sábado, 19 de noviembre de 2016

Con nuestra manera de vivir ahora el tiempo presente siguiendo el camino de Jesús hemos de dar verdadera razón de nuestra fe y de nuestra esperanza

Con nuestra manera de vivir ahora el tiempo presente siguiendo el camino de Jesús hemos de dar verdadera razón de nuestra fe y de nuestra esperanza

Apocalipsis 11,4-12; Sal 143; Lucas 20,27-40

No siempre somos capaces de dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza. Es más, hay algunos artículos de nuestra fe y que tendrían que animar fuertemente nuestra esperanza que de alguna manera los dejamos de lado, y poco los tenemos en cuenta en el día a día de nuestra vida. San Pedro en sus cartas nos invita a ese dar razón de nuestra fe, que no solo es tratar de explicárnosla razonablemente porque hay cosas que entran en el ámbito del misterio de Dios y con nuestros razonamientos humanos muchas veces se nos hacen en cierto modo incomprensibles, pero en los que hemos de hacer lo que llamamos el obsequio de nuestra fe, asumiendo y asintiendo a aquello que el Señor nos ha revelado.
Vivimos tan seguros y tan contentos quizá con la vida presente, o tan absorbidos por la materialidad de lo que ahora vivimos, que podemos olvidar en cierto modo esa trascendencia de nuestra existencia que ha de hacer pensar en la vida futura y en la resurrección. Si acaso pensamos quizá ligeramente en ello cuando nos vemos involucrados por la muerte de un ser querido, pero más allá de ahí poco pensamos en ello.
Son artículos de nuestra fe que cuando recitamos el Credo son palabras que también decimos, pero que nos pasan en cierto modo desapercibidas quizá por la rutina con que lo recitamos. ‘Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro… la resurrección de la carne y la vida eterna’, decimos según sea una u otra fórmula con la que recitemos el Credo.
Tendríamos que detenernos más en las palabras que pronunciamos para que no sean solo dichas con los labios, sino también nacidas desde lo más hondo de nosotros mismos, y no solo como un asentimiento de nuestra fe, sino como expresión también de lo que vivimos, de lo que es la trascendencia que le damos a nuestros actos, que le damos a nuestra vida.
El cómo ha de ser esa resurrección, cómo será esa vida eterna, quizá de alguna manera nos interrogue y nos llene de dudas y de preguntas, como hacían los saduceos en el evangelio que hoy hemos visto. Ahí están las respuestas de Jesús, en que nos invita a no hacer comparaciones de lo que es nuestra vida de ahora con lo que será esa vida futura. Pensemos en esa vida futura, en esa vida eterna como un participar de la plenitud de la vida de Dios. Es una plenitud de vida, de luz, de amor, de la gloria de Dios. Es un vivir en una plenitud todo lo más hermoso, de lo más noble, de lo más bello que ahora en este mundo hayamos podido vivir, pero que siempre ha estado limitado por la imperfección del momento presente, pero que en Dios podremos vivir para siempre.
Esos momentos buenos, esas cosas buenas de las que podemos disfrutar ahora en el momento presente no querríamos que se acabaran nunca, pero sabemos de la limitación del tiempo presente, pero en Dios no hay limitación, ni imperfección, ni tiempo porque todo es plenitud de eternidad. Así disfrutaremos de la presencia y de la visión de Dios.
Es difícil hablar de todas estas cosas, pero creemos en la palabra de Jesús, en la promesa de Jesús para quienes han puesto su fe en El. Y nos habla de resurrección y de vida, de no morir para siempre, de un vivir para siempre en Dios, porque seremos habitados en plenitud por Dios y nosotros habitaremos en El. Que con nuestra manera de vivir ahora el tiempo presente siguiendo el camino de Jesús demos verdadera razón de nuestra fe y de nuestra esperanza.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Purifiquemos nuestro corazón de aquellas cosas que nos impiden dar gloria a Dios y llenémoslo de mansedumbre, humildad, paz y amor

Purifiquemos nuestro corazón de aquellas cosas que nos impiden dar gloria a Dios y llenémoslo de mansedumbre, humildad, paz y amor

