sábado, 6 de septiembre de 2014

El templo Catedral nos simboliza cómo somos edificio de Dios, templo de Dios y signo de la presencia de Dios en medio del mundo


El templo Catedral nos simboliza cómo somos edificio de Dios, templo de Dios y signo de la presencia de Dios en medio del mundo

1Pd. 2, 4-9; Sal. 121; Lc. 19, 1-10
En nuestra Iglesia Diocesana, en esta fecha del 6 de septiembre,  tenemos una conmoración muy especial y significativa, es el aniversario de la consagración de la Catedral; en este caso 101 años de su consagración por lo que se está celebrando en nuestra diócesis un especial año jubilar. Podría ser una fecha que pasara desapercibida como nos sucede en la mayoría de las ocasiones, pero si consideramos la importancia y el significado que la Iglesia Catedral tiene en la Diócesis por ser la sede del Obispo que nos preside en la fe, como sucesor de los Apóstoles no tendríamos que dejarla pasar por alto.
En el prefacio de Misa de la Dedicación o Consagración de un templo se nos dice algo que viene a ser como un hermoso resumen del significado del templo. “Porque en la casa visible que nos has concedido construir, en este lugar donde proteges sin cesar a la familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros. Porque aquí te vas edificando aquel templo que somos nosotros y haces crecer la Iglesia, extendida por toda la tierra, unida como Cuerpo del Señor, hasta que la lleves a su plenitud, en la Jerusalén del cielo,  visión de paz” .
Un lugar santo y consagrado donde sentimos de manera especial la presencia del Señor que nos protege con su gracia - ‘lugar donde proteges sin cesar a la familia que hacia ti peregrina’, que decimos - y que por ser ese lugar donde la Iglesia se reúne congregada por el Señor estamos manifestando ‘de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros’. Un lugar, pues, que se convierte en signo de comunión.
Si esto lo podemos decir de todo templo, con cuanta mayor razón lo podemos decir de la Catedral; manifiesta el signo de unidad y comunión de toda la comunidad diocesana, precisamente en torno al templo que es la sede del Pastor que nos congrega y reúne en el nombre del Señor. ‘Es signo de unidad de la Iglesia particular, lugar donde acontece el momento más alto de la vida de la diócesis y se cumple también el acto más excelso y sagrado del oficio santificador (munus sanctificandi) del Obispo, que implica juntamente, como la misma liturgia que él preside, la santificación de las personas y el culto y la gloria de Dios’.
El templo material nos recuerda del templo de Dios que somos nosotros consagrados desde el Bautismo; y es en ese templo, en este caso la catedral, es donde al celebrar la liturgia nos santificamos en la escucha de la Palabra de Dios y en la celebración de los sacramentos. Pero en ese templo, sede y cátedra del Obispo, escuchamos su magisterio y enseñanza.
El Obispo es el Pastor, es el Maestro en la fe, como sucesor de los apóstoles, para toda la Iglesia Diocesana que ejerce su ministerio desde la Cátedra donde nos alimenta en la fe, desde donde cuida de toda la Iglesia Diocesana para que caminemos en la verdad, para que caminemos en fidelidad por los caminos del Evangelio desde el magisterio de la Iglesia.
Como  nos decía el Sr. Obispo en la carta pastoral con motivo de la reapertura de la Catedral después de su restauración el pasado enero, podemos afirmar que a partir de la Catedral se va construyendo la historia de fe y salvación de nuestra diócesis. De ella, como si de una fuente se tratara, fluyen los medios de salvación por los que Dios enseña, santifica, guía a los fieles y así, en las distintas comunidades, parroquiales o de otro tipo, se va edificando la Iglesia, como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo. Todo ello queda especialmente reflejado en las celebraciones que tienen lugar en la Catedral, como la Misa Crismal y la ordenación de los sacerdotes y diáconos que luego han de servir a las parroquias’. 
Por eso la importancia de esta conmemoración que hoy hacemos en este aniversario de la consagración de la Catedral. Nos viene bien recordar todo esto porque eso nos recuerda también cómo formamos parte de la comunidad diocesana. No somos unos cristianos o unas comunidades que vamos por libre, sino que hemos de sentirnos en profunda comunión de Iglesia en nuestro ser comunidad diocesana, pero también necesariamente en comunión con toda la Iglesia universal.
No nos quedamos, por supuesto, en el templo material ni en considerar su belleza o valor arquitectónica. ‘Vemos la figura y contemplamos la realidad: vemos el templo y contemplamos a la Iglesia. Miramos el edificio y penetramos en el misterio. Porque este edificio nos revela, con la belleza de sus símbolos, el misterio de Cristo y de su Iglesia’, como explicaba san Juan Pablo II cuando consagró la catedral de Madrid. Se convierte, pues, en un signo también de la presencia de Dios en medio del mundo.
El templo visible nos tiene que llevar a lo invisible; la comunión que allí vivimos y que allí alimentamos en la sagrada liturgia que celebramos nos ha de hacer profundizar en esa comunión de Iglesia, comunión en la fe y en el amor, que entre todos los creyentes en Jesús hemos de tener, y que de una manera intensa hemos de vivir en lo que es la Iglesia o comunidad diocesana; y la valoración del templo material nos ha de hacer considerar también cómo nosotros somos esos templos del Espíritu Santo velando y procurando esa santidad personal que ha de resplandecer en nuestra vida.

