sábado, 27 de junio de 2015

Vayamos con humildad al Señor con nuestros problemas y necesidades y El se meterá en nuestro corazón dándonos su paz

Vayamos con humildad al Señor con nuestros problemas y necesidades y El se meterá en nuestro corazón dándonos su paz

Génesis 18,1-15; Sal 1; Mateo 8,5-17
Aquel hombre buscaba a Jesús porque quería la salud para su criado, pero Dios se le metió en su corazón. No pedía nada para sí, solo le preocupaba la salud de su criado y buscaba a Jesús. Pero lo hacía con confianza, tenía la certeza de que sería escuchado. Pero iba con humildad.  Y esto es lo que lo hizo grande. No era la importancia de su cargo o su poder; fue la humildad con que acudía a Jesús.
‘Voy yo a curarlo’, le dice Jesús cuando le presenta su petición. Y aparece su grandeza, porque resplandece su humildad. ‘¿Quién soy yo para que entres bajo mi techo?’ Podía manifestar con orgullo cual era su cargo y su importancia; podría sentir el orgullo de que Jesús llegara a su casa, pero sintió que no era digno, se sentía pequeño, reconocía que Jesús era más grande. Bastaba la palabra de Jesús y su criado podría sanar. Todo iba a obedecer a la voz de Jesús.
‘Y cuando lo oyó, Jesús se quedó admirado’ por la de aquel hombre. ‘Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe’. Dios estaba entrando en el corazón de aquel hombre de una manera nueva. No era solo el milagro de la curación del criado lo que iba a suceder. Estaba sucediendo algo más grande que era el despertarse a la fe del corazón de aquel hombre. Era ya una fe distinta, nueva. Y es que Jesús se estaba de verdad enseñoreando del corazón del centurión. La humildad le había abierto las puertas de su corazón a Dios y Dios que se goza en los humildes reinaba en aquel corazón.
¿Cómo acudimos nosotros al Señor? ¿De qué manera vamos a El desde nuestras necesidades? En nuestras angustias, en nuestros problemas, en los agobios de cada día acudimos también al Señor pidiendo su ayuda, pidiendo el milagro de aquellos problemas se nos solucionen, de que podamos salir pronto de aquel momento oscuro y difícil por el que estamos pasando. Y algunas veces hasta nos ponemos exigentes con el Señor en nuestras peticiones. Tienes que ayudarme, poco menos que le decimos, y quizá hasta hacemos una lista de las cosas buenas que en algún momento hayamos hecho.
Quizá nos puede faltar humildad en muchas ocasiones. Queremos que las cosas sean como nosotros queremos y cuando nosotros queremos. Nos olvidamos de los caminos de Dios. Que Dios nos ofrece algo mejor o que más nos conviene. Le pedimos que nos solucione las cosas pero quizá no le dejamos entrar en el corazón. Y El quiere reinar en nuestro corazón. Para eso necesitamos un corazón humilde. ‘Señor, no soy digno…’ pero que digamos esa palabra ‘Señor’ de forma auténtica, porque reconozcamos que El es nuestro único Señor. Necesitamos aprender a decirlo; necesitamos aprender a sentir que El es el único Señor de nuestra vida.
Vayamos con humildad al Señor, sí, con nuestros problemas, nuestras necesidades, nuestras preocupaciones, pero reconozcamos que El es el Señor. Si lo hacemos con humildad nos llenaremos de Dios, El reinará en nuestro corazón.

viernes, 26 de junio de 2015

Jesús extendiendo la mano hasta el leproso nos está enseñando unas nuevas actitudes que destierren posturas discriminatorias

Jesús extendiendo la mano hasta el leproso nos está enseñando unas nuevas actitudes que destierren posturas discriminatorias