Apocalipsis 10,8-11; Sal 118;  Lucas 19,45-48

Hay gestos que contemplamos o en los demás o nosotros mismos realizamos que nos dicen más que muchas palabras. Por eso es importante que no solo vayamos repitiendo buenas palabras o buenos consejos como cosas, por así decirlo, aprendidas de memoria, sino que lo que vivimos lo traduzcamos a los hechos de nuestra vida porque el testimonio de lo que hacemos y vivimos convence más que muchos sermones les podamos predicar a los demás. Con esos gestos expresamos lo que llevamos dentro, lo que verdaderamente sentimos en nuestro corazón, reflejan lo que es el sentido que le damos a nuestra vida.
Por eso de los milagros Jesús decimos que son signos, y es incluso la palabra que emplea uno de los evangelistas. Pero lo que va haciendo Jesús, su cercanía con todos especialmente con los que sufren, los que son menospreciados y discriminados, los que no eran tenidos en cuenta en aquella sociedad se convierten en verdadero signo de lo que es el amor que Dios nos tiene.
Pero en algunos momentos Jesús tiene gestos y signos especiales, como cuando no solo cura al leproso sino que extiende su mano y lo toca, saltándose todas las reglas y normas prescritas para la relación con esos enfermos. Hoy en el evangelio vemos uno de esos gestos o signos de Jesús, cuando expulsa a los vendedores del templo.
Ya nos dice el evangelista que Jesús enseñaba todos los días en el templo y que el pueblo entero estaba pendiente de sus labios. Cuando habla del pueblo entero está hablándonos, es cierto, de toda clase de personas, pero en especial de los humildes y sencillos que son los que más abiertos están a la Palabra de Dios. Pero bien vemos que no todos los que andaban por el templo escuchaban con la misma actitud a Jesús.
‘Los sumos sacerdotes, los escribas y los notables del pueblo intentaban quitarlo de en medio’. Ya sabemos como andaban al acecho, escuchando a Jesús pero para hacer sus interpretaciones, para ver en qué podían cogerlo para acusarlo. La Palabra de Jesús hería sus corazones llenos de orgullo y de soberbia, y cuando se tienen esas actitudes no se puede escuchar bien.
Pero por otra parte estaban los que andaban a lo suyo, a sus intereses, a sus negocios. Eran los cambistas por una parte, porque las ofrendas al templo habría que hacerlo en el dinero que aceptaba el templo y allá andaban ellos con sus intereses y sus ambiciones de lucro. Pero estaban por todas partes los que hacían las ofertas de sus animales para los sacrificios. Todo era un negocio, aquello era un mercado, lejos estaba de ser lo que verdaderamente había de ser el templo, una casa de oración.
Y ahí contemplamos el gesto de Jesús echando a los vendedores del templo y derribando las mesas de los cambistas. El templo había de ser purificado para que fuera en verdad una casa de oración. No gustará a muchos el gesto de Jesús, pero muchos se sentirán interpelados, algunos descubrirán la necesidad de purificarse desde lo más hondo acogiéndose a la misericordia del Señor para tener unas actitudes.
A nosotros también tiene que interpelarnos. Somos nosotros ese verdadero templo de Dios, porque así hemos sido consagrados desde nuestro bautismo. Pero muchas cosas hemos dejado ir metiendo en nuestro corazón que lo mancha y que nos hace descubrir la necesidad de una verdadera purificación. También se nos meten en nuestro interior ambiciones materialistas que nos ciegan, orgullos que nos atenazan el corazón, violencias interiores que nos hacen perder la paz. No siempre nuestro corazón tiene la suficiente paz y serenidad para escuchar a Dios, para sentir su presencia.
Necesitamos glorificar a Dios con nuestras vidas porque siempre todo en nosotros ha de ser para la mayor gloria de Dios. Quitemos aquellas cosas que nos estorban, arranquemos de nosotros esas pasiones que nos ciegan, llenemos nuestro corazón de mansedumbre, de paz, de humildad, de amor y todo lo que hagamos será siempre para la gloria de Dios.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Nos cegamos y no reconocemos el paso salvador de Dios por nuestra vida que se manifiesta en tantos signos de su presencia que va dejando junto a nosotros

Nos cegamos y no reconocemos el paso salvador de Dios por nuestra vida que se manifiesta en tantos signos de su presencia que va dejando junto a nosotros

