sábado, 9 de abril de 2016
viernes, 8 de abril de 2016
Pongamos nuestra solidaridad que no sean solo palabras sino que se traduzca en hechos muy concretos y nuestro mundo será mejor
Pongamos nuestra solidaridad que no sean solo palabras sino que se traduzca en hechos muy concretos y nuestro mundo será mejor
Hechos de los apóstoles 5,
34-42; Sal 26; Juan 6, 1-15
‘Pero, ¿qué es esto para tantos?’ era la pregunta que se hacía
aquel discípulo cuando habían encontrado un muchacho con cinco panes y dos
peces. Era una multitud grande la que se había congregado en torno a Jesús. Les
había dicho que había que darles de comer porque llevaban varios días con él y
no tenían que comer estando además en despoblado; ya habían hecho sus cálculos
de la cantidad de dinero que necesitarían para dar de comer a toda aquella
gente, pero estaban en despoblado y allí tampoco había donde comprar pan;
parecía que todo eran dificultades y con lo que tenían no encontraban solución.
¿No nos pasará algo igual a nosotros? Nos abruman los problemas y nos
sentimos tan débiles y sin fuerzas; no sabemos a quien acudir ni como encontrar
soluciones; y eso hasta en las cosas más nimias de nuestra vida. Pero
contemplamos nuestro mundo con sus crisis, con sus miserias, con sus
injusticias y con el hambre que padecen millones de hombres por todas partes.
Queremos hacer pero algunas veces parece que no sabemos que hacer; pensamos
quizá que la solución del problema está en otras manos, los poderosos, los que
tienen el mando o la dirección de la sociedad, y nos inhibimos.
¿Qué puedo hacer yo si soy solo uno en medio de tantos? ¿De que me
valdría dar incluso todo lo que yo tengo si eso no va a solucionar el hambre de
millones? ¿Qué puede valer mi opinión si soy una persona insignificante? Hay
otros que saben más, que pueden más, que ellos comiencen. Y reculamos, nos
echamos atrás, nos cruzamos de brazos, al final ni nuestros pobres cinco panes
y dos peces somos capaces de ponerlos a disposición en unas falsas humildades o
en una poca valoración de lo que podemos valer y de lo que podríamos hacer si
ponemos nuestro granito de arena.
Creo que este pasaje del evangelio de la multiplicación de los panes
que tantas veces hemos meditado nos puede interpelar por dentro sobre lo que
hacemos o no hacemos por nuestra sociedad o por nuestro mundo. Nuestro pequeño
pan, el de nuestra inteligencia, el de nuestra capacidad, el de nuestras ideas,
el de nuestra buena voluntad, el de nuestro compromiso tiene un valor muy
grande. Aunque parezcamos insignificantes podemos hacer mucho, tenemos además
mucho que hacer.
El milagro de Jesús de la multiplicación de los panes Jesús lo está
poniendo en nuestras manos porque nosotros tenemos que seguir realizándolo hoy.
No podemos quedarnos impasibles ante las necesidades de los demás, ante la
situación de nuestra sociedad, ante la dejadez quizá de los que mucho tendrían
que hacer, pero que nosotros tenemos mucho que hacer. No podemos consentir que
nuestra sociedad y nuestro mundo marchen por derroteros de destrucción y de
muerte.
Es el amor el que puede salvar al mundo, como fue el amor de Jesús el
que hizo posible que toda aquella multitud pudiera comer en el desierto. Ahí
tenemos que poner nuestra solidaridad que no sean solo palabras sino que se
traduzca en hechos muy concretos que tenemos que realizar. Cada uno tenemos que
analizar la situación allí donde estamos para abrir los ojos y ver los
problemas y poner nuestros esfuerzo, nuestro empeño en hacer un mundo de mayor
justicia.
