sábado, 6 de agosto de 2016

Aprendamos a subir a la montaña del Tabor de nuestra oración, de nuestra interioridad, del silencio para sentir la presencia y dejarnos iluminar por la luz de Dios

Aprendamos a subir a la montaña del Tabor de nuestra oración, de nuestra interioridad, del silencio para sentir la presencia y dejarnos iluminar por la luz de Dios

2Pedro 1,16-19; Sal 96; Lucas 9, 28b-36

‘Maestro, ¡qué bien se está aquí!’ y no era para menos. La experiencia que estaba viviendo Simón Pedro era única e irrepetible. Nunca había llegado a tener una visión así. La gloria del Señor se estaba manifestando ante él y casi no se lo podía creer.
Jesús se los había llevado a aquella montaña alta. Seguramente les había costado la subida, pero ahora podían decir que había merecido la pena. Y no eran las bellezas de las llanuras de Yesrael que desde allí se contemplaban lo que le causaba admiración. Era algo distinto lo que estaba sucediendo y de lo que eran testigos y que transformaría sus vidas. Con él habían ido también los dos hermanos Zebedeos. Eran los tres discípulos escogidos de manera especial por Jesús para ser testigos de momentos extraordinarios como lo que ahora estaba sucediendo.
Había subido para orar en la montaña, como a Jesús le gustaba; solía ir a lugares apartados y tranquilos, porque la experiencia de Dios es difícil de captarla en medio de bullicios y ruidos. Como Elías que se había ido a la montaña y allí sintió la presencia de Dios; como Moisés que subía a lo alto de la montaña de Dios o del Sinaí; como Abraham que también en soledad del silencio escuchaba y recibía a Dios en su tienda. Ahora Jesús se había transfigurado con la gloria de Dios. Su rostro resplandecía; sus vestidos resplandecían; todo era luz y esplendor; y allí estaban también Moisés y Elías. ‘¡qué bien se está aquí!’
Cuando uno se deja iluminar por la luz de Jesús esa luz no puede dejar de brillar en tu vida. Como Moisés cuando contempló a Dios en la montaña y luego siempre su rostro resplandecía. Disfrutamos de la presencia de Dios en la montaña de la oración, en los momentos especiales que Dios nos concede en que podemos experimentar su presencia en nosotros, pero con esa luz tenemos que ir a los demás. Es tan importante ese momento de encuentro vivo con el Señor para escucharlo, para dejarnos iluminar por El.
La experiencia de la alta montaña aun se había terminado porque los envolvió una nube sino de la inmensidad de la presencia de Dios. Escucharían una voz que señalaba a Jesús como el Hijo amado del Padre.  ‘Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle’. Era ahora la experiencia que llenaría de fuerza sus vidas. Vendrían momentos duros y difíciles; Jesús anunciaba una y otra la experiencia de la pascua que El habría de vivir. Para eso era su próxima subida a Jerusalén y bien necesitaban ellos llevar bien asumida en sus vidas esta experiencia única que habían vivido ahora en lo alto de la montaña. Ahora habían de bajar de nuevo a la llanura de la vida, al día a día por aquellos caminos nuevos que se abrían ante ellos.
Tenemos que vivir nosotros la experiencia de la transfiguración para llenarnos de luz y poder resplandecer con esa luz y llevarla a los demás. Las tinieblas se resisten a la luz. Como dice el principio del evangelio de Juan las tinieblas no la recibieron. Es de lo que tenemos que tener conciencia en nuestro camino para fortalecernos en esa luz, en esa fe y poder dar así testimonio.
Cuánto tenemos que aprender a subir a la montaña del Tabor, que es nuestra oración, que es ese nuestro cuarto interior, que es ese momento de recogimiento e interioridad que cada día hemos de saber tener, que es ese silencio que hemos de saber hacer en medio de los bullicios y ruidos de la vida, para tener esa experiencia de luz, de vida, de Dios.


