sábado, 22 de agosto de 2015

Reina y madre de misericordiosa nos hace volver nuestros ojos misericordiosos hacia los hambrientos para un compartir generoso

Reina y madre de misericordiosa nos hace volver nuestros ojos misericordiosos hacia los hambrientos para un compartir generoso

Rut 2,1-3.8-11; 4,13-17; Sal 127; Mateo 23,1-12

‘Dios te salve, Reina y Madre de misericordia…’ así comienza una antigua oración de la Iglesia recogida en su liturgia pero también muy enraizada en la devoción popular.
Reina y madre de misericordia… así la invocamos a ella que es nuestra esperanza, nuestra vida; la invocamos como abogada nuestra, como siempre lo es una madre, pero que hoy la contemplamos en la gloria del Señor intercediendo por todos sus hijos; a ella acudimos porque con su presencia de madre endulza nuestras amarguras y nuestras tristezas en este valle de lágrimas, como una madre siempre sabe hacerlo. ‘Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos…’ le decimos.
El 22 de agosto es algo así como una octava de la fiesta de la glorificación de María que fue la celebración de su Asunción al cielo de hace una semana. ‘De pie a tu derecha está la reina enjoyada con oro de Ofir’ ya proclamábamos en la fiesta de su Asunción. Es lo que hoy la liturgia quiere resaltar. Es la madre de Jesús que participa ya de la gloria del Señor en el cielo. Es la madre del Rey, Cristo Jesús, y por eso a ella la podemos llamar Reina Madre.
La que había cantado en el Magnificat que Dios derriba del trono a los poderosos pero enaltece a los humildes, ahora a ella, la humilde esclava del Señor como a si misma se llamaba, la vemos exaltada y enaltecida. Porque como nos decía Jesús en el evangelio ‘El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’. Es nuestra madre, porque si quiso Jesús dárnosla desde la cruz, y ¿qué hijo no considera a su madre como la reina de su vida cuando de una madre tanto recibimos?
En nuestra devoción a María, porque así la proclamamos Reina y Madre, quizá la hemos revestido excesivamente de joyas y de coronas; ha sido el amor entusiasmado de los hijos que tanto aman a su madre que le hacen mil regalos, aunque algunas veces podamos tener el peligro de confundir su sentido. Quizá tendríamos que despojar más a las imágenes de María de esas joyas de riquezas materiales, para enjoyar con nuestro amor y con nuestro compartir a sus hijos nuestros hermanos. Aquello que María cantaba en el Magnificat de que a los hambrientos colmó de bienes mientras a los ricos despidió vacíos podría ser un anuncio y una denuncia profética en labios de María de cual habría de ser el sentido de los regalos que le hacemos y de la manera cómo tendríamos que proclamarla en verdad nuestra reina y nuestra madre.
Esta fiesta de María Reina quizá nos está señalando un camino, como siempre María quiere hacer con sus hijos; es el camino del amor y del compartir generoso con nuestros hermanos que caminan a nuestro lado y que nada tienen. Es adornando con nuestro amor generoso, alimentando con nuestro compartir a los hermanos hambrientos cómo estaríamos ofreciéndole la más hermosa corona a María para invocarla como nuestra madre y nuestra reina.
Que con nuestro amor se cumplan sus proféticas palabras de que a los hambrientos colmó de bienes. Es la mejor ofrenda de amor, la mejor corona y las mejores joyas que podamos regalar a María. Y si a ella le pedimos que vuelva sus ojos misericordiosos sobre nosotros que caminamos en este valle de lágrimas, con ojos misericordiosos también nos hemos de volver nosotros hacia nuestros hermanos que sufren a nuestro lado en el camino de la vida.

viernes, 21 de agosto de 2015

El amor a Dios sobre todas las cosas tiene que traducirse de manera práctica y concreta en el amor al prójimo como a nosotros mismos

El amor a Dios sobre todas las cosas tiene que traducirse de manera práctica y concreta en el amor al prójimo como a nosotros mismos

