sábado, 13 de septiembre de 2008

Somos un mismo Cuerpo porque comemos de un mismo pan

1Cor. 10, 14-22
Sal. 115
Lc. 6, 43-49

‘Aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan’. Hermoso el mensaje que nos propone el apóstol. Somos uno. Comemos del mismo pan. Ese pan es Cristo. Es la comunión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Ya nos lo había dicho el apóstol. ‘El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no nos une a todos en la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el Cuerpo de Cristo?’ Es lo que venimos a hacer en la Eucaristía. Comemos al mismo Cristo, su mismo y único Cuerpo, bebemos su Sangre, su única Sangre derramada por nosotros para el perdón de los pecados.
Muchas conclusiones tendríamos que sacar de aquí para nuestra vida de cada día, para nuestra convivencia diaria con los hermanos, para nuestra vivencia de Iglesia. Cuando salimos de la Eucaristía después de haber comido el Cuerpo del Señor, de sentirnos en íntima y profunda unión con El, no podemos menos que vivir una comunión semejante con los hermanos. Cuando salimos de la Eucaristía salimos comprometidos para el amor.
No cabe que vengamos a la Eucaristía y no salgamos dispuestos a amarnos más, a vivir esa misma comunión con los hermanos, aceptándonos, comprendiéndonos, perdonándonos. No cabe que salgamos de la Eucaristía y sigamos con nuestras reticencias para aceptar a los demás; sigamos con nuestros recelos, nuestras envidias, nuestros orgullos que nos endiosan poniéndonos por encima de los demás; sigamos con nuestros rencores y venganzas, nuestro hablar mal de los otros, nuestras violencias y desconfianzas. Todo eso tendría que desaparecer si nos hemos unido a Cristo, porque al unirnos a Cristo necesariamente hemos de sentirnos unidos a los demás.
Lo hemos mirado en el día a día de nuestra convivencia, pero tendríamos que mirarlo en el seno de la comunidad, en el seno de la misma Iglesia. Porque muchas veces nos hacemos las guerritas cada uno por su lado; porque también desconfiamos de los demás, desconfiamos de los pastores donde quizá vemos intenciones y cosas ocultas que no tendríamos que ver, y nuestros pastores tendrían que ver en el común de los fieles unos miembros vivos de la Iglesia a los que se les da confianza también en su hacer y en su caminar. Muchas más cosas podríamos pensar y revisar para lograr esa necesaria comunión incluso entre los miembros de una misma comunidad, de una misma Iglesia.
Venimos cada día a la Eucaristía y, como nos dice la gente, nos damos muchos golpes de pecho, diciendo Señor, Señor, ¿y luego no seguimos el camino que nos ha trazado el Señor en el Evangelio? Que no tenga que decirnos Jesús como le hemos escuchado hoy. ‘¿Por qué me llamáis “Señor, Señor”, y no hacéis lo que yo os digo?’ Que no nos tenga que decir que somos como casa edificada sobre tierra, sin cimiento, porque no ponemos por obra las palabras del Señor.
Que cimentemos bien nuestra vida en la Palabra del Señor, pero en la Palabra que escuchamos y ponemos por obra. Para que llenemos nuestro corazón de bondad hasta rebosar. Para que seamos árbol sano que da frutos sanos. ‘El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien...’
Pidámosle al Señor que así rebose nuestro corazón de bondad, de amor, de comprensión, de comunión profunda con nuestros hermanos para que podamos vivir también esa comunión profunda con El.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Un nombre más dulce que la miel, María