Y finalmente un detalle del evangelio. Jesús mandó recoger los panes
que sobraron para que nada se desperdiciara. ¿Hemos pensado cuanto se
desperdicia en nuestro mundo? Serán esas capacidades que tenemos y que no
utilizamos. Y será también materialmente cuántas cosas se tiran, cuántos
alimentos se destruyen, cuántas cosas que pueden servir para ayudar a los demás
se desperdician. Esto nos tendría que llevar a más largas reflexiones.
jueves, 7 de abril de 2016
Busquemos los valores que den plenitud y sentido a nuestra vida llenándonos de esperanza y encontremos la verdadera espiritualidad desde nuestra fe en Jesús
Busquemos los valores que den plenitud y sentido a nuestra vida llenándonos de esperanza y encontremos la verdadera espiritualidad desde nuestra fe en Jesús
Hechos 5,27-33; Sal 33; Juan 3,
31-36
Cada uno habla de lo que sabe; aunque algunas veces seamos osados y
queramos tener opinión de todo sin tener suficiente juicio de valor para hablar
de ello. De aquello que llevamos en el corazón, nos expresamos con nuestros
labios, solemos decir; aquello que son nuestros pensamientos o nuestras
convicciones más profundas se nos va reflejando en la vida, en lo que hacemos y
en lo que decimos.
Lo que expresamos en nuestras palabras y opiniones y lo que
manifestamos con nuestra manera de actuar va a definir la profundidad que
tengamos en la vida y cuáles serían en verdad nuestras metas y nuestros
ideales. Muchas veces nos quedamos demasiado a ras de tierra, en las cosas
materiales, en los intereses de lo que podamos tener o poseer y eso podría
manifestar quizá la falta de una espiritualidad profunda en nuestra vida cuando
solo nos quedamos en lo material, en lo cercano o palpable, en aquello que nos
satisfaga prontamente o quizá con el mínimo esfuerzo.
Por eso tenemos que darle hondura a nuestra vida que significará mirar
a lo alto, mirar más allá de eso que palpamos con nuestras manos, o de eso que
nos pueda dar simplemente una ganancia material o una satisfacción pronta que
se puede convertir fácilmente en efímera. Es saber descubrir otros valores, es
saber trascender nuestra vida, es encontrar esa fuerza espiritual que nos
levante y nos haga reconocer que somos algo más que la materialidad de un
cuerpo o unas cosas terrenas que nos puedan satisfacer.
Es eso que nos va hacer encontrar un sentido y un valor a lo que es
nuestra vida, a lo que hacemos y por lo que nos esforzamos y luchamos. Cuando
faltan esos valores espirituales nos puede suceder que pronto nos encontremos
cansados y hastiados de eso en lo que hemos buscado esas prontas
satisfacciones; cuando nos faltan esos valores espirituales nos sentiremos sin
apoyo y sin fuerza cuando quizá la vida se nos haga dura por los problemas y
dificultades que podamos ir encontrando y parece que todo lo tenemos en contra;
nos sentiremos como desorientados, sin saber que hacer, qué camino tomar, donde
encontrar esa fuerza que nos impulse a seguir luchando con esperanza de que
podemos encontrar algo mejor.
Es descubrir esos valores por los que merece la pena luchar y hasta
sacrificarse porque serán los que nos darán las más auténticas satisfacciones.
Es no tener miedo a esa fe que eleva nuestra espíritu y nos hace aspirar,
desear ese encuentro con nuestro Hacedor, el que tiene que ser el único Señor y
Dios de nuestra vida.
El creyente sabe que en Dios tiene su luz y su fortaleza. El creyente
en Jesús ha encontrado en El la verdad de su vida. El verdadero creyente en
Jesús en El encuentra esa razón para su vivir, se trasciende y se eleva, y en
Jesús encontrará la gracia que le fortalece para no desentenderse del día a día
de su vida, con sus luchas, con sus sueños, con sus deseos de hacer un mundo
mejor, con su compromiso por los demás, con su trabajo por la justicia y la paz
de nuestro mundo.