Apocalipsis 5,1-10; Sal 149; Lucas 19,41-44
Cuando tenemos el presentimiento de que algo va a suceder, o podemos prever de una forma cierta algún acontecimiento que quizá no nos sea muy grato, nos llenamos de incertidumbre, en cierto modo las angustias se pueden apoderar de nosotros o lloramos de impotencia al ver que quizá no hemos conseguido aquello por lo que habíamos luchado. Son momentos en cierto modo difíciles, que nos llenan de tristeza, y que tenemos también la tentación del desaliento en medio de nuestras luchas y esfuerzos quizá por conseguir algo mejor no solo para nosotros sino también para los demás.
¿Cómo se sentía Jesús al contemplar la ciudad de Jerusalén a la que llegaba una vez más y contemplaba hermosa ante si desde el bacón del monte de los Olivos? Hemos venido siguiendo el camino de Jesús en su subida a Jerusalén. Una subida que El sabía bien que iba a tener un especial significado; había ido anunciando a sus discípulos todo lo que iba a suceder en cumplimiento de las Escrituras y que se iba a convertir en una pascua muy especial no solo para El sino para toda la humanidad.
Hoy le contemplamos llorando enfrente de la ciudad que contempla desde el monte de los Olivos. Allí está como conmemoración un pequeño templo con un ventanal muy hermoso sobre la ciudad y que se llama así precisamente, ‘Dominus flevit’, donde Jesús lloró. Era el presentimiento de la pascua cercana que iba a ser un verdadero paso de Dios en medio de la historia de la humanidad porque era en verdad un paso salvador. No era solo la tentación de la incertidumbre o del desaliento lo que Jesús podría sentir en aquellos momentos. Eran mucho más las lágrimas de Jesús sobre la ciudad santa de Jerusalén.
Allí contemplando la ciudad Jesús recuerda cuantas veces ha recorrido sus calles, cuantas veces ha predicado y enseñado en la explanada del templo, cuantas veces se había ido derramando la gracia misericordiosa de Dios sobre ellos con los signos que realizaba, curando enfermos, haciendo caminar a los inválidos o dando la vista a los ciegos. Pero aquella ciudad permanecía en su ceguera, las sombras del rechazo, de la duda, de la indiferencia, de la cobardía seguían entenebreciendo sus vidas. Y Jesús entraría en la ciudad santa para celebrar su Pascua, porque sobre ella y sobre todos los hombres derramaría su sangre salvadora.
Y Jesús llora porque no han sabido ver el paso de Dios en medio de ellos, no han querido escuchar su Palabra y no se han hecho merecedores de la gracia que Dios tan generosamente derramaba sobre ellos. ‘¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos… no reconociste el momento de mi venida…’ Jesús está previendo también la destrucción y la desolación que una vez más arrasará la ciudad santa. Algo bien doloroso para todo judío sería el ver destruida su ciudad. Pero es otra la destrucción que Jesús está viendo en el corazón de aquel pueblo, de aquellas gentes.
Y de nosotros ¿qué podrá decir el Señor? ¿Habremos reconocido el momento de gracia que continuamente nos regala? También nosotros tenemos el peligro de cegarnos y no saber reconocer la presencia del Señor, no saber escuchar esa Palabra que directamente nos dice al corazón a través de tantos medios. No nos podemos quedar en lamentarnos por aquella ciudad que no supo reconocer la presencia de Dios en medio de ellos, sino que tenemos que mirarnos a nosotros. Cuantas señales va dejando el Señor de su paso por nuestra vida, cuantas llamadas nos va haciendo continuamente que no siempre sabemos reconocer y no siempre es buena nuestra respuesta.
Es una llamada nueva que hoy nos hace el Señor. Es una invitación a descubrir la gracia del Señor. Es un toque de atención que hoy nos hace para que seamos capaces de reconocer ese paso salvador de Dios por nuestra vida.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

No enterremos el don de la fe sino hagámoslo fructificar profundizando en su conocimiento y trasmitiéndolo a los demás

No enterremos el don de la fe sino hagámoslo fructificar profundizando en su conocimiento y trasmitiéndolo a los demás