Rut 1,1.3-6 14b-16.22; Sal 145; Mateo 22,34-40

Amar a Dios, amar al prójimo, un mandamiento principal. ¿Lo sabemos? Nos pudiera parecer superflua la pregunta, porque es algo que hemos aprendido desde chicos y continuamente lo estamos oyendo repetir. Pero, ¿es algo que sabemos solo de cabeza o es algo que está bien gravado en nuestra vida, haciéndolo parte integral de nuestra vida?
Decimos que amamos a Dios, de manera que ni siquiera nos detenemos mucho en ese primer mandamiento cuando hacemos examen de conciencia. Amamos a Dios y quizá nos contentamos con decir que tenemos fe. Amamos a Dios y quizá hasta seamos unas personas muy religiosas, que no faltamos a nuestras oraciones de cada día, a nuestras prácticas religiosas.
Amamos a Dios, pero tenemos el peligro de que eso no lo traduzcamos en el día a día de nuestra vida con actitudes verdaderamente creyentes en aquello que hacemos, en las opciones que tomamos. Va quizá por un lado el amor a Dios y hasta nuestras prácticas religiosas, pero luego en nuestra manera de actuar caminamos como si no tuviéramos esa fe en Dios. Nos pueden suceder incongruencias así.
Amamos al prójimo, amamos a los demás. Bueno, pensamos, yo soy bueno con los demás, le hago el bien a los que se portan bien conmigo, soy amigo de mis amigos, yo soy bueno. Y nos quedamos ahí, nos contentamos con eso. O decimos que nosotros somos buenos y hacemos el bien a todo el mundo, hasta quizá vivimos muy comprometidos por los demás, pero que no necesitamos más, que no necesitamos expresar una fe especial o un amor especial a Dios. Mi religión es hacer lo bueno, pero sin darle otra trascendencia a mi vida, sin necesidad de entrar en un ámbito o una relación religiosa. Yo soy cristiano, decimos, porque hacemos cosas buenas sin más.
¿Será suficiente? ¿esa sería la forma de actuar de un cristiano? Creo que algo le está faltando a esa fe y a ese amor, a esa manera de entender la fe y de entender el amor cristiano. Y es que no podemos hacer espacios  estancos en esos aspectos de mi vida, sin que tengan relación el uno con el otro.  No puedo decir que vivo mi fe y mi amor a Dios y prescindo tranquilamente de los demás, como no puedo decir que yo ya hago el bien a los otros y no necesito de Dios.
Cuando le hacen la pregunta a Jesús que escuchamos hoy en el evangelio,  Jesús responde textualmente con la Escritura en la mano, con algo que estaba ya bien marcado en la Biblia, como revelación de Dios. Nos habla de ese amor a Dios sobre todas las cosas, pero nos está diciendo que el segundo es semejante, que tiene tanta importancia, que no lo podemos separar, el amor al prójimo.
‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser." Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Y es que además tendríamos también que recordar lo que se nos dice en la Escritura en otro lugar: ‘Quien no puede amar a su hermano a quien ve no puede amar a Dios a quien no ve’.
Como vemos esto tendría muchas consecuencias para nuestra vida, para nuestra manera de entender y de vivir nuestra fe y nuestro amor cristiano. Porque no es un amor cualquiera. Ese amor a Dios sobre todas las cosas hemos de reflejarlo en ese amor al prójimo a quien amamos como a nosotros mismos. Eso se tiene que traducir en muchas cosas prácticas y concretas de nuestra vida. Hagamos un examen serio de nuestra fe y de nuestro amor.

jueves, 20 de agosto de 2015

Con Jesús han llegado los tiempos nuevos en que todos han de sentirse invitados al banquete de la vida

Con Jesús han llegado los tiempos nuevos en que todos han de sentirse invitados al banquete de la vida