Génesis 17,1.9-10.15-22; Sal 127; Mateo 8,1-4
‘Señor, si quieres, puedes limpiarme… Quiero, queda limpio…’ Se había atrevido a acercarse un leproso hasta Jesús. Y digo se había atrevido porque a los leprosos no se les permitía acercarse a otras personas sanas. La fe lo había llevado hasta Jesús. Estaba seguro que Jesús podía curarlo, pero con humildad se acerca hasta Jesús para suplicarle ‘si quieres, puedes limpiarme’. Y Jesús había querido. ‘Jesús extendió la mano y lo tocó’. Mucho quiere decirnos este gesto de Jesús.
Un momento del evangelio que nos llena de esperanza, de confianza, que levanta nuestra fe, que nos hace confiar en el Señor. Un momento del evangelio que también puede suscitar muchos interrogantes en nuestro interior, que nos puede mover a actitudes, posturas, una nueva manera de actuar.
Acudimos a Jesús con nuestra lepra, con nuestras limitaciones, con nuestro pecado. Fea puede ser nuestra vida, como repugnante a los ojos de los sanos podía ser la presencia de un hombre enfermo de lepra, y más en las condiciones de la época. Era, sí, la fealdad de su cuerpo destrozado; pero era la situación marginal en que vivían los leprosos. Con nuestro pecado hemos manchado nuestra vida; con nuestro pecado estamos haciendo tantas rupturas en nosotros mismos, con Dios, con los demás.
Pero podemos acudir a Jesús que siempre nos va a recibir, nos va a acoger; en El está el amor y la misericordia. Tenemos que romper ese círculo que nos aísla con nuestro pecado; tenemos que decidirnos por acercarnos a Dios para acercarnos también a los demás. Nos puede costar; encontraremos muchas trabas. Pero miramos los ojos de Jesús y sabemos que El nos acoge y nos da fuerzas.
Pero quizá este texto puede interrogarnos también por los círculos que nosotros creamos, los aislamientos que podemos crear en los demás, las discriminaciones que pueden marcar nuestra vida y nuestras relaciones con los otros. Podemos marcar, señalar a aquel que fue o que hizo; a aquel que es o que tiene esos comportamientos; a aquel en quien ya, decimos, no podemos confiar; a aquel que no nos parece digno; a aquel con quien no nos queremos mezclar y no queremos que nos vean con él. Y aislamos, discriminamos, separamos…
¿Hemos pensado cuanto sufrimiento podemos estar causando a otros con posturas así? Es duro para quien se siente discriminado. Y esto puede suceder en muchos ámbitos de la sociedad y también de la Iglesia. A ras de la vida de cada día, o también quizá desde las alturas desde donde se pueden imponer normas y reglamentos. Nos puede suceder también a nosotros que nos creemos buenos y cumplidores de siempre.
‘Jesús extendió la mano, lo tocó y lo curó’. Aprendamos a extender también la mano. Nos hacen falta unas actitudes nuevas, unos gestos renovadores. Que en verdad la Iglesia se muestre como la madre de la misericordia que nos manifiesta lo que es la misericordia del Señor. Habrá que revisar cosas, actitudes, comportamientos, leyes y reglamentos. Tenemos que ser siempre para los demás esos signos de la misericordia del Señor. Quizá no siempre lo somos.

jueves, 25 de junio de 2015

Cultivemos una verdadera espiritualidad que dé fundamento firme para mantenernos seguros en las tormentas de la vida

Cultivemos una verdadera espiritualidad que dé fundamento firme para mantenernos seguros en las tormentas de la vida