viernes, 5 de agosto de 2016

Que la Virgen de las Nieves extienda su manto protector de manera especial sobre sus hijos que en la Isla de la Palma padecen la catástrofe del incendio forestal que asola su tierra

Que la Virgen de las Nieves extienda su manto protector de manera especial sobre sus hijos que en la Isla de la Palma padecen la catástrofe del incendio forestal que asola su tierra

Gál. 4, 4-7; Sal. 112; Lc. 2, 1-7
Hoy es una fiesta de la Virgen que tiene una hermosa resonancia popular y un hermoso significado, aunque en su origen fuera fiesta eminentemente eclesial pues es la Dedicación de la Basílica Mayor de Santa María en el monte Esquilino de Roma. Fue, sin embargo, en su origen la primera Iglesia dedicada a María, la Madre de Dios, en el occidente cristiano.
La tradición envuelve en hermosas leyendas la construcción de este templo con el sueño del Papa que le impelía a edificar una Iglesia en Roma donde apareciera el suelo nevado en pleno mes de agosto. Es así como se enmarca el solar donde sería levantada lo que es hoy la hermosísima Basílica de Santa María la Mayor, una de las cuatro Basílicas Mayores o Papales que existen en la Urbe romana. Allí se venera el Icono de Santa María, Salus populi romani, que bien sabemos que el Papa Francisco va a venerar con frecuencia y en especial antes y después de cada uno de sus viajes apostólicos por el mundo.
Decíamos que la fiesta de la Virgen de este día tiene una fuerte resonancia popular sobre todo en la Advocación de la Virgen de las Nieves. Son muchos los lugares que veneran a María con esta Advocación que nos habla de la pureza de María y nos impulsa a seguir sus mismos caminos de santidad y de gracia. No podemos menos de recordar hoy aquí en mi tierra canaria a la Isla de La Palma que la venera como Patrona en esta Advocación de la Virgen de las Nieves, sobre todo en estos momentos angustiosos que se viven en aquella isla con el incendio forestal que va devastando sin control los montes de la isla y poniendo en peligro sus poblaciones.
Queremos pedir con todo el amor de nuestra alma que María extienda su manto protector sobre la isla y sus habitantes y como tantas veces se han visto liberados de tantos peligros ella ahora una vez extienda su protección sobre todos ellos y encuentren la forma de controlar y detener tal catástrofe que se abate sobre la isla. Grande es el amor que los palmeros sienten por su madre y patrona y son muchos los que se congregan hoy en su santuario para invocarla y celebrarla, aunque muchos también se hayan visto imposibilitados para ir a visitarla por las circunstancias que viven. Que María les conceda hacerles sentir paz en sus corazones y la alegría del control de tan devastador fuego que va calcinando sus montes y poniendo en peligro sus vidas.
En otras circunstancias me hubiera detenido en esta reflexión que diariamente os ofrezco en considerar muchas cosas que podemos y tenemos que aprender de María, porque siempre a la Madre tenemos que imitar y muchas son las cosas que de ella podemos aprender. Hoy simplemente quiero invitar a cuantos lean esta página de mi blogs a que eleven una oración especial por los habitantes de aquella bella isla en las duras circunstancias que vive en estos momentos, y por quien ha fallecido desempeñando su labor de luchar contra este incendio.
Que la amargura de las circunstancias negras o difíciles por las que pasamos en ocasiones no nos oscurezca las mentes ni endurezca los corazones, sino que en todo momento sintamos la protección de quien nos ama como Madre y siempre nos querrá llevar hasta la paz de Jesús.

jueves, 4 de agosto de 2016

Como Pedro, como María aprendamos a vaciar nuestro corazón para que se llene de Dios y podamos vislumbrar su misterio de amor

Como Pedro, como María aprendamos a vaciar nuestro corazón para que se llene de Dios y podamos vislumbrar su misterio de amor

