sábado, 30 de enero de 2016

Atravesamos los mares de la vida haciendo camino y a pesar de las tormentas seguros de la presencia de Jesús con nosotros

Atravesamos los mares de la vida haciendo camino y a pesar de las tormentas seguros de la presencia de Jesús con nosotros

2Samuel 12,1-7a.10-17; Sal 50; Marcos 4,35-41

Se suele decir que la vida es un camino, un camino que vamos recorriendo con nuestra existencia día a día en búsqueda de nuestro desarrollo personal, trazándonos metas que queremos alcanzar, buscando también el desarrollo armónico de ese mundo en el que vivimos; camino en el que nos salimos de nosotros mismos para ir al encuentro con el otro con lo que es mi vida, pero aceptando y acogiendo su vida con lo que mutuamente nos enriquecemos; en camino que los creyentes vivimos llenos de trascendencia porque sabemos que no nos quedamos en lo que cada día ahora vivimos sino que esa plenitud que deseamos solo la podemos encontrar en Dios.
Un camino que desearíamos que siempre estuviera lleno de luz, pero que sabemos que nos vamos a encontrar muchas sombras y oscuridades en su desarrollo; nos aparecerán tormentas de todo tipo en nosotros mismos porque aunque siempre aspiramos a lo mejor sin embargo en muchas ocasiones confundidos no escogemos lo mejor y eso nos traerá siempre consecuencias; tormentas en los problemas que la misma vida nos da porque algunas veces se hace dificultoso ese encuentro con los otros o con esa sociedad en la que vivimos; y no digamos cuando nos atenaza el dolor o el sufrimiento ya sea físico en nuestras enfermedades, o ya sea algo más profundo al constatar quizá nuestras propias limitaciones.
Es un camino que como creyentes que somos sabemos que no lo hacemos solos. Al crearnos Dios nos ha puesto en ese camino de la vida, pero con fe podemos sentir su presencia. Jesús, con su mensaje de salvación quiere también ponernos en camino, ‘id…’ nos dice y nos confía una misión en ese mundo global en el que vivimos. ‘Vamos a la otra orilla… y tal como estaban subieron a la barca para atravesar el lago’, nos dice hoy el evangelio.
Allí estaba con ellos, y es bien significativo que se durmió allá en un rincón de aquella barca. Y surgió la tormenta. ‘Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua’.  Y los discípulos estaban asustados, tenían miedo a pesar de tantas veces que habían atravesado el lago y también quizá en medio de tormentas. Ahora les parecía sentirse solos porque Jesús dormía y no se despertaba a pesar de lo fuerte de la tormenta.
Les parecía sentirse solos. Como nos sucede muchas veces a nosotros cuando tenemos que enfrentarnos a esas tormentas o a esas oscuridades de la vida que antes mencionábamos. Nos parece ir a la deriva y que no hay norte que nos guíe o nos libere de esa fortaleza que nos tienta y pone a prueba nuestra fe.
Por fin despertaron a Jesús. ‘¿No te importa que nos hundamos?’ poco menos que le reclaman. Es el grito de la angustia. ‘¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?’ ¿Por qué somos tan cobardes? ¿Dónde hemos puesto nuestra fe? Tendríamos que ser nosotros los que reflexionáramos y nos preguntáramos por nuestra fe. Allí está Jesús, aquí está Jesús que con El sabemos seguros que tendremos la victoria.
Despertemos nuestra fe porque somos nosotros los que nos dormimos y muchas veces nos olvidamos de nuestra fe.  Aunque nos parezca que Dios no nos oye, El está ahí siempre a nuestro lado. Es nuestra fortaleza. Es la Roca segura de nuestra salvación. Con El siempre tendremos la luz que venza la oscuridad aunque las tinieblas quisieran vencer la luz.
Sigamos haciendo el camino seguros de la presencia del Señor, conscientes de cual es nuestra tarea y cual nuestra meta, sin temor a la oscuridad porque nunca nos faltará su luz. Busquemos esa plenitud de nuestra vida que ahora nos vaya enriqueciendo y vaya enriqueciendo ese mundo que nos rodea haciéndolo mejor.