Eclesiástico, 24, 17-22
Sal. Lc. 1, 47ss (Canto de María)
Luc. 1, 26, 36


'La Virgen se llamaba María'. Habiendo celebrado hace unos días la natividad de la Virgen María hoy la liturgia nos ha ofrecido la oportunidad de celebrar esta memoria del Santo Nombre de María. Una celebración entrañable que ha estado siempre presente en la devoción a la Virgen: celebrar ese dulce nombre de María con el que la invocamos como Madre, porque así nos la quiso regalar el Señor.
Decir que el único nombre en el que encontramos salvación es el nombre de Jesús. No se nos ha dado otro nombre en el que podamos encontrar la salvación, nombre ante el que se dobla toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el abismo.
Hoy glorificamos el santo nombre de María. Dios quiso asociarla, contar con ella, en la historia de nuestra salvación. La escogió como madre del Hijo de Dios hecho hombre, y para que se realizara ese admirable misterio de la Encarnación hemos escuchado en el Evangelio cómo Dios envía al arcángel Gabriel para hacerle el anuncio a María y para contar con su Si, que trasmitiría ante el trono de Dios.
Nombre glorioso el de María. Así lo proclamaba la liturgia al comienzo de la celebración en la antífona de entrada, tomando las palabras con las que el pueblo de Israel aclamaba a Judith, pero que la liturgia hoy aplica a María. ‘El Señor Dios te ha bendecido, Virgen María, más que a todas las mujeres de la tierra; ha glorificado tu nombre de tal modo, que tu alabanza está siempre en boca de todos’.
Nombre santo el de María. Es el nombre de la llena de gracia, de la que encontró gracia ante Dios, para ser la Madre de Jesús, la Madre de Dios.
Nombre maternal. Como decíamos en la oración, ‘elegida por el Señor para ser Madre suya, quiso que fuese en adelante nuestra Madre’. Así nos la dejó como Madre desde la Cruz. ‘Ahí tienes a tu madre’. A ella nos confiamos; recurrimos a su protección; invocamos su nombre.
En el prefacio diremos ‘has querido, con amorosa providencia, que también el nombre de María estuviera con frecuencia en los labios de los fieles’. Es el nombre dulce como la miel que más pronto aflora en nuestros labios para llamarla y para invocarla. A María contemplamos ‘como estrella luminosa... como madre en los peligros...’ A ella acudimos en nuestras necesidades con la seguridad de que siempre seremos escuchados.
Nos sentimos confortados invocando su nombre. Su nombre más dulce que la miel, como decíamos antes, recordando lo que nos decía el libro del Eclesiástico.
Que de María aprendamos y que ella nos alcance la gracia divina para que nunca nos veamos lejos de su protección. Si hoy hemos comenzado recordando el nombre de Jesús en quien tenemos nuestra salvación, y ahora hemos disfrutado saboreando el nombre de María, no olvidemos que nosotros llevamos un nombre que no debemos nunca mancillar con el pecado, que es el nombre y la condición de cristiano. Es lo que vamos a pedir al final de la celebración. Que ‘a los que has alimentado en la mesa de la palabra y de la Eucaristía, nos conceda rechazar lo que es indigno del nombre cristiano y cumplir cuanto en él se significa bajo la guía y la protección de la Virgen María’.