Jeremías 31,31-34; Sal 50; Mateo 16,13-23

Jesús camina con sus discípulos más cercanos por territorios fronterizos al norte de Galilea en las cercanías de Fenicia; un momento propicio para hablar con ellos con una mayor intimidad y confianza, para instruirles con mayor detalle y para que surjan preguntas hondas que hagan salir al exterior con palabras interrogantes profundos que pueda haber en sus corazones.
Estaba el amor que sentían por Jesús en esa amistad creciente que da el frecuente trato y la compañía; estaba el entusiasmo que también brotaba en ellos ante los signos que realizaba, los milagros que hacia, las cosas extraordinarias que iban descubriendo en El; estaban por otra parte las manifestaciones de la gente sencilla que lo veían como un profeta, acaso como el Mesías esperado, pero era normal que siguieran las dudas, que surgieran interrogantes, que pensaran incluso en su futuro en ese camino que habían emprendido al seguirle y estar con El.
Jesús quiere hacer aflorar todo eso que llevan en su corazón y que lo expresen verbalmente, porque es el camino de aclarar ideas y dudas y de profundizar en ese conocimiento que van teniendo de El. De ahí esas preguntas. ‘¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?... Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’
La primera pregunta era fácil de responder porque solo bastaba recordar todas las cosas que la gente decía de El cuando contemplaban sus milagros o escuchaban sus enseñanzas. Pero cuando la pregunta va directa a saber lo que tú piensas es más comprometido. Quizá no sabían qué responder y nadie se atrevía a dar la primera respuesta. Pero no hacia falta porque allí estaba Simón Pedro como siempre dispuesto a adelantarse, porque además era grande el amor que sentía por Jesús. ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’.
Y surge la alabanza de Jesús. Has dicho bien, vas por buen camino en tu respuesta. Pero esa respuesta no es cosa tuya, que tú hayas pensado por ti mismo. Podías intuirlo, podías tener esa sospecha dentro de ti, pero en tu corazón ha hablado alguien para revelarte quien soy. ‘¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo’.
El amor de Pedro por Jesús había hecho que se dejara conducir por el Espíritu divino. ‘No te lo ha revelado nadie de carne y hueso…’ Es necesario abrir el corazón, abrirse con disponibilidad total para Dios. Solo así, vaciándonos de nosotros mismos podremos llenarnos de Dios, podremos sentir el amor de Dios en nuestros corazones y será entonces cuando podremos llegar a conocer a Dios, penetrar más profundamente en el misterio de Dios. Ya dirá Jesús en otro momento, dando gracias al Padre, porque los sencillos y los pobres alcanzarán la revelación de Dios.
Mientras estemos llenando nuestro corazón de cosas que nos apropian – no somos nosotros los que al final nos apropiamos de las cosas, sino que las cosas se apropian de nosotros – mientras sigamos encerrados en nuestras ideas preconcebidas, mientras permanezca en nosotros ese orgullo de que nos sabemos todas las cosas, no podremos alcanzar a vislumbrar ese misterio de Dios. Es lo que le vemos hacer ahora a Pedro, como se lo vimos hacer a María, la llena de la gracia, la llena de Dios, porque se hizo humilde y se hizo pequeña y lo único que le importaba era descubrir lo que era la voluntad de Dios para plantarla en su corazón. Pensemos como ha de ser nuestra oración, nuestro trato íntimo con el Señor.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Esa ‘cananea’ puede significar el refugiado, el inmigrante, el que de es de otra raza y tantos con quienes no nos queremos relacionar y tanta desconfianza les tenemos

Esa ‘cananea’ puede significar el refugiado, el inmigrante, el que de es de otra raza y tantos con quienes no nos queremos relacionar y tanta desconfianza les tenemos