Apocalipsis 4, 1-11; Sal 150; Lucas 19, 11-28

Están cerca de Jerusalén. Una subida que Jesús había anunciado muchas veces y preparado a sus discípulos para todo lo que iba a suceder. No todos entienden. El Reino de Dios anunciado por Jesús lo entienden de distinta manera; algunos siguen pensando en hechos espectaculares, poco menos que en ejércitos vencedores que arrojasen a los romanos de su tierra; a todo esto se unía el sentido del fin del mundo que ellos tenían, poco menos que apariciones celestiales. ¿Les hace eso perder la tensión de la vida? ¿La tensión y la atención que de tener respecto a sus responsabilidades de cada día? ¿Al propio sentido de sus vidas y de lo que han de hacer?
También nosotros nos podemos llenar de sueños y perder la intensidad que hemos de darle a la vida de cada día. Fácil es el abandono de nuestras responsabilidades, no mantener la tensión en el desarrollo de nuestras cualidades y valores, o no terminar de ver lo que cada uno hemos de hacer desde nuestra condición, desde nuestros valores para mejorar nuestro mundo.
A aquellos discípulos que le seguían como a nosotros ahora Jesús nos propone una parábola. Es la parábola que nos narra san Mateo como los talentos entregados a sus servidores, pero que san Lucas nos habla de las onzas de oro repartidas entre sus empleados mientras el rey está fuera. Entendemos siempre ambas parábolas como el desarrollo que cada uno ha de realizar de sus propios talentos y valores, el cultivo de sus cualidades no solo en beneficio propio sino también para mejorar nuestra sociedad y el mundo en que vivimos.
En esa onza oro, con el valor que puede representar, quiero pensar en algo más. Quiero hoy pensar en ese don de la fe que Dios nos ha regalado, ha puesto en nuestro corazón. Hablamos de la fe como esa respuesta personal que damos al don del amor de Dios, pero tenemos que hablar de la fe como ese don sobrenatural que Dios ha puesto en nuestro corazón. No es cuestión solo de nuestra voluntariedad en la respuesta que damos, sino sobre todo es ese sentir ese don maravilloso de Dios, ese don sobrenatural que Dios ha sembrado en nuestro corazón.
Es un regalo de Dios, pero que como esos dones y cualidades, esos valores de la vida de los antes hablábamos también hemos de cultivar y se han de manifestar los frutos en nuestra vida pero que también enriquecen a los que están a nuestro lado. Cultivar la fe que es querer mantener cada día una mayor unión con el Señor; cultivar la fe que es conocer qué es lo que nosotros creemos y a qué nos lleva esa fe que tenemos en Dios; cultivar la fe que es el conocimiento del credo, pero que, aunque sea un misterio, tratar de razonar y comprender cada vez mejor el sentido de cada uno de los artículos de nuestra fe.
Es algo en lo que fácilmente fallamos la mayoría de los cristianos. Hemos enterrado ese don de la fe; decimos que tenemos fe, que creemos desde siempre, que nadie cree mas que nosotros, que creemos en aquello que nuestros padres nos enseñaron, pero no nos hemos preocupado por estudiar seriamente lo que creemos; no somos capaces de dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza; no sabemos llevar a la práctica de nuestra vida de cada día, a nuestras actitudes, a nuestras posturas, a lo que cada día vivimos ese sentido de la fe.
Hemos enterrado ese don de la fe y no somos capaces de compartirla sabiendo trasmitirla con todo sentido a los demás, los padres a los hijos, los amigos unos a otros, con nuestros vecinos con nuestros compañeros de trabajo. Algunos dicen que es algo tan personal que no hay que manifestarla públicamente y lo que hacen es ahogar su fe; será el miedo al que dirán, será una falta de valentía para dar testimonio de lo que creemos, será la falta de claridad porque realmente desconocemos lo que es nuestra fe, será el temer comprometernos con nuestras posturas, serán, pues, tantos antitestimonios que realmente entonces estamos dando.
Cuidemos nuestra fe, alimentemos nuestra fe, cultivemos nuestra fe, seamos capaces de contagiar nuestra fe a lo que nos rodean.

martes, 15 de noviembre de 2016

Como Jesús hemos de saber detenernos junto al hermano que está quizá esperando que nosotros lo tengamos en cuenta y escuchemos sus anhelos y necesidades

Como Jesús hemos de saber detenernos junto al hermano que está quizá esperando que nosotros lo tengamos en cuenta y escuchemos sus anhelos y necesidades

