lunes, 16 de marzo de 2009

Descubramos el actuar de Dios en su sencillez

2Reyes, 5, 1-15
Sal. 41
Lc. 4, 24-30


Las acciones de Dios muchas veces nos desconciertan sobre todo cuando nosotros queremos pensar o imaginar cómo tiene que ser ese actuar de Dios.
Tendríamos que haber aprendido contemplando a Jesús en el evangelio. Mucho nos puede enseñar el evangelio en este aspecto que es bien distinto de lo que nosotros la mayoría de las veces pensamos o imaginamos.
Porque nosotros aún queremos comprar a Dios a base de la prepotencia de nuestras cosas, de las ofrendas que queramos presentarle, o decimos Dios tiene siempre que presentarse de forma espectacular en hechos maravillosos o misteriosos, o pensamos que nosotros tenemos más derechos que otros para que Dios actúe a favor nuestro.
Son distintas posturas o actitudes que aparecen en los personajes o la gente tanto en el texto del libro de los Reyes que hemos hoy escuchado, como de la gente de Nazaret, el pueblo de Jesús, en el evangelio.
Allá vendrá ‘Naamán, general del ejercito del rey de Siria’, con las recomendaciones de su rey – ‘ven que te voy a dar una carta para el rey de Israel’, le dice el rey -, o con el cargamento de plata, oro y ricas vestimentas, ‘Naamán se puso en camino llevando tres quintales de plata, seis mil monedas de oro y diez trajes’. Estaba también la pretensión de Naamán de que el profeta Eliseo saliera a su encuentro como si fuera un vasallo suyo y a través de signos portentosos lo curara de la lepra.
Como estaba también la actitud del pueblo de Nazaret que cuando Jesús les hace ver que no estén esperando milagros espectaculares – ‘en Israel había muchos leprosos y muchas viudas…’ -, terminan por querer arrojarlo por la montaña para despeñarlo. ‘Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba el pueblo, con intención de despeñarlo’.
El actuar de Dios es otro. Serán sencillos los signos, simplemente bañarse en el Jordán en esta ocasión - ‘ve a bañarte siete veces en el Jordán y quedarás limpio’, le dice el profeta – y no pide Dios ofrendas materiales ni de riquezas, sino la ofrenda de un corazón puro y humilde que sabe reconocer la presencia del Señor en las cosas más humildes y sencillas. Cuando Naamán a insistencia de sus criados accede a hacer lo que le pedía el profeta, llegará a reconocer la grandeza y el poder del Señor. ‘Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra sino el de Israel’.
¿Qué nos pide el Señor? ¿Qué le podemos ofrecer para mejor agradarle? La ofrenda humilde de la obediencia de la fe. Un corazón humilde que sabe tener ansia de Dios y que buscará siempre hacer lo que más le agrada al Señor.
Sepamos ver y reconocer ese actuar de Dios, calladamente muchas veces allá en lo hondo de nuestro corazón. Pero quizá para descubrirle tenemos que despojarnos de muchas cosas que pueden hacernos ruido e impedirnos conocer a Dios. El orgullo en nuestro corazón es muy ruidoso y no nos permitirá percibir ese murmullo de amor de Dios para con nosotros. Muchos apegos pueden haber en nuestra vida, que no dejen cabida a Dios en nosotros.
Dios en verdad quiere quitarnos muchas lepras que dañan nuestra vida. Pero quizá no terminamos de reconocer tantas lepras que enferman nuestra vida. Que el Señor nos ilumine para vernos en la realidad pecadora de lo que somos. Y que el Señor tienda su mano hacia nosotros para llenarnos de su salvación.

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