Jeremías 31,1-7; Sal.:  Jr. 31,10-13; Mateo 15,21-28

‘¡Ten compasión de mí, Señor, hijo de David…!’ grita una mujer cananea detrás de Jesús. Está fuera del territorio de Israel, se ha ido más al norte, a territorios de Fenicia, en la zona de Tiro y Sidón. Una mujer cananea, no judía ni de religión judía, que se ha enterado de la presencia de Jesús y hasta donde había llegado su fama, va detrás de Jesús gritando con insistencia. Hasta los discípulos que acompañan a Jesús interceden, quizá por quitarse de encima las molestias de aquellos gritos.
Parece que Jesús les sigue la corriente a lo que en su interior quizá pensaban los discípulos como buenos judíos con la respuesta que da, pues para los judíos la salvación era solo para ellos. Quien no fuera judío no pertenecía al pueblo de Dios y no merecería esa salvación. Pero la fe de aquella mujer es grande, porque se postra ante Jesús, no le importan las humillaciones que pueda sufrir si al menos una migaja de compasión llega a ella y se le cura su hija.
Jesús sentirá admiración por la fe y la humildad de aquella mujer. Lo que ha pedido se le ha concedido, su hija se ha curado, pero es mucho lo que ha llegado a aquella casa, a aquellos corazones. Aquella mujer era cananea y merece la alabanza de su Jesús por su fe. Nos recuerda otra alabanza a la fe de alguien por parte de Jesús; fue al centurión, también un pagano, y Jesús decía que no había encontrado en nadie en todo Israel tanta fe como en aquel hombre.
A la hora de sacar enseñanzas para nuestra vida pensamos en nuestra fe y en nuestra humildad; ojalá fuese al menos como unas migajas de la fe aquellas personas. Nos hace preguntarnos por nuestra fe, por nuestra oración, por nuestra confianza. Pero creo que puede hacernos pensar en mucho más.
Cuántas veces discriminamos también en este ámbito de la fe y hacemos juicios sobre la fe de los demás; desconfiamos de la fe de los otros, nos parece que ‘esos’ qué fe van a tener;  y en ‘esos’ podemos poner tantos nombres y situaciones, que si son unos incultos, que esos pobrecitos no saben nada y qué fe van a tener, que si esos no son de los que vienen a la iglesia habitualmente; y podemos llegar a más porque discriminamos, juzgamos y hasta nos atrevemos a hacer nuestros juicios de valor sobre la fe de las personas que son de otra religión, que son de otro país, que son de una determinada condición o raza. Y Jesús en el evangelio alaba la fe de una cananea y de un centurión romano, ambos paganos y no de religión judía. Y nosotros nos creemos los mejores y con la ‘unica’ fe verdadera.
Claro que podemos ampliar mucho más nuestra reflexión a todo un ámbito social donde también hacemos nuestras discriminaciones. Esa ‘cananea’ puede significar el refugio, el inmigrante, el que viene de otro país, el que de es de otra raza, tantos otros a los que miramos sobre el hombro, con los que no nos queremos mezclar ni relacionar, a los que tanta desconfianza tenemos. Y aquí cada uno mire en su derredor y mírese a si mismo para ver con sinceridad cual es el trato que le damos a tantos ‘desconocidos’ que se acercan a nosotros pidiendo quizá una ayuda, o queriendo entrar en relación con nosotros. Cada uno examínese a si mismo con total sinceridad.

martes, 2 de agosto de 2016

¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo! necesitamos escuchar de labios de Jesús y en nombre de Jesús hemos de saber decirlo a los demás

¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo! necesitamos escuchar de labios de Jesús y en nombre de Jesús hemos de saber decirlo a los demás

