sábado, 27 de septiembre de 2014

A los discípulos les costaba entender los anuncios que hacia Jesús de su pascua como nos cuesta a nosotros entender el espíritu evangélico

A los discípulos les costaba entender los anuncios que hacia Jesús de su pascua como nos cuesta a nosotros entender el espíritu evangélico

Eclesiastés, 11, 9-12, 8; Sal. 9; Lc. 9, 44-45
Hay ocasiones en la vida en que por mucho que nos digan las cosas no terminamos de creer o aceptar aquello que nos dicen; sobre todo cuando nos parece que todo marcha bien, que no hay problemas, pero alguien con una visión distinta vislumbra los problemas que nos pueden aparecer, que las cosas se nos pueden torcer y nos previene para que estemos preparados o para que tomemos medidas que nos prevengan o preparen para aquello que nos pueda suceder; quizá nos cegamos en nuestro entusiasmo y nos puede parecer que todo va a marchar siempre sobre ruedas.
Algo así les estaba pasando a los discípulos con los anuncios que Jesús les venía haciendo de su pascua, de su pasión. Ayer mismo cuando escuchábamos la proclamación de fe de Pedro confesando que Jesús era el Mesías, tras prohibirles que lo dijesen a nadie, les anuncia  que ‘el Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día’.
En el texto que hoy hemos escuchado paradójicamente cuando la gente estaba entusiasmada por Jesús por lo que escuchaba y por lo que hacía, ‘entre la admiración general por lo que hacía, dice el evangelista, Jesús dijo a sus discípulos: Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del Hombre lo van a entregar en manos de los hombres’. Jesús les insiste, pero a ellos no se les metía en la cabeza; si todo el mundo sentía admiración por Jesús, si la gente acudía de todas partes para escucharle y traerle sus enfermos que El curaba, cómo le podía pasar algo a Jesús, cómo podía ser entregado en manos de los gentiles.
‘No entendían este lenguaje’, dice el evangelista; ‘les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido’.  Jesús les había prohibido que dijeran a la gente que El era el Mesías, precisamente por esa idea que se habían hecho de lo que tenía que ser el Mesías, pero en sus cabezas seguían con ese pensamiento.
El Mesías venia como caudillo triunfador que les iba a liberar de todas las opresiones de los pueblos extranjeros y se iba a restaurar la soberanía de Israel; ahí estarán, lo escucharíamos en los próximos días, discutiendo entre ellos quien sería el primero en ese Reino nuevo que Jesús iba a instaurar; por otra parte veremos a algunos de ellos de arribistas valiéndose de parentescos para estar uno a la derecha y otro a la izquierda.
Y Jesús les hablará una y otra vez de que hay que hacerse el último y el servidor de todos; que entre ellos no puede suceder como entre los poderosos de este mundo; que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino servir; que la ley que debe imperar en ese nuevo reino es la del amor y la del servicio, pero seguían sin entender ese lenguaje. ‘Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto’, dice el evangelista. Y cuando Jesús los encontrara discutiendo sobre quien sería el primero entre ellos, a las preguntas de Jesús tratarían de escabullirse de la forma que fuera, porque en su corazón seguían predominando los orgullos y las apetencias a los poderes.
Cuando llegase el momento de la pasión aquello sería un escándalo grande para ellos y huirían y se esconderían encerrándose en el cenáculo, porque tendrían miedo entonces de que a ellos les pudiera suceder lo mismo. Ya surgiría el incidente con Pedro en el patio del pontífice mientras estaban juzgando a Jesús y Pedro recularía negando incluso conocer a Jesús. Sólo después de la resurrección comprenderían los anuncios de Jesús y por la fuerza del Espíritu comenzarían a vivir todo aquello que Jesús les había enseñado.
Pero, no juzgemos tan fácilmente a los apóstoles, porque ¿no nos sucederá de la misma manera a nosotros? Cuánto nos cuesta entender muchas de las cosas que nos dice Jesús; cuánto nos cuesta poner por obra en la práctica de cada día esas actitudes de amor que Jesús nos propone como estilo y sentido de nuestra vida; nos cuesta aceptarnos, comprendernos, perdonarnos; continuamente surge entre nosotros una lucha de orgullos porque no queremos callar, no queremos perder, nos cuesta ser humildes.
Lo de olvidarnos de nosotros mismos para pensar primero en el bien de los demás es algo que todavía no llegar a entrar en nuestra manera de pensar y de actuar; cómo nos rebelamos contra el dolor y el sufrimiento sin saber hacer ofrenda de amor de nuestra vida al Señor. Así podríamos pensar en muchas cosas, porque preferimos muchas veces los triunfalismos y las grandezas aunque se nos queden en apariencias.