viernes, 29 de enero de 2016

La semilla que germina hasta dar fruto nos llena de esperanza en nuestra lucha por el bien y en el compromiso de construir el Reino de Dios

La semilla que germina hasta dar fruto nos llena de esperanza en nuestra lucha por el bien y en el compromiso de construir el Reino de Dios

2Samuel 11,1-4a. 5-10a.13-17; Sal 50; Marcos 4,26-34

Es hermosa la imagen de la semilla que es plantada y que a su tiempo germina, crece una planta y llega a dar frutos. Es el misterio de la vida. Es la imagen que yo diría nos da esperanza en la vida. Es la imagen que Jesús nos propone hoy en el Evangelio para hablarnos de Jesús. No es la única parábola que Jesús nos propone con la imagen de la semilla. Nos hablará en otras ocasiones con distintas referencias ya sea porque nos habla de la tierra en que es sembrada esa semilla, o porque con la buena semilla se entremezclan también las malas semillas que nos llenarán de la cizaña del mal.
Hoy simplemente nos hace fijarnos en la semilla en si misma capaz de germinar en la vida y llenarnos de frutos buenos. Nos dice así es el Reino de Dios que nos llena de vida, que tiene en si mismo la fuerza de la gracia de Dios. Es la semilla que El vino a plantar entre nosotros que tiene que llegar a transformar nuestro mundo. Es la semilla, sí, que ha puesto en nuestras manos para que nosotros continuemos la siembra, conscientes y seguros de la fuerza del Reino, de la vida que nos trae la Palabra de Dios con la seguridad de que un día ha de dar fruto.
Como ya expresaba desde el principio es una imagen que nos llena de esperanza. Un día esa semilla germinará y tiene fuerza en si misma para transformar nuestro mundo. Muchas veces cuando queremos hacer el bien, cuando educamos o queremos trasmitir cosas buenas a los que nos rodean, cuando luchamos por ser mejores nosotros mismos pero también por hacer que nuestro mundo sea mejor, podemos sentirnos defraudados porque no vemos el resultado de nuestro trabajo tan pronto como nosotros querríamos.
Pero tengamos esperanza, confiemos en la fuerza de esa semilla del Reino de Dios que nosotros queremos plantar. Seamos capaces de tener una mirada positiva para ir viendo también cómo van surgiendo muchas señales de ese Reino de Dios en tantas personas buenas, en tanta gente que lucha por la verdad y la justicia, en tantos que trabajan comprometidos por hacer que nuestro mundo sea más humano y mejor, en quienes se esfuerzan por vayan apareciendo destellos de paz.
Muchas veces, por ejemplo, los padres se preguntan qué habré hecho mal, quise educar bien a mi hijo, trasmitirle unos buenos valores, pero mira por donde andan. Yo pienso, no nos sintamos derrotados; pensemos que esa buena semilla que un día quisimos plantar en ellos algún día germinará. Sigamos cuidando que haya buena tierra y abonémosla al menos con nuestros buenos deseos, pero además desde nuestro sentido de creyentes con nuestra oración. La esperanza no nos puede faltar nunca en nuestra vida.
Es el Reino de Dios que se hace presente entre nosotros, que quiere surgir con fuerza en nuestro corazón y que también podemos y tenemos que ver en las cosas buenas de los demás. Vivamos con esperanza.

jueves, 28 de enero de 2016

Vayamos con nuestra luz, la de nuestra fe y la de nuestro amor a iluminar nuestro mundo

Vayamos con nuestra luz, la de nuestra fe y la de nuestro amor a iluminar nuestro mundo