Y termino con palabras del San Juan Pablo II en la misma ocasión: ‘Y mirándonos a nosotros mismos, podremos decir con san Pablo: “Sois edificio de Dios... El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros” (1Co 3, 9.17). Éste es el misterio que simboliza el templo catedral». Esto es lo que hoy nosotros también de manera especial queremos celebrar.

viernes, 5 de septiembre de 2014

No podemos seguir viviendo como si Jesús no hubiera venido con el Evangelio que renueva nuestra vida

No podemos seguir viviendo como si Jesús no hubiera venido con el Evangelio que renueva nuestra vida

1Cor. 4, 1-5; Sal. 36; Lc. 5, 33-39
Pronto comenzarán a darse cuenta los judíos que con Jesús está comenzando un tiempo nuevo, que su manera de estar con las gentes y la autoridad con la que se manifiesta cuando habla y enseña es distinta, que sus palabras despiertan algo nuevo en el corazón y lo que está pidiendo es una renovación profunda que ha de pasar por unas actitudes más hondas y una profundidad distinta en la manera de hacer las cosas.
No se trata de cumplir por cumplir sino que está enseñando una nueva manera de entender la relación con Dios y una vida más auténtica. No se trata ya de seguir haciendo lo que siempre se ha hecho sino de darle una mayor profundidad y autenticidad a la vida lo que provocará también que no solo la relación con Dios se vea de una forma distinta sino también la manera de relacionarnos los unos con los otros.
Será la novedad del Evangelio que se va descubriendo en la medida en que se escucha con profundidad la palabra de Jesús al tiempo que se siente una presencia de Dios que se manifiesta en Jesús y en el amor misericordioso que se derrama de su vida. Es lo que tenemos que aprender a descubrir.
Por allá andan los que se creen muy cumplidores y parece que están siempre con la medida o la regla en la mano para ver si nos pasamos o si llegamos al menos justitos para cumplir ritualmente con las cosas prescritas. Las normas de vida en lugar de ser cauces que nos ayuden y faciliten el cumplimiento de la voluntad de Dios más bien parecen corsés que nos aprietan y que nos hacen cumplir esas normas porque no queda más remedio. Las actitudes de aquellos fariseos tan ávidos de cumplimientos rituales pero que no tenían espíritu en el fondo de su corazón a la hora de hacer las cosas, aun no han desaparecido de nuestro tiempo.
Ahora andan preguntando a Jesús por qué sus discípulos no ayunan como lo hacen los discípulos de Juan o los propios discípulos de los fariseos. Ya escuchamos la respuesta de Jesús que nos hace entender lo que es vivir el Reino de Dios con la imagen del banquete de bodas. ‘¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos?’ ¿Cómo si vivir el Reino de Dios es como participar en un banquete de bodas, podemos estar pensando en ayunar mientras vivimos la fiesta y la alegría de la fe? ¿No tenemos a Jesús con nosotros? Ya llegará el momento de hacerlo.
Lo importante no es tanto ayunar cuanto escuchar y empaparse del mensaje de Jesús, que se centra en la venida ya cercana de un Dios que es salvación y perdón para todos, incluso para los pecadores y paganos. Ya en otro momento del evangelio Jesús les echará en cara a los fariseos que ayunan mientras se dan codazos los unos a los otros. ¿No será más importante y mejor abrir el corazón a la palabra de Jesús y empapados de esa palabra comenzar a amarnos más y mejor los unos a los otros que contentarnos con cumplimientos rituales mientras tratamos mal al que está a nuestro lado?
Aunque finalmente cuando llegamos a amar sentiremos una satisfacción grande en el corazón, muchas veces el aceptarnos los unos a los otros, siendo comprensivos y siendo capaces de perdonarnos porque nos amamos, nos puede resultar más costoso - y podríamos decir penitencial - que el dejar de tomar unos alimentos en un momento determinado. El ayuno nos puede servir de entrenamiento para aprender a dominarnos y a decirnos no a nuestro egoísmo o a nuestros orgullos y pasiones, pero lo importante serán las actitudes nuevas que hemos de aprender a tener con los demás, siendo acogedores con todos, no haciendo ningún tipo de discriminación, sabiendo acercarnos a los pequeños, a los humildes y también a los pecadores, como le vemos hacer a Jesús a lo largo del evangelio.
Por eso terminará Jesús diciéndonos hoy en el evangelio que el cambio que hemos de hacer en nosotros es grande para poder contener en nosotros ese vino nuevo del Reino de Dios. Un cambio y una transformación tan grande que no nos valen ni los remiendos por una parte, sino los odres o vasijas viejas incapaces de contener ese vino nuevo de la gracia que El nos ofrece. No olvidemos que su primer anuncio fue la conversión.