Tener fe no nos hace desentendernos de este mundo, sino vivir más
comprometidos con El para hacerlo mejor. Esa fe en Jesús llena de esperanza
nuestra vida para superar cansancios y dificultades porque sabe que con Jesús
puede realizar en verdad un mundo mejor.
miércoles, 6 de abril de 2016
Creemos en el amor que nos salva y nos ponemos en camino de amor para ofrecer la luz de la salvación a todos
Creemos en el amor que nos salva y nos ponemos en camino de amor para ofrecer la luz de la salvación a todos
Hechos 5, 17-26; Sal 33; Juan 3,
16-21
Amor de Dios, fe, salvación son las constantes del evangelio de este
día. ‘Para que no perezca ninguno de los que creen en El… para que el mundo
se salve por El’, nos insiste el evangelio. Es la manifestación grande, la
manifestación más maravillosa del amor de Dios.
En algunos momentos nos hemos hecho una imagen del Dios del juicio y
de la condena. Quizá conscientes de nuestra maldad, de nuestro pecado, de
nuestro rechazo a la luz nos quedamos con esa imagen del Dios pronto para
condenar. Pero no es la constante de la revelación de Dios. El Dios clemente y
misericordioso, lento a la ira y tardo para condenar, que ya se nos decía en el
Antiguo Testamento.
Con Jesús se nos manifiesta más palpablemente ese rostro
misericordioso de Dios. Jesús es la presencia del amor de Dios entre nosotros.
Porque nos amaba y con un amor infinito y eterno nos envió a su Hijo. No para
condenar sino para salvar; no para que permaneciéramos en las tinieblas, aunque
nosotros las hubiéramos elegido, sino para llevarnos a la luz. Y lo que
necesitamos es creer en El, creer en su amor, acogernos a su misericordia
infinita, acercarnos a luz para iluminarnos para siempre llenándonos de su
vida.
Es lo que nos repite hoy el Evangelio. Es la Buena Noticia que Jesús
viene a proclamar y nos pide que creamos en El. ‘Tanto amó Dios al mundo
que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él,
sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar
al mundo, sino para que el mundo se salve por él’.
Pero bien sabemos lo que significa
creer; no son solo palabras, no es solo la aceptación de unos dogmas; sí es la
aceptación de una verdad que es el amor de Dios existente desde toda la
eternidad que viene a regalarnos su amor y con su amor la salvación, el perdón,
la gracia de la vida nueva. Pero esa aceptación de esa verdad del amor no es de
forma teórica sino vital, porque es ponernos en la orbita de ese amor para amar
con un amor igual; es ponernos en la órbita de la presencia de Dios que llena e
inunda totalmente nuestra vida; es ponernos en ese camino de Dios, que es
camino de rectitud, de bien, de justicia, de verdad, de paz, de perdón, de
amor.
Recibimos ese amor y amamos con ese
amor; nos llenamos de su paz cuando nos regala su perdón e iremos repartiendo
paz porque nos acercaremos como hermano al hermano, y regalaremos también
nuestra comprensión y el perdón porque ya nunca juzgaremos ni condenaremos al
hermano; en la presencia del Dios del amor en nuestra vida iremos entonces
construyendo ese mundo nuevo desde la rectitud de nuestra vida, desde nuestro
compromiso, desde el trabajo por el bien y la verdad, desde el sentido nuevo de
comunión y de amor con que iremos construyendo nuestro mundo.
martes, 5 de abril de 2016
Un nuevo nacimiento que significaran unas nuevas actitudes y posturas por nuestra parte dejándonos transformar por la acción del Espíritu
Un nuevo nacimiento que significaran unas nuevas actitudes y posturas por nuestra parte dejándonos transformar por la acción del Espíritu
Hechos de los apóstoles 4,
32-37; Sal 92; Juan 3, 1-15
‘Teneis que nacer de nuevo’, le dice Jesús a Nicodemo. ¿Qué significa?
A Nicodemo le cuesta entender, porque como dice él un hombre viejo no puede
volver a entrar en el seno de su madre para volver a nacer. Es una imagen que
nos quiere decir mucho. Jesús quiere dejárnoslo muy claro.