jueves, 11 de septiembre de 2008

La única espiral buena es la del amor

1Cor. 8, 1-7.11-13
Sal. 138
Lc. 6, 27-38

Pareciera que andamos en la vida como en una espiral. Ya sabemos parte de un punto en una curva podíamos llamar ascendente que va haciendo que se arco se vaya haciendo cada vez mayor pero sin solución de vuelta a un punto de partida sino que más y más se aleja en la medida en que crece. O si queremos en sentido inverso de mayor a menor se va cerrando y cerrando cada vez hasta que el arco se consume en sí mismo en un solo punto.
Un camino y otro de la espiral creo que pueden reflejar muchas actitudes y actos de nuestra vida y de nuestra relación con los demás. Violencia que engendra violencia cada vez mayor; relaciones interesadas que cada vez nos van creando como más deuda de los unos con los otros sin visos de solución; egoísmo que nos encierra cada vez más en nosotros mismos llegando a aislarnos de los demás centrándonos todo en nuestro yo egoísta e insolidario.
Porque tú me dijiste, yo te digo, y porque yo te respondí, tú me contestate más fuerte y así se va generando y generando cada vez un enfrentamiento mayor. Porque tú ayudaste, yo te ayudo, pero tú te verás obligado a ayudarme después, y tendré que corresponderte, con lo que la ayuda no es desinteresada sino que más bien pareciera el pago de una deuda continuada. Como él no me hizo aquel favor, por qué tengo yo que prestarle ayuda ahora, y siempre estaremos esperando a que sea el otro el que comience. Y así podríamos pensar en tantas y cosas que hacemos y que simplemente generan una espiral o de violencia, o de deudas mutuas, o de egoísmos que me encierran.
Hay que romper esta espiral que no nos lleva a nada bueno. Aunque pensemos, es que todo el mundo actúa así, no nos podemos mover sólo por el interés, ni podemos estar siempre respondiendo con la misma moneda a lo que los otros puedan hacernos. Es a lo que Jesús nos invita. Es la Buena Nueva que nos trasmite Jesús. ¿Que todo el mundo lo hace así? Jesús viene a realizar un mundo nuevo, a enseñarnos a hacer las cosas de otra manera. ‘Pues si amáis sólo a los que os aman, ¿qué meritos tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar ¿qué hacéis de extraordinario? También los pecadores prestan a otros pecadores con intención de cobrárselo’.
Al odio tenemos que responder con amor; a la violencia, con paz y perdón; al interés, con generosidad desinteresada; al mal, con el bien; al juicio y a la condena, con comprensión y perdón. Al enemigo y al que te odia, ámalo; al que te hace mal, hazle bien; al que te maldice, bendícelo; al que te injuria, reza por él; con el egoísta, sé generoso; con el violento, sé pacifico; con el interesado, sé altruista y desinteresado, enséñele lo que es la gratuidad; al que te debe, regálale; no juzgues, ni condenes; al que te ofrende, perdónalo siempre hasta setenta veces siete; que tu medida sea siempre la de la generosidad y el perdón.
‘A los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos; haced el bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te peque en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, dale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten’. Son las palabras de Jesús.
Y nos propone un modelo y un ideal. ‘Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo... dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis la usarán con vosotros’. Si alguna espiral tiene que permanecer es la del amor, para abrirnos siempre a los demás. O como decía san Pablo ‘lo constructivo es el amor mutuo’.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Una nueva escala de valores descubrimos en las bienaventuranzas

1Cor. 7, 25-31
Sal. 44
Lc. 6, 20-26

Muchos discípulos y mucha gente venida de todas partes habían llegado a las llanuras de Galilea para oír la palabra de Jesús y para ser curados de todo mal y de toda enfermedad. Lo escuchábamos ayer.
¿Qué tipo de gentes podemos contemplar? Muchos enfermos y aquejados de todo tipo de sufrimiento; gentes pobres y carentes de las cosas esenciales de la vida; gente con sufrimiento en el corazón y quizá perdidas las esperanzas y las ilusiones.
¿Cuál era el mensaje de Jesús? Tenía que ser un mensaje que respondiese a aquella realidad. ‘Dichosos los pobres... los que tienen hambre... los que sufren y lloran... los que son marginados y perseguidos...’ Para ellos la dicha, la alegría, la felicidad, la recompensa eterna.
Pero a este anuncio de dicha y felicidad, como una antítesis, están las lamentaciones de Jesús. Se lamenta Jesús por la suerte de esta gente. ‘Ay de los ricos... ay de los que están saciados... ay de los que ríen... ay de los que os consideráis famosos y triunfantes...’
Quiero pensar en la reacción o lo que pasaría por la cabeza y el corazón de aquellos que estaban escuchando este mensaje de Jesús. Una nueva esperanza nacía en sus corazones. Para la situación de su vida había una respuesta de salvación. Se abría la esperanza y renacía la ilusión. Ellos podían aspirar también a la dicha y a la felicidad. Aunque pareciera contradictorio con la manera de pensar del mundo.
Todo un cambio de chip, de esquema mental. Lo que se considera una dicha, ya no es dicha. Y lo que parece una desgracia, es motivo de felicidad sin fin. Paradojas del Evangelio. Entra en juego una nueva escala de valores. Lo vemos a través de todas las páginas del Evangelio. Lo vemos en el actuar de Jesús y de cómo quiere que sea el actuar de sus discípulos.
Lo había cantado María. La que glorifica al Señor, que se ha fijado en la pequeñez de su sierva; la que canta al Señor ‘que derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; que dispersa a los soberbios de corazón; que a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide sin nada; que se mantiene fiel en su misericordia de generación en generación’ para con todos los pecadores.
Es la Buena Nueva que nos llega con Jesús. María lo vivió. Dichosa, bienaventurada fue llamada por su fe, porque creyó la Palabra del Señor. Es Buena Nueva también para nosotros hoy. De este encuentro con el Señor tenemos que salir llenos de alegría y de esperanza, porque sabemos que las cosas pueden cambiar, que con Jesús las cosas tienen que cambiar.
Nos queda preguntarnos. Y nosotros, ¿mereceremos la bienaventuranza o la lamentación? ¿Cuáles son las actitudes de nuestro corazón? ¿Cómo escuchamos nosotros esas palabras de Jesús? ¿Renace también en nosotros la esperanza?