Pidámosle al Señor que nos dé la fuerza de su Espíritu para que podamos entender bien su mensaje y para que seamos capaces de vivir el estilo del evangelio.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Una pregunta y una respuesta de la que va a depender todo lo que es nuestra vida y si la podemos llamar cristiana

Una pregunta y una respuesta de la que va a depender todo lo que es nuestra vida y si la podemos llamar cristiana

Eclesiastés, 3, 1-11; Sal. 143; Lc. 9, 18-22
¿Quién es Jesús? Es la pregunta que a nosotros también se nos hace y que está en el fondo de lo que es nuestra vida cristiana. Jesús la hace a sus discípulos, preguntando primero por la opinión de la gente, pero luego preguntándoles directamente a ellos. Es la pregunta que esta mañana, de manera especial, nos está haciendo directamente a nosotros; no es tanto lo que la gente pueda pensar, sino lo que es nuestro pensamiento más profundo acerca de Jesús porque de la respuesta que nos demos estaremos definiendo de verdad lo que es nuestro ser cristiano.
También a nosotros se nos pueden crear confusiones en nuestra mente y en nuestro corazón y nos cueste definirnos bien en la respuesta a esa pregunta fundamental de nuestro ser cristiano. Le sucedía a la gente en los tiempos de Jesús, pero si miramos la historia son también las confusiones que se crean en muchas personas, como a tantos a nuestro alrededor, incluso entre nosotros los bautizados.
Los judíos vivían con la esperanza del Mesías prometido y repetidamente anunciado a través de toda la historia de la salvación. Los profetas habían alentado esa esperanza a través de su historia y el pueblo creyente que vivía en esa esperanza también algunas veces se hacía una idea no del todo clara de lo que había de ser el Mesías anunciado. Finalmente había aparecido cuando llegaba la plenitud de los tiempos el Bautista como el que venía ya a preparar de manera inminente la llegada del Mesías Salvador. Y allí estaba Jesús en medio de ellos.
Unos se entusiasmaban con sus palabras que hacían renacer la esperanza en su corazón o también por los signos que realizaba porque curaba a los enfermos y hasta resucitaba a los muertos, aunque no siempre hacían una lectura apropiada de los signos que realizaba Jesús de la llegada del Reino de Dios. Otros, sin embargo, como sabemos muy bien lo rechazaban; era la oposición de muchos fariseos, de los sacerdotes y de los escribas y de todos aquellos que se habían hecho una idea muy determinada de cómo había de ser el Mesías.
Ahora Jesús pregunta a los discípulos más cercanos, a aquellos que ya había escogido para constituirlos sus enviados, los apóstoles, primero sobre lo que la gente va diciendo de Jesús. ¿Lo tendrían ellos suficientemente claro? ¿estarían también con sus dudas en su interior? La respuesta aunque refleja la opinión de las gentes, era en cierto modo evasiva por parte de los apóstoles que no terminaban de definirse. ‘Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas’. La referencia es a personajes del pasado; pero Jesús no es un personaje del pasado que vuelve a la vida; ni siquiera podemos decir que es como uno de aquellos personajes del pasado, porque Jesús se está manifestando con una autoridad muy especial y muy distinta. Ya la gente lo había dicho,  ‘éste sí que habla con autoridad…’
Por eso Jesús sigue preguntando ahora de forma directa a los discípulos ‘y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’ ¿Tendrán una respuesta certera que dar? ¿se quedarían callados sin saber que responder? Será Pedro el que se adelante: ‘El Mesías de Dios’. Así tajantemente, claramente, con rotundidad es la respuesta de Pedro. En los otros evangelistas se nos hará el comentario de lo que le dice Jesús que si ha sido capaz de dar esa respuesta es porque el Padre del cielo se lo ha revelado en el corazón. Pero ahora Jesús no quiere que digan a nadie que El es el Mesías.
¿Cómo sería nuestra respuesta? ¿se parecerá a la que dio Pedro? ¿confesaremos de verdad que Jesús es el Mesías, porque es nuestro Salvador, la única salvación de nuestra vida, porque es el Hijo de Dios? Pero, ojo, esta respuesta no la podemos dar como palabras aprendidas de memoria en el catecismo. 

