sábado, 1 de agosto de 2015

Como aquel hombre sabio que entiende del reino de los cielos y va aprendiendo de lo bueno y de lo malo que sucede en su entorno

Como aquel hombre sabio que entiende del reino de los cielos y va aprendiendo de lo bueno y de lo malo que sucede en su entorno

Levítico 25,1.8-17; Sal 66; Mateo 14,1-12
Es de persona sabia el ir sacando lecciones de cuanto le sucede en la vida, sea bueno o sea malo. Es un querer aprender, es un deseo de saber y de todo cuanto le va sucediendo querer ir aprendiendo. De lo bueno, para sentir el estimulo de superación de si mismo como de querer aprender de lo bueno que ve en los demás; de aquellas cosas que no son buenas o son verdaderamente negativas para aprender a apartarse de ellas, no dejar que su veneno inocule nuestra vida y nos lleve también a la muerte de lo negativo.
Algunas personas cuando ven en la Escritura santa, en la historia del pueblo de Israel hechos que no son edificantes sino que son realmente pecaminosos piensan que quizá esos textos no tendrían que estar allí; pero hemos de darnos cuenta de que están como ejemplo del mal que existe en la vida, en el mundo que nos rodea y que nos puede envenenar a nosotros mismos y de lo que hemos de aprender la lección para nosotros apartarnos de un mal así.
El evangelio de este día nos narra un hecho realmente desagradable que nos refleja esas malas pasiones que nos pueden arrastrar hacia el mal o esas cobardías en las que podemos caer tantas veces y ante las que nos hemos de prevenir. Es el martirio de Juan el Bautista. Está por supuesto el testimonio de valentía profética del Bautista para denunciar lo mal aunque eso le lleve a la prisión y a la muerte. Pero a contraluz está toda la negatividad de la vida de Herodes.
Está su forma de vivir inmoral al vivir en adulterio con la mujer de su hermano que es lo primero que le denuncia Juan el Bautista; pero está su estilo de vida materialista, sensual, sus banquetes y su forma de vivir de manera superficial; pero están sus temores interiores y sus cobardías, su miedo al que dirán y sus promesas incongruentes de quien está acostumbrado a una vida fácil y superficial que tiene lo que quiere abusando de su poder.
Aparece desde un primer momento su mala conciencia; cuando oye hablar de Jesús, se acuerda del Bautista a quien había mandado decapitar; lo que oye de Jesús despierta su conciencia que ha querido quizá adormecer en su vida insulsa y sin sentido y le vienen los miedos y los remordimientos.
Cuidado nos pasen cosas así, cuando tenemos mala conciencia por aquello que hemos hecho y que quizá queremos acallar de cualquier manera. Si hiciéramos siempre el bien y lo justo no nos aparecerían esas malas conciencias y remordimientos. Pero nosotros sabemos que podemos acudir a quien restaure nuestra vida con el perdón si con humildad nos presentamos con verdadero arrepentimiento; y el arrepentimiento no es solo ese mal momento que pasamos cuando nos damos cuenta que hemos hecho el mal, sino tiene que ser la voluntad firme y decidida de corregir nuestros errores, de cambiar nuestra conducta, de enmendar lo hecho pero también reparando el daño.
Mucho más podríamos seguir reflexionando en torno a esta figura de Herodes para no caer en sus mismos males. Creo que nos damos cuenta de toda esa cadena que como en una espiral sin fin le ha llevado incluso a la muerte del Bautista. Rompamos esa cadena y esa espiral del mal en nuestra vida, revisando, corrigiendo, enmendando, purificando, mejorando con la ayuda de la gracia del Señor. Que no nos puedan las superficialidades de la vida; que no andemos simplemente con el miedo al que dirán; que tratemos de ser siempre justos y de darle verdadera profundidad a nuestra vida.
Seamos ese hombre sabio que sabemos sacar lecciones de la vida que nos valgan para nuestro crecimiento y maduración como personas y como creyentes en Jesús.

viernes, 31 de julio de 2015

El sentido de fiesta innato en el corazón del hombre ha de llevarnos al encuentro con los demás y a la alabanza al Creador

El sentido de fiesta innato en el corazón del hombre ha de llevarnos al encuentro con los demás y a la alabanza al Creador

Levítico 23, 1. 4-11. 15-16. 27. 34b-37; Sal 80; Mateo 13,54-58
Podríamos comenzar afirmando que el sentido de fiesta es algo que lleva el ser humano, por así decirlo, impreso en lo más profundo de su ser. Una manifestación de alegría y de gozo compartido que viene como a expresar también sentimientos de gratitud por el bien recibido ya sea de la vida misma o del mismo compartir con los que convivimos. En el creyente este sentimiento de fiesta, de alegría se eleva sobre si mismo para trascender hasta el que es el Creador y Redentor de su vida. Por eso en la experiencia religiosa de todos los hombres siempre ha estado unida la fiesta también a esas expresiones del culto a Dios.
El Levítico prescribe esas fiestas que el pueblo judío ha de realizar a través del año. ‘Estas son las festividades del Señor, en las que convocarán a asambleas litúrgicas’, les dice Moisés. Y señala la fiesta de la Pascua, como la fiesta de las siete semanas - Pentecostés - que es la fiesta de la ley, la de los tabernáculos para recordar su peregrinar por el desierto, la de la expiación. Serán convocados en asamblea; la fiesta nunca tiene un carácter particular o individualista, sino que siempre se ha de realizar en el compartir; y en esas asambleas siempre se dará gloria al Señor en recuerdo de las maravillas que el Señor ha realizado en su pueblo.
Para nosotros cristianos ya para siempre nuestra fiesta es Cristo. Es el motivo y razón de ser de nuestra alegría más profunda en la salvación recibida en el amor de Dios que se nos manifiesta en Cristo. Por eso el centro de las fiestas cristianas es la Pascua, en la que celebramos la pasión, muerte y resurrección del Señor. Pero más aun cada semana, en el primer día de la semana, el día que resucitó el Señor, los cristianos seguimos reuniéndonos en asamblea litúrgica para celebrar la Pascua del Señor.
Qué sentido más hermoso tiene para nosotros el domingo. Es el día del encuentro, del compartir, donde la familia ha de verse reunida cuando durante la semana hemos caminando cada uno en nuestros quehaceres y ahora el descanso dominical nos facilita ese encuentro, pero es también el día del Señor, donde además nos reunimos en asamblea litúrgica para alabar al Señor que nos salva, al Señor que nos ama y que está con nosotros.
Pero también tenemos que reconocer que vamos perdiendo ese hermoso sentido del domingo, y algunas veces mas que momento de encuentro parece momento de dispersión en que cada uno sigue yéndose por su lado; es una lástima que se pierda ese sentido humano de la fiesta que ha de tener el domingo cada semana, como se pierde el sentido familiar, pero también se vaya perdiendo ese sentido religioso y ya a Dios lo hemos aparcado a un lado en el día del Señor, olvidándonos del sentido más profundo que tendría que tener el domingo.
Y algo parecido tendríamos que decir de nuestras fiestas populares, en su origen con un profundo sentido religioso, pero del que queda el recuerdo de que es la fiesta de este santo o de aquella virgen o aquel Cristo, pero que en la mayoría de los que celebran la fiesta eso se queda en un muy postrero lugar. Se sigue con la fiesta, porque el ser humano siente necesidad de expresar esa alegría y ese encuentro con los demás compartiendo sus gozos y sus esperanzas, aunque hemos de reconocer que mucho de eso en su sentido más profundo también se va perdiendo quedándose muchas veces en algo así como una orgía donde se pierde todo sentido.
Creo que los cristianos, los verdaderos creyentes tenemos mucho que hacer y que decir en ese sentido; por una parte para vivirlo nosotros mismos con intensidad, pero también que recuperemos los sentimientos más humanos en nuestras relaciones interpersonales y en la convivencia con los demás, dándole un profundo y sano sentido a nuestra alegría y a nuestra fiesta. Y claro, nosotros creyentes no podemos olvidar ese sentido religioso de alabanza y acción de gracias al Creador.

jueves, 30 de julio de 2015

Ungidos en el Bautismo para ser templos del Espíritu nos hemos de convertir en signos de la presencia de Dios en medio del mundo

Ungidos en el Bautismo para ser templos del Espíritu nos hemos de convertir en signos de la presencia de Dios en medio del mundo

Éxodo 40,16-21.34-38; Sal 83; Mateo 13,47-53
‘¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos!’, decimos con el salmista ansiando entrar en la presencia del Señor.
Aunque muchas veces por nuestra debilidad y nuestro pecado nos alejamos del Señor y parece que rehuimos su presencia, en el fondo del corazón humano tenemos las ansias de la plenitud de Dios. Buscamos a Dios, queremos sentir su presencia, ansiamos gozar un día de las moradas eternas.
El relato del Éxodo nos describe cómo Moisés fue construyendo el santuario de Dios ‘ajustándose en todo a lo que el Señor le había mandado’; nos lo repite como una muletilla una y otra vez según va poniendo todos los paramentos del santuario del Señor. Dios que los había liberado de Egipto y los había hecho pasar el mar Rojo, como un paso de libertad, y les había dado su ley allá en lo alto del Sinaí estableciendo con su pueblo su Alianza, quiere manifestarles que su presencia permanece para siempre entre ellos. El Santuario donde se manifiesta la gloria del Señor es un signo de esa presencia.
Nosotros también tenemos en medio de nuestro pueblo esos signos de la presencia de Dios en los templos sagrados donde nos reunimos en Asamblea para celebrar la Eucaristía, alimentar nuestra fe y sentir el gozo de la comunión de los hermanos. Con respeto santo nos acercamos a ese lugar sagrado queriendo sentir esa presencia de Dios que se hace gracia para nosotros, porque es un regalo de amor.
Pero también somos conscientes de que el verdadero templo de Dios somos nosotros que para eso fuimos ungidos y consagrados en nuestro Bautismo, para ser esa morada de Dios y ese templo del Espíritu. Dios quiere habitar en nuestros corazones y así en todo momento hemos de saber también sentir su presencia y su gracia de amor. Decíamos antes que por nuestra debilidad y nuestro pecado nos alejamos de Dios, manchamos ese templo del Espíritu que somos nosotros, pero siempre confiamos en el amor y la misericordia del Señor que nos purifica, que restaura esa gracia en nosotros, que nos santifica una y otra vez.
Y una consideración más que nos tendríamos que hacer es que si aquel santuario levantado por Moisés se convertía en un signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo como son también nuestros templos, no hemos de olvidar que por la santidad de nuestra vida también nosotros hemos de ser signos de la presencia de Dios en nuestro mundo. Nuestro amor y nuestra santidad son signos del amor y de la santidad de Dios a la que todos estamos llamados.
‘¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos!’, recordábamos al principio con el salmista. No olvidemos que somos esa morada de Dios, gocémonos con su presencia.

miércoles, 29 de julio de 2015

Ir al encuentro con el Señor es encontrarnos con la vida

Ir al encuentro con el Señor es encontrarnos con la vida

Éxodo 34,29-35; Sal 33; Juan 11,19-27
Todos queremos vivir, todos buscamos la vida. Parece que algunas veces no sabemos como encontrarla. No es solamente mantener la respirar y que el corazón siga  palpitando. Sentimos que es algo más. Queremos vivir y parece que algunas veces andamos a ciegas. No terminamos de encontrarnos con la vida verdadera. Queremos vivir y buscamos placeres; queremos vivir y nos llenamos de cosas que terminan poseyéndonos a nosotros; queremos vivir y nos mostramos dominantes creyéndonos superiores a todo; queremos vivir y nos dejamos arrastrar por cualquier cosa que nos llame la atención; queremos vivir y nos convertimos en reyes de todo y de todos. ¿Serán esos los caminos que nos llevan a una vida en plenitud? ¿Serán solamente unas pasiones las que nos mantienen con vida? ¿Es cosa solo de sentimientos?
Preguntas difíciles y búsquedas costosas. No nos podemos quedar en lo superficial, solo en lo que brilla y reluce exteriormente. Tenemos que buscar allá en lo más hondo de nosotros. Buscar lo más noble que pueda haber en nuestro interior. Ansiar lo que nos de verdadera felicidad porque nos haga alcanzar una plenitud dentro de nosotros mismos que nada ni nadie nos pueda arrebatar.
Es una búsqueda de un sentido para nuestra vida. Hay cosas que nos suceden que nos llenan de sombras; hay momentos duros que nos parece que nada tiene sentido; nos aparece el dolor y el sufrimiento; los problemas y dificultades que encontramos en las relaciones con los demás nos desestabilizan y nos hacen perder el pie; cuando nos dejamos arrastrar simplemente por nuestro yo, nuestros caprichos y pasiones, al final nos sentimos vacíos porque nada nos llena.
Necesitamos una luz que nos oriente, que nos haga encontrar lo que de verdad nos llene de plenitud; necesitamos encontrar motivos para luchar, para superarnos, para seguir adelante a pesar de los contratiempos; hemos de buscas metas que nos den sentido y orientación a nuestro caminar, porque cuando caminamos sin metas vamos errantes y perdidos; hemos de saber elevar la mirada por encima de todas las sombras de muerte que nos rodean para encontrar la luz verdadera.
Nosotros los cristianos miramos a Cristo. En El vamos a encontrar esa plenitud que buscamos; su vida va a dar un sentido a nuestra vida. No le miramos lejano, sino caminando a nuestro paso; es Dios que se hizo hombre para caminar nuestros mismos caminos, para sufrir nuestros mismos sufrimientos. Por eso nos dirá que es Camino y es Verdad y es Vida.
Hoy en el evangelio vemos a una mujer, Marta, que sufre en medio de las sombras de la muerte, la muerte de su hermano Lázaro sostén de su familia, pero que en medio de sus lágrimas sabe ir al encuentro de Cristo. ‘Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro’. En El no solo va a encontrar palabras, sino que se va a encontrar de nuevo con la vida.
Escuchará que Jesús le habla de resurrección y de vida, la habla de plenitud. Ella cree y espera en la resurrección al final de los tiempos, pero sigue en su mar de dudas porque sigue en el momento presente. Es cuando Jesús le dice que El es la resurrección y la vida, que en El es donde podemos encontrar ya ahora esa vida en plenitud, a pesar de las sombras, a pesar de los sufrimientos, a pesar de los momentos malos por los que podamos pasar. Jesús es la resurrección y la vida, y lo que necesitamos es contemplarlo a El, contemplar su vida, su entrega, su amor hasta el final.
Marta se encontró con la vida no solo porque su hermano Lázaro resucitó sino porque en ella se hizo firme la fe, en ella se mantuvo la línea de su vida del servicio y del amor. Algo nuevo comenzaba a darle un sentido a su vida. Es lo que tenemos que encontrar en Cristo. Por eso como Marta vayamos al encuentro de Cristo, aunque nos cueste, aunque tengamos que salir de muchas cosas de nosotros mismos, y nos vamos a encontrar con la vida verdadera. Se nos acabaran las dudas y las incertidumbres, se apagarán las oscuridades porque se encenderá una nueva luz en nuestro corazón.

martes, 28 de julio de 2015

Somos los hijos que vamos al encuentro del Padre y Dios es el Padre lleno de amor que se goza habitando en nuestro corazón

Somos los hijos que vamos al encuentro del Padre y Dios es el Padre lleno de amor que se goza habitando en nuestro corazón

Éxodo 33, 7-11; 34, 5b-9. 28; Sal 102; Mateo 13, 36-43
‘El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo’. Hermosa expresión para expresarnos la familiaridad en la relación de Dios y Moisés. Una hermosa expresión de la intensidad con que hemos de vivir nuestra oración.
Nos acercamos a Dios y ¿quiénes somos nosotros pequeñas criaturas para entrar en relación con nuestro Creador? Pero Dios en su inmensidad se acerca al hombre, permite que podamos entrar en su conocimiento porque El nos ama y se nos revela. Estamos ante el Misterio y sentimos nuestra pequeñez y nuestra incapacidad. Pero grande es el amor del Dios que se nos manifiesta y se nos revela, el Dios que se hace cercano y podemos sentirlo y vivir su presencia allá en lo más hondo de nuestro corazón.
Aunque Dios se nos revela y es su Espíritu el que anida en nuestro corazón para que podamos así gozarnos de su amor y atrevernos a acercarnos a El, nos sentimos incapaces y no sabemos cómo hacer, como entrar en esa comunión con Dios, cómo mejor hablarle y cómo mejor escucharle, cuando por otra parte tantas veces nos hacemos oídos sordos a su llamada y hasta llegamos en nuestra inconsciencia a rechazar su amor.
Pero Dios se ha hecho Emmanuel, se ha hecho Dios con nosotros para hacernos sentir su presencia, para que nos gocemos de su amor. En Jesús aprendemos toda esa cercanía de Dios y queriendo escuchar su Palabra y seguirle sabemos que estamos entrando en ese camino de Dios, en ese camino que nos lleva a Dios.
Además de contemplar su presencia en Jesús que se hace cercano a todos y a todos nos manifiesta lo que es el amor de Dios, si escuchamos su Palabra iremos aprendiendo cómo Dios quiere habitar en nosotros, cómo puede ser la mejor forma de entrar en relación con Dios con nuestra oración. Jesús nos ha enseñado a orar, nos ha enseñado a llamar a Dios Padre y sentirle y vivirle como tal. Nos concede la fuerza y la presencia de su Espíritu allá en lo más hondo de nuestro corazón para que aprendamos a orar y para que podamos hacer la mejor oración. Y nos dice que si guardamos su Palabra y cumplimos sus mandamientos sentiremos un especial amor del Padre en nosotros y vendrá a habitar en nuestro corazón, en nuestra vida.
Claro que reconociendo con nuestra fe su grandeza y su inmensidad pero reconociendo también y gozándonos de su amor podemos entrar en esa relación nueva con Dios a quien podemos llamar Padre, a quien tendremos que sentir siempre como Padre. Es una relación filial, una relación de amor la que podemos establecer con el Señor en toda nuestra vida. Tendremos momentos de mayor intensidad e intimidad en la presencia de Dios con nuestra oración, pero es que allá donde estemos, allá donde vayamos sabemos que siempre estamos en su presencia y en todo momento puede y debe surgir nuestro corazón esa expresión de amor para con nuestro Dios.
Comenzábamos recogiendo el texto del Éxodo que nos expresaba esa relación de Moisés con Dios con quien hablaba cara a cara como se habla con un amigo. Así y más aún podemos y tenemos que hablar con Dios porque somos los hijos que vamos al encuentro de nuestro Padre, es el Padre lleno de amor que se goza habitando en nuestro corazón.

lunes, 27 de julio de 2015

Que la levadura del Reino de Dios que es Jesús mismo penetre profundamente en nuestra vida y fermentados por El transformemos nuestro mundo

Que la levadura del Reino de Dios que es Jesús mismo penetre profundamente en nuestra vida y fermentados por El transformemos nuestro mundo

Éxodo 32 15-24.30-34; Sal 105; Mateo 13, 31-35
Nos habla el evangelio del grano de mostaza o del puñado de levadura, y lo hace para decirnos como es el Reino de Dios, el Reino de los cielos, en expresión del evangelista Mateo. Algo pequeño e insignificante como una semilla que se hace una planta grande; algo muy sencillo aparentemente que parece que no tiene fuerza en si mismo pero que luego hace fermentar la masa.
Como decíamos nos propone Jesús estas parábolas para hacernos comparación o semejanza de cómo es el Reino de Dios; en nuestro pensamiento pudiéramos verlo como algo ajeno o fuera de nosotros; decimos que así es la Iglesia y quizá podemos pensar en algo así como un ente, al que sí pertenecemos pero que no somos nosotros. A mi me gustaría ver esas parábolas como signos de lo que se realiza en mi. El Reino de Dios no es algo ajeno o distante de mi vida, sino que en mi vida tengo que vivirlo; pero aun más podemos que el Reino de Dios es Jesús, Jesús presente en nuestra vida que nos vivifica, nos llena de vida.
Cuando nosotros hemos aceptado a Jesús nuestra vida tiene otro sentido, otro valor. Creer en Jesús no es solo un acto meramente intelectual, por así decirlo, con el que nuestra fe decimos que creemos en El porque aceptamos su existencia o reconocemos el valor y la riqueza de todo su mensaje. De ahí partimos, sí, pero aceptar a Jesús es mucho más, porque aceptar a Jesús es comenzar a vivir su misma vida; esa riqueza de su mensaje no se queda en unas palabras que guardamos en un libro; ese mensaje de Jesús lo hacemos vida en nuestra vida; desde ese mensaje de Jesús queremos vivir de una forma distinta, tal como El nos enseña; aceptando a Jesús nos dejamos transformar por El para vivir como El.
Es lo maravilloso de nuestra fe; es lo maravilloso de nuestro encuentro con El. No nos deja insensibles; una vez que nos encontramos con El ya nuestra vida no puede ser igual, porque en El nos sentimos vivificados. Es la imagen que nos está proponiendo hoy en la parábola de la levadura que fermenta la masa. Aceptamos a Cristo y nuestra vida se fermenta para ser otra vida, recogiendo la imagen. Todo va a tener otro sabor, otro sentido, otro valor. Ya no podemos vivir igual. Es toda la profundidad de transformación que se realiza en nosotros cuando nos encontramos de verdad con El.
Por eso siempre decimos que no es solo saber cosas de Jesús. Lo importante es el encuentro vivo con El. Un encuentro que es un misterio que se realiza en nosotros. De muchas maneras El nos sale al encuentro, viene a nuestra vida; no todos lo experimentamos igual, pero sí es importante que tengamos esa experiencia viva de un encuentro vivo con Jesús. ¿No es lo que vemos en el Evangelio con aquellos que iban a ser sus discípulos? ‘Maestro, ¿Dónde vives?’ preguntaban Andrés y Juan y se fueron con Jesús. Estuvieron con Jesús y ya inmediatamente salieron también anunciando la buena nueva de Jesús.
Que esa levadura de Jesús que es Jesús mismo penetre profundamente en nuestra vida; grande es la tarea porque fermentados en Jesús tenemos que transformar nuestro mundo.

domingo, 26 de julio de 2015

Levantemos la mirada como Jesús y sepamos sentarnos con el que camina nuestro lado para aprender a sentir el ritmo del camino de su vida

Levantemos la mirada como Jesús y sepamos sentarnos con el que camina nuestro lado para aprender a sentir el ritmo del camino de su vida

2Reyes 4,42-44; Sal. 144; Efesios 4, 1-6; Juan 6, 1-15
Jesús quiere saciar siempre toda el hambre del hombre. Y cuando decimos el hambre del hombre nos referimos, sí, a esas necesidades materiales que sostienen nuestra vida, pero queremos ver más allá en toda la inquietud y el deseo más profundo que pueda haber en el corazón de la persona en la búsqueda de la vida en toda su plenitud. No podemos pensar en Jesús como en quien pasa junto a nosotros pero no nos escucha ni atiende esos deseos de nuestro corazón o esas necesidades de todo tipo que podamos tener latentes ahí en nuestro espíritu.
‘Jesús marchó a la otra parte del lago de Galilea o Tiberíades, nos cuenta el evangelista. Y lo seguía mucha gente porque habían visto los signos que hacía con los enfermos’. Jesús contempla aquella multitud que lo seguía. ‘Levantó los ojos al ver que acudía mucha gente…’
Vamos a fijarnos en esos gestos de Jesús en este episodio del evangelio que estamos reflexionando. ‘Levantó los ojos…’ y contempló aquella multitud que allí se apiñaba. No era una mirada cualquiera. Jesús estaba mirando y fijándose en aquellas personas concretas que ante él estaban con sus deseos de estar con él, con sus ilusiones o sus desesperanzas, con sus problemas y sus necesidades, con el ansia de algo nuevo que había en sus corazones.
Levantó los ojos para mirar y para fijarse. Cómo tenemos que aprender a mirar. Miramos tantas veces porque los ojos están abiertos pero no miramos, no nos fijamos, no nos damos cuenta de quien está delante de nosotros. Nos habrá sucedido tantas veces que vamos por la calle ensimismados en nuestros pensamientos y quizá alguien nos para y nos dice que si no nos fijamos en los que pasan a nuestro lado. Vamos a lo nuestro; no estamos pendientes de nadie y pasamos junto a alguien que quizá esté esperando nuestra mirada; pasamos y no nos damos cuenta de las necesidades o de los sufrimientos de aquellos que están a nuestro lado; seguimos nuestro camino y no compartimos ni una sonrisa ni una palabra amable con aquellos con los que nos cruzamos. Vamos demasiado a lo nuestro en los caminos de la vida.
Jesús miró y se dio cuenta de las necesidades de aquellas personas. ‘¿Con qué compraremos panes para que coman estos?’ Estaban hambrientos porque quizá llevaban ya varios días lejos de sus hogares y las provisiones se les habrían acabado. Y Jesús está atento. Quiere encontrar soluciones. Ve la realidad de aquella gente que está sin comer, y ve la realidad de lo poco que ellos tienen. Está enseñando a mirar a los discípulos. No es cuestión de ver cuanta gente hay o la necesidad que tiene, sino que se trata de despertar nuestro corazón para buscar soluciones, buscar caminos de salida a los problemas o necesidades.
Esa mirada de Jesús, esa inquietud de Jesús va a suscitar algo en los demás; que se empeñen en encontrar soluciones; que busquen allí donde pueda haber algo, aunque sea poco y pequeño pero aprendiendo también a valorarlo. Cuantas veces porque no tenemos la solución total en la mano a los problemas nos cruzamos de brazos; que se las arreglen, que otros sean los que ayuden a solucionar, pero nosotros nos desentendemos.
Pero comienzan a abrirse los corazones y comienzan a aparecer las actitudes solidarias, aunque nos parezcan pequeñas o que no dan la solución completa. ‘Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes y dos peces; pero, ¿qué es esto para tantos?’ Pero Jesús les pide que la gente se siente en el suelo, que había mucha hierba en aquel sitio.
Sentarse juntos que es una expresión de cercanía y una forma de compartir la vida; sentarse juntos que nos enseña a escuchar y a compartir, a mirar de una forma más cercana y a abrir el corazón, a darnos cuenta lo que valen los cinco panes y dos peces de los demás; sentarse juntos que es una forma de detener nuestras carreras y nuestras prisas para saber ir al paso de los demás; cuantas veces en nuestras carreras no sabemos medir el ritmo de la vida de los que caminan a nuestro lado. Antes quizá venía cada uno por su lado porque querían estar con Jesús, pero ahora comienzan a saber estar también con los demás. No son solo los cinco panes y dos peces lo que van a compartir, sino que puede ser una nueva forma de entender la vida, de caminar juntos por la vida, de darnos cuenta de quien con nosotros está haciendo el mismo camino de la vida. Así seremos amables, humildes, comprensivos con nuestros hermanos, como nos decía san Pablo en la carta a los Efesios.
Jesús bendice y da gracias a Dios tomando los panes en sus manos y dándoselos para que los repartieran. Aprender a repartir y a compartir; aunque sea poco, aunque sea pequeña la cantidad. Repartir con generosidad, sin tacañerías, lo que quisieran, lo que necesitaran. Y comieron todos.
Aprendamos a mirar, a ver la realidad de lo que somos y lo que tenemos o no tenemos, a valorar hasta lo que nos parezca lo más pequeño e insignificante, a mirar al que está a nuestro lado y en el que casi nunca nos fijamos; aprendamos a repartir y a repartir sin tacañerías, con generosidad, y también a recoger para que nada se desperdicie.
Es el milagro que nos manifiesta el poder de Jesús, pero es el gran signo que necesitamos para nuestra vida. Si aprendiéramos a mirar a los ojos de los demás y a sentarnos a su lado, a detenernos de nuestras prisas y a abrir más el corazón para escuchar a los demás, qué distinto sería el camino que fuéramos haciendo por la vida. Son inquietudes que llevábamos en el corazón pero quizá de una forma muy callada o muy velada y que ahora pueden ir apareciendo y enseñándonos a tomar nuevas actitudes y nuevas posturas ante los otros.
Jesús quiere saciar siempre toda el hambre del hombre, decíamos al principio. Pero Jesús quiere contar con nosotros. Nos enseña a mirar, a sentarnos en la hierba junto al otro, a escuchar y compartir, a repartir generosamente y a recoger la lección para aprender a caminar de una manera nueva en la vida.