La novedad del Reino instaurado por Jesús no cabía en los moldes viejos del judaísmo; exigía odres nuevos, personas nuevas. El Reino es un vino nuevo, que pide a gritos conductas nuevas, estructuras distintas. Se trata de ser y vivir con un estilo nuevo, como el de Jesús, con valores evangélicos como los suyos. No podemos seguir viviendo igual como si El no hubiera venido con su Evangelio y su gracia salvadora, sino que tenemos que ser en verdad esos hombres nuevos transformados por la gracia. ‘A vino nuevo,  odres nuevos’,  nos dice. Cuántas conclusiones se tendrían que sacar.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Tenemos que aprender a remar mar adentro en las profundidades de nuestra vida para encontrarnos con la vida nueva que Jesús nos ofrece

Tenemos que aprender a remar mar adentro en las profundidades de nuestra vida para encontrarnos con la vida nueva que Jesús nos ofrece

1Cor. 3, 18-23; Sal. 23; Lc. 5, 1-11
‘La gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios estando El a orillas del lago de Genesaret…’ La gente quiere estar con Jesús, escucharle. Ayer escuchábamos cómo le buscaban en Cafarnaún después que en la tarde había curado a muchos enfermos que le habían llevado, estando El en casa de Simón. En la mañana le habían buscado, porque El se había ido al descampado, e ‘intentaban retenerlo para que no se les fuese’.
Ahora ha vuelto de nuevo a estar junto al lago y la gente se agolpa a su alrededor. Se sirve de las barcas que están en la orilla mientras los pescadores limpian y reparan las redes, para ‘sentado en una de ellas, apartado un poco de tierra para mejor abarcar a todos en su conjunto, enseñar a la gente’.
Pero Jesús quería enseñarles algo más a aquellos que iban a ser sus especiales discípulos, porque para ellos tenía también una misión. ‘Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: Rema mar adentro y echad las redes para pescar’. Pedro se resiste porque han estado toda la noche bregando y no han cogido nada. Pero Jesús quiere que reme mar adentro, es necesario no quedarse en la orilla aunque nos cueste o nos parezca imposible desde nuestros criterios humanos conseguir algo, como le estaba sucediendo a Pedro. Cuántas pegas ponemos en tantas ocasiones cuando se nos pide algo que nos parece que se sale de lo habitual.
Esa imagen de Jesús pidiendo remar mar adentro pudiera enseñarnos muchas cosas. Es necesario remar mar adentro en la vida, porque es necesario tener otra perspectiva; es entrar en una profundidad mayor allá en el fondo de nuestra propia conciencia; es necesario hacernos quizá una reflexión más profunda sobre nuestra vida y el sentido de las cosas, el sentido de lo que hacemos y esa reflexión no la podemos hacer desde la orilla de la superficialidad o en medio de ruidos que nos distraigan; es necesario que encontremos otra nueva visión que le de una mayor trascendencia a lo que vivimos; es necesario que nos elevemos a un plano más espiritual porque no nos podemos quedar en las cosas materiales a ras del suelo; es necesario un abrirse a Dios, un abrirse a la fe sin ningún miedo ni temor.