Responder que Jesús es el Señor, porque es el Hijo de Dios y nuestro único Salvador, tiene que ser una respuesta que comprometa nuestra vida. Cuando confesamos que en El hemos encontrado la salvación entrañará que ya desde ahora vamos a vivir esa salvación; cuando confesamos que es el Señor, significará como toda nuestra vida tiene que girar siempre en torno a Jesús; cuando estamos profesando nuestra fe en Jesús estamos diciendo sí a su Buena Nueva de Salvación, a su Evangelio donde encontraremos para siempre todo el sentido y el valor de lo que hacemos y de lo que vivimos. Una respuesta que no podemos dar de cualquier manera si no implicamos toda nuestra vida en ella. De cómo respondamos dependerá de lo que va a ser nuestra vida cristiana. 

jueves, 25 de septiembre de 2014

Buscamos a Jesús no solo por curiosidad sino en el deseo de llenarnos de su luz y de su vida

Buscamos a Jesús no solo por curiosidad sino en el deseo de llenarnos de su luz y de su vida

Eclesiastés, 1, 2-11; Sal. 89; Lc. 9, 7-9
Siempre tenemos que cuidar la actitud con la que venimos a escuchar la Palabra de Dios y cómo venimos a la celebración. Nada hay peor que la rutina porque va descafeinando aquello que hacemos y que celebramos y al final aunque estemos haciendo los ritos con todo rigor y exactitud pierden todo sentido y terminaremos por aburrirnos y no participar. Me da mucho miedo la gente que se dice que se aburre en la Misa, que es larga, que siempre es lo mismo porque está denotando que no están viviendo aquello en lo que están participando y se convierte en un rito más que hacemos fríamente y de lo que no nos vamos a enriquecer en nada.
Por eso decía que hemos de cuidar la actitud con que nos ponemos ante la Palabra de Dios que se nos proclama, porque además una cosa que nos puede surgir espontáneamente es que pensamos que eso ya lo hemos oído y que nos lo sabemos y nada nuevo nos va a decir. Y ese peligro es muy grande para los que venimos cada día a la celebración donde por supuesto vamos adquiriendo unos conocimientos del evangelio de tanto escucharlo, pero que si actuamos así le perdemos el sabor de la novedad que el Evangelio siempre ha de tener para nosotros; no olvidemos que evangelio significa Buena Nueva, Buena Noticia y la noticia para que sea en verdad noticia que nos llame la atención tiene que ser algo nuevo. Así tendría que ser siempre el evangelio en nuestra vida.
Hemos escuchado hoy unos pocos versículos que nos manifiestan la curiosidad que Herodes sentía por Jesús. Y digo bien, curiosidad, porque había oído hablar de Jesús, pero le llegaban distintas interpretaciones sobre quien era realmente Jesús. Algunos decían que era Juan que había vuelto a la vida, el Bautista que él había mandado decapitar; otros le decían que era un antiguo profeta que había vuelto a reaparecer, pero  nada de eso le satisfacía, y sentía curiosidad por conocer a Jesús, ‘tenía ganas de verlo’.
 No se va a encontrar con Jesús sino en plena pasión, cuando Pilatos se lo envíe para que lo juzgue porque era galileo y de su jurisdicción. Se había puesto contento, porque por fin podía verlo, pero ahora buscaba un rato de diversión, que Jesús le hiciera algunas de aquellas cosas maravillosas de las que oía hablar. Pero Jesús ni se dignó dirigirle entonces la palabra.
¿Será bueno tener curiosidad por conocer a Jesús? ya vemos en lo que terminó la curiosidad de Herodes, que al final no se transformó en gracia el encuentro con Jesús. Pero en el evangelio veremos otros personajes que sí sienten curiosidad por Jesús y quieren verlo, escucharlo, hablar con El. Curiosidad fue la de Juan y Andrés que tras las palabras del Bautista se fueron tras Jesús para preguntarle donde vivía. Y ya sabemos como terminó aquel encuentro, principio de un discipulado de Jesús.
Curiosidad sentía Zaqueo de ver a Jesús y como no podía de otra manera se había subido a la higuera por donde sabía que había de pasar Jesús para poder verlo y observarlo detenidamente a su paso. Todo terminaría en un encuentro con Jesús para que llegase la salvación a aquella casa. Zaqueo iba con humildad a querer conocer a Jesús. Y ya sabemos.
Curiosidad por Jesús, por sus palabras, por sus enseñanzas, por el misterio que intuía tras su persona era lo que movió a Nicodemo a ir a ver a Jesús de noche, para hablar con El. Allí comprendió lo que significaba nacer de nuevo, lo que en verdad tenía que significar la aceptación del Reino de Dios en su vida. Buscaba la verdad y la encontró en Jesús.
Podemos pensar en más momentos del evangelio, como el de aquellos dos gentiles que se acercaron a los apóstoles para que estos les sirvieran de mediadores para poder llegar a Jesús y con Jesús se encontraron y seguro que su presencia y su palabra llenó sus vidas de gracia.
Aquí estamos viendo cómo tenemos que acercarnos a conocer a Jesús. No vamos a compararlo con una persona de la historia por muy grande o importante que fuese; buscamos a Jesús tratando de encontrarnos con el Misterio de su vida que Jesús quiere manifestarnos. No podemos ir a buscar a Jesús queriendo manipularlo o simplemente sacar provecho o entretenimiento para nuestras cosas; entonces ni podremos escuchar a Jesús, como le sucedió a Herodes. Que tendríamos que preguntarnos si cuando venimos nosotros a Misa venimos simplemente buscando un entretenimiento porque no tenemos otra cosa que hacer.

Nos acercamos a Jesús con humildad, buscándole a El que quiere regalarnos su vida, descubriendo su amor que llega hasta una entrega total, queriendo llenarnos de su luz y de su gracia para hacer que nuestra vida sea mejor; cada encuentro con Jesús y su Palabra tendría que ser  para nosotros como un nuevo nacer. Busquemos a Jesús y dejemos que El se nos revele en el corazón.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

La misión que nos confía Jesús nos hace dar señales del Reino de Dios venciendo todo mal y dejándonos envolver por el amor

La misión que nos confía Jesús nos hace dar señales del Reino de Dios venciendo todo mal y dejándonos envolver por el amor

Prov. 30, 5-9; Sal. 118; Lc.9, 1-6
La misión de Jesús es la misma que confía a sus apóstoles; son sus enviados, como la misma palabra indica, con su misma misión. Jesús anuncia el Reino de Dios por el que tenemos que lograr que Dios sea el único Señor del hombre y de la historia; y si Dios es nuestro único Señor, el único Rey de nuestra vida, todo lo que pretenda quitar ese Señorío de Dios es expresión del mal. Siendo Dios nuestro único Señor estamos llamados a la mayor felicidad y plenitud, porque con Dios nada nos esclaviza, nada tendría que hacernos sufrir, a nada tenemos que sentirnos atados, seremos los hombres más libres y más felices.
Pero nos cuesta lograr ese Señorío de Dios en nuestra vida, porque el mal nos acecha y nos quiere esclavizar; el mal nos limita y nos llena de sufrimientos; el mal nos impide ser de verdad felices. Es el pecado que se nos mete en el corazón pero del que Cristo viene a liberarnos; por eso nos dirá que la verdad nos hará libres y Cristo es nuestra verdad y la salvación verdadera.
Cuando Jesús anuncia el Reino de Dios que llega a nuestra vida como un signo nos va curando de nuestras enfermedades; los milagros son signos porque nos están dando la señal de todo de lo que quiere liberarnos Cristo con su salvación. Así le vemos recorrer los caminos de Palestina anunciando el Reino, diciéndonos cuál ha de ser ese sentido nuevo de nuestra vida cuando reconocemos a Dios como nuestro único Señor; y va dándonos señales de esa liberación del mal curando a los enfermos, resucitando a los muertos, limpiando a los leprosos, como una señal de que nos va trayendo el perdón y la paz. Cuantas veces después de realizar un milagro les dice: ‘vete en paz y no peques más’.
Es la misma misión que confía a sus discípulos, que confía a los apóstoles, como hoy hemos escuchado. Jesús reunió a los Doce y les dio poder y autoridad sobre toda clase de demonios y para curar enfermedades. Luego los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos…’ La misma actuación de Jesús, su mismo anuncio y sus mismas obras. Así tienen que manifestarse las señales del Reino de Dios; así tienen que comenzar a reconocer que Dios es el único Señor de nuestra vida y de nuestra historia y que el mal ha de ser vencido. Es una tarea donde hemos de ir llenando de humanidad los corazones desde el amor y la paz, pero que solo podemos conseguir plenamente cuando nos llenamos de Dios. Al final el evangelista dirá que ‘ellos se pusieron en camino y fueron de aldea en aldea, anunciando la Buena Noticia y curando en todas partes’.
Pero ¿cómo habían de realizar esa misión? En la vida de los enviados no había de haber preocupación por la posesión de las cosas de este mundo como medio y como fuerza para realizar su misión. Pobreza y confianza en Dios han de resplandecer en sus vidas. Las mochilas para su camino solo han de ir llenas de Dios. Para realizar esta misión a la que se nos envía Jesús pone una condición: No llevar nada para el camino; ir desprovistos de seguridades, con una cierta indefensión, atreviéndonos a exponernos, ligeros de equipaje. ‘Ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero, ni túnica de repuesto’, nos dice el Señor. Y es que llevar la mochila demasiado cargada dificulta el viaje: nos hace pesados, rígidos, autosuficientes, incapaces de contar con los otros, de abrirnos a sorpresas que nos puedan desviar de nuestros caminos previstos. Nuestra confianza ha de estar puesta totalmente en el Señor porque solo El es nuestra fuerza.
Hay un pensamiento hermoso que nos decía el sabio de los Proverbios que escuchábamos en la primera lectura. ‘No me des riqueza ni pobreza, concédeme mi ración de pan; no sea que me sacie y reniegue de ti, diciendo: «¿Quién es el Señor?»; no sea que, necesitando, robe y blasfeme el nombre de mi Dios’. ¿No es lo que pedimos también en el padrenuestro? No pedimos ni riquezas ni abundancias, sino solo el pan de cada día. Lo demás nos sobra, porque sabemos confiarnos en la providencia paternal de Dios. Con esa confianza en el Señor que vivimos en cada momento de nuestra vida, vamos también a realizar la misión que el Señor nos confía. Nuestra pobreza con nuestra disponibilidad que nos hace tener verdadera libertad de espíritu es la mejor señal de que en verdad queremos realizar el Reino de Dios en nuestra vida.

martes, 23 de septiembre de 2014

Ojalá sintiéramos inquietud por anunciar la Palabra a todos los que están fuera para que también conozcan a Jesús

Ojalá sintiéramos inquietud por anunciar la Palabra a todos los que están fuera para que también conozcan a Jesús

Prov. 21, 1-6.10-13; Sal. 118; Lc. 8,19-21
El episodio que nos narra en estos cortos versículos el evangelista podría pasar como una anécdota más de las tantas cosas que sucedían cada día en el entorno de Jesús con la gente que se arremolinaba a su alrededor para escucharle. Ya nos ha dicho como vienen de todas partes y son muchos los que quieren escucharle o llevar hasta El sus enfermos.
En la orilla del lago se ha tenido que subir Jesús a una barca para hablarles desde allí mientras la gente en la playa les escuchaba; ya en otra ocasión nos hablaba de que la gente llenaba la casa hasta la puerta cuando vinieron con aquel paralítico que no podían entrar y terminan por quitar unas lozas de la azotea para descolgarlo a los pies de Jesús. Ahora llegan hasta Jesús su madre y unos parientes, hermanos en la expresión semita para referirse a todos los familiares cercanos. No es necesario meternos ahora con más explicaciones del término hermano que siempre la Iglesia lo ha interpretado en este sentido.
Le avisan a Jesús: ‘Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte’. Una ocasión para una hermosa enseñanza de Jesús en la respuesta directa que da a este anuncio. Con Jesús formamos una nueva familia, que no son los vínculos de la carne y de la sangre ni siquiera la cercanía de una amistad. Hay algo más hondo que nos hace entrar en la familia de Jesús. Es su respuesta. ‘Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra’.
Como tantas veces decimos no es un rechazo de Jesús a su madre y a sus parientes, ni mucho menos. Lo podemos ver incluso como una alabanza para María,  que fue la primera que escuchó y dijo ‘sí’. Cuántas veces hemos cantado, ‘Madre de todos los hombres enséñanos a decir: Amén’. De María aprendemos a decir sí, plantar la Palabra de Dios en nuestro corazón. ‘Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra’, le respondió María al ángel de la Anunciación. Y será la contra alabanza de Jesús cuando la mujer anónima del Evangelio comenzó a prorrumpir en alabanzas a la Madre de Jesús. ‘Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen’.
Ahí tenemos la primera enseñanza, para saber nosotros acoger la Palabra de Dios y llevarla a nuestra vida cumpliéndola. No nos basta decir ‘sí’, si luego no obedecemos la Palabra y el mandato del Señor. No nos basta decir ‘Señor, Señor’, si luego no cumplimos la voluntad del Padre. Ante nosotros está el Hijo amado de Dios a quien tenemos que escuchar, a quien queremos seguir, en quien ponemos toda nuestra fe, a quien queremos amar.
Pero quisiera hacerme otra consideración, que quizá para algunos les pudiera parecer un forzar el texto sagrado, pero es que siento una inquietud en el corazón y este texto hoy escuchado, quizá en la literalidad de sus palabras, alimenta aún más esa inquietud. Son las palabras con las que anunciaron a Jesús la presencia de María y de sus familiares. ‘Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte’, le dicen.
Sí, fuera está María y su familia que quiere verle y les es difícil entrar. Pero cuántos estarían fuera, ignorantes quizá de lo que allí sucede, con curiosidad quizá, o con deseos de ver a Jesús y no terminan de verlo. ‘Están fuera y quieren verte’, que dice el evangelista. Algunas veces nos contentamos con los que venimos, los que llegamos al entorno de la Iglesia o llegamos incluso a participar en las celebraciones, pero cuántos están fuera y en los que quizá tendríamos que sembrar la inquietud de querer ver y conocer también a Jesús.
Estos días en nuestro entorno se están celebrando las fiestas del Cristo, ya sea en La Laguna, en Tacoronte o seguirán también en otros muchos pueblos. La otra noche participaba yo en una celebración de la Eucaristía dentro de estas fiestas. El templo es cierto está prácticamente lleno, pero cuando salió la procesión tuve la oportunidad de mirar hacia la plaza del entorno del Santuario y allí había una multitud grande de gente que había venido a la fiesta, estaban viendo desfilar la procesión con la Imagen del Cristo y se agolparían en las aceras a su paso y así en todas las procesiones de la fiesta. Pero esa gente no llegaba a entrar a la celebración, ‘estaban fuera’ y quizá se contentaban con ver el paso de la Imagen sagrada. Como tantas otras personas en el entorno de la fiesta se acercarían por aquel ambiente aquellos días, pero se quedaban solo en eso. Aunque en la fiesta del Cristo, sin embargo se quedaban fuera, en lo de fuera.

¿No nos dice nada todo esto? ¿No tendríamos que sentir una inquietud en el corazón porque a esas personas también tendríamos que anunciarle a Jesús, para que conozcan a Cristo no solo en una imagen sino en todo su misterio de salvación y en su evangelio? Pensemos, sí, en los que están fuera y quizá también quieran ver a Jesús. ¿Qué hacemos nosotros para llevarles ese conocimiento de Jesús? Siento esa inquietud en el corazón.

lunes, 22 de septiembre de 2014

La luz de la fe que solo nos guardamos para nosotros mismos se nos echará a perder, ni iluminará a los demás ni servirá para nosotros

La luz de la fe que solo nos guardamos para nosotros mismos se nos echará a perder, ni iluminará a los demás ni servirá para nosotros

Prov.3m 27-35; Sal. 14; Lc. 8, 16-18
Supongamos que un grupo de personas va en una noche oscura y sin ninguna luz por un camino lleno de dificultades y tropiezos, como solían ser nuestros caminos en otros tiempos en nuestras zonas - bien lo sabemos las personas mayores - pero una de esas personas lleva una linterna o un farol pero que utiliza solo en provecho propio porque solo quiere iluminar sus pasos, no permitiendo ni ayudando para que el resto pudiera beneficiarse de dicha luz. ¿Qué pensaríamos de una persona con un comportamiento así egoísta? Seguro que hasta se lo recriminaríamos porque no sería justo que actuara así dejando que las otras personas tropiecen, se pongan en dificultades o hasta pueda peligrar su integridad.
Lo vemos claro, seguramente. Pero, ¿no será eso lo que estamos haciendo cuando guardamos nuestra fe solo para nosotros y no somos capaces trasmitirla y hacer partícipes a otros de riqueza y de la luz de la fe? Aquí tendríamos que decir que igual que una luz que encerramos mucho, la ocultamos y la cubrimos no nos sirve para nada y al final tenemos el peligro de que la ahoguemos y se apague, así nos puede suceder con la luz de nuestra fe. Una fe que no se trasmite es una fe que se ahoga y tiene el peligro hasta de perderse, porque le estamos mermando o quitando su hondo sentido.
De eso nos ha hablado hoy Jesús en el Evangelio. ‘Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entren tengan luz’. La luz es para iluminar, para que nos ayude a caminar o a encontrar el rumbo del camino, para que nos haga ver las cosas y no tropecemos en los obstáculos, para que podamos admirar la belleza de los colores o sepamos orientarnos en lo desconocido. No ocultamos la luz; la ponemos en el lugar oportuno, bien alto para que pueda iluminar a todos.
Es lo que tenemos que hacer con nuestra fe. No nos podemos contentar con que nos ilumine a nosotros sino que tenemos que procurar que ilumine también la vida de los demás. Cuando aun no hemos llegado a descubrir que no nos la podemos guardar para nosotros sin compartirla con los demás, sin comunicarla a los otros, significa que algo aun le falta a nuestra fe para que sea verdadera, que aun tenemos que madurarla mucho más.
Y ya sabemos que cuando no la maduramos lo suficientemente bien tenemos el peligro que se nos dañe, se nos eche a perder o incluso lleguemos a perderla. Experiencias conocemos de personas que nos parecían quizá de mucha fe o muy religiosas, pero un día vimos que se fueron enfriando, fueron dejando atrás cosas importantes en la vivencia de esa fe y hasta llegaron a vivir como si no la tuvieran; es señal de que esa fe no se había madurado lo suficiente, se había podido quedar solo en apariencias, o la habíamos vivido de una forma egoísta.
Por eso tanto se nos habla del compromiso misionero de nuestra fe; por eso cuando reflexionábamos hace unos días sobre la parábola del sembrador no solo pensábamos en como nosotros ser buena tierra que acogiera esa semilla, sino decíamos que también era una llamada para que ayudáramos a los demás a ser buena tierra que acogiera esa Palabra y se dejaran iluminar también por ella.
Es el compromiso de ser luz para los demás. Es el mandato que le escuchamos en otro momento del Evangelio a Jesús que nos dice que tenemos que ser luz del mundo, reflejando siempre esa luz de Cristo.

La linterna no la podemos querer para nosotros solos y solo ilumine nuestros pasos, sino que la luz tenemos que hacer que llegue a los demás y aproveche a todos. Es el envío misionero que Jesús nos hace. Es lo que nos recuerda hoy el evangelio cuando nos dice que la que se enciende en el candil hay que ponerla, no debajo de la cama, sino en el candelero bien alto para que ilumine a todos. La luz de la fe que solo nos guardamos para nosotros mismos se nos echará a perder, ni iluminará a los demás ni servirá para nosotros.

domingo, 21 de septiembre de 2014

La generosidad de Dios en su amor hacia nosotros es sorprendente pero nos pide respuesta generosa en nuestro compromiso

La generosidad de Dios en su amor hacia nosotros es sorprendente pero nos pide respuesta generosa en nuestro compromiso

Is. 55, 6-9; Sal. 144; Filp. 1, 20-24.27; Mt. 20, 1-6
La generosidad del amor del Señor para con nosotros siempre nos resulta tremendamente sorprendente. Nuestras categorías humanas, los criterios por los que muchas veces nos regimos los hombres muchas veces los encorsetamos de tal manera que no nos podemos salir de la regla, y aunque decimos que queremos ser humanos los unos con los otros en todas nuestras relaciones algunas veces andamos excesivamente atados a unas medidas que nos imponemos y tenemos el peligro de hacernos intransigentes y hasta inhumanos. Por eso nos sorprenderá siempre la generosidad del amor del Señor.
Pero, ¿hasta dónde llega nuestro amor y nuestra generosidad? Desde esa tentación de mirarnos a nosotros mismos que todos tenemos fácilmente ponemos límites y reglas diciéndonos que en esto sí podemos ser generosos, pero en aquello otro quizá no es necesario llegar a tanto y cosas así que algunas veces hasta nos imponemos decimos guiados por la justicia.
Pero ya sabemos generosidad del amor del Señor supera esos limites o esas reglas que nosotros nos imponemos. Ya nos decía el profeta en la primera lectura desde la Palabra que el Señor quería dirigirnos, ‘mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos’, y nos había señalado que aunque fuéramos malvados y pecadores, si nos volvemos al Señor y vamos a su encuentro arrepentidos siempre vamos a encontrar la piedad y la misericordia del Señor, porque como decíamos en el salmo ‘el Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad, el Señor es bueno con todos,  cariñoso con todas sus criaturas’.
Los caminos del Señor son excelsos e infinita es siempre su misericordia. Ojalá nosotros aprendiéramos a actuar así en nuestra relación con los demás. Y lo que tenemos que saber hacer es que nuestros planes, nuestros caminos, los criterios de nuestra vida estén de verdad en consonancia con lo que nos enseña en el evangelio.
El evangelio que hoy hemos escuchado nos sorprende. Son muchas las cosas que el Señor quiere decirnos con esta parábola. Recordamos, el propietario que sale en diversas horas del día a la plaza para buscar jornaleros para su viña. Desde el principio había quedado en pagarles un denario a cada uno por su trabajo; pero eso había sido con los primeros que había contratado, luego les dirá que les pagará lo debido.
Será al final de la jornada cuando comience a retribuir el trabajo que han realizado aquellos jornaleros cuando a todos da un denario; comenzó por los de la última hora y ya los primeros pensaban que a ellos les daría más. Reclaman pero el propietario les dice que les da lo justo, porque es en lo que habían quedado. Es entonces cuando habla de la generosidad de su corazón con la que quiere actuar con todos. Les sorprende con la generosidad con la quiere pagar a todos sea la hora que fuera a la que hubieran llegado a trabajar.
Nos está hablando de la generosidad del corazón del Señor que desborda nuestros criterios y nuestras maneras de actuar. ¿Merecemos por mucho que hayamos hecho la generosidad del amor del Señor que siempre nos ama, aunque seamos débiles, aunque quizá no rindamos todo lo que tendríamos que rendir, aunque muchas veces vayamos dando tropiezos por la vida?
Es la grandeza del amor de Dios. ¿No nos ama el Señor aunque nosotros seamos pecadores? Ya nos decía san Juan en sus cartas que el amor de Dios consiste no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero. Y san Pablo nos dice que Dios nos salva gratuitamente por su bondad y su amor gracias a la redención de Jesucristo. Y nos dirá que siendo nosotros pecadores, Cristo murió por nosotros, y ahí se manifiesta la grandeza del amor de Dios. Así  nos sorprende el amor de Dios.
Nuestra respuesta tiene que ser la fe y el amor. ¿Cómo no vamos a creer en quien tanto nos ama? ¿Cómo no vamos a poner toda nuestra fe y nuestra confianza en El cuando así se ha dado por nosotros? Una fe que se va a manifestar en las obras de nuestro amor, porque sintiéndonos así amados de Dios no podemos menos que amar de la misma manera.
La parábola del evangelio, como venimos comentando y como hemos escuchado en su proclamación, nos habla de ese propietario que va saliendo a distintas horas a buscar jornaleros para su viña. Es la llamada que el Señor va haciendo a nuestra vida. Una llamada a que nos convirtamos de corazón a El y una llamada a que entremos a formar parte de su Reino, pero trabajando por el Reino de Dios. Muchas cosas podemos considerar desde esa llamada que nos hace el Señor.
La primera llamada, por así decirlo, es a que pongamos toda nuestra fe en El, seguirle. Es lo que vamos escuchando continuamente a lo largo del Evangelio. Y poner nuestra fe en El y seguirle nos exige esa conversión del corazón, porque es darle la vuelta a nuestra vida para vivir no según nuestros criterios o caminos sino según el plan del Señor. Es aceptar el evangelio, esa buena nueva de salvación que tiene para nosotros. Fue su primer anuncio. Y muchas cosas tenemos que transformar en el corazón.
Y en esa llamada a trabajar en la viña podemos ver lo que nos va pidiendo el Señor en cada hora de nuestra vida para la construcción del Reino de Dios. ‘¿Cómo es que estáis ociosos, sin trabajar todo el día?’ les pregunta a aquellos que se encuentra en la plaza sin hacer nada. ¿Nos podrá preguntar el Señor eso a nosotros también? 
¿Dónde está el compromiso de nuestra fe? ¿En qué se manifiesta? ¿Andaremos también cruzados de brazos pensando que son otros los que tienen que realizar la tarea? Grande es la tarea que un cristiano tiene que realizar en su mundo desde el compromiso de su fe. El testimonio que tenemos que dar en nuestra vida no lo podemos ocultar, pero además es en tantas cosas en las que podemos comprometernos. Ahí tenemos delante de nosotros todas las tareas pastorales que se realizan en nuestras parroquias y donde tenemos, como se suele decir, que arrimar el hombro; manifestar nuestro compromiso dedicando nuestro tiempo, ofreciendo nuestra colaboración, asumiendo tareas.
Muchas son las cosas que tenemos que hacer trabajando así en la viña del Señor. Sabemos que la recompensa del Señor no nos faltará como nos faltará nunca su amor en donde encontramos la fuerza y la gracia para realizar ese compromiso y esa tarea que asumamos. Muchas veces los cristianos le piden una serie de servicios a las parroquias para que nos atiendan en esto o en aquello otro, pero no pensamos que todo lo que es la vida de una parroquia solo se puede realizar con la colaboración de todos. Pedimos pero no somos capaces de ofrecernos para realizar alguna tarea. Exigimos quizá pero nosotros no somos capaces de comprometernos. Y me pregunto ¿y entonces quien es el que lo hará?

No olvidemos, por otra parte, que trabajar por la viña del Señor, por el Reino de Dios se realiza también a través de esos pequeños gestos de amor, de cercanía, de generosidad que cada día podemos y tenemos que realizar con quienes están a nuestro lado. Ese testimonio de las pequeñas cosas hechas con amor es anuncio y es testimonio y también pueden atraer a los demás a que vengan por los caminos del Evangelio y sabemos que la recompensa del Señor será siempre grande, porque ni algo tan sencillo como un vaso de agua dado en su nombre se quedará sin recompensa.