sábado, 4 de octubre de 2014

Llenémonos de la alegría de la fe que nos hace sentir y vivir a Dios si tenemos un corazón pobre y humilde

Llenémonos de la alegría de la fe que nos hace sentir y vivir a Dios si tenemos un corazón pobre y humilde

Job, 42, 1-3.5-6.12-16; Sal. 118; Lc. 10, 17-24
‘Los setenta y dos discípulos volvieron muy contentos…’ Habían sido enviados ‘de dos en dos, por delante, a todos los pueblos y ciudades a donde pensaba ir El’. Los había enviado a anunciar el Reino de Dios, a curar enfermos y a expulsar demonios; les había dado instrucciones muy concretas sobre lo que habían de hacer; y los había enviado con el mensaje de la paz; ese era el saludo con el que habían de llegar a todos sitios.
Ahora vuelven contentos, porque aquellas señales del Reino de Dios que Jesús les había anunciado se estaban realizando. Le dicen a Jesús a su vuelta: ‘Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre’. Pero Jesús les dice que la alegría que tienen no ha de ser solamente porque puedan realizar signos y prodigios, puedan realizar milagros, sino ‘porque vuestros nombres están inscritos en el cielo’.
Pero la alegría sigue desbordándose, porque Jesús ‘lleno  de la alegría del Espíritu Santo’ prorrumpe en un cántico de acción de gracias al Padre del cielo. El Reino de Dios comienza a brillar pero será en los pequeños y en los pobres, en los de corazón humilde porque son los que de verdad se abren al misterio de Dios.
Un día Jesús le diría a Pedro que porque humildemente se había dejado conducir por Dios, había podido realizar una hermosa confesión de fe. No es por tu sabiduría humana, lo que hayas aprendido de ti mismo u otros te hayan enseñado, viene a decirle a Pedro tras aquella confesión en la que lo había reconocido como Mesías y como Hijo de Dios. ‘Dichoso, Simón, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en los cielos’.
Ahora Jesús da gracias al Padre porque es a los pequeños y a los humildes a los que revela el misterio de Dios. ‘Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos y las has revelado a la gente sencilla’. Allí está la prueba en lo que vienen contando los discípulos después de haber realizado su misión. Jesús los había escogido y llamado y los había enviado con aquella misión, en la que seguramente se sentirían sobrecogidos y como superados, pero las señales del Reino se estaban dando y el mal comenzaba a vencerse. ‘Veía a Satanás caer del cielo como un rayo’, les dice cuando ellos le cuentan con alegría todo lo que habían realizado.
‘Todo me lo ha entregado mi Padre, continúa diciéndoles, y nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre; ni quien es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar’. Y allí se está manifestando el misterio de Dios, allí se está revelando Dios, porque será la forma cómo podemos conocer mejor quien es Jesús, pero también es la forma como Jesús nos revela a Dios, nos da a conocer a Dios. Y ya sabemos cuales han de ser las actitudes que tiene que haber en nuestro corazón para poder estar abiertos a Dios y para que podemos conocer el misterio de salvación que Jesús nos ofrece.
Y siguiendo con la dicha y la alegría que parecer ser hoy la plantilla de todo este episodio, Jesús los llama dichosos. Una nueva bienaventuranza, podríamos decir quizá. Dichosos porque han podido conocer a Jesús; dichosos porque así a ellos se les ha revelado el misterio de la salvación y pueden estar participando en él. ‘¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron’. Pudieron ver y oír directamente al Mesías Salvador.  ¿No recordamos la dicha del anciano Simeón porque sus ojos vieron al Salvador esperado de las naciones?
¿Sentiremos envidia nosotros porque no lo podemos ver y palpar como lo vieron y lo palparon los discípulos de los que nos habla el evangelio? Pero sí podemos verlo y sentirlo en nosotros con los ojos de la fe; si lo podemos sentir presente en nuestra vida que para eso nos ha dado la fuerza de su Espíritu. Abramos con humildad los ojos y los oídos de la fe. Llenémonos de la alegría de la fe que nos hace sentir y vivir a Dios.

viernes, 3 de octubre de 2014

La semilla caía en la tierra de Corozaín y Betsaida y no daba fruto, ¿sucederá lo mismo en nuestro corazón?

