domingo, 23 de noviembre de 2008
Heredad el Reino preparado para vosotros…
Ez. 14, 11-12. 15-17; Sal- 22; 1Cor. 15, 20-26.28; Mt. 25, 31-46
Llegamos a la finalización del año litúrgico y en este último domingo celebramos la Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Cristo, Señor del tiempo y de la historia, meta hacia la que camina toda la humanidad y toda la creación. El próximo domingo iniciamos un nuevo ciclo con el Adviento disponiéndonos a hacer de nuevo el recorrido por todo el misterio de Cristo.
¿Qué significa que proclamemos a Jesucristo, Rey del Universo? ¿Qué sentido tiene nuestra celebración? Este domingo es la culminación del todo el año litúrgico y podríamos decir que es como un resumen de todo lo que hemos ido viviendo y celebrando a través del año litúrgico.
Comenzamos escuchando la invitación a la conversión porque llegaba el Reino de Dios. Un primer anuncio y un primer paso en nuestra vida, convertirnos al Señor. Terminamos diciendo, el Reino de Dios está aquí; es una realidad comenzada y que avanza progresivamente en nuestra vida, para llegar a la total madurez y plenitud al final de los tiempos.
Llega el Reino de Dios. Jesús lo anuncia y lo realiza. Nos invita a creer en El y convertir nuestra vida. Porque llega el Reino de Dios. Sus palabras, sus obras, su vida, su amor, su entrega lo realizan.
Nosotros estamos en camino. Creemos en Jesús y queremos vivir su Reino. Nos convertimos a El y le reconocemos como nuestro Rey y Señor. Algo más hondo que aquel reconocimiento de las gentes que querían hacerle rey porque les daba a comer pan milagrosamente en el desierto. Nosotros queremos hacerlo realidad en nuestra vida de cada día con nuestras obras, con nuestro amor, con nuestra nueva forma de vivir queriendo acomodarnos al sentido de su Evangelio.
Caminamos hacia la plenitud final donde ya sabemos de qué nos va a examinar El. Sabemos cuál es la pregunta de ese examen final. No vamos a ser preguntados por lo que creemos sino por lo que hemos amado. Por eso nos preparamos y es lo que queremos vivir a pesar de todas nuestras limitaciones y debilidades.
‘Heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’, nos dirá. Y ¿qué es lo que nos ofrece? La vida eterna, el Reino eterno. Cristo es la garantía de que vamos a alcanzar esa vida eterna, ese Reino eterno. ‘Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos’, nos decía el apóstol Pablo. Es cierto que con Adán entró la muerte en el mundo, pero ha venido Cristo para traernos la vida, y la vida eterna. ‘Por un hombre, por Adán vino la muerte… murieron todos; por Cristo ha venido la resurrección… todos volverán a la vida’. El es la primicia, pero con él será aniquilado el último enemigo la muerte. Por eso con Cristo todos estamos llamados a la heredad eterna, a la vida y el Reino eterno.
¿Por qué podemos merecer heredar el Reino en plenitud? Porque en el camino de la vida eso es lo que hemos querido vivir, el Reino de Dios. Pero no ha sido solo el voluntarismo de decir que queremos vivir el reino de Dios, sino que hemos querido poner de verdad amor en nuestra vida para hacerlo realidad en nosotros y cada día un poquito más en nuestro mundo. Hemos entrado a formar parte del Reino porque hemos querido vivir en el amor. Ese es el eje vertebrador del Reino de Dios. Es, como decíamos antes, de lo que en ese momento de la plenitud final se nos va a examinar y lo que hemos ido queriendo hacer en nuestra vida, incluso con nuestras debilidades y flaquezas.
‘Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me hospedasteis; estuve desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme… ¿Cuándo te vimos hambriento… sediento… forastero… desnudo… enfermo o en la cárcel?... os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis’
¿Has compartido un pedazo de pan o un vaso de agua? ¿has sido acogedor con el otro, ya fuera de color o inmigrante, ya fuera de tu agrado o quizá más antipático o repulsivo, fuera quien fuera? ¿Has sido capaz de abrir los oídos del corazón para escuchar y para secar unas lágrimas de soledad o para calmar un sufrimiento del alma o del cuerpo? ¿has sabido detenerte a la vera del camino de la vida sin prisas para hablar con el que pasa o para ayudarle a encontrar un camino? ¿has sabido ser cireneo que ayuda a cargar con la cruz de los demás haciéndoles menos penoso el camino? Lo hiciste con el hermano, lo hiciste a Cristo también.
Para compartir no hacen falta muchas riquezas ni muchas cosas sino solamente un corazón compasivo y misericordioso, un corazón que sabe escuchar, unos ojos que saben mirar con una mirada nueva, una disponibilidad para saber acoger y un deseo de poner el corazón a tono para amar siempre.
Hoy proclamamos que Jesucristo es en verdad el Rey de nuestra vida. Lo proclamamos y lo celebramos.
Lo hemos sentido como buen Pastor que ha caminado a nuestro lado dándonos el mejor alimento para nuestra vida y el mayor consuelo para nuestros necesidades y sufrimientos.
Lo hemos visto subir como Sacerdote eterno, ungido con el óleo de la alegría, hasta el altar de la Cruz para ofrecerse como víctima de expiación para liberarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte y consumar así el misterio de la redención humana.
Hoy lo contemplamos como Rey de todo el universo que presenta la creación entera ante el Padre, como el reino eterno y universal, como el reino de la verdad y de la vida, como el reino de la santidad y de la gracia, como el reino de la justicia, el amor y la paz.
Hoy lo proclamamos con toda nuestra vida, lo cantamos con la mejor alabanza, lo celebramos con la más hermosa acción de gracias, porque por Cristo, en Cristo y con Cristo queremos en la unidad del Espíritu rendir todo honor y toda gloria a Dios Padre por los siglos de los siglos.
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