Jueces 11.29-39ª; Sal 39; Mateo 22,1-14

Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos’. A todos los que encontréis… salid… invitadlos a la boda. Una invitación universal que quizá se contrapone al principio de la parábola, donde solo algunos estaban invitados.
Pero es que con Jesús han llegado tiempos nuevos. La invitación a la vida no es solo para algunos escogidos. Es cierto que la historia de la salvación, la historia del amor de Dios a la humanidad se había ido revelando en un pueblo concreto, aunque todos los hombres de buena voluntad, fueran de la nación que fueran, podían descubrir esas señales de Dios. Pero han llegado tiempos nuevos y Jesús va a enviar a los que creen en El que vayan por todo el mundo, a toda la creación, para anunciar la Buena Nueva.
Reunión a todos los que encontraron, malos y buenos. A nosotros nos toca la convocatoria, la invitación; no nos toca juzgar quien es bueno o quien es malo, porque la gracia de Dios llega para todos. Cada uno ha de acoger esa gracia, responder a esa invitación del Señor.  En ese reino nuevo cabemos todos, con nuestros valores y cualidades, y también con nuestras limitaciones y con la carga de lo que hayan podido ser los errores de la vida. Solo es necesario ponerse ahora en disposición, que es ese traje nuevo de fiesta que hemos de vestir.
Ahora todos hemos de estar en esa disponibilidad y apertura a esos valores nuevos, es el traje de fiesta. Si entramos en el banquete, si queremos participar en ese Reino nuevo que Jesús nos ha instaurado nuestros valores han de ser distintos, porque han de ser los valores del Reino; no nos valen ya pasividades; no nos valen negatividades ni negruras; no nos podemos dejar ganar por la pasividad ni el desaliento; no podemos guardarnos para nosotros los dones que Dios nos ha dado; no nos podemos hacer insensibles antes los problemas de nuestro mundo ni las necesidades de los demás; no podemos cruzarnos de brazos esperando que sean otros los que inicien la tarea. Si nos dejáramos arrastrar por esas cosas claro que no valemos para el banquete del Reino de Dios.
Aunque con limitaciones, porque somos muy humanos y muy débiles, pero confiando siempre en la fuerza del Espíritu de Dios tenemos que empeñarnos en construir ese mundo nuevo, hacer que la vida sea ese banquete de amor en el que todos disfrutemos. Es nuestra tarea; es el compromiso de nuestra fe; es la respuesta que damos a esa invitación generosa que nos hace el Señor.
Y eso además nos lleva a que salgamos a los caminos a hacer ese anuncio y esa invitación a todos los que encontremos. El banquete no es para nosotros solos ni para los que nos consideremos que estamos más cerca. Todos han de escuchar esa invitación y de nosotros depende. 

miércoles, 19 de agosto de 2015

Tenemos que ser por el testimonio de nuestro amor signos para los demás que les llamen a contribuir a la construcción del Reino

Tenemos que ser por el testimonio de nuestro amor signos para los demás que les llamen a contribuir a la construcción del Reino

 Jueces 9,6-15; Sal 20; Mateo 20,1-16
La parábola que nos propone hoy Jesús en el evangelio suele llamarse la de los obreros llamados o enviados la viña, pero ¿por qué no llamarla la parábola del dueño generoso? Creo que por ahí va el gran mensaje de esta parábola, su mensaje principal. Es la gratuidad del amor con que Dios nos ama. Y la salvación y la vida eterna que nos ofrece es un regalo de su amor. No nos salvan nuestras buenas obras, sino el amor gratuito y generoso de Dios. Un amor es cierto al que hemos de responder con nuestro amor.
Tenemos la tentación de ponernos a llevar una contabilidad de las cosas buenas que hacemos y poco menos que queremos llevar un libro de cuentas de nuestros méritos; es que somos muy humanos y demasiado en nuestras relaciones humanas andamos midiendo lo que hacemos y no siempre nuestras mutuas relaciones se basan en la gratuidad y la generosidad. El Señor nos va llamando en las distintas épocas de nuestra vida y hemos de ir dando respuestas de amor a esas llamadas del amor de Dios. Malo es, por otra parte, que nos pongamos a hacer comparaciones con nuestros hermanos de si hacemos más o hacen menos en esas tareas del amor.
La parábola habla de los jornaleros llamados a trabajar en la viña en las distintas horas del día. Agradecidos a Dios tendríamos que estar si somos de los llamados a primera hora y hemos sido capaces de mantenernos en fidelidad en todo momento a pesar del bochorno y de los agobios de la vida. Hemos de aprender a valorar con generosidad de corazón la respuesta que los demás puedan ir dando a esa llamada del Señor en la hora en que, por así decirlo, les haya tocado esa llamada. Contentos hemos de sentirnos amados por ese amor que Dios nos tiene y porque quiere contar con nosotros a pesar de que muchas veces tardamos en darle respuesta.
Hemos de pensar cada uno en ese lugar que el designio de Dios ocupamos en el campo del Reino de Dios; cada uno con sus valores y cualidades, sintiendo el regalo de gracia del Señor hemos de ir sabiendo trabajar en su viña. No todos ocupamos el mismo lugar ni tenemos las mismas responsabilidades, pero sí todos hemos de dar gloria al Señor con nuestro trabajo, hemos de contribuir al crecimiento del Reino de Dios en medio de nuestro mundo.
De alguna manera también hemos de convertirnos en signos para los demás que puedan hacerles descubrir esa llamada amorosa de Dios. El testimonio de nuestra vida, de nuestra entrega, de nuestro compromiso de amor ha de ser signo de ese amor de Dios, puede ser llamada del Señor para los demás. De ninguna manera podemos sentirnos recelosos del trabajo que el Señor a otros pueda confiar, sino que más bien hemos de ser estimulo, aliciente para los otros. Quizá podemos contribuir a que otros descubran esos valores, se abran a esos designios de Dios, lleguen a desarrollar todas esas cualidades que adornan su vida y siempre y en todo buscando la gloria del Señor.
Demos gracias a Dios que quiere contar con nosotros en los trabajos de su viña, en los trabajos de la construcción del Reino de Dios en nuestro mundo.