La semilla caía en la tierra de Corozaín y Betsaida y no daba fruto, ¿sucederá lo mismo en nuestro corazón?

Job, 38, 1.12-21; 39, 33-35; Sal. 138; Lc. 10, 13-16
Los evangelios al describirnos la actividad de Jesús, su predicación y sus milagros, nos destacan de manera especial, sobre todo los sinópticos, su dedicación a los pueblos y aldeas de Galilea en todo el entorno del lago de Tiberíades o llegando más allá por una parte hasta las fronteras del Líbano o por el otro lado atravesando el lago para llegar incluso a la región de los Gerasenos.
Allí, como el sembrador que nos describe en la parábola recorre sus caminos de un lado para otro esparciendo la semilla de la Palabra de Dios, acompañada de los signos del Reino en sus milagros, para ir anunciando por todas partes ese Reino de Dios al que habíamos de convertirnos.
Pero igual que sucede en la parábola del sembrador o en cualquiera de las otras parábolas la semilla no siempre da el fruto del ciento por uno, porque no todos acogen su predicación y anuncio del Reino de la misma manera. Muchas veces surgiría en medio de la buena semilla plantada la cizaña que venía a entorpecer o malear la cosecha.
En algunos lugares, quizá donde menos se lo esperaba podría aparecer una cananea que impetrase su auxilio, aunque en otros era rechazado como lo fue en la región de los Gerasenos incluso después de liberar al endemoniado de su mal; en otros la resistencia no sería quizá tan abierta, pero no terminaban de dar frutos de conversión a pesar de las múltiples maravillas que el Señor iba realizando en medio de ellos.
Es lo que está sucediendo en aquellas ciudades mas cercanas al lago y donde quizá más presente se hecho Jesús. Son las quejas y recriminaciones que escuchamos en labios de Jesús contra Corozaín, Betsaida y hasta el mismo Cafarnaún donde se había establecido en casa de Simón Pedro. ‘¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida!’ Eran la patria de gran número de los discípulos y apóstoles. En Betsaida vivían y trabajaban Pedro, Andrés, Felipe, Santiago, Juan, entre otros muchos que oyeron a Jesús y le siguieron. Pero otros muchos escucharon la misma Palabra que escucharon éstos y sin embargo no quisieron seguir a Jesús.
Les dirá Jesús que si en otros lugares se hubieran realizado los mismos signos que allí se habían realizado con toda seguridad se habrían convertido. Por eso, les dice,  ‘el juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón’. Y en el mismo sentido le habla a Cafarnaún ciudad testigo excepcional de la predicación y de los milagros de Jesús, en su sinagoga, junto al lago, en la casa de Simón, por todas partes donde la gente se encontrara con Jesús. Pero andaban más afanados en sus negocios y quehaceres y la semilla caía como en tierra dura o llena de abrojos y zarzales. ‘Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo?’
La ceguera por la posesión de bienes materiales nos insensibiliza para lo noble y lo espiritual y los hacía incapaces de dar respuesta agradecida a tanto regalo del Señor. Cafarnaún era ciudad de tráfico comercial importante porque se convertía en cruce de caminos de todo el norte de Palestina.
¿Nos sucederá a nosotros de forma parecida? Hemos de comenzar por reconocer la riqueza de gracia con la que el Señor cada día riega nuestro espíritu. Pensemos cuántas oportunidades tenemos; pensemos en la Palabra del Señor que cada día se nos ofrece; pensemos en la inmensa y maravillosa gracia que es el poder participar cada día en la celebración de la Eucaristía y alimentarnos del Cuerpo y Sangre de Cristo que por nosotros se nos da y se nos entrega.
Y así podemos pensar en tantas gracias y tantas llamadas del Señor. ¿Somos agradecidos a cuanto el Señor nos regala cada día? Como tierra buena, ¿acogemos esa semilla que se siembra en nosotros y de la que tenemos que dar fruto? ¿cuáles son nuestras obras buenas con las que estamos dando señales de que acogemos y querer vivir el Reino de Dios? ¿Hay frutos de verdadera conversión en nuestro corazón?