martes, 9 de septiembre de 2008

Tres momentos: oración, elección y salvación

1Cor. 6, 1-11
Sal. 149
Lc. 6, 12-19

Tres momentos podemos destacar en el texto del Evangelio que comentamos. Un primer momento, la oración. ‘Subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios’.
Un segundo momento la elección de los apóstoles. ‘Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles’. Y el evangelista a continuación nos da la relación de todos sus nombres y algunas circunstancias en torno a su vida.
Un tercer momento, el encuentro con los discípulos y con toda la masa grande de la gente. ‘Bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón’. Ahora son todos los discípulos y todos aquellos que ‘venían a oírlo y a que Jesús los curara de sus enfermedades...’
¿Dónde estaba Jesús? ¿Dónde se sitúa este monte? Probablemente en Galilea, porque en el texto que sigue le veremos proclamar las Bienaventuranzas, en la versión que nos da san Lucas; pero nos habla de gente que ha venido de toda Palestina, nos habla de Judea y Jerusalén, pero nos habla de gentes de más al norte, en la costa de Tiro y Sidón.
Tres momentos, pues, importantes. Nos habla de la unión de Jesús con el Padre, ‘pasó la noche en oración’, en un momento importante porque elige a los doce Apóstoles a los que iba a confiar una misión especial en medio de la comunidad. Son los Apóstoles, los enviados, los que en su nombre han de ir a anunciar el Evangelio a toda la creación. Pero están también todos los discípulos y todos aquellos que se acercan a Jesús para escucharle y para experimentar en su vida la salvación que Jesús nos trae, que viene significada en los milagros que realiza.
Tres momentos importantes también para nosotros. Unidos a Dios en nuestra oración. Necesitamos de Dios, de nuestra unión íntima y profunda con el Señor, que nos llene de su vida, que nos haga sentir su predilección y su amor, que nos haga experimentar su salvación.
También nosotros queremos escucharle allá en lo más hondo de nuestro corazón. Y abrimos nuestra vida a Dios, abrimos nuestro corazón a un encuentro profundo y vivo con El. Es lo que tiene que ser la oración en nuestra vida, más allá de algo ritual que podamos hacer. Como Jesús, según hemos visto en el evangelio. Como lo hizo María; como lo han hecho los santos antes que nosotros y que nos sirven tanto de ejemplo y de modelo.
Y sentimos como Dios tiene un amor especial para cada uno. Nos sentimos llamados y elegidos. Porque su amor es una predilección del Señor por nosotros. A cada uno nos ama el Señor con un amor especial. Dios nos ama a cada uno por nuestro nombre. Recordemos cada uno nuestra historia personal y descubriremos como en ese día a día de nuestra vida el Señor nos ha ido manifestando su especial amor.
‘Yo os he elegido para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca’. El Señor nos ha llamado y elegido y ha derramado su gracia salvadora sobre nosotros. Como nos recordaba san Pablo, somos pecadores porque tantas veces hemos llenado nuestra vida de pecado, pero el Señor ha sido grande en su misericordia con nosotros. ‘Así erais antes... pero os lavaron, os consagraron, os perdonaron invocando al Señor Jesucristo y al Espíritu de nuestro Dios’. Si así nos ha perdonado el Señor, nos ha lavado de nuestros pecados, así ahora nosotros tenemos que dar gloria a Dios dando frutos de santidad y de gracia en nuestra vida.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Te felicitamos, María, es tu cumpleaños