Remando mar adentro encontraremos sentido, encontraremos el verdadero valor de las cosas; remando mar adentro podremos encontrarnos con Dios, con Cristo que viene a nuestro encuentro y nos dará una luz distinta para ver las cosas. Pero es necesario confiar, fiarnos de quien nos llama o nos conduce. Pedro lo hizo aunque en principio se resistía porque él sabía tantas cosas de aquel mar, de aquel lago, que sin embargo en la noche anterior le habían servido de poco. Se desprendió de sus saberes, de sus intuiciones humanas, de las rutinas de lo que hacía todos los días. Y algo nuevo sucedió.
‘Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes’. Y vaya si había merecido la pena remar mar adentro y echar de nuevo la red. La redada de peces fue muy grande de manera que tuvieron que llamar a otros compañeros que vinieran a ayudarle. Pero lo importante no fue la redada de peces sino lo que había sucedido en el corazón de Pedro cuando fue capaz de desprenderse de sí mismo para aprender a confiar en Jesús. Había aprendido a decir ‘por tu palabra, echaré las redes’.
Ahora Pedro y los demás discípulos se encontraban inundados por la presencia del misterio de Dios. ‘Apártate de mi, Señor, que soy un pecador’, fue lo que supo decir, aunque había aprendido muchas cosas. Jesús le confiaría una misión nueva, ya no sería pescador de aquellos lagos, sino que sería pescador de hombres.
Es el mensaje para nuestra vida. Remar mar adentro, abrirnos al misterio de Dios, encontrar el sentido y el valor de nuestra vida, descubrir quizá nuestra vocación, sentir que hay una vida nueva para nosotros que Jesús nos ofrece. Tenemos que aprender a confiar, a dejarnos conducir, a dejar a un lado nuestros criterios o pareceres para descubrir lo que el Señor nos revela, nos dice o nos pide.

Fiémonos de Jesús y de su Palabra. Nos sentiremos pequeños y pecadores como Pedro ante la grandeza del misterio de Dios, pero al mismo tiempo nos sentiremos engrandecidos con la vida nueva que Cristo nos ofrece. Se acabarán nuestras dudas y nuestros miedos; emprenderemos con decisión el camino de vida que el Señor nos señala. 

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Jesús se acerca al encuentro del hombre con su salvación y nosotros llenos de esperanza vamos a El con la vida de toda la humanidad

Jesús se acerca al encuentro del hombre con su salvación y nosotros llenos de esperanza vamos a El con la vida de toda la humanidad