jueves, 2 de octubre de 2014

Con la continua protección de los santos ángeles nos veamos libres de los peligros presentes y conducidos a la vida eterna

Con la continua protección de los santos ángeles nos veamos libres de los peligros presentes y conducidos a la vida eterna

Ex. 23, 20-23; Sal. 90; Mt. 18, 1-5.10
‘Bendecid al Señor, ángeles del Señor; cantadle y ensalzadle eternamente’. Es la antífona del inicio de esta celebración. De forma semejante comenzamos hace unos días. Entonces celebrábamos a los santos Arcángeles san Miguel, San Rafael y san Gabriel; hoy celebramos a los santos Ángeles Custodios.
El otro día además de fijarnos en ese cántico celestial de los Ángeles y Arcángeles y todos los coros celestiales a la gloria de Dios, nos fijábamos también en la función de los Arcángeles, ‘poderosos ejecutores de sus órdenes’ como decíamos también con la antífona litúrgica, con mensajeros divinos para hacernos conocer los misterios de nuestra salvación y hacernos sentir también la presencia de Dios junto a nosotros.
También hoy con todos los ángeles queremos bendecir al Señor, pero estamos queriendo considerar de manera especial cómo Dios ha querido enviar a sus ángeles para nuestra custodia, vernos defendidos con su protección y gozar eternamente de su compañía, como expresamos en la oración litúrgica del día. En el salmo fuimos repitiendo ‘ha dado órdenes a sus ángeles para que te guarden en tus caminos’. Es la función que junto a nosotros tienen los santos ángeles custodios.
Esos espíritus puros, criaturas de Dios, que gozan de la visión de Dios eternamente - recordemos lo que nos ha dicho Jesús en el evangelio que ‘están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial’ - y que alaban y bendicen al Señor en el cielo invitándonos a todas las criaturas a prorrumpir también en ese cántico de alabanza, pero que Dios ha querido poner a nuestro lado como especiales custodios y protectores del camino de nuestra vida ‘para librarnos de los peligros presentes y nos lleven a la vida eterna’, como expresamos también en las oraciones de la liturgia.
Tenemos que amar a nuestro santo ángel de la Guarda que junto a nosotros está siempre para prevenirnos contra los peligros; amarlos y escucharlos, dejarnos conducir por sus inspiraciones. Cuántas veces sentimos en nuestro interior una inspiración que nos quiere conducir a lo bueno o impulso que nos lleva a prevenir un peligro, a alejarnos de una situación no buena que nos surge quizá de forma inesperada, a decir no en un momento determinado a algo que quizá nos sentíamos arrastrados a realizar y que sabíamos que no era bueno. Pensemos en ese ángel de Dios que está junto a nosotros inspirándonos y derramando sobre nosotros la gracia del Señor para fortalecernos contra los peligros y las acechanzas del mal.
 Hemos quizá infantilizado demasiado la figura del ángel de la guarda que se nos queda quizá en las oraciones que aprendimos de niños o enseñamos a nuestros hijos pequeños, pero luego no tenemos fe en ese presencia de gracia que Dios ha querido poner junto a nosotros a lo largo de toda nuestra vida; el Ángel de la Guarda no es solo para tenerlo en cuenta en la niñez sino para saber sentir su inspiración a lo largo de toda nuestra vida.
El Señor le decía al pueblo de Israel a través de Moisés, allá en el libro del Éxodo: ‘Voy a enviarte un ángel por delante para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado. Respétalo y obedécelo…’ Es lo que nosotros también hemos de escuchar; se nos ha proclamado como Palabra de Dios para nosotros hoy en nuestra celebración. Dejémonos inspirar y conducir por el ángel que el Señor ha puesto a nuestro lado que nos custodia y que nos protege.  Que como bien sabemos no es solo la protección contra los peligros que podíamos llamar materiales o terrenos, sino que sentimos esa protección contra los peligros que atentan contra nuestra alma, como son las tentaciones que nos conducen al pecado y a la muerte.
Por eso pediremos hoy en la oración después de la comunión que ‘a quienes hemos sido alimentados con los sacramentos que nos llevan a la vida eterna… bajo la tutela de los ángeles vayamos por los caminos de la salvación y de la paz’. Hoy nos unimos a los santos ángeles en nuestra liturgia terrenal para cantar la alabanza del Señor pero con la esperanza de que un día en el cielo nos unamos a la creación entera junto a nuestros santos ángeles custodios para cantar la gloria del Señor por toda la eternidad.