Jer. 30,1-2.12-15.18-22; Sal 101;  Mateo 14,22-36

‘¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!’ Qué paz sentirían en su espíritu, a pesar de sus temores y sus dudas, cuando escucharon la voz de Jesús, cuando escucharon sus palabras. Una palabra de ánimo, una mano tendida, un brazo sobre nuestros hombros cuando nos parece que nos sentimos hundidos, nos parece que no vemos salidas, que los problemas nos abruman, que la vida se nos vuelve oscura por las dificultades, cuánto bien nos hace. Tenemos seguramente la experiencia de sentirnos en esas soledades y ver aparecer ese amigo, esa persona que se puso a nuestro lado, que nos ofreció una mirada de comprensión y cariño, de quien escuchamos una palabra de ánimo. Qué triste es sentirse en soledad sin notar la presencia de alguien a tu lado, sin esa palabra amiga que te dé ánimo.
Así iban luchando los apóstoles con lago embravecido y el viento en contra. Y Jesús no estaba con ellos. Cualquier cosa les llenaba de temor; por eso la presencia de Cristo que camina sobre el agua en principio les hace temer. Creen ver un fantasma. Pero la voz de Jesús es inconfundible. ‘¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!’ Aunque todavía Pedro que siempre se adelanta a todos quiere confirmar algo más. ‘Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua’. Y aun con sus inseguridades y sus miedos camina hasta Jesús, aunque la duda le hace hundirse. ‘¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?’, le dirá Jesús.
En esos mares embravecidos de la vida necesitamos esa presencia de Jesús. ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?, también nos dice Jesús a nosotros, porque aunque sabemos bien que El está con nosotros siempre, nos lo ha prometido, nos llenamos de dudas tantas veces y también todo se nos vuelve oscuro. Cuántos momentos duros pasamos en la vida y lo peor es que nos parece que nos sentimos solos por nuestra falta de fe. El Señor llega a nosotros de muchas maneras y quiere hacerse presente en nuestra vida. Cuántas señales hemos de saber descubrir de su presencia.
Al final si permanecemos en nuestra fe en El nos llenaremos de paz, sentiremos el gozo en nuestro corazón porque podemos seguir haciendo nuestra travesía a pesar de las dificultades. Quizá la solución de nuestros problemas no es como nosotros habíamos pensado, pero el Señor nos abre caminos delante de nuestra vida. Es necesario confiarnos, estar atentos a esa presencia, a esa voz, a ese camino nuevo que se abre delante de nosotros.
Pero quiero pensar en algo más, aunque fuera brevemente. Desde la experiencia que tenemos de sentir esa presencia del Señor que llega a nosotros por tan diversos caminos – quizá fue un amigo que estuvo a nuestro lado, un acontecimiento, una palabra que escuchamos – hemos de descubrir cómo nosotros podemos ser también ese signo, esa señal, esa luz para los demás. Nosotros podemos tener también esa palabra, tender esa mano, hacer salir de su soledad a alguien que está en esa situación a nuestro lado. Tenemos el peligro y la tentación que ver solo nuestras oscuridades y no ver las soledades que puedan estar pasando otros a nuestro lado.
‘¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!’ necesitamos escuchar de labios de Jesús. Es lo que en nombre de Jesús también nosotros podemos decir a los demás.

lunes, 1 de agosto de 2016

El amor y la misericordia del Señor que experimentamos en nuestra vida nos exige actuar nosotros con igual amor y misericordia

El amor y la misericordia del Señor que experimentamos en nuestra vida nos exige actuar nosotros con igual amor y misericordia

