parábola, que literariamente es también hermosa. Es un reflejo exacto de las distancias que en la vida ponemos entre unos y otros. Lo primero a lo que hace referencia es a la distancia y las diferencias que tenemos entre los ricos y los pobres, en la realidad de cada día de nuestro mundo. Es toda una denuncia de la injusta distribución de la riqueza en nuestro mundo cuando el Señor lo creó para ponerlo en las manos de todos los hombres, de todo hombre, no sólo de alguno.
Pero seguro que si seguimos reflexionando hondamente encontraremos mas referencias en esas actitudes egoístas e injustas que tenemos en nuestra relación de cada día de los unos con los otros. Nos creemos superiores, nos creemos mejores, nos creemos más sabios, nos creemos más santos, nos creemos… y nos ponemos en tantos pedestales para mirar por encima del hombre a los otros pobrecitos…
Y puede entrar aquí todo el mundo de la marginación que creamos y que contemplamos alrededor. Discriminación y marginación que nos daría para hablar mucho.
Pero hay algo más en lo que me quiero fijar. Cuando los hombres ponemos abismos entre nosotros estamos poniendo también abismos entre nosotros y Dios. La parábola también nos habla de ello cuando nos describe el abismo inmenso que no se podía cruzar entre el seno de Abrahán donde estaba Lázaro y el infierno en el que yacía el rico epulón. Abismos que hemos puesto por nuestro desamor y que sólo con el amor podremos rellenar para volver al encuentro.
Tenemos que romper esas barreras o hacer desaparecer esos abismos. Como dirá Abrahán al rico epulón no se necesita que resuciten muertos para que vengan a decirnos la verdad de la vida y la existencia. Ya sabemos lo que rogaba aquel hombre para que Lázaro fuera a decirle a sus hermanos cuál era la situación para que cambiasen. Abrahán le dice: ‘si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’.
Tenemos la Palabra de Dios que se nos proclama cada día, tenemos a Cristo que se nos da una y otra vez y a quien podemos contemplar en el evangelio e imitar. Imitémosle poniendo amor en nuestra vida y todo será distinto. Ya sabemos que con el amor se acaban esos abismos entre nosotros y los demás y entre nosotros y Dios, que mientras no hagamos desaparecer el abismo que con nuestro desamor hemos creado en nuestra relación con los demás, no va a desaparecer el abismo que también nos separa de Dios. Miremos a Jesús que sí nos tiende la mano para que nos acerquemos a El porque en El vamos a encontrar misericordia, pero para que nos acerquemos a El también a través del amor que le tengamos a nuestros hermanos.

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