1Cor. 3, 1-9; Sal. 32; Lc.4, 38-44
Escuchando este texto del evangelio hay una cosa que pudiéramos destacar; Jesús que viene al encuentro del hombre, que viene a nuestro encuentro para regalarnos su salvación, a lo que se corresponde la confianza que suscita en nosotros para ir hasta El con lo que es nuestra vida, nuestros sufrimientos y angustias, los deseos y esperanzas de toda la humanidad. Todo un campo que se abre ante nosotros desde ese venir Jesús a nuestro encuentro, pero también para que nosotros seamos capaces de llevarlo a los demás y haya esperanza para un mundo que sufre.
Jesús llega allí donde nosotros estamos en nuestro dolor y en nuestro sufrimiento, viene a buscarnos, sale al encuentro del mundo y de los hombres porque para todos es el Reino de Dios. Hoy lo vemos que ‘al salir de la sinagoga entró en casa de Simón donde se encontró que la suegra de Simón estaba en cama con fiebre y le pidieron que hiciera algo por ella’. Llegó Jesús a su lado - ‘de pie a su lado’, dice el evangelio - y la levantó de su enfermedad y la curó.
Más tarde, cuando se pasó la hora del descanso sabático, ‘al ponerse el sol’ dice el evangelista, ‘los que tenían enfermos con el mal que fuera, se los llevaban; y El, poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando’. Dos detalles, por una parte es la confianza y esperanza que se despierta en el corazón de aquellas gentes que le traen a sus enfermos, pero hemos de fijarnos cómo Jesús llega a cada uno para curarlos de sus males y enfermedades, ‘poniendo las manos sobre cada uno’. Es la cercanía de Jesús; es la presencia personalizada, podríamos decir, de Jesús junto al que sufre. Mateo al narrarnos la curación de la suegra de Simón, nos dirá que ‘la tomó de la mano y la levantó’.
Es un signo repetido de la cercanía de Jesús que veremos en muchos momentos del evangelio. Pone las manos sobre los ojos del ciego, toca al leproso, mete sus dedos en los oídos del sordo o toca la lengua del mundo, son diversos gestos que vemos de esa cercanía de Jesús. Ahora nos dice que puso las manos sobre cada uno. Aunque bien sabemos que es mucho más que ese tocar, porque lo que se nos está expresando es esa cercanía de Jesús, pero ese llegar de Jesús a cada uno de nosotros con lo que es nuestra vida en concreto.
A Jesús no lo podemos mirar nunca de lejos. Es la cercanía de Dios. Es el Emmanuel, el Dios con nosotros. Es quien se ha hecho hombre, uno como nosotros, en todo semejante a nosotros, menos en el pecado. Es quien llora con lágrimas semejantes a las nuestras, o quien nos mira directamente a los ojos de nuestro corazón haciéndonos descubrir lo que en verdad llevamos en él. Es el que nos está manifestando continuamente su amor, sea cual sea la situación de nuestra vida, porque nos ama aún siendo nosotros pecadores y por eso dará su vida por nosotros.
Es la confianza que se despierta en nuestro corazón considerando siempre lo que es la misericordia de Dios; por eso acudimos a El con nuestros males, que no son solo nuestras enfermedades o necesidades materiales, sino todo ese mal que con el pecado hemos dejado meter en el corazón, porque sabemos que El nos sana, nos cura, nos perdona y nos llena de vida. Queremos estar con El y que El siempre esté con nosotros, a nuestro lado y sentir su mano que nos levanta, y sentir su mirada que nos envuelve con su amor, y sentir el calor de su presencia que nos estimula a querer ser mejores cada día.

Jesús al final de este texto cuando la gente a la mañana siguiente lo busca - lo van a encontrar que se fue de madrugada al descampado a orar, como nos dirá otro evangelista en este mismo episodio - dirá que ‘también a otros pueblos tengo que anunciarles el Reino de Dios, que para eso me han enviado’. Creo que eso nos está diciendo algo a nosotros. Los demás también han de escuchar ese anuncio, sentir el gozo de la presencia misericordiosa de Jesús; y ahí está entonces nuestra tarea. Lo que hemos conocido y vivido de la presencia y del amor de Dios hemos de comunicarlo, llevarlo a los demás. Ha de ser nuestro compromiso. Con nuestra vida, con nuestro ejemplo, con nuestra palabra tenemos que anunciar la salvación de Jesús que es para todos los hombres.

martes, 2 de septiembre de 2014

Se manifiesta el Reino de Dios en la fuerza de la Palabra de Jesús que nos libera de la muerte y del pecado

Se manifiesta el Reino de Dios en la fuerza de la Palabra de Jesús que nos libera de la muerte y del pecado