Jeremías 28,1-17; Sal 118; Mateo 14,13-21

El amor y la misericordia del Señor que experimentamos en nuestra vida nos invitan a actuar nosotros con igual amor y misericordia con los demás. Sería incongruente y en cierta manera casi imposible que cuando hemos experimentado en nuestra vida lo bueno que es Dios con nosotros, no actuemos nosotros de la misma manera.
Todo el evangelio es una manifestación clara y palpable de la misericordia de Dios. El evangelio es el anuncio de la Buena Nueva de que Dios nos ama. Ahí está su mensaje principal. Aquello que san Juan tan bellamente nos resume, ‘tanto amó Dios al mundo que no paró hasta entregarnos a su propio Hijo’.
Y es lo que los evangelistas tratan de irnos explicando en la medida en que nos relatan los hechos y las palabras de Jesús. Porque no solo son sus palabras, es la vida misma de Cristo, traspasada del  amor de Dios, la que se nos refleja en sus obras, en su actuar, en cómo se acerca a nosotros que nos vemos reflejados en aquellas multitudes que acudían a El, en aquellos pobres, en los enfermos, en todos los aquejados con tantos males que se acercan a Jesús.
Hoy contemplamos en el evangelio uno de esos momentos de Jesús. Se ha retirado Jesús con sus discípulos más cercanos a un lugar solitario y tranquilo, se ha ido en barca atravesando el lago, pero al desembarcar se encuentra una multitud que le espera. Aparece el corazón misericordioso de Jesús. Sintió lástima de aquella multitud que andaba como oveja sin pastor, y se puso a enseñarles, a curar a los enfermos, pero no se acaba ahí su actuar lleno de misericordia.
Aquella gente ha ido de lejos, están en lugar apartado y en descampado, las pocas provisiones que podían haber llevado se les habrán terminado, hay que darle de comer a aquella multitud. Y Jesús que ha estado mostrando su amor  compasivo y misericordioso quiere actúen ahora sus discípulos. ‘Dadles vosotros de comer’, les dice. Los discípulos han de actuar con el mismo corazón misericordioso y así han de actuar también con aquella multitud, aunque no saben qué hacer. Están lejos, ellos tampoco tienen provisiones - aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces – pero Jesús les enseña cómo tienen que actuar. Será necesario desprenderse de eso poco que tienen, han de poner mucho amor y con la fe todo se resolverá. Ya hemos escuchado cómo acaba el episodio y toda aquella multitud como hasta hartarse.
‘Aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces’ también tratamos nosotros de disculparnos tantas veces cuando nos vemos apremiados por la necesidad o la mayor pobreza de los que nos rodean. ¿No estará sucediendo cada día cuando miramos el bolsillo para buscar esa pequeña moneda que ponemos en la colecta de Cáritas? ¿No será lo que escuchamos en tantos o nosotros quizá hasta llegamos a pensar que no podemos hacer nada por resolver esa pobreza que vemos a nuestro alrededor y han de ser otros los que solucionen los problemas? ¿No será esa la reacción ante el problema de los inmigrantes y de los refugiados que decimos que Europa no puede soportar tanta presión como está recibiendo en tantos que llegan a sus fronteras?
Bien sabemos que no todos piensan así y su actuar es otro porque son capaces de poner sus cinco panes y dos peces a disposición de los demás. Es ese desprendimiento, esa solidaridad desde lo más hondo del corazón lo que irá transformando nuestro mundo. Pero tenemos que dejarnos nosotros transformar, llenar nuestro corazón de misericordia, abrir de verdad nuestro espíritu para aquello que el Señor nos va pidiendo en cada momento. Mucho podemos hacer. Mucho tenemos que hacer. Experimentemos en nuestro corazón ese amor de Dios y nos sentiremos transformados y aprenderemos a actuar también con la misma misericordia para con los demás.

domingo, 31 de julio de 2016

Las responsabilidades de la vida y el desarrollo de nuestros valores no nos pueden encerrar en la codicia sino que tienen que abrirnos a la solidaridad del compartir en justicia

Las responsabilidades de la vida y el desarrollo de nuestros valores no nos pueden encerrar en la codicia sino que tienen que abrirnos a la solidaridad del compartir en justicia