2Samuel 7,18-19.24-29; Sal 131; Marcos 4,21-25

¿Para que queremos un farol o una linterna si los tenemos apagados? ¿Para qué encendemos una luz si la metemos en el cajón? La luz es para que nos ilumine; la luz no nos la podemos guardar para nosotros solos. Si vamos haciendo juntos un camino en la noche oscura ya pondremos la luz en el lugar más oportuno para que alumbre los pasos de todos, igual que si la encendemos en una habitación donde habemos muchos la pondremos en un lugar alto para que el resplandor de esa luz llegue a todos.
Así tiene que ser nuestra vida de cristianos; así tiene que ser la fe que vivimos. Tenemos que ser luz, tenemos que iluminar nuestro mundo para que encontremos el camino y el sentido de ese camino. No sé, pero pareciera que algunas veces los cristianos olvidamos eso. Podemos ser muy devotos pero si nos quedamos en nuestros rezos y encerrados en nuestros templos, y cuando salimos fuera no somos capaces de llevar esa luz que encontramos en Cristo a los demás, nuestra vida andaría coja, por así decirlo.
Por supuesto como creyentes vamos a buscar la luz allí donde sabemos que encontraremos la luz verdadera que va a dar sentido a nuestra vida y a nuestro mundo; vamos hasta Jesús y nos queremos llenar de su luz; vamos hasta Jesús y en El encontraremos el sentido de todo. Pero no escondamos esa luz ni nos la guardemos para nosotros mismos. Esa luz tiene que ser dentro de nosotros como un fuego que nos impulse a ir a los demás y a nuestro mundo. Una antorcha es un fuego encendido que arde desde lo más adentro de ella misma para poder iluminar, para poder llevarla señalando caminos.
Es lo que tenemos que hacer los cristianos. No nos podemos quedar tan tranquilos cuando vemos tantas tinieblas a nuestro alrededor, en tantos odios, en tantas violencias, en tanto egoísmo e injusticia, en tanta mentira y falsedad, en tantas personas que sufren, en tanta falta de paz. No nos podemos cruzar de brazos. Tenemos que poner manos a la obra y allí donde haya odio yo ponga amor, allí donde haya violencia yo ponga paz, allí donde haya injusticia nosotros luchemos por la justicia y el bien, allí donde hay mentira e hipocresía yo haga brillar la verdad, allí donde hay personas que sufren sepa llevarles el bálsamo y la medicina que cure su dolor, allí donde hay carencias y necesidad yo ponga verdadera solidaridad.
En ese amor que vivimos y queremos contagiar a los demás, en esa paz que buscamos desde la reconciliación y el encuentro, en esa lucha por la justicia, en esa autenticidad con que me presento en mi vida, en ese consuelo que voy repartiendo, en esa esperanza que voy despertando, en esa sonrisa que nos llene de alegría el corazón,  yo iré entonces resplandeciendo con mi luz.
‘¿Se trae el candil para meterlo debajo del celemín o debajo de la cama, o para ponerlo en el candelero?’ Vayamos con nuestra luz, la de nuestra fe y la de nuestro amor a iluminar nuestro mundo. ¡Cuánto tenemos que hacer los cristianos!

miércoles, 27 de enero de 2016

Todos soñamos con cosas buenas y todos hemos de sembrar en nosotros y en nuestro mundo buenas semillas que fructifique en frutos hermosos de un mundo mejor

Todos soñamos con cosas buenas y todos hemos de sembrar en nosotros y en nuestro mundo buenas semillas que fructifique en frutos hermosos de un mundo mejor