martes, 18 de agosto de 2015

Jesús quiere ayudarnos a emprender un camino en que nos veamos liberados de las ataduras que nos esclavizan

Jesús quiere ayudarnos a emprender un camino en que nos veamos liberados de las ataduras que nos esclavizan

Jueces 6,11-24ª; Sal 84; Mateo 19, 23-30
Cuánto nos cuesta arrancarnos de los apegos del corazón. Queremos tener cosas, parece que no seríamos nada si no nos llenamos la vida de cosas, pero al final terminamos esclavizados de ellas. Tenemos el peligro de que le demos más importancia a las cosas que a las personas, más importancia al tener que al ser, valorándonos por lo que tenemos no por lo que somos.
De ahí lo que le hemos escuchado hoy a Jesús en el evangelio. Fue la respuesta a la reacción de aquel joven que vino con buenas intenciones hasta Jesús porque quería alcanzar la vida eterna, pero cuando Jesús le pidió que se desprendiera de todo, que lo vendiera todo dando el dinero a los pobres para tener un verdadero tesoro en el cielo, ‘se marchó pesaroso porque era muy rico’, como dice el evangelista.
‘Os aseguro que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios’. Los discípulos cercanos a Jesús se quedan perplejos ante las palabras de Jesús, no terminando de entender su sentido. Consideran que entonces la salvación es un imposible y así se lo manifiestan a Jesús. Al oírlo, los discípulos dijeron espantados: Entonces, ¿quién puede salvarse?’.
Jesús viene a recordar que la salvación es un don de Dios. Para los hombres es imposible; pero Dios lo puede todo’, les dice. La salvación no nos la ganamos nosotros. Si fuera así no habría hecho falta que viniera el Hijo de Dios a salvarnos. Es un don de Dios al que hemos de responder. Jesús nos traza el camino de la verdadera felicidad. Ahora nos está ayudando a comprender ese verdadero camino en el que hemos de liberarnos de todo tipo de ataduras. Y eso lo podremos realizar no por nosotros mismos, sino con la ayuda de la gracia de Dios. ‘Dios lo puede todo’, con Dios lo podremos alcanzar, todo lo podremos conseguir con la ayuda y la fuerza de la gracia de Dios.
Cuando estamos ahora oyendo hablar de ese desprendimiento de las riquezas quizá podríamos pensar que eso no nos toca a nosotros porque somos pobres. Pero eso sí nos toca a nosotros, porque no solo se trata de grandes cosas, de grandes riquezas, sino quizá de esas pequeñas cosas de la vida a las que nos podamos sentir atados.
Será la televisión y sus programas que nos atan y nos esclavizan, será quizá el teléfono móvil sin el que no nos podemos pasar, serán esas redes sociales que se convierten en una obsesión de nuestra vida, serán esas pequeñas cosas que poseemos y de las que no somos capaces de desprendernos, tantas cosas que se convierten en apegos de nuestro corazón. Cosas que nos valen para relacionarnos hoy, es cierto, pero a las que les damos quizá más importancia que a esa persona que tenemos a nuestro lado, por ejemplo.
Podríamos tener ese espíritu de ricos, aunque fueran pobres nuestras pertenencias, cuando las convertimos en ídolos de nuestra vida. Es sobre lo que tenemos que reflexionar y revisar muchas cosas de nuestra vida, pero que nuestro corazón esté siempre liberado y busquemos la felicidad donde verdaderamente la podemos encontrar.
Que el Señor nos ayude a liberar el corazón de tantas ataduras que nos esclavizan.