Al principio de los evangelios sinópticos – Mateo, Marcos y Lucas – el
primer anuncio que hace Jesús es la invitación a la conversión para creer en la
Buena Nueva del Reino que anuncia Jesús. Si no hay esa vuelta completa de
nuestra vida no podremos entender esa Buena Noticia que Jesús nos trae y
aceptar esa vida nueva que significa el Reino de Dios.
La imagen que nos presenta el evangelio de Juan es el nuevo
nacimiento. Va en el mismo sentido de lo que se nos decía en los sinópticos, el
de la conversión, el del cambio de vida. Y es que aceptar el Reino nuevo de
Dios que Jesús nos anuncia es una nueva vida, es necesario un nuevo nacimiento.
Es lo que ahora le está diciendo Jesús a Nicodemo. Había venido de noche a ver
a Jesús – en la placidez de la noche cuantas conversaciones profundas se pueden
tener – y venia con buena voluntad porque había descubierto que en Jesús algo
nuevo esta sucediendo, algo nuevo se estaba anunciando. Pero Jesús le dice que
no valen solo buenas voluntades, es necesario algo más, ese cambio profundo,
ese nuevo nacimiento.
Un nuevo nacimiento que significaran unas nuevas actitudes y posturas
por nuestra parte; es necesario ese deseo nuestro, esa apertura de nuestro corazón,
esa voluntad de querer aceptar para hacer nueva nuestra vida. Pero será algo
que no haremos solo por nosotros mismos o con nuestra fuerza y voluntad. Hay
una acción de Dios.
Por eso Jesús le dirá que hay que nacer del agua y del Espíritu.
Recibimos el baño del agua, sí, que nos lava y purifica de todo lo viejo que
hay en nosotros y que hemos de tener la voluntad de arrancar de nuestra vida.
Pero es una acción del Espíritu de Dios en nosotros. Nacer del agua y del
Espíritu.
Entendemos que se está refiriendo al Bautismo. Es un bautismo nuevo,
porque ya para nosotros no será un signo penitencial de purificación como era
el bautismo de Juan. Es algo más, algo nuevo, algo distinto, porque está la
acción de Dios, la fuerza del Espíritu que hará nacer en nosotros una nueva
vida, un nuevo nacimiento, como nos viene diciendo Jesús. Es la gracia de Dios
que nos transforma para llenarnos de la vida de Dios.
Es el bautismo no como un simple rito de iniciación, sino como una
transformación total de nuestra vida. Nace en nosotros una nueva vida con la
semilla del Reino de Dios y de tal manera es nueva esa vida que nos hace hijos
de Dios. Y todo eso por el misterio redentor de Cristo. Es una participación en
el misterio de Cristo, es una participación en su muerte y resurrección, un
morir con Cristo en el bautismo, morir al hombre viejo, para resucitar, renacer
con El en una vida nueva, como luego nos explicará muy bien san Pablo en sus
cartas.
En la Pascua hemos hecho una renovación de nuestro Bautismo. Renovábamos
las promesas bautismales en la noche santa de la resurrección del Señor como un
signo de esa vida de resucitados que habíamos de vivir. Era la conclusión del
camino cuaresmal que habíamos recorrido. Es un nuevo principio en nuestra vida,
porque en verdad queremos sentirnos renovados en esta pascua.
Hemos de seguir atentos y diligentes para no volver a ese hombre viejo
de muerte, sino vivir esa vida nueva en la que hemos renacido. Mucho tendríamos
que reflexionar sobre esto, sobre lo que en verdad ha de significar en nuestra
vida ese renacer de cada día con verdadero sentido pascual.