Apocalipsis 3,1-6.14-22; Sal 14; Lucas 19,1-10

Jesús sigue atravesando la ciudad de Jericó. Siempre con los ojos atentos, siempre con el corazón abierto para el encuentro, siempre buscando a quien necesita una mano que lo levante, una voz que lo anime, siempre buscando al pecador como el médico que atiende al enfermo.
Cuánto tendríamos que aprender. Jesús fue capaz de mirar a lo alto de la higuera, donde nadie podía imaginar que estuviera Zaqueo. Nos enseña a levantar la mirada. Vamos demasiado mirando a ras de tierra pero solo vemos lo que nos interesa, o vamos tan encerrados en nosotros mismos que aunque llevemos los ojos abiertos no somos capaces de ver y mirar la realidad que nos rodea.
Pero Jesús no pasó de largo, se detuvo, se dirigió a Zaqueo, le habló, quería hospedarse en su casa. Algunas veces podemos ver las cosas pero no mirarlas con atención, o desentendernos y pasar de largo. Si nos detenemos y miramos podemos complicarnos; si nos ponemos a hablar con aquel que encontramos solo y que quizá esté ansioso de que alguien se interese por él, quizá nos pueda parecer que perdemos el tiempo y tenemos tantas cosas que hacer o tenemos prisa por llegar a otro lugar, pero siempre estaremos pasando de largo, evitando detenernos, evitando complicarnos.
Eran momentos de salvación y de vida. Jesús invita, nos busca, ofrece, pero nosotros hemos de dar la respuesta.Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa’.. Zaqueo no se hizo oídos sordos a la invitación de Jesús; bajó enseguida de la higuera y le abrió las puertas de su casa. Y con Jesús llegó la salvación a aquella casa.
Jesús tiene muchas formas de llamarnos y de invitarnos a nosotros. Quizá nos está llamando desde esa persona que está al borde del camino, de esa persona que quizá esté esperando que nos fijemos en ella y le prestemos atención. No somos nosotros los que le vamos a dar a esa persona aunque nos pudiera parecer que el detenernos para ver su necesidad o sus deseos nos va a obligar a dar de lo nuestro. No es solo lo que nosotros le demos, sino lo que vamos a recibir.
Y ya es recibir el hecho de que seamos capaces de detenernos de nuestras carreras, comenzar a dejar de mirarnos a nosotros mismos para comenzar a mirar a los demás y sus necesidades y escuchar de sus problemas. Ya estaremos recibiendo porque nuestro corazón está cambiando, porque están naciendo en nosotros actitudes nuevas, porque estamos aprendiendo a actuar como actuaba Jesús. Y ahí está la llamada del Señor, ahí está la invitación a que tengamos otro sentido de vida. Ahí está llegando también la salvación a nuestra vida, porque está llegando Jesús.
A partir de aquel momento todo fue distinto para Zaqueo. ‘Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido’. ¿Comenzará a ser distinta también nuestra vida a partir del momento en que nos encontremos con Jesús a través del hermano con quien nos detenemos a hablar, a quien comenzamos a escuchar, con quien comenzamos a tener una nueva solidaridad? ¿Se podrá decir de nosotros lo mismo?

lunes, 14 de noviembre de 2016

Los gritos de los que sufren a nuestro lado pueden herirnos los oídos, pero tenemos que escucharlos con buena disposición para mirar, escuchar, tender la mano, ayudar a caminar

Los gritos de los que sufren a nuestro lado pueden herirnos los oídos, pero tenemos que escucharlos con buena disposición para mirar, escuchar, tender la mano, ayudar a caminar