Cuando celebramos el cumpleaños de alguien lo felicitamos y le deseamos los mejores parabienes. Nos alegramos con la alegría de su celebración y participamos con alegría de su fiesta ofreciéndole los obsequios de nuestro amor y amistad que se traduce muchas veces en los regalos que le hacemos.
Hoy es el cumpleaños de María. Es la fiesta de la Natividad, la Virgen Madre de Dios y madre nuestra. También queremos felicitarla con nuestro más sincero amor y ofrecerle el ramos de rosas de nuestro corazón. Hoy es una fiesta muy importante de María, en la que queremos participar con mucha alegría. Una fiesta que en la devoción popular de nuestros pueblos se traduce en numerosas advocaciones en torno al misterio de María. Virgen de la Luz, Virgen del Socorro, Virgen de los Remedios, Virgen de Abona, Virgen del Pino... por mencionar algunas de las que se celebran en esta tierra canaria en sus diferentes pueblos e islas.
La liturgia toda de este día es un canto de felicitación, de alabanza y de alegría en el Nacimiento de María. Cuando digo la liturgia no me refiero sólo a la celebración de la Eucaristía, sino también a la Liturgia de las Horas a través de los diferentes momentos del día. Recogemos algunas de las expresiones que aparecen en la liturgia y que pueden ayudarnos a vivir el sentido de esta fiesta.
‘Tu nacimiento, Virgen Madre de Dios, anuncia la alegría a todo el mundo. De ti nació el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios, que borrando la maldición nos trajo la bendición, y triunfando de la muerte nos dio la vida eterna’, que decimos en la antífona del Benedictus en Laúdes. Así nos habla también de ‘las primicias de la salvación’ que hemos recibido por el nacimiento de María en la oración litúrgica de esta fiesta. Por eso, ‘celebramos con alegría el nacimiento de María, la Virgen: porque de ella nació el Sol de justicia, Cristo el Señor’.
Y si nos habla del nacimiento del ‘sol de justicia, Cristo, el Señor’, el nacimiento de María se convierte para nosotros en la aurora. Ese resplandor que anuncia el día, que anuncia el nacimiento del sol. María es esa Aurora de la salvación porque de ella va a nacer Jesús. Así lo expresamos en la oración después de la comunión en la Misa. ‘Nacimiento de la Virgen María que fue para todo el mundo esperanza y aurora de la salvación’.
Por eso la liturgia nos habla de gozo y alegría a todo momento, gozo y alegría que podemos decir que es también el gozo y la alegría de Dios en el nacimiento de María. Dios la había escogido, la había predestinado para ser su madre, y por eso derramó sobre ella toda gracia y toda bendición. La preservó de todo pecado desde el primer instante de su Concepción en previsión de los méritos de su Hijo. Así lo celebramos hace nueve meses cuando celebrábamos su Concepción y la llamábamos Inmaculada, Purísima. Y Dios se gozó en María, en su belleza y en su santidad. ‘Hoy es el nacimiento de Santa María Virgen, que nos dice una de las antífonas de su fiesta, en cuya bella y humildad Dios se ha complacido’.
Nos felicitamos con María y felicitamos a María en la fiesta de su nacimiento. Cantamos a María y con ella queremos cantar a Dios la mejor de las alabanzas. Le ofrecemos el mejor regalo de nuestro amor que es querer copiar en nosotros su propia santidad. Por eso, con algunas de las advocaciones con que en este día la festejamos, queremos sentirla como Madre que remedia nuestros males, y la llamamos Virgen de los Remedios. Es la madre intercesora a quien acudimos y que sabemos que nos protege. Es la madre a la que confiamos todas las cuitas y deseos de nuestro corazón.
Virgen de la Luz también la llamamos, porque es la aurora que nos anuncia la Luz del Sol, Cristo el Señor, que viene a iluminar nuestras vidas. Queremos llenarnos de su luz. Queremos seguir el rastro de luz que se desprende de María, porque sabemos que si lo seguimos vamos a encontrar la Luz verdadera, Cristo el Señor.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Allí donde hay comunión y amor, allí está Dios