Como iniciamos nuestra reflexión y la liturgia de este día ahora nosotros queremos repetir una vez más: ‘Bendecid al Señor, ángeles del Señor; cantadle y ensalzadle eternamente’.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Somos discípulos de Jesús haciendo su mismo camino y viviendo su misma vida.

Somos discípulos de Jesús haciendo su mismo camino y viviendo su misma vida.

Job, 9, 1-12.14-16; Sal. 87; Lc. 9, 57-62
El discípulo es el que hace camino detrás de su maestro. Hacer camino en este caso es algo más que recorrer unas distancias geográficas para ir de un lugar a otro. Aunque ahora el evangelio nos dice que ‘iban de camino’, subían a Jerusalén tal como le vimos ayer a Jesús emprender ese camino de subida.
Pero el discípulo hace camino junto a su maestro. No se contenta con mirar como si fuera un espectador, o como alguien que quizá está investigando porque simplemente quiere saber. El camino que hace el discípulo de Jesús es vivir su misma vida, mucho más que seguir unas huellas, aunque tengamos que buscarlas para no perdernos. Hacer camino con Jesús tiene sus exigencias, aunque en nuestra dificultad cada uno tenemos nuestro ritmo, pero en el que tenemos que ir aprendiendo poco a poco a seguir el mismo ritmo de Jesús, porque así tan íntimamente nos queremos unir a El.
Hoy, en este evangelio, ‘mientras iban de camino Jesús y sus discípulos’, hay algunos que se ofrecen para seguirle, otros son invitados, algunos quieren poner como sus condiciones para seguirle pidiendo plazos. A todos Jesús les hará ver cómo de verdad hay que seguirle, cual ha de ser el estilo o el sentido de su seguimiento, cuales son las exigencias.
Es bueno la buena voluntad -y valga la redundancia de palabras - pero no es suficiente. ‘Te seguiré a donde vayas’, se le acerca una ofreciéndose. Pero Jesús le dirá que ‘las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza’. Es necesario que tengamos claro a donde vamos o a lo que nos ofrecemos. No podemos ir buscando seguridades para la vida, cuando nos decidimos a seguir a Jesús. Si lo seguimos porque queremos vivir su misma vida, tenemos que tener claro con lo que nos vamos a encontrar. ‘El Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza’. Es necesaria una disponibilidad total como es necesario que conozcamos de verdad a Jesús para poder dejar cautivarnos por El. Ya le escucharemos decir cuando nos envíe que no llevemos ni bastón, ni alforja, ni sandalias. Ya lo comentaremos.
Cuando Jesús nos invita a seguirle no nos podemos quedar con dudas ni queriendo resolver primero otras cosas. El nos invita a un camino de vida, porque es un camino de amor, y no nos podemos seguir entreteniendo en nuestras muertes. Ahora es Jesús el que invita a otro que se encuentra en el camino. Este quisiera seguirle, pero quiere ir primero a enterrar a su padre. Jesús le dice que lo ha invitado a la vida, que deje que los que quieren seguir en la muerte se encarguen de enterrar a los muertos. Jesús nos invita a seguirle y para eso tenemos que desprendernos de tantas cosas muerte como puedan envolver nuestra vida. ¿Cuáles serían esas señales de muerte que aun quedan en nosotros y de las que tenemos que desprendernos? La invitación de Jesús nos hace pensar y revisar pero para ponernos a caminar con decisión con El.
En el camino será otro ahora el que quiere seguir a Jesús pero quiere poner plazos para poder deshacerse de los lazos que aún le atan. ‘Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia’. Nos cuesta arrancarnos de cosas, de situaciones y parece como si estuviéramos siempre queriendo volver atrás. Cuando vamos con Jesús lo que nos toca es mirar hacia adelante para no perder el rumbo, porque delante de nosotros va el Señor. Si nos distraemos volviendo nuestra mirada a otras cosas que en otros momentos fueron una atracción para nosotros, perderemos el ritmo, perderemos el paso de Jesús, no somos dignos de El. Es como el que va arando para que los surcos sean rectos es necesario mirar hacia adelante en la meta que tenemos delante de los ojos. ‘El que echa la mano en el arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios’, le responde Jesús.
Hacemos camino con el Maestro, hacemos camino con Jesús. No somos espectadores del camino que otros hacen, ni simplemente somos espectadores de la vida de Jesús. Somos sus discípulos para hacer su mismo camino, para vivir su misma vida. Y con Jesús no caben componendas y arreglitos. Es cierto que nos cuesta porque tenemos demasiados apegos y ataduras en el corazon. Pero tenemos que decidirnos a emprender el camino. Una cosa sabemos. No vamos solos. No lo hacemos por nosotros mismos. El Señor que nos llama y que nos invita está con nosotros, es más, nos da la fuerza de su Espíritu para que podamos hacer el camino, ser en verdad sus discípulos.