lunes, 17 de agosto de 2015

Vaciándonos de nosotros crecemos para alcanzar los verdaderos tesoros de vida eterna

Vaciándonos de nosotros crecemos para alcanzar los verdaderos tesoros de vida eterna

Jueces 2,11-19; Sal 105; Mateo 19,16-22
 ‘¿Qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?’ No es una pregunta cualquiera la que le hace aquel joven a Jesús. Sí, es una pregunta que nos hacemos, o que nos tenemos que hacer. Repetidamente. Para no quedarnos en rutinas, para no quedarnos en lo de siempre, para no quedarnos en aquello que tantas veces decimos ‘yo ya soy bueno’.
Es la pregunta que nos hace crecer; es la pregunta que está manifestando que queremos crecer. Y eso de crecer continuamente es algo propio de lo que tiene vida, del que tiene vida y quiere vivir. El organismo está en continuo crecimiento, porque continuamente se está renovando en sus células; cuando ya no se regeneran comienza la muerte; si no crecemos en la vida comienza la muerte a comernos, por así decirlo. Por eso son necesarios esos deseos, esos deseos de crecimiento, esa búsqueda, ese preguntarnos qué más de bueno podemos hacer.
Nos ha valido para comenzar nuestra reflexión aquella pregunta del joven a  Jesús. Y ya escuchamos la respuesta. ‘Si quieres entrar en la vida, cumple los mandamientos’, le dice Jesús. Entrar en la vida, buscando lo que quiere Dios, queriendo realizar los designios de Dios. Es importante descubrir esos designios de Dios, cumplir los mandamientos. Aquel joven dice que lo ha cumplido desde siempre.
Es bueno. Pero Jesús quiere abrir delante de su vida caminos de mayor altura. El ha venido a preguntar que hacer de bueno y Jesús le propone. Es necesario desprenderse de sí mismo, no contentarme con creerme bueno, vaciarse de si mismo y de los posibles orgullos que se nos metan en la vida para sentir y descubrir que hay aun cosas mas hondas, mas profundas, mas grandes que podemos hacer.
Lo grande y lo profundo de la vida no es lo que tengamos, ya sean riquezas, poderes o influencias. Lo más grande que podemos tener en la vida es el amor, un amor que nos haga olvidarnos de nosotros mismos para abrirnos a los demás, para pensar en los otros, para actuar con una generosidad desprendida. Es seguir a Jesús, seguir el camino de Jesús aunque nos cueste.
‘Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente conmigo’. Alcanzar la vida, llegar hasta el final, porque seguimos a Jesús. Pero a la manera de Jesús, el hijo del hombre que no tenía donde reclinar la cabeza. No buscar tesoros en la tierra que nos aprisionen el corazón, sino liberarnos de verdad de todo lo que nos pueda atar; cuánto nos pueden atar las riquezas, las posesiones; las cosas pueden tomar posesión de nuestro corazón y ya no seríamos de verdad libres para crecer. Si las cosas se posesionan de nosotros nos atan, nos encierran, nos llevan por caminos de muerte. Por eso, hemos de saber vivir desprendidos, con corazón generoso. Cuánto de bueno podemos hacer.
Seguir a Jesús nos hace crecer de verdad, nos llena de vida. Cuando caminamos el camino de Jesús somos las personas más libres del mundo.

domingo, 16 de agosto de 2015

Hacemos Eucaristía sentándonos para compartir pero para llenarnos de su vida aprendiendo a comulgar también a los demás

Hacemos Eucaristía sentándonos para compartir pero para llenarnos de su vida aprendiendo a comulgar también a los demás