lunes, 4 de abril de 2016
La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, la gloria del Hijo de Dios en el misterio de su Encarnación
La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, la gloria del Hijo de Dios en el misterio de su Encarnación
Isaías 7, 10-14; 8, 10; Sal 39;
Hebreos 10, 4-10; Lucas 1, 26-38
El veinticinco de marzo la Iglesia celebra una solemnidad muy
especial. Es la fiesta grande de la Encarnación de Dios. El misterio admirable
de Dios que se hace hombre en el seno de Maria. Pero este año de 2016 no
pudimos celebrar esta solemnidad en su propio día porque coincidió con la
celebración del Viernes Santo. Por eso la liturgia traslada esta solemnidad
precisamente a este día, lunes de la segunda semana de pascua. ¿Por qué a este
día, podría preguntarse alguien, y no al lunes siguiente al día de pascua? Por
la sencilla razón de que la semana de pascua es una solemnidad especial, la
octava de pascua que ayer concluíamos, en la que se prolonga la fiesta grande
de la resurrección del Señor durante los ocho días que siguen.
Hoy, pues, celebramos este admirable misterio de la Encarnación. Por
eso escuchamos en el evangelio una vez más – cuántas a través del año en su
liturgia – del anuncio del ángel a Maria en Nazaret del nacimiento del Hijo de Dios
encarnado en sus entrañas. ‘No temas, María, porque has encontrado gracia
ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por
nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará
el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su
reino no tendrá fin’.
El hijo de María va a ser el Hijo de Dios. ‘Se llamará el Hijo del Altísimo’,
le dice el ángel. No es fruto del amor humano, es una concepción misteriosa,
porque es obra de Dios, obra que solo Dios puede realizar. ‘El Espíritu
Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por
eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios’.
Es el Emmanuel anunciado por el
profeta, Dios con nosotros. Es el misterio de Dios ante el que nos postramos.
Es el misterio de Dios que con toda humildad reconocemos. Es el misterio de
Dios que se nos revela para manifestarnos la grandeza del amor de Dios. Así nos
ama Dios que quiere tomar nuestra naturaleza humana, hacerse hombre como
nosotros porque por nosotros se entrega, para a nosotros darnos vida.
Creo que solamente podemos decir ‘Sí’, como María, porque nuestras palabras se quedan
cortas, nuestra lengua se queda muda y sin palabras, nuestra mente se queda
obnubilado ante tanto misterio, nuestro corazón se siente sobrecogido ante
tanto amor.
Muchos no lo entenderán porque
quieren emplear sus raciocinios humanos para comprenderlo. Muchos lo
considerarán como una locura o una insensatez. Pero nosotros confesamos nuestra
fe, nosotros reconocemos el amor de Dios, nosotros nos sentimos agradecidos y
alabamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra vida. Como María
decimos: ‘Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mi según tu palabra’. Como el Hijo de Dios al entrar en el mundo: ‘Aquí
estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’.
Y como nos dice el evangelio de
san Juan: ‘Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros; y hemos
visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y
de verdad’.
domingo, 3 de abril de 2016
Con Cristo resucitado se nos acaban las dudas y nos llega la paz porque para siempre estaremos ya contemplando el rostro misericordioso de Dios que se nos manifiesta en Jesús
Con
Cristo resucitado se nos acaban las dudas y nos llega la paz porque para
siempre estaremos ya contemplando el rostro misericordioso de Dios que se nos
manifiesta en Jesús
Hechos 5, 12-16; Sal 117; Apocalipsis 1,
9-11a. 12-13. 17-19; Juan 20, 19-31
‘No temas: Yo soy el
primero y el último, yo soy el
que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos…’
Es el gozo que seguimos sintiendo en el
corazón. Es la esperanza renacida en el espíritu, allá en lo más hondo de
nosotros mismos. Celebramos a Cristo resucitado. Vivimos a Cristo resucitado,
porque nuestra celebración no es de algo ajeno a nosotros, sino que es algo que
vivimos. ‘Los discípulos se llenaron de inmensa alegría’, comenta el
evangelista ante todo lo que está sucediendo.
También para nosotros se han de abrir
las puertas para que entre la alegría, dejando entrar a Jesús en nuestras vidas;
se han de disipar para siempre los nubarrones que puedan ensombrecer nuestra
vida porque para siempre tenemos la luz de Jesús que nos ilumina y nos llena de
vida. Se derribaran los muros que nos separan y crean distancias entre nosotros
porque ya para siempre comprendemos lo que es el amor y vamos a crear esa
comunión de amor de los hermanos. Algo nuevo tiene que comenzar. Una vida nueva
tenemos que vivir.