Ez. 33, 7-9;
Sal. 94;
Rm. 13, 8-10;
Mt. 18, 15-20

De una forma u otra cada vez que comenzamos la celebración de la Eucaristía el sacerdote nos recuerda que estamos reunidos como hermanos, como comunidad de amor, como asamblea santa, como pueblo de Dios.
¿Serán palabras rituales o son expresión de algo que vivimos y que queremos celebrar? ¿O quizá venimos porque queremos que el Sacerdote nos celebre la Misa, y lo que menos nos importa es que estamos reunidos como comunidad de hermanos, como familia santa que nos amamos? Creo que este interrogante es muy importante que nos lo hagamos y que tengamos claro qué es lo que somos y qué buscamos cuando venimos a la celebración. No venimos simplemente para que nos digan la Misa, acaso para hacer yo mis oraciones y, bueno, que no se alargue mucho porque tengo luego otras cosas que hacer. La participación en la celebración litúrgica es mucho más.
No siempre tenemos una conciencia clara de que somos una comunidad de hermanos, que somos una familia todos los que nos decimos que creemos en Jesús y pertenecemos a la Iglesia. Tenemos el peligro y la tentación de que, aunque nos decimos creyentes y cristianos, vayamos cada uno por nuestro lado y no sintamos realmente ese calor de una comunidad de amor que tenemos que ser todos los que formamos la Iglesia.
Algo que hemos de tener muy claro. Repercute, por supuesto, en nuestra celebración, en nuestra manera de celebrar, en las actitudes y posturas que tomamos en la celebración, pero repercute en algo esencial de nuestra vida cristiana. Los que creemos en Jesús queremos a entrar a formar parte del Reino de Dios. Los que creemos en Jesús, y que nos hemos unido a El por el Bautismo, al mismo tiempo entramos a formar parte de la comunidad cristiana, de la Iglesia, de la familia de los hijos de Dios. Y esto ha de expresarse en el día a día de nuestra vida.
Formamos, pues, por la fe que tenemos en Jesús como nuestro Salvador, una comunidad de amor, una comunidad de hermanos. Y ser una comunidad de amor entraña muchas cosas en las relaciones mutuas entre los miembros de la comunidad. Somos una comunidad de amor porque nos amamos. No olvidemos que ha sido el principal mandamiento que nos ha dado Jesús. Y porque nos amamos, y nos sentimos unidos, como nos dice hoy en el evangelio, ahí está El en medio de nosotros. ‘Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’, nos ha dicho.
Y nos dice más Jesús en referencia a nuestra oración. Si oramos unidos, unidos en el amor, tenemos la garantía que nos ha dado Jesús de que nuestra oración será escuchada. ‘Os aseguro, además, que dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo’.
Decíamos que somos una comunidad de amor porque nos amamos. Como comunidad caminamos juntos, nos ayudamos mutuamente; como comunidad hemos de sentirnos siempre solidarios los unos con los otros; como comunidad de amor nos aceptamos y nos comprendemos, nos perdonamos y nos ayudamos los unos a los otros a ser mejores, corrigiendo nos defectos, fallos y pecados.
No son fáciles las relaciones humanas entre las personas en cualquier ámbito de la vida, en la familia, entre los vecinos, allí donde trabajamos, y, tenemos que decir también, en nuestro ámbito de Iglesia. Tenemos nuestros orgullos y nuestro amor propio; tenemos nuestra manera de pensar y de hacer las cosas; nos sentimos tentados al egoísmo o a la insolidaridad. Pero precisamente en esa familia que somos los que nos llamamos Iglesia tendríamos que aprender a hacer que nuestras relaciones y nuestro trato sean cada vez mejores y a ello en nombre del amor cristiano tenemos que ayudarnos mutuamente.
Es de lo que nos ha hablado hoy Jesús en el Evangelio, cuando nos habla de la corrección fraterna. Algo que nos cuesta hacer y nos cuesta aceptar. Nos cuesta hacer porque, por una parte, nos echamos para detrás porque decimos que no somos nadie para decirle nada a otra persona, o porque no sabemos hacerlo con la suficiente humildad y amor para no herir, para no dañar. Eso, nos falta amor, porque como nos decía san Pablo ‘uno que ama a su prójimo no le hace daño’. Nos hace falta la delicadeza del amor. Por eso nos decía también ‘a nadie le debáis nada, más que amor, porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley’.
Y nos cuesta aceptar la corrección también por nuestra falta de humildad y de amor. Falta de humildad porque no nos gusta que aparezcan nuestros fallos o errores y que el hermano me pueda decir algo. Falta de humildad y amor por eso mismo porque no nos sentimos esa comunidad que caminamos juntos y nos ayudamos desde el amor los unos a los otros en ese caminar.
Creo que a esto nos está invitando el Señor en este domingo. Seamos en verdad esa comunidad de amor, esa familia, ese pueblo de Dios que caminos juntos porque creemos en Jesús y nos amamos. Además una cosa más. Allí donde hay comunión y amor, allí está Dios.