Génesis 16, 1-12. 15-16; Sal 105; Mateo 7,21-29
Algunas veces en la vida nos sucede que parece que todo se nos derrumba, las cosas no nos salen bien, todo lo vemos negro, o nos aparecen dificultades y problemas con los que nos vemos como abocados al fracaso. Son momentos que se nos convierten duros, momentos de inestabilidad, momentos en que todo lo vemos turbio y nos parece que no tenemos salidas. Nos sucede con los problemas de la vida ordinaria, nuestros trabajos o nuestros negocios, nos puede suceder en el ámbito de la vida familiar, o nos sucede allá en el interior de uno mismo por los problemas personales o espirituales que uno pueda tener.
Aunque sean momentos difíciles es cuando se ha de manifestar lo que es la verdadera madurez de nuestra vida, que además esos mismos problemas nos van a ayudar a encontrar el verdadero fundamento donde hemos de asentar nuestra existencia. Son momentos quizá de analizar con serenidad lo que nos pasa en una reflexión que nos hagamos sobre el rumbo que le hemos dado a nuestra vida, o quizá aquellos verdaderos fundamentos que debíamos de haber tenido pero que quizá abandonamos o le dimos la importancia que tenían, por lo que nos aparecieron esas arenas movedizas bajo nuestros pies que nos pueden hacer caer y arrastrar.
Qué importante que nos tomemos la vida en serio, que no abandonemos aquellas cosas que son fundamentales para nuestra existencia; que importante que no nos dejemos arrastrar por la corriente de la comodidad, de la rutina, de lo que todos hacen que nos lleva a debilidades y enfriamientos que nos pueden hacer terminar mal. Y esto que estamos diciendo nos vale para todos los ámbitos de nuestra existencia desde lo que pudiéramos considerar más material o a esas cosas que dan ese fundamento espiritual a nuestra vida.
Me hago esta reflexión desde lo que hoy nos dice Jesús en el Evangelio. No nos bastan bonitas palabras, sino darle un fundamento importante a nuestra vida. El nos dice hoy: ‘No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo’. Y a continuación nos pone el ejemplo de la casa edificada sobre arena o sobre roca. Solo la que está bien fundamentada sobre roca no se irá a la ruina cuando vengan las tormentas. Hemos de edificar nuestra vida sobre roca, buscando esos principios fundamentales, esos verdaderos cimientos de nuestra existencia que nos harán mantenernos firmes.
Por eso es tan importante cultivar una verdadera espiritualidad en nuestra vida. Profundicemos en el Espíritu del Señor; que el penetre nuestros corazones e inunde nuestra vida con su gracia. Que esa Palabra de Dios que escuchamos cada día nos haga encontrar ese verdadero cimiento para nuestra existencia. Que mantengamos íntegra y firme nuestra fe, una fe que hemos de cuidar, de cultivar, de fortalecer continuamente, apoyándonos de verdad en el Señor. Que se manifiesta así nuestra verdadera madurez humana, espiritual y cristiana para mantenernos firmes y no dejarnos arrastrar por esas tormentas que nos pueden aparecer en nuestra vida.

miércoles, 24 de junio de 2015

Alegría en el nacimiento de Juan, la voz que nos anuncia la Palabra y nos prepara para encontrar al que es Camino, Verdad y Vida

Alegría en el nacimiento de Juan, la voz que nos anuncia la Palabra y nos prepara para encontrar al que es Camino, Verdad y Vida

Isaías 49, 1-6; Sal 138; Hechos, 13, 22-26; Lucas 1, 57-66. 80
‘Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban… corrió la noticia por la montaña de Judea y todos se llenaron de alegría bendiciendo a Dios’. Así nos describe el evangelio el gozo de la gente en el nacimiento de Juan. Imagen quizá también de la alegría que se vive en nuestros pueblos en la fiesta del Bautista, unida a muchas tradiciones ancestrales, muchas veces llenas de magia y con residuos de paganismo, pero que hemos de saber reconducir en nosotros para vivirlo con pleno sentido.
Los vecinos y parientes veían una bendición del Señor en el nacimiento de aquel niño en unos padres ya mayores. Zacarías que había escuchado al ángel y había recibido la revelación del Señor podía con mucha mayor hondura comprender el significado del nacimiento de su hijo y encontrar los verdaderos motivos para la acción de gracias al Señor. Nosotros, conocedores también de la revelación del Señor al conocer su palabra, hemos de encontrarle también el verdadero sentido de la fiesta y de la alabanza al Señor.
‘Será grande a los ojos del Señor’, le había dicho el ángel a Zacarías, porque vendría ‘con el espíritu y el poder de Elías preparando para el Señor un pueblo bien dispuesto’. Ya lo había anunciado el profeta Malaquías. ‘Enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor grande y terrible. Convertirá el corazón de los padres hacia los hijos y el corazón de los hijos hacia los padres…’ Es lo que ahora le ha repetido el ángel a Zacarías en el templo.
Es la misión del bautista, preparar los caminos del Señor. ‘A ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a los pueblos la salvación, el perdón de los pecados’, cantaría Zacarías cuando se le soltó la lengua y bendecía al Señor.
Así bendecimos a Dios en el nacimiento de Juan. La liturgia nos lo sitúa en este día, seis meses antes del nacimiento de Jesús para indicarnos también en nuestra celebración su misión y cómo nosotros hemos de prepararnos para el nacimiento de la salvación. Juan es la voz y nosotros esperamos la Palabra que nos anuncia; Juan es el precursor que nos señala los caminos y nosotros hemos de encontrar el verdadero camino que será encontrarnos con Jesús; Juan es el profeta que denuncia el mal y señala el camino de la verdad, para que nosotros nos purifiquemos y encontremos al que es la Verdad y la Vida y así nos llenemos de su salvación.
Celebremos al Bautista que vino a purificar los corazones, nosotros que hemos sido ya bautizados en el verdadero bautismo que nos solo nos purifica sino que nos da nueva vida. Juan fue testigo de la teofanía divina que señalaba a Jesús desde el cielo como el verdadero Hijo de Dios lleno del Espíritu Santo; nosotros podemos sentir esa teofanía en nosotros porque también el Espíritu divino se ha derramado en nuestros corazones llenándonos del amor y de la vida de Dios que a nosotros también nos hace hijos.
¿Queremos mayores motivos para la alegría y para la fiesta? Es que estamos contemplando como se derrama sobre nosotros la misericordia del Señor; Juan es el anuncio de de esa entrañable misericordia de Dios que se derrama sobre nosotros porque nos visita la luz que nace de lo alto y viene a iluminar nuestras tinieblas para que para siempre tengamos la luz de Dios en nosotros.