Con Cristo resucitado se nos acaban las
dudas porque tenemos la certeza de su presencia. Tomás quería tocar y palpar
porque él no estaba cuando se les manifestó Cristo resucitado por primera vez
allá en el cenáculo. Los apóstoles le decían ‘hemos visto al Señor’ pero
él seguía con sus dudas y con sus miedos. Pero cuando de nuevo Cristo se les
manifieste y él está allí ya no necesitará palpar, tocar con sus manos porque
reconocerá en verdad que era el Señor. ‘Señor mío y Dios mío’. Seguro
que su corazón ardió en el amor de Dios con la presencia de Jesús y ya no
necesitaba pruebas.
Quizá necesitamos ese episodio aunque
no nos gusten las dudas de Tomás, pero así estaremos en verdad convencidos y
con entusiasmo ya para siempre nosotros siempre confesemos la presencia del
Señor resucitado en nuestras vidas. Nosotros hemos de sensibilizar nuestro corazón
para sentir también ese ardor dentro de nosotros, como Tomás, como los discípulos
de Emaús, porque ya para siempre entendamos las Escrituras, porque ya para
siempre aprendamos a sentir y vivir su presencia.
Con Cristo resucitado nos llega la paz,
porque hemos sido redimidos, porque nos trae el perdón y la consolación para
nuestras vidas, porque han de desaparecer las amarguras y los miedos. Llega la
paz, porque se manifiesta la misericordia del Señor que es compasivo y nos
perdona. Nos regala su Espíritu que es Espíritu de amor y de perdón, de gracia
y de vida. No solo recibimos el perdón sino que para siempre su Iglesia ha de ser
mensajera de esa misericordia y de ese perdón, ha de ser signo del amor de Dios
que nos perdona y es misericordioso con nosotros. Es el rostro de Jesús que ha
de manifestar la Iglesia, es el rostro de Dios siempre compasivo y
misericordioso.
Recordamos aquel episodio en que Moisés
o los profetas querían ver el rostro de Dios y les parecía casi imposible
porque pensaban que viendo a Dios morirían. Pues en aquella escena en la
montaña pasa ante el profeta la presencia del Señor y lo que escucha y aprende es
que Dios es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en misericordia. Es
un grito de la misericordia de Dios, una revelación del Dios compasivo y
misericordioso que siempre nos ama. Hoy se nos manifiesta ese rostro de Dios
cuando contemplamos al que vive para siempre, cuando contemplamos y celebramos
a Cristo resucitado.
No tememos ya nunca más porque se ha
manifestado el amor. No tememos nunca más porque con nosotros sentiremos para
siempre la paz de Dios. No tememos nunca más porque nuestra fe sale robustecida
de la presencia del Señor. No necesitamos palpar con nuestras manos ni ver con
los ojos de la cara porque ya para siempre vamos a sentir esa presencia del
Señor en nuestro corazón.
Ahora comenzamos a tener una mirada
nueva para conocer a Dios. Ahora comenzamos a llenarnos con toda intensidad del
amor de Dios y le vamos viendo y sintiendo en los hermanos que caminan a
nuestro lado. Ahora ya comenzamos a aprender a amar con un amor nuevo y
distinto porque en nuestra vida hemos experimentado lo que es el amor, lo que
es la misericordia divina que nos ama y nos perdona, ¿cómo no vamos a amar
nosotros también a los demás? ¿Cómo no vamos a regalarlos mutuamente con ese
amor para crear esos lazos nuevos de comunión entre los hermanos?
Es la victoria que nos trae la paz y el
perdón. Es el triunfo de la vida que nos llenará de vida para siempre. Es el
Reino del amor y la misericordia en el que comenzamos a vivir. Hemos visto al
Señor, nos sentimos derretidos en su amor.