martes, 30 de septiembre de 2014

Con Jesús que sube a Jerusalén emprendemos un camino de superación y crecimiento espiritual

Con Jesús que sube a Jerusalén emprendemos un camino de superación y crecimiento espiritual

Job, 3, 1-3.11-17.20-23M Sal. 87; Lc. 9,51-56
‘Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de subir a Jerusalén’. Comienza una etapa importante en el evangelio de san Lucas, que es la subida de Jesús a Jerusalén. Llega su hora, como se dirá en los otros evangelios, su vuelta al Padre, pero es el tiempo de su Pascua. Sabía Jesús lo que entrañaba su subida a Jerusalén. Repetidamente lo ha ido anunciando, todo lo que allí le va a suceder.
El camino de su pascua no fue solo el momento de su pasión cuando fue prendido en el Huerto hasta llegar a la Cruz y luego a la resurrección. Pascua es paso, es camino de Dios. Es el camino de Jesús hasta su vuelta al Padre, que será la culminación de su Pascua. Tenemos que aprender nosotros si en verdad somos seguidores de Jesús, porque también tenemos que realizar nuestra subida, nuestra ascensión, nuestro camino de pascua que se va a manifestar en nuestra vida de muchas maneras.
El camino que le lleva a Jesús a Jerusalén está jalonado por la incomprensión de sus discípulos ante sus palabras que anunciaban todo lo que iba a suceder; no solo era el rechazo que iba a sufrir por parte de quienes buscarían su muerte, de quienes, como ahora los samaritanos, no quieren recibirle porque va hacia Jerusalén. Son también las dudas de los propios discípulos, la no comprensión, el querer volver atrás una y otra vez a sus mismas ambiciones, el dejarse arrastrar por cobardías o por violencias.
Ayer hubiéramos escuchado que discutían una y otra vez por los primeros puestos, porque no terminaban de asumir el camino de servicio y humildad que habían de emprender; también hubiéramos visto sus intolerancias cuando pretenden impedir que otros también hagan el bien en el nombre de Jesús, como si todo fuera de su especial exclusividad; hoy contemplamos las reacciones violentas que surgen en sus corazones cuando no son aceptados o son rechazados.
‘¿Quieres que mandemos bajar fuego del cielo y acabe con ellos?’ Es la reacción violenta al hecho de que no los recibieran en la aldea porque iban a Jerusalén. Se quieren valer de los poderes que Jesús les ha dado cuando los había enviado con poder sobre los espíritus malignos, para imponer su autoridad o su presencia. ‘Jesús les regañó. No sabéis de qué espíritu sois. El Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos’.
Decíamos antes que teníamos que aprender de este camino de subida de Jesús a Jerusalén para su pascua. También nosotros hemos de hacer un camino de superación, de subida, de pascua en nuestra vida; un camino de crecimiento espiritual pero en el que nos vemos tentados por tantas cosas que a veces parece que en lugar de avanzar retrocedemos.
Siguen rondándonos en nuestro corazón las ambiciones o los deseos o impulsos materialistas; nos cuesta realizar un camino de humildad que nos lleve a ser en verdad comprensivos con los que están a nuestro lado; la actitud de servicio para olvidarnos de nosotros mismos para darnos a los demás se nos hace costosa y difícil en muchas ocasiones; también tratamos muchas veces de imponernos o de imponer nuestras cosas aunque sean buenas, pero por la fuerza de la violencia en gestos y palabras.
De Jesús tenemos que aprender, de su humildad y de su amor; escuchar sus palabras que nos iluminan allá en lo hondo del corazón. Tenemos que aprender a subir, a crecer espiritualmente, a superarnos en tantas cosas de las que nos cuesta arrancarnos, a poner actitudes nuevas en nuestro corazón que nos lleven a actuar de una forma distinta, a ser verdaderos constructores de paz desde nuestro diálogo y nuestro amor. Que nunca la violencia impere en nuestra vida, sino que siempre nos llenemos de amor. Es un camino de pascua, porque si lo queremos hacer bien nos daremos cuenta cómo Dios está con nosotros y, aunque nos sea difícil y costoso en muchas ocasiones, nos sentimos con la fuerza de su Espíritu para ir avanzando y realizando ese crecimiento espiritual.