 Apocalipsis 1,1-4; 2, 1-5ª; Sal 1; Lucas 18,35-43

Rodeado de gente, de los discípulos que lo seguían a todas partes pero también de aquellos que salen a su encuentro, Jesús va llegando a Jericó. Pocos se dan cuenta quizá, entusiasmados por seguir o querer escuchar a Jesús, de que allí, al borde del camino, hay un ciego pidiendo limosna.
Era algo habitual encontrárselos en los caminos queriendo mover a compasión a los caminantes que se acercan a la ciudad; la ceguera algo muy corriente en aquellos lugares muy luminosos en el valle del Jordán conducía inevitablemente a la pobreza al impedirles realizar algún trabajo. La gente que iba a lo suyo al final pasa a su lado sin casi percibir su existencia.
Nos pasa tantas veces; vamos a lo nuestro, ensimismados en nuestras cosas, en nuestros pensamientos o en nuestras tareas, al calor quizá de nuestras necesidades más o menos cubiertas, o simplemente atareados en conseguir lo mejor para nosotros. Casi no nos damos cuenta, o no queremos darnos cuenta de los que están al borde del camino de la vida. O mejor no verlos para tener que sentir inquietudes dentro de nosotros que no nos dejarían tranquilos. O nos acostumbramos a verlos que nos damos mil disculpas para no hacer nada o incluso culpabilizarlos por la situación en la que viven. Pensemos en cuantos juicios pasan por nuestra mente en este sentido tantas veces.
Pero Jesús nos está enseñando a caminar por los caminos de la vida, caminando El junto a nosotros. Al oír el tumulto el ciego pregunta qué es lo que pasa. El que pasa por el camino es Jesús el de Nazaret. Jesús pasando por el camino, a nuestro lado y al lado de los que nada tienen, pero al lado también de aquellos que quizá vivimos tan insensibilizados que no nos damos cuenta o no queremos ver a los que están al borde del camino.
Se pone a gritar el ciego, pero quieren acallarlo. Les molesta. Pero él grita más fuerte. ‘¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!’ Molestan esos gritos y queremos de mil maneras acallarlos. Pero a Jesús no les molesta, es más, quiere hacérnoslos oír. Quiere que el ciego no esté al borde del camino sino allí en medio de todos. Que todos los vean, que alguien se mueva a compasión para al menos traerlo. Que sus gritos nos interroguen, nos muevan a hacer algo; que comencemos al menos por mirarlos y tenderles una mano. Pasamos tantas veces sin querer mirar. ¿Quiénes serán los ciegos?
Ya sabemos lo que Jesús hizo. Pero ¿qué es lo que nosotros vamos a hacer? Es la gran pregunta que tenemos que hacernos. Es la decisión que hemos de tomar. No nos vale decir que seguimos a Jesús de cerca si no tomamos sus mismas actitudes y comportamientos, si no comenzamos a mojarnos, a comprometernos, a tenderle la mano, a mirar de frente la realidad que nos grita.
¿Seremos capaces de decir como le dijo Jesús a aquel ciego de Jericó ‘qué quieres que haga por ti’? Pudiera ser que nos diera miedo hacer esa pregunta porque ya sería un principio de compromiso. Preferimos muchas veces prejuzgar, ir con nuestras ideas por delante, nuestras soluciones, pero no sabemos realmente lo que los otros puedan necesitar. Por eso hacer esa pregunta es comprometida, porque será olvidarnos quizá de las respuestas que llevábamos preparadas para escuchar el planteamiento real que la situación, las personas nos pueden hacer. Y eso nos puede suceder en muchas ocasiones de la vida, en nuestras relaciones mutuas.
El ciego del borde del camino nos está interrogando. Los gritos de los que sufren a nuestro lado pueden herirnos nuestros oídos, pero tenemos que escucharlos. En nosotros debe haber una buena disposición para mirar, para escuchar, para tender la mano, para ayudar a caminar.

domingo, 13 de noviembre de 2016

En un mundo lleno de oscuridades los cristianos tenemos una luz que ilumine y transforme la realidad de nuestro mundo

En un mundo lleno de oscuridades los cristianos tenemos una luz que ilumine y transforme la realidad de nuestro mundo