Proverbios 9, 1-6; Sal. 33; Efesios 5, 15-20; Juan 6, 51-58
Sentarnos alrededor de una mesa para compartir una comida entraña mucho más que el hecho material de compartir unos alimentos que necesitemos para nutrirnos. Se sienta la familia alrededor de la mesa para compartir lo que son, una familia con sus alegrías y sus problemas, con sus luchas y también con sus fracasos, con lo que se va logrando en la vida y con lo que significa ver crecer y madurar a los hijos que comparten, que se alegran juntos, que se esfuerzan por hacer un camino.
Decimos que vamos a celebrar algún acontecimiento de la vida y nos reunimos a comer juntos compartiendo los hechos buenos o malos de aquel acontecimiento; comidas de agasajo, comidas de despedidas, comidas de recibimiento y acogida, comidas, en una palabra, que nos van haciendo compartir la vida. Necesitamos, tendríamos que decir, reunirnos en torno a una mesa porque es una manera de ir compartiendo la vida en todas sus circunstancias.
Parto de esta experiencia humana del sentarnos junto a una mesa para compartir y creo que todos entendemos que quiero hablar de Eucaristía. Esto es eucaristía, pero al mismo tiempo tenemos que decir que Eucaristía es aún mucho más. No nos quedamos en ese compartir humano con todo lo bello y hermoso que es.
Cristo quiso hacer Eucaristía y se reunión con los doce en torno a una mesa; en aquella ocasión era la cena pascual con todo su significado que se vería trascendido por la cena pascual de Jesús; como tantas veces le vemos a lo largo del evangelio sentarse a la mesa ya fuera con los publicanos y pecadores aunque esto no gustara a muchos, como cuando lo invitaban también los fariseos o como después de la resurrección de Lázaro lo veremos también sentado a la mesa en Betania.
Hacemos Eucaristía y nos sentamos alrededor de la mesa eucarística los que creemos y seguimos a Jesús y compartimos nuestro camino, nuestros dolores y nuestras luchas, nuestras alegrías y nuestras esperanzas, y sabemos que cuando así estamos reunidos y lo hacemos en el nombre de Jesús El está en medio de nosotros como nos había prometido.
Pero cuando hacemos Eucaristía es porque queremos comulgar con Cristo, porque queremos comulgar con su evangelio, comulgar con el Reino de Dios con el que nos sentimos comprometidos a construir; queremos comulgar con el sentido de Cristo, con su verdad, con su vida y ya lo que queremos es hacer que nuestra vida no sea nuestra vida, sino que a quien queremos vivir es a Cristo, hacerlo vida en nosotros.
Por eso cuando hacemos Eucaristía no vamos a comer un pan cualquiera, sino que a quien queremos comer es a Cristo. ‘Yo soy el pan vivo bajado del cielo, nos ha dicho, y el que coma de este pan vivirá eternamente’. Ese pan de la Eucaristía, repito, ya no es pan cualquiera, sino que es Cristo mismo que así quiere hacerse pan, quiere hacerse alimento de nuestra vida, para que comiéndole tengamos vida para siempre.
Y es que la Eucaristía es banquete pero también es Sacrificio. Cuando hacemos Eucaristía estamos comulgando con la entrega de Cristo; El se da, se entregó en sacrificio para que pudiéramos tener vida. ‘El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo’, nos dice. Podemos tener vida porque El se ha entregado en sacrificio por nosotros. Por eso, también, cuando hacemos Eucaristía estamos comulgando con el sacrificio de Cristo, con la vida de Cristo en nosotros también nosotros queremos entregarnos, darnos porque queremos amar con un amor como el de El.
Qué hermoso es hacer Eucaristía, porque estamos poniéndonos en el camino de Cristo para vivir su vida; y podemos hacerlo porque El se nos da, porque El se hace alimento y vida nuestra, porque es tal la unión que llegamos a tener con El que habita en nosotros y nosotros en El. ‘El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por mi’.
Pero esto entraña aún algo más, porque cuando comulgamos a Cristo estamos queriendo comulgar también con los hermanos, comulgar con los demás; en nombre de ese Cristo con quien comulgamos significa que tenemos que comulgar con los demás de manera que su vida sea nuestra vida, sus preocupaciones sean nuestras preocupaciones, sus luchas, sus dolores, sus ilusiones y esperanzas las hacemos nuestras; ya lo demás porque vivimos unidos a Cristo no serán nunca ajenos a nuestra vida, ya tendrán que formar parte de nuestra vida y no nos podemos desentender de ellos. Y el amor y la vida de Cristo nos tendrán que llevar a amar, a vivir intensamente nuestro compromiso por los demás, a darnos por ellos como Cristo se nos da.
Hagamos de verdad Eucaristía porque queremos compartir y queremos caminar juntos; hagamos de verdad Eucaristía sintiendo que Cristo es nuestra fuerza y nuestro alimento; hagamos de verdad Eucaristía poniendo toda nuestra fe en su presencia sacramental, pero que nos ha de llevar también al sacramento de los hermanos a los que tenemos que acoger y amar.
‘Gustad y ved qué bueno es el Señor’, que así nos llena de su vida que nos hace vivir su misma vida y su mismo amor.