1Cor. 2, 10-16; Sal. 144; Lc. 4, 31-37
‘¿Qué tiene su palabra?’, comentaban estupefactos. ‘Se quedaban asombrados de su enseñanza, porque hablaba con autoridad’. Es la reacción que se va produciendo ante la presencia de Jesús y su Palabra. ‘Hablaba con autoridad’, que decían las gentes.
Había sido enviado para anunciar la Buena Nueva a los pobres como escuchábamos ayer al profeta en la sinagoga de Nazaret. Su Palabra era Buena Noticia y las buenas noticias son siempre bien acogidas. Su Palabra era una palabra de vida y de salvación. Y serán los pobres, los que se sienten pobres los que sabrán acogerla. La pobreza en el espíritu hace que el corazón esté abierto, esté deseoso de una buena noticia que le traiga salvación. Por eso es tan bien acogido Jesús ahora en Cafarnaún. Allí estaban deseosos de escuchar esa Buena Nueva; se dejaban enseñar por Jesús.
Estos no van buscando orgullos patrióticos que les haga sentirse superiores, sino que con humildad se ponen ante Jesús con sus necesidades y sus males. No es que aquí venga a hacer lo que hace en otros sitios o a comparar si aquí hace más o menos que en los otros lugares. Esa Buena Noticia irá llegando a todos los lugares, y allí donde haya un corazón pobre sentirá la alegría y la esperanza que renace en su corazón que se llena de nueva vida; será capaz de admirarse ante las maravillas que se realizan ante tus ojos.
¡Cuánto tenemos que aprender! Para dejarnos sorprender por la Palabra de Jesús; es necesario tener ese corazón pobre y humilde, ese corazón de pobre para escuchar esa Buena Noticia que se anuncia a los pobres. Lejos de nosotros autosuficiencias o el creernos con derecho a todo; lejos de nosotros nuestros orgullos y nuestras exigencias; lejos de nosotros esas actitudes de los que ya nos lo sabemos todo y qué nos van a decir o enseñar. Actitudes así se nos pueden meter en el corazón y lo que hacen es cerrarlo a la vida y a la salvación que Jesús nos ofrece.
‘Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio inmundo y se puso a gritar a voces’. Comenzaba a manifestarse el Reino de Dios en la Palabra de Jesús y el mal se oponía como la tiniebla quiere rechazar la luz. La luz quería resplandecer en las tinieblas del mal pero las tinieblas quieren sofocar la luz, como ya se nos había anunciado al principio del evangelio de Juan.
‘¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quien eres: el Santo de Dios’, vociferaba el espíritu inmundo que poseía a aquel hombre. Pero allí está quien viene a hacer resplandecer la luz para siempre; allí está quien viene a liberar a los oprimidos por el mal, para liberarnos de toda esclavitud. Allí está la Palabra de Jesús llena de autoridad. ‘¡Cierra la boca y sal!’, le intimidó Jesús. ‘Y el demonio tiró al hombre por tierra en medio de la gente, pero salió sin hacerle daño’. Y viene la admiración de las gentes y la buena noticia se propaga por toda la comarca.
Viene la luz a iluminar nuestras tinieblas, llega la salvación a nuestra vida para arrancarnos de todas las cadenas del mal, pero a veces nos resistimos; no queremos reconocer el mal que hay en nosotros, no queremos dejarnos liberar por Jesús, no nos acercamos a Jesús con nuestro mal y nuestras tinieblas para llenarnos de su salvación. ¡Cuánto nos cuesta! A pesar de que decimos que tenemos fe y hasta nos acercamos a las cercanías de Jesús, pero quizá no damos los suficientes pasos de humildad para reconocer todo lo que hay de pecado en nosotros y seguimos arrastrándonos con nuestras cosas.

Que el Señor se haga presente en nuestra vida; que seamos capaces de poner humildad y amor en nuestro corazón; que la gracia del Señor de verdad mueva nuestra vida, nuestra voluntad para dejarnos llenar de esa salvación que Jesús nos ofrece. Dejémonos sorprender por la Palabra de Jesús y por salvación que El nos ofrece. No nos resistamos a la gracia del Señor.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Con nuestras nuevas actitudes y nuestra manera nueva de actuar y de amar haremos posible que se cumpla la Escritura en el mundo de hoy

Con nuestras nuevas actitudes y nuestra manera nueva de actuar y de amar haremos posible que se cumpla la Escritura en el mundo de hoy

1Cor. 2