2Samuel 7,4-17; Sal 88; Marcos 4,1-20

Todos soñamos con cosas buenas. Tenemos metas en la vida más o menos grandes, anhelamos conseguir cosas, los ideales nos mueven desde dentro, nos hacemos promesas de hacer siempre lo mejor. Pero bien sabemos que muchas veces no lo conseguimos; se nos quedan en el sueño de un momento mas o menos de fervor o entusiasmo, vienen los cansancios, somos inconstantes en el mantener la luchas por ir consiguiendo esos objetivos, nos rendimos ante las dificultades que vamos encontrando, o nos dejamos arrastrar por la rutina, por lo que hacen los demás para no llevar la contraria al ambiente. Solo los esforzados, los que no solo tienen claras las ideas o las cosas que quieren conseguir sino que han cultivado una fuerza interior serán capaces de alcanzar esas metas o ver realizados sus sueños al menos en gran parte, porque siempre desean más y lo mejor.
Esto podría ser una forma de hacer una lectura o de traducir a esa lucha nuestra de cada día la parábola que Jesús nos propone hoy en el evangelio. Nos habla del sembrador, de una semilla, de un terreno más o menos favorable y de unos frutos que al final solo consiguen los que han sabido preparar una tierra buena y hacer un buen cultivo de aquella semilla en ellos plantada.
Es una clara referencia a la Palabra de Dios y al Reino de Dios que Jesús quiere plantar en nosotros y que hemos de saber cultivar. Con sus dificultades, con sus fracasos, con sus abandonos, o con el buen cultivo en nuestra vida de esos valores del Reino de Dios. La imagen la tenemos en Jesús, el buen sembrador que sale por los caminos y los pueblos, que anda en medio de las gentes siempre sembrando la semilla de la Palabra de Dios, de la Buena Noticia del Reino de Dios. No en todos fructificó, no todos lo acogieron de la misma manera, muchos incluso lo rechazaron, solo aquellos que fueron capaces de ser fieles, fieles en su fe y fieles en la gracia que el Señor en ellos iba derramando permanecieron hasta el final.
Nos miramos a nosotros y miramos a la Iglesia. No solo somos esa tierra en la que el Señor siempre esa buena semilla, sino que además nosotros también hemos de ser sembradores,  la Iglesia es sembradora en medio del mundo de esa semilla del Reino. Lo malo sería que no fuéramos buenos sembradores, que no pusiéramos todo el entusiasmo y todo el esfuerzo por hacer esa siembra; lo malo seria que en el sembrador ya hubiera también esa dureza del corazón porque no lo habría empapado de la misericordia y del amor divino; nos puede pasar a nosotros y le puede pasar también a la misma Iglesia. Que hubiera otras cosas que nos distraen o que nos atraen, que brillara demasiado en nosotros la vanidad de las apariencias o de las cosas ostentosas y no fuéramos lo suficiente humildes para presentarnos con sencillez y con amor en el corazón. Muchas piedras podremos encontrar en el camino, muchos zarzales que nos enreden o muchos perfumes que nos engañen. Como sembradores hemos de ser los primeros en ser tierra buena y cultivada, nosotros y la Iglesia.
Hace referencia a lo que es nuestra vida de cada día con sus sueños y con sus metas, como decíamos al principio. Serán nuestros trabajos y responsabilidades, será nuestra familia, será ese circulo donde convivimos, será ese mundo con el que tenemos que sentirnos comprometidos para hacerlo mejor poniendo nuestro grano de arena, sembrando nuestra buena semilla. Que nada nos aparte de nuestras metas, que nada nos engañe ni nos distraiga, que no  nos pueda el cansancio ni la rutina, que haya en nosotros perseverancia y esfuerzo, que haya en nosotros apertura a la gracia del Señor para dejarnos motivar y conducir. Podremos llegar a dar fruto hasta del ciento por uno, como nos dice la parábola.

martes, 26 de enero de 2016

María, antes que hacerse carne de su carne el Hijo de Dios que se hacia hombre, había hecho carne de su carne la Palabra de Dios

María, antes que hacerse carne de su carne el Hijo de Dios que se hacia hombre, había hecho carne de su carne la Palabra de Dios