Eclesiastés 1, 2; 2, 21-23; Sal 94; Colosenses 3, 1-5. 9-11; Lucas 12, 13-21
Por aquello de la responsabilidad con que hemos de asumir la vida y todas sus obligaciones tenemos la tentación de vivir muy obsesionados por la consecución de unos bienes materiales con los que podamos afrontar esas necesidades que tenemos y cumplir con nuestras responsabilidades. Enfrentarnos a las responsabilidades de la vida, podíamos decir, es nuestra obligación; lograr una vida digna y lo mejor posible para nosotros y para nuestra familia forma parte del día a día de nuestra existencia. Pero hay una tenue línea roja que nos puede llevar a convertirlo en obsesión y al final en avaricia porque lo que queremos es acaparar y acaparar porque con eso creemos que tenemos nuestras seguridades.
Es cierto, hay que decirlo, que forma parte de las exigencias del evangelio que queremos vivir el desarrollo total de nuestras capacidades y valores, que el talento que tenemos en nuestras manos no lo podemos enterrar porque eso sí que seria dejación e irresponsabilidad, y que en consecuencia hemos de saber hacer fructificar nuestra vida en el desarrollo de esos valores que poseemos. Pero eso nunca debe encerrarnos en nosotros mismos, y ese es un peligro y tentación que tenemos.
El cumplimiento de nuestras responsabilidades y el desarrollo de nuestros valores no deben encerrarnos en el egoísmo y la insolidaridad; tenemos el peligro de la codicia, de la avaricia que nos encierra y nos vuelve duros e inhumanos. Pareciera que todo el objetivo está en la ganancia y la acumulación de bienes y riquezas. Y eso puede traernos muchas connotaciones negativas desde el endurecimiento de nuestro corazón, el aislamiento por desconfianza hacia los que nos pueden hacer mermar nuestras ganancias, la insolidaridad que nos hace pensar primero en nosotros mismos y nos cierra los ojos a las necesidades que puedan estar pasando los demás, a la larga la injusticia porque queremos hacernos dueños absolutos de aquello que Dios ha puesto en nuestras manos no solo para nosotros sino para bien de toda la humanidad.
Es lo que hoy Jesús nos quiere hacer reflexionar en el evangelio.  ‘Guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes’. Nuestra vida vale mucho más que unos bienes o riquezas que podamos poseer; la riqueza más grande está en nuestro yo cuando se abre a un nosotros, en esos valores que hay en nosotros que nos hacen desprendidos, generosos, abiertos al compartir, con un corazón compasivo y lleno de misericordia, comprometidos seriamente con lo bueno y con lo justo para bien de todos. El cumplimiento de nuestras responsabilidades no  nos puede encerrar en la codicia, sino abrirnos a la solidaridad del compartir en justicia con los demás.
Y Jesús nos propone la parábola de aquel hombre rico que le iban muy bien las cosas pero que solo pensaba en agrandar sus graneros para olvidarse de todo y de todos y solo pensar en si mismo viviendo su vida a su manera. Pero eso acumulado un día se acabará más pronto o más tarde, como le sucede al hombre de la parábola de forma inesperada. ¿Qué le queda de su vida cuando solo ha pensado en la posesión de esos bienes materiales? Solo ha sabido cultivar lo material de una forma avariciosa y cuando le faltan esas cosas su vida estará vacía y sin sentido.
Pensemos, sí, qué huella vamos a dejar nosotros en nuestra sociedad a nuestro paso por el mundo. ¿Por qué nos van a recordar? ¿Porque vivimos encerrados en el castillo de nuestro yo aislándonos de los demás y consentidos en el orgullo de esas vanidades que un día se disiparán como humo? Tendrá que ser otra la sombra que proyectemos sobre nuestro mundo, tendrá que ser otro el buen olor que dejemos a nuestro paso si sabemos cultivar los buenos valores; no será con las manos vacías cómo  nos presentemos ante Dios el día en que El nos llame a su presencia.
Hoy termina diciéndonos Jesús ‘así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios’. Como nos dirá en otro lugar del evangelio acumulemos ‘tesoros en el cielo donde los ladrones no los roban ni la polilla los corroe’. Por ahí han de caminar las grandes responsabilidades de la vida y es ahí donde encontraremos la verdadera seguridad.