Subamos con Jesús a Jerusalén, a su cruz y su pasión, que sabemos que estaremos alcanzando así la vida y la salvación para nosotros y para nuestro mundo. 

lunes, 29 de septiembre de 2014

Bajo la fiel custodia de los santos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael caminamos seguros por la senda de la salvación

Bajo la fiel custodia de los santos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael caminamos seguros por la senda de la salvación

Apoc. 12, 7-12; Sal.137; Jn. 1, 47-51
‘Bendecid al Señor, Ángeles suyos, poderosos ejecutores de sus ordenes, prontos a la voz de su palabra’. Era la antífona con la que comenzaba hoy nuestra celebración. Estamos celebrando en una misma fiesta a los Arcángeles, san Miguel, san Gabriel y san Rafael. Antes de la reforma litúrgica se celebraban por separado en diferentes fiestas, pero tras la reforma litúrgica del concilio Vaticano II se unificaron en una misma fiesta.
Ángeles y Arcángeles que con todos los coros celestiales alaban a Dios por toda la eternidad en el cielo. Bendecid al Señor, repetimos en diferentes momentos de la liturgia, en donde con todos los ángeles y arcángeles nosotros nos unimos a los coros celestiales para cantar la gloria del Señor, como hacemos, por ejemplo, en el prefacio de la plegaria eucarística.
Arcángeles que hoy celebramos que aparecen en la Sagrada Escritura como ejecutores de las órdenes de Dios, como decíamos en la antífona antes reseñada, cual mensajeros divinos que nos hacen llegar la voluntad de Dios en su plan de salvación para nosotros los hombres, o nos manifiestan esa presencia y esa protección de Dios en los caminos de nuestra vida y de nuestra fe.
El arcángel Gabriel como mensajero divino anuncia primero a Zacarías el nacimiento de quien iba a ser el precursor del Mesías, y luego a María el nacimiento del Hijo del Altísimo de sus purísimas y virginales entrañas, donde el Hijo de Dios se encarnase.
El arcángel Rafael como compañero de camino para Tobías y como signo de la medicina de Dios que le liberaba de la fuerza de los espíritus malignos, pero que también abría los ojos al anciano Tobías como señal de la misericordia divina que premiaba también sus desvelos y su dedicación a la atención de los necesitados.
Finalmente el arcángel Miguel como su mismo nombre indica fuerza de Dios en el combate contra el mal y que nos señala como teniendo a Dios con nosotros siempre podremos sentirnos victoriosos frente a las fuerzas del maligno.
Es lo que se expresa en cierta manera en el sentido de las oraciones de la liturgia de esta fiesta de los santos arcángeles. Ya en el evangelio Jesús nos aseguraba que veríamos ‘el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre’. En otros momentos, que recordaremos dentro de unos días al celebrar a los santos ángeles custodios, Jesús nos habla de los Ángeles que están en el cielo contemplando para siempre el rostro del Padre celestial. En este sentido pedíamos en la oración litúrgica ‘vernos siempre protegidos aquí en la tierra por aquellos que te asisten continuamente en el cielo’.
Contemplan los ángeles la gloria de Dios, el rostro del Padre del cielo, y al mismo tiempo se convierten en protectores nuestros en nuestro camino de la tierra con la esperanza de que un día nosotros podamos contemplar también en el cielo el rostro de Dios, o lo que es lo mismo, participar y gozar de la gloria de Dios. El camino no es fácil porque siempre nos vemos tentados por las fuerzas del maligno que nos quieren apartar de ese camino de Dios, pero nosotros sentimos en nuestra vida la protección de los ángeles. ‘Que caminemos seguros por la senda de la salvación bajo la fiel custodia de los ángeles’.
 En la primera plegaria eucarística pedimos ‘humildemente que esa ofrenda sea llevada a tu presencia - a la presencia de Dios - hasta el altar del cielo, por manos de tu ángel’. Y el arcángel Rafael le decía a Tobías que su oración había sido escuchada porque los santos ángeles la habían presentado ante el trono de Dios. Es lo que ahora también nosotros queremos suplicar humildemente al presentar al Señor ‘este sacrificio de alabanza lo recibas con bondad por intercesión de tus ángeles y nos sirva para nuestra salvación’.