2Timoteo 1, 1-8; Sal 95; Marcos 3, 31-35

En la Sinagoga de Nazaret sus conciudadanos se habían puesto orgullosos cuando Jesús se había adelantado a hacer la lectura del profeta y hacer los comentarios. Era uno de allí que conocían de siempre, era el hijo de José el carpintero, el hijo de María y allí estaban sus parientes. Su relación de vecindad y los lazos familiares hacían que se llenaran de orgullo al tiempo que se preguntaban que de donde sacaba todas aquellas cosas porque nadie había hablado hasta entonces como El.
Hoy contemplamos como se acercan a Jesús sus familiares mientras está reunido con una multitud grande de gente que ansiaba escuchar su Palabra. ¿Pretenden sus familiares aprovecharse de su relación para poder acercarse a Jesús y tomar los mejores puestos en medio de la gente? Si no fuera porque se menciona expresamente que allí está la madre de Jesús podríamos pensar eso. De todas maneras los cercanos a El se lo anuncian. ‘Ahí están tu madre y tus hermanos’. Como para que El sabiendo que está allí su madre y su familia busque los mejores puestos para ellos.
Pero a su lado están todos aquellos que quieren escuchar la Palabra de Dios. De ahí la respuesta de Jesús que no es un desprecio a su madre ni una minuvaloración de los lazos familiares. Los importantes en su reino son los que humildemente se acercan a El queriendo en verdad escuchar la Palabra de Dios para llevarla a su corazón, para plantarla en sus vidas, para hacerla vida de sus vidas. De ahí la respuesta. ¿Veis todos estos que están aquí en mi entorno ansiosos de mi Palabra? Esos son los ahora importantes. ¿Quiénes son en verdad mi familia? Mirad a todos estos.  Los que en verdad quieren plantar la Palabra de Dios en sus vidas, esos son mi madre y mis hermanos, esa es la verdadera familia de los hijos de Dios, porque los que acogen la Palabra y creen en ella se convierten en hijos de Dios.
No son los lazos de la carne o de la sangre, no es simplemente la pertenencia a un mismo pueblo, son esos lazos humanos tan hermosos que podamos tener los unos con los otros, es la acogida a la Palabra, es el creer en la Palabra plantadla en su corazón, haciéndola vida de su vida. Y recordaríamos aquí también el principio del evangelio de san Juan. ‘A cuantos la recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio el poder ser hijos de Dios. Estos son los que no nacen por vía de generación humana, ni porque el hombre lo desee, sino que nacen de Dios’.
¿Qué decir de María? ¿Era o no era en verdad la madre de Jesús? No lo podemos poner en duda, pero partiendo también de estas mismas palabras de Jesús en ellas podemos ver la mejor alabanza de María. Ella había engendrado en su corazón la Palabra de Dios, porque ella fue siempre la mujer abierta a la Palabra del Señor. Toda su vida fue un ‘fiat’, un ‘hágase en mí la voluntad del Señor’. Si en la carta a los Hebreos vemos a Jesús que al entrar en el mundo había dicho, ‘aquí estoy, oh Padre, para hacer tu voluntad’, a María la contemplaremos siempre diciendo ‘sí’ a Dios. Ella antes que hacerse carne de su carne el Hijo de Dios, había hecho carne de su carne la Palabra de Dios.
Podríamos recordar aquí también la respuesta de Jesús cuando aquella mujer anónima levanta su voz en medio de la multitud para alabar a la madre de Jesús ‘dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron’, a lo que Jesús replicará también como una alabanza a María, ‘Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica’.


