viernes, 5 de septiembre de 2008

A vino nuevo, odres nuevos

1Cor. 4, 1-5
Sal.36
Lc. 5, 33-39

‘A vino nuevo, odres nuevos’. Así nos dice Jesús en el Evangelio. ¿Qué querrá decirnos?
Podemos recordar otro pasaje del Evangelio que nos habla también de vinbo nuevo, en este caso del evangelio de san Juan. Lo recordamos. Las Bodas de Caná de Galilea. Allí ofrece Jesús un vino nuevo en aquella boda. El evangelista no habla de milagro sino de signo, queriendo decirnos que las acciones maravillosas que hace Jesús son señales de algo más que Jesús quiere realizar. Ese vino nuevo de las bodas de Caná fue un signo por el que muchos discípulos creyeron en él; el inicio, podíamos decir, de algo nuevo que Jesús quería ofrecernos.
El inicio de la predicación evangélica fue una invitación a la conversión, tanto en la predicación de Juan como preparación para la venida del Mesías, como los primeros pasos de Jesús en Galilea. ‘Convertíos y creed en el Evangelio’. Convertíos porque el anuncio de algo nuevo se está realizando. Evangelio es Buena Noticia. Con Jesús llegaba esa Buena Noticia. Con Jesús se estaba haciendo el anuncio de algo nuevo y para creer en ello había que darle la vuelta a la vida, convertirse.
Vino nuevo que necesita unos odres nuevos; vida nueva que necesita un cambio total y radical en la vida anterior; nacer de nuevo que dice Jesús a Nicodemo; levadura nueva, porque hemos de quitar la levadura vieja, que le decía Jesús a los discípulos; hombres nuevos, que nos dirá luego san Pablo, arrancando de nosotros el hombre viejo.
Es que es eso lo que significa creer en Jesús. Eso es lo que tiene que realizarse en nuestra vida. Conversión, porque no podemos andar con componendas ni paños calientes. Hoy Jesús nos dirá que no podemos andar con remiendos. ‘Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para ponérsela a un manto viejo; porque se estropea lo nuevo, y la pieza no le pega a lo viejo’.
Esto tendría muchas consecuencias en nuestra vida. En ese camino de santidad que queremos recorrer, no podemos andar con arreglos con el pecado. ‘Seréis santos, como vuestro Padre del cielo es Santo’, nos dice Jesús en el Evangelio. Cuando viene la tentación no podemos andar haciendo arreglitos. Como Jesús en el monte de la Cuarentena tenemos que saber decir no. Es la radicalidad del amor. Es la radicalidad con que hemos de vivir la santidad.
Jesús anuncia el Reino de Dios, por el que hemos de optar con toda nuestra radicalidad. Jesús nos está proponiendo un nuevo estilo de vivir, que es el Reino de Dios. Ese Cielo nuevo y esa Tierra nueva de la que nos habla el Apocalipsis, porque el primer mundo ha pasado. Pero ¿qué hacemos nosotros? ¿Somos en verdad en nuestra Iglesia testigos de ese mundo nuevo, de ese estilo nuevo del Evangelio? ¿De verdad el Reino de Dios es la opción radical de nuestra vida? ¿En nuestras actitudes y en nuestro comportamiento somos testigos de ese estilo nuevo del Reino de Dios? ¿Vivimos la libertad gloriosa de los hijos de Dios, porque Cristo nos ha liberado?
Cuando Jesús les habla a los discípulos del vino nuevo y de los odres nuevos, de la levadura vieja de los fariseos que hay que quitar, está diciéndoles que sus actitudes, su estilo de vivir con la llegada del Reino de Dios tiene que ser totalmente nuevo.
Pero pareciera que los cristianos volvemos muchas veces a los viejos rituales, a cargarnos de normas y preceptos como Jesús denunciaba en los fariseos y en los maestros de la ley. Algunas veces en algunas instituciones y en la misma Iglesia pareciera que le damos más importancia a todas esas normas y preceptos de los que hemos llenado la vida de nuestras instituciones que del estilo libre del Evangelio. Tenemos el peligro y la tentación de volver a actitudes farisaicas donde lo más importante es lo externo, porque no se tiene en cuenta como se debiera la pureza del corazón.
Hace unos años entró en la Iglesia el aire nuevo del Espíritu con el Concilio Vaticano II, y confieso que algunas veces parece como si volviéramos en muchas cosas a antiguos ritos y antiguas costumbres, ahogando el espíritu de renovación que resplandeció en la Iglesia en los tiempos del Concilio. Por el miedo a equivocarnos, a que se cometan errores o se tengan tropiezos se coarta la libertad en muchas ocasiones de nuevas iniciativas renovadoras que nos harían caminar impulsados por esa fuerza siempre nuevo y joven del Espíritu. Pareciera que nos hiciéramos viejos y timoratos en ese miedo a lo nuevo que el Espíritu pudiera seguir sugiriendo a la Iglesia de tantas maneras.
Como nos decía san Pablo en la carta a los Corintios ‘el Espíritu iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón’. Que el Espíritu nos ilumine, con su fuego queme esa vieja levadura que muchas veces dejamos escondida en muchos rincones del corazón, y nos haga encontrar esos nuevos odres que contengan ese vino nuevo del Evangelio impulsor de vida nueva para nosotros y para nuestra Iglesia.

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