Bendecimos, sí, al Señor con todos los Ángeles y arcángeles esta fiesta porque así sentimos su protección, nos sentimos conducidos por los camino de la fidelidad al Señor y sabemos que son intercesores nuestros en el cielo que hacen llegar hasta Dios nuestras suplicas y nuestras peticiones. 

domingo, 28 de septiembre de 2014

Creemos que podemos cambiar, creemos que los demás también pueden cambiar, llenemos nuestro corazón de comprensión y misericordia

Creemos que podemos cambiar, creemos que los demás también pueden cambiar, llenemos nuestro corazón de comprensión y misericordia

Ez. 18, 25-28; Sal. 24; Filp. 2, 1-11; Mt. 21, 28-32
‘Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús’, nos decía el apóstol en la carta a los Filipenses. Es un hermoso pensamiento. Es una forma hermosa de actuar. Porque ¿a quién nos vamos a parecer si nos llamamos cristianos? Nuestro modelo es Cristo; la forma de actuar del cristiano es a la manera de Cristo. Al menos tenemos que intentarlo, aunque no siempre sea fácil o nos cueste mucho.
No es fácil y nos cuesta porque estamos acostumbrados a otra forma de actuar. Por ejemplo, cuántas desconfianzas tenemos los unos en los otros; qué fáciles somos para juzgar y hasta para condenar; marcamos a las personas de forma que ya para siempre serán conforme a aquella idea que un día nos hicimos de ellas, ya porque les vimos actuar en un momento determinado de una forma, ya porque nos gusta recordarles siempre los fallos que hayan podido haber tenido en su vida, y no somos capaces de ver que las personas pueden cambiar, pueden corregirse, pueden ser capaces de rehacer su vida. Y con esos presupuestos, ahí están nuestras desconfianzas y esa marca que les hacemos llevar para siempre sobre su vida por algún fallo que hayan tenido.
No es ésta la manera de actuar de Jesús, no son esos sus sentimientos, no es lo que nos enseña en el evangelio. No es esa la manera de actuar de Dios, clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. ‘Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas’ fuimos diciendo en el salmo, ‘acuérdate de mí con misericordia’, le pedíamos. Así se nos manifiesta siempre el Señor, esperándonos pacientemente; esperando nuestro arrepentimiento y nuestra conversión. Nos da esperanza para nuestra condición de pecadores.
El Señor siempre nos está esperando, pero podríamos decir también que en esa espera del Señor por nuestra respuesta nunca nos faltará su gracia que se manifestará de mil maneras sobre nuestra vida. Nos sostiene, nos llama haciéndonos llegar una y otra vez su palabra y su invitación a la conversión, nos corrige, nos enseña, nos ofrece continuamente su perdón. Ahí está la acción y la llamada de la Iglesia; ahí está la Palabra del Señor que cada día escuchamos; ahí está ese sabio consejo que recibimos de personas cercanas a nosotros que quieren ayudarnos; ahí está la gracia del perdón que una y otra vez nos ofrece en los sacramentos.
Quizá no siempre damos la respuesta tan pronto como sería de desear porque por medio está nuestra inconstancia y nuestra debilidad que se resisten de alguna manera a la gracia de Dios, pero está el amor del Señor esperándonos. Es una lucha que sostenemos en nuestro interior. ¿No esperaba pacientemente el padre la vuelta del hijo pródigo que había marchado lejos del hogar? Así nos espera el Señor ofreciéndonos siempre el abrazo y la gracia de su perdón. El juicio definitivo del Señor será el de la misericordia. Como nos decía el profeta: ‘Cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo,... ciertamente vivirá y no morirá’.