lunes, 25 de enero de 2016

Preguntemos también nosotros como Saulo ‘¿qué quieres que haga, Señor?’

Preguntemos también nosotros como Saulo ‘¿qué quieres que haga, Señor?’

 Hechos de los Apóstoles 22,3-16; Sal. 116; Marcos 16,15-18

‘¡Saulo, Saulo! ¿por qué me persigues?... ¿Quién eres, Señor?... Yo soy Jesús, a quien tu persigues... ¿Qué debo hacer, Señor?’ Es el diálogo que se desarrolló en el camino de Damasco. Y Saulo cayó. No es solo el hecho de que rodara por tierra en aquel momento ante el impacto de la visión. Saulo se cayó de su orgullo y de su prepotencia, de su fatalismo y de su violencia. Saulo se transformó con la experiencia del encuentro con Jesús.
Es lo que hoy recordamos y celebramos. En su fanatismo religioso se había dedicado a destruir cuanto no fueran sus ideas. Por eso perseguía a los cristianos. Por eso iba ahora a Damasco con cartas de los sumos sacerdotes que le autorizaban para coger a todos los que creyeran en el nombre  de Jesús y llevarlos presos a Jerusalén. Saulo se había formado sólidamente en la fe judía a los pies de su maestra Gamaliel. Se había hecho del partido de fariseos su fanatismo no tenía limites. Había sido incluso testigo de la muerte de Esteban encargándose de guardar los mantos de aquellos que le apedreaban, porque aun era muy joven. Pero todo aquello había ido haciendo mella en su corazón que se iba endureciendo más y más.
No contaba con las maravillas de la gracia divina, pues pensaba quizá que todo había de hacerlo por si mismo y no por las fuerza de las convicciones sino por la fuerza de la violencia. Ahora se iba a encontrar con otro Maestro, el Maestro que venía a su encuentro aunque él lo persiguiera, el Maestro que iba a trastocar todos sus planes violentos y le iba a enseñar que toda aquella energía de su corazón había de dedicarla a algo mejor. El que hasta entonces perseguía a los cristianos iba a convertirse en apóstol de los gentiles para traerlos a la fe, pero a la fe de Jesús.
Era, aunque él no lo sabía o lo había interpretado de manera equivocada, un elegido del Señor, un instrumento de salvación para muchos como le manifestara el Señor en la visión a Ananías. Se acabarían los recelos contra Saulo porque se había encontrado con el Señor y su vida iba a ser distinta. Al final de aquel encuentro había llegado a decir ‘¿qué quieres que haga, Señor?’ y se había dejado conducir por el Señor.
Como un ciego al que llevan de la mano fue al encuentro de la luz verdadera porque las otras luces lo habían cegado. Todos los gestos e imágenes de este relato son verdaderos signos para nosotros, que tenemos que aprender a dejarnos conducir por el Señor porque mientras no estemos con El andaremos también como ciegos por los caminos de la vida subidos sobre los caballos de nuestra soberbia que también nos hace violentos tantas veces e intolerantes.
Creo que es el mensaje sencillo pero capaz de transformar nuestro corazón que podemos recibir hoy en esta fiesta en que recordamos y celebramos la conversión de san Pablo. El Señor le dio otra oportunidad a Saulo para rehacer su vida y Saulo fue capaz de hacerlo. El Señor sigue dándonos oportunidades a nosotros; seamos capaces de dejarnos conducir por el Espíritu del Señor y reconozcamos cuantas maravillas realiza en nosotros.
Preguntemos también nosotros como Saulo ‘¿qué quieres que haga, Señor?’