Malaquías 4, 1-2ª; Sal 97; 2Tesalonicenses 3, 7-12; Lucas 21, 5-19
Todos sabemos bien que el texto del evangelio no es una simple crónica que el evangelista fuera haciendo de los hechos de Jesús en el momento en que iban sucediendo. Jesús envió a sus discípulos a predicar, a anunciar la Buena Nueva que había sido El con su vida, su muerte y resurrección para el mundo. Fue lo que comenzaron a hacer los apóstoles y los discípulos cumpliendo la misión de Jesús.
El texto de los evangelios surgió de esa predicación y catequesis que los apóstoles y primeros discípulos iban haciendo recordando los hechos y los dichos de Jesús para ir iluminando sus vidas en el momento concreto que iban viviendo. Surgieron los que fueron recopilando ese mensaje de Jesús y, como el mismo Lucas nos dice,   muchos son los que lo fueron haciendo.
Respondían al momento que vivían. Cuando Lucas nos trasmite su evangelio ya muchas de aquellas cosas anunciadas por Jesús se habían ido sucediendo, la destrucción de Jerusalén, el comienzo de las persecuciones; los momentos ya no tan fáciles que iban viviendo aquellos primeros cristianos iban siendo iluminados en el recuerdo del mensaje de Jesús. Se iba así iluminando aquel momento concreto que vivían, de la misma manera que hoy sigue iluminando nuestro momento actual. Siempre es luz para nuestra vida el evangelio de Jesús.
Nosotros también hoy en los momentos que vivimos podemos sentir la tentación del pesimismo y del desaliento por la situación de nuestro mundo, por los problemas que van  surgiendo, las dificultades con que nos encontramos los cristianos. Cuántos problemas siguen entenebreciendo nuestro mundo de hoy. Guerras y violencias, desorientación a todos los niveles que algunas veces no sabemos ni a donde vamos, destrucción de nuestra sociedad con la pérdida de valores y de principios, materialismo que nos agarrota y nos encierra haciéndonos insolidarios e injustos con nuestros semejantes, catástrofes naturales que siembran dolor en distintos lugares del mundo, injusticias cuando vemos tanta insolidaridad en los que podrían hacer tanto para que nuestro mundo fuera mejor, trato muchas veces injusto para los que quieren ser buenos y ser fieles que se transforma luego en persecuciones y hasta en martirio de los buenos.
Pero no podemos dejar que las sombras inunden nuestra vida haciéndonos perder la esperanza. Siempre hay rayos de luz, personas buenas, gente comprometida y solidaria, inquietud en muchos corazones con el deseo de que nuestro mundo sea mejor; aunque algunas veces nos pueda parecer que esas cosas pasan desapercibidas tenemos que saber descubrir esas buenas semillas con las que también vamos construyendo el reino de Dios. Tiene que haber esperanza en nuestro corazón.
El texto del evangelio de hoy nos ilumina. ‘Cuidado que nadie os engañe… no tengáis pánico… así tendréis ocasión de dar testimonio’. En nuestro entorno nos encontramos muchas veces profetas de calamidades; habrá quien nos venga hasta diciendo que estamos en el fin del mundo porque esto ya no hay quien lo arregle. Cuantas veces a lo largo de nuestra vida hemos escuchado anuncios de este tipo. O cuantas veces ante las catástrofes naturales que ocurren tenemos una visión apocalíptica de la historia que puede crear incluso una histeria colectiva.
Pero Jesús quiere que no perdamos la paz en el corazón. Los momentos pueden ser difíciles, como los ha habido también a lo largo de todos los tiempos, pero ahí los que creemos en El tenemos que dar un testimonio, tenemos una tarea que realizar, llevamos una luz con nosotros con la que tenemos que iluminar ese mundo. ‘Así tendréis ocasión de dar testimonio’, escuchábamos que nos decía.
No podemos hacer como aquellos cristianos de Tesalónica a los que escribe Pablo – es la segunda lectura de hoy – que porque pensaban que llegaba el fin del mundo ya no tenían que trabajar. ‘El que no trabaja que no coma’, viene a decirles Pablo.Pues a esos les digo y les recomiendo, por el Señor Jesucristo, que trabajen con tranquilidad para ganarse el pan’. Que tenemos que ser ese administrador fiel que está atento a sus responsabilidades hasta el ultimo minuto, como nos dirá Jesús en otra ocasión.
Es la esperanza con que tenemos que afrontar las situaciones que vivimos en la vida. Es el compromiso de nuestra fe que tendrá que manifestarse en nuestras obras, pero también en las buenas actitudes que tengamos ante la vida, ante la sociedad, ante los demás y ante los problemas que nos pueden ir surgiendo. ¿Que tenemos problemas o que incluso somos mal vistos o perseguidos por la sociedad que nos rodea? Ya Jesús nos lo anunció, pero nos aseguró la asistencia y la fuerza del Espíritu que no nos faltará.
Aprendamos a dejarnos iluminar por el Evangelio, a hacer una lectura del evangelio plasmándolo en nuestra vida y convirtiéndolo en luz de esas situaciones o problemas en los que nos veamos inmersos. Con la luz del evangelio sentiremos como se va transformando nuestro corazón, pero cómo podemos ir también transformando nuestro mundo.