De ahí las recomendaciones que nos hacía san Pablo en su carta: ‘si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir’. El apóstol tenía un cariño especial por aquella comunidad y le dolía en el alma ver las divisiones y los enfrentamientos, los recelos y desconfianzas de unos y otros. En este sentido continuaba diciéndonos: ‘No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás’.
Entrañas compasivas, un mismo amor y un mismo sentir, humildad, no sentirnos superiores, buscar el interés de los demás… hermosos sentimientos y actitudes que nos hacen comprensivos, que nos hacen confiar siempre en el otro, en sus posibilidades, en la regeneración de su vida. Porque seguro que nos gusta que confíen en nosotros, que crean en los esfuerzos que hacemos por ser mejores, por hacer las cosas bien aunque haya muchas ocasiones en que nos cueste.
Jesús hoy en el evangelio, dirigiéndose de manera especial a los sumos sacerdotes y a los ancianos, les propone esa pequeña parábola de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en la viña. Mientras uno muy obsequioso de entrada con su padre le promete que irá,  al final pronto olvidará su promesa y no irá, sin embargo el otro que parecía rebelde porque de entrada se negó a cumplir la orden de su padre, luego recapacitó y fue a trabajar en la viña.
Jesús les está diciendo que no es suficiente decir que sí, que somos obedientes, que somos muy religiosos si luego no llevamos a la práctica de la vida las enseñanzas que recibimos del Señor. No basta decir ‘¡Señor, Señor!’, como nos dirá en otro lugar del evangelio sino lo que somos capaces de hacer de bueno.
Por eso terminará diciéndoles Jesús, de una forma bastante fuerte y clara ‘Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios’. Precisamente criticaban a Jesús porque comía con publicanos y pecadores, pero en su corazón misericordioso les decía que el venía para curar a los enfermos, no a los que se creyeran sanos. Y les explica que al menos los publicanos y las prostitutas creyeron a Juan cuando acudían a él allá junto al Jordán en el desierto, mientras ellos no fueron capaces de hacerle caso a Juan para prepararse para la llegada del Mesías.
¿Qué tenemos que hacer nosotros? Hacer siempre el bien, buscando por encima de todo lo que es la voluntad del Señor. Acoger la Palabra del Señor con amor y con humildad porque es lo que nos hace gratos a los ojos de Dios. Es la humildad del pecador arrepentido lo que llena de gozo el corazón del Señor. Recordemos cómo en otro momento del evangelio nos hablaba de la fiesta del cielo cuando un pecador se arrepiente y se convierte. Sonarán a gloria las campanas del Reino de los cielos.
Pero como decíamos al principio son también las actitudes nuevas que tiene que haber en nuestro corazon en relación a los demás. Son los mismos sentimientos de Cristo Jesús que tienen que impregnar nuestro corazón y que se van a manifestar en esa acogida y comprensión para hermano que camina a nuestro lado y tiene tropiezos como nosotros tenemos; es la mano tendida con amor para ayudar a caminar con el convencimiento de que en verdad podemos cambiar, puede mejorar su vida toda persona que se lo proponga con la ayuda de la gracia del Señor.
Podemos cambiar, podemos transformar nuestra vida; puede llegar ese momento de gracia a nosotros donde recapacitemos y nos demos cuenta que nuestra vida debe ser otra porque en verdad tenemos que hacer lo que es la voluntad del Señor. Con decisión, con energía, con valentía queremos caminar los caminos del Señor aunque tantas veces hayamos tropezado y errado en el camino. 
Pidamos al Señor su gracia que nos fortalezca y nos acompañe; pidamos al Señor esa gracia para todos los pecadores para que escuchen esa llamada del Señor y conviertan su corazón a El.  Como nos decía el profeta si nos convertimos de nuestra maldad, ciertamente alcanzaremos vida, alcanzaremos la salvación.