domingo, 24 de enero de 2016

La palabra de vida y de luz que Jesús anunciaba y que era El mismo tiene su cumplimiento hoy en nuestro mundo si nosotros la acogemos y nos convertimos en testimonio de ella por nuestra vida

La palabra de vida y de luz que Jesús anunciaba y que era El mismo tiene su cumplimiento hoy en nuestro mundo si nosotros la acogemos y nos convertimos en testimonio de ella por nuestra vida

Nehemías 8, 2-4a. 5-6. 8-10; Sal 18; 1Corintios 12, 12-30; Lucas 1,1-4; 4,14- 21
‘Jesús volvió a Galilea, con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan’, nos comentaba el evangelista. ‘Enseñaba en las sinagogas y todos los alababan’. Y ahora le vemos en Nazaret, su pueblo, y allí también va a la sinagoga el sábado y se ofrece para hacer la lectura de la Palabra.
Es la Palabra de vida y de luz, como nos decía Juan en el comienzo de su relato evangélico, que existía desde el principio, que estaba desde siempre en Dios, y por quien se hizo todo. Palabra de vida, Palabra creadora, Palabra de Luz que venia a disipar las tinieblas de los que andaban en tierras y sombras de muerte; por eso su aparición por toda la comarca de Galilea, enseñando en todas las sinagogas, fue como un rayo de luz y de esperanza para aquellas gentes. ‘Todos los alababan’.
Es la Palabra de la verdad que viene a revelarnos a Dios, que viene a descubrirnos el verdadero misterio del hombre; es la luz y la vida de los hombres porque a su encuentro todos podían conocer la verdad de Dios, la verdad del hombre, el misterio de amor de Dios y el verdadero sentido de la vida del hombre. A los que la reciben y creen en su nombre les da el poder ser hijos de Dios.
‘Enseñaba por las sinagogas’ porque era la Palabra que estaba junto a Dios pero que ahora planta su tienda entre nosotros. Es Dios desde toda la eternidad, pero que lo podemos ver y palpar en carne humana porque se ha hecho hombre para caminar entre nosotros los hombres. Ahora le vemos entrar en la sinagoga de Nazaret y proclamar el texto del profeta. Y proclamará el misterio de si mismo. Es una revelación lo que Jesús nos está haciendo, dándosenos a conocer. Es también Epifanía de Dios, manifestación de la gloria del Señor. ‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’, les dice. Aquella escritura era la Palabra de Dios y allí ante ellos estaba la Palabra de Dios. El era el que estaba lleno del Espíritu de Dios que le había ungido y le había enviado.
El era el enviado de Dios. ‘Bendito el que viene en nombre del Señor’, proclamarían proféticamente los niños en la entrada a Jerusalén. Había sido enviado para anunciar la Buena Noticia de la libertad y de la paz, de la salvación y de la vida, la Buena Noticia del Reino de Dios que comenzaba, el Reino de Dios que El instauraba. ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor’. Era el texto de Isaías que había proclamado y que en él tenía su cumplimiento.
La gente estaba admirada de lo que decía y aunque como veríamos en su continuación o en lugares paralelos la gente se preguntaba de donde había sacado toda aquella sabiduría pues todos lo conocían como el hijo del carpintero, el hijo de María, la de José, y se había criado entre ellos, no salían de su asombro. En la primera lectura escuchábamos como la gente lloraba de alegría cuando se les había proclamado la Palabra del Señor y el sacerdote y el gobernador les mandaban hacer fiesta y no llorar. Es la emoción que contemplamos en las gentes de Nazaret y luego de todas aquellas poblaciones de Galilea por donde Jesús iba enseñando.
Y me pregunto, ¿no tendría que ser también la emoción con que nosotros nos acercamos a la Palabra porque bien sabemos que nos estamos acercando a la vida y a la salvación, estamos llenándonos de la luz de la Sabiduría divina, estamos acercándonos a Dios cuando nos acercamos a Jesús? Cuidado nos acostumbremos a la Palabra y ya no seamos capaces de saborearlo en todo su sentido y sabor. Es un peligro y nuestra tentación.
También cuando escuchamos la Palabra, bien sea en la proclamación solemne que se nos hace en la liturgia, o bien cuando con amor y humildad nos acercamos a ella en la soledad de nuestra oración, se nos está diciendo de la misma manera ‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’, porque esa Palabra se está haciendo vida en nosotros, porque con esa Palabra nos está llegando la luz de Dios a nosotros, porque en esa Palabra nos estamos acercando a la salvación.
No es una palabra cualquiera la que escuchamos. Es Dios mismo que nos habla, que nos inunda con su gracia y con su vida. Es Dios mismo que está ahí en nosotros y con nosotros.  Palabra viva de Dios plantada en nosotros, que pone su tienda en nuestros corazones. Palabra de Dios que nos transforma si en verdad nosotros la aceptamos y acogemos en nuestra vida y creemos en ella para hacernos participes de la dicha de poder ser llamados hijos de Dios. Con esa fe tendríamos que acercarnos siempre a la Palabra de Dios, sintiendo el gozo de que Dios nos hable y se nos revele.
Es la Palabra que nosotros también tenemos que anunciar, trasmitir a los demás. Esa riqueza de la revelación de Dios que se nos hace en su Palabra nos sentimos obligados a llevarla a los demás. Ese Espíritu que nos ungió a nosotros en el Bautismo y en la Confirmación también nos envía a anunciar esa Buena Nueva a los pobres, esa libertad a los oprimidos, ese año de gracia del Señor.
Ahí tenemos delante de nosotros una inmensa tarea. Ese anuncio y esa liberación de la que tenemos que convertirnos en testigos y en testimonio con el compromiso concreto de nuestra vida. Cuánto es lo bueno que nosotros tenemos que anunciar pero también que realizar en los demás. El Señor nos compromete a la transformación de nuestro mundo impregnándolo de los valores del Evangelio. Y no podemos cerrar los ojos ante la pobreza, la opresión y las esclavitudes en que vemos envueltos a tantos hermanos nuestros. Es la tarea y el compromiso de nuestra fe, de nuestra condición de cristianos.
A Jesús le vemos enseñando y curando de todo mal. Cuántas curaciones tenemos nosotros que realizar con nuestro amor y nuestra acogida a todos, con nuestro acercamiento a aquellos que sufren y nuestra palabra de consuelo, con nuestra lucha para vencer ese mal que daña a los demás y con la alegría del Espíritu que llena de esperanza los corazones atormentados.
Si así nosotros acogemos la Palabra y dejamos que plante en verdad su tienda en nuestro corazón y así vamos al encuentro con los demás, podremos decir también con toda razón ‘esta Escritura - esta Palabra- se cumple hoy también entre nosotros’