martes, 23 de junio de 2015

Valoremos con valentía el evangelio que queremos vivir y da sentido a nuestras vidas siendo testigos de nuestra fe

Valoremos con valentía el evangelio que queremos vivir y da sentido a nuestras vidas siendo testigos de nuestra fe

Génesis 13, 2.5-18; Sal 14; Mateo 7,6.12-14
¿Valoraremos nosotros suficientemente el evangelio que queremos vivir y que da sentido a nuestras vidas? ¿Valoraremos suficientemente nuestra fe?
El otro día le aconsejaba a un amigo que me preguntaba por ciertas competencias entre profesionales que le diera valor a su trabajo, que no se trataba de hacer rebajas así como así a la hora de manifestar el valor de lo que hacía, y esto también en referencia a su valor pecuniario. Era importante lo él hacia y quería hacerlo bien y con todo la mayor honradez y profesionalidad, y eso había de tenerse en cuenta.
Pudiera parecer que esto no tiene relación con las preguntas que nos hacíamos al principio de la valoración que hacemos del evangelio y de nuestra fe. Lo cuento a manera de ejemplo, porque si en la vida, en nuestra profesión, en lo que hacemos hemos de darle el valor que tiene a cada cosa, ¿por qué no hemos de valorar también nuestra fe y la vivencia que queremos hacer del Evangelio?
Me pregunto esto, porque a veces nos puede suceder que vamos como ocultando lo que es nuestra fe y lo que son nuestros valores, nos podemos sentir acobardados ante la oposición que nos encontramos enfrente, o porque los que nos rodean, la sociedad en la que vivimos lo de ser religioso, lo de ser cristiano pareciera que no es políticamente correcto, como hoy se suele decir. Efectivamente hay ocasiones en que nos parece que vamos nadando contra corriente, pero no hemos de temer, sino todo lo contrario, hemos de sentirnos con mayor valor, con mayor empuje y entusiasmo en lo que hacemos, en lo que es nuestra fe.
Quizá por eso no convencemos, porque parece que andamos con miedo a la hora de expresarnos, de manifestar lo que son nuestros principios. Tenemos que presentarnos seguros y convencidos en lo que creemos, en lo que es nuestra vida y así tenemos que presentarnos ante el mundo. Si con ese convencimiento y valentía, a pesar de nadar contracorriente, nos presentamos ante el mundo, quizá se interrogarán de nuestro convencimiento; si nos manifestamos seguros y alegres en nuestra fe, podrán preguntarse donde está esa fuerza con la que nos presentamos, o de donde sacamos esa fuerza.
Los testigos son los que convencen. Eso hemos de ser nosotros ante la sociedad que nos rodea, testigos convencidos de Cristo y de su Evangelio, porque además lo queremos llevar con orgullo plasmado en nuestras vidas. Valoremos nuestra fe, valoremos el evangelio que queremos vivir y que da sentido a nuestras vidas.

lunes, 22 de junio de 2015

El evangelio es vida y siempre nos trae la buena noticia del amor con el que mutuamente hemos de relacionarnos

El evangelio es vida y siempre nos trae la buena noticia del amor con el que mutuamente hemos de relacionarnos

Génesis 12,1-9; Sal 32; Mateo 7,1-5
Bien sabemos que el evangelio tiene que traducirse en cosas concretas de nuestra vida de cada día, porque el evangelio no es solo un relato de historias bonitas que nos sean agradables en nuestra lectura y nos puedan entretener. El evangelio es vida y el mensaje que nos trasmite Jesús tiene que ser siempre buena noticia para nuestra vida; una buena noticia que nos trasforme, una buena noticia que nos llene de vida, una buena noticia que nos ponga en camino de actitudes nuevas y de acciones concretas de amor que hemos de vivir cada día.
La buena noticia de Jesús está transida de amor; es un mensaje de amor porque del anuncio que se nos hace del amor que Dios nos tiene pero que nos está pidiendo además una respuesta de amor; una respuesta de amor que, repito, se ha de traducir en esas cosas que cada día vivimos en nuestras responsabilidades personales y en nuestras responsabilidades que tengamos con los demás, ya desde el seno de nuestra familia, ya en el ámbito de nuestras obligaciones y trabajos, ya en nuestra vida social y en las relaciones que mantenemos con los demás.
Pero esas mutuas relaciones muchas veces se pueden ver enturbiadas porque siempre nuestro corazon no es limpio, porque podemos encontrar en los demás actitudes, posturas o acciones que no nos parezcan correctas, porque el mal muchas veces se nos va metiendo por dentro y nos hace flaquear en nuestra manera de ver a los demás, o en lo que hacemos que no siempre es correcto y podemos hacer daño a los otros.
De ahí que es necesario que en ese amor que nos tengamos mutuamente sepamos aceptarnos, pero sepamos también tendernos la mano para ayudarnos mutuamente a caminar juntos. En ese amor nos decimos humildemente las cosas, nos corregimos, nos ayudamos. Pero nunca desde la altura de nuestro orgullo o nuestro considerarnos mejores, sino siempre sabiendo reconocer que también en nosotros puede haber cosas que no son buenas. Es la actitud de humildad y de sencillez que ha de guiar nuestras relaciones.
De eso nos habla Jesús hoy en el evangelio enseñándonos cómo tenemos que hacernos esa corrección que nunca puede estar guiada ni por el orgullo ni la superioridad, el juicio o la condena, sino siempre en la humildad, la verdad de nuestra vida y el amor. Por eso nos dice: ‘No juzguéis y no os juzgarán; porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros’.

domingo, 21 de junio de 2015

Vayamos a la otra orilla sin temores ni cobardías, aunque salgamos malheridos, pero tenemos muchas heridas que sanar

Vayamos a la otra orilla sin temores ni cobardías, aunque salgamos malheridos, pero tenemos muchas heridas que sanar

Job 38, 1.8-11; Sal. 106; 2 Cor. 5, 14-17; Mc. 4, 35-40
Habíamos escuchado a Jesús decirle a quienes querían que fueran sus discípulos ‘vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, y luego vente conmigo’; ‘tú, sígueme’, le dijo a Felipe cuando se lo encuentra de camino; y a los pescadores que estaban con sus barcas y con sus redes les había dicho ‘venid conmigo y os haré pescadores de hombres’, y ellos dejándolo todo le siguieron. Y ya sabían que al irse con El que ‘las aves del cielo tienen sus nidos y las fieras del campo sus madrigueras, pero el Hijo del Hombre no tenía donde reclinar la cabeza’.
Pero ahora le escuchamos decir, podemos adelantar que como un anticipo de lo que sería su envío final, ‘vamos a la otra orilla’. Y dice el evangelista que ‘dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaban; y otras barcas lo acompañaban’. ¿Se lo llevaron o más bien sería El quien se los llevaba a la otra orilla atravesando el lago? Había sido El quien les había dicho ‘vamos a la otra orilla’.
Nos puede recordar cuando Dios llamó a Abrahán para que saliera de su tierra y fuera a la tierra que Dios le señalase. Podemos recordar cuando Dios se manifiesta en el monte a Moisés y lo envía a que baje de nuevo a Egipto que allí tiene una misión importante que realizar, ha de liberar al pueblo de la opresión del Faraón.
Abrahán se dejó conducir poniéndose en camino hacia lo desconocido porque no sabía bien a donde le llevaría aquel camino; Moisés impresionado por la visión que había tenido de Dios se había puesto en marcha, aunque sabía que la misión que se le encomendaba era difícil. Ahora también los discípulos se fueron con El a la otra orilla, como les había invitado.
Alguno quizá podría haber preguntado ¿y a qué nos vas a llevar a la otra orilla? Aquella es la región de los Gerasenos, podía comentar alguno, y quizá no seríamos bien recibidos, como ya sucediera en otra ocasión. ¿Has pensado bien cómo está el lago y que quizá se nos puede levantar una tormenta mientras lo atravesamos? Podría replicarle alguna que fuera entendido en las cosas de aquel lago tan propenso a repentinas tormentas. Alguno pensaría que no iban preparados para pescar y entonces para qué dar ese paseo. Nos podemos imaginar todas esas dudas que podrían surgir en el interior de los discípulos, aunque nada nos diga el evangelio porque ellos se fueron a donde El les decía o más bien como dice el evangelista ‘dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaban’. Aunque nosotros bien sabemos ya lo sucedería después.
Quiero quedarme en mi reflexión ahora en esa invitación de Jesús que puede ser también la invitación que nos está haciendo hoy. ‘Vamos a la otra orilla’. Al final del evangelio, antes de la Ascensión, los enviaría por el mundo con la misión de anunciar el evangelio a todas las gentes. Y hemos de reconocer eso es lo que han hecho los discípulos de Jesús a lo largo de los siglos repartidos por todo el mundo anunciando el evangelio. A la otra orilla, a los confines del mundo, parten los misioneros en nombre de la Iglesia, con el poder de Jesús para hacer el anuncio del Evangelio.
Pero hoy nos dice ‘vamos a la otra orilla’, que no significa quizá tener que irse a los confines del mundo, sino a la otra orilla, al otro lado de la calle, a los barrios más alejados de nuestras ciudades, a los lugares también inhóspitos que hay en nuestro entorno; y no son los lugares, son las personas, es ese ambiente que nos rodea, es ese mundo que aunque se llame cristiano quizá está tan lejos del mensaje de Jesús. Es ese mundo de increencia que nos rodea, son esos lugares difíciles o esas personas que nos pueden parecer conflictivas porque todo lo cuestionan, porque siempre están a la contra, a los que les cuesta aceptar a la Iglesia.
Quizá también nosotros podemos tener nuestros miedos y nuestras dudas en nuestro interior. Para qué lanzarnos a ese mundo incierto, pensamos quizá, vamos a tratar de mantener los que tenemos. Y son nuestras comunidades con poco espíritu misionero, que se vuelven rutinarias, cómodas, con pocas iniciativas, con poco coraje, que nos quedamos siempre en lo mismo y que nos cuesta salir de nuestras comodidades, de nuestras rutinas. No nos atrevemos, nos da miedo por lo incierto o porque lo que tememos que nos vamos a encontrar, las tempestades que puedan surgir.
El Papa nos lo está recordando continuamente que no nos podemos quedar encerrados siempre en lo mismo, que tenemos que salir, ir las periferias de la sociedad o a las periferias de la Iglesia. Es arriesgado porque nos podemos encontrar tormentas y puede que algunos salgamos machacados. Y quizá Jesús también tenga que decirnos ‘hombres de poca fe, ¿por qué dudáis? ¿Por qué tenéis miedo?’ El nos ha prometido la fuerza y la asistencia de su Espíritu, pero no nos lo terminamos de creer y por eso seguimos con nuestros miedos, nuestras rutinas, nuestras cobardías, temiendo la tormenta que puede llegar y en la que nos pueda parecer que Jesús está dormido.
El está en medio de nosotros y no nos falla. Avivemos nuestra fe. Avivemos ese espíritu misionero; podremos salir malheridos, pero es que tenemos a tantos heridos que curar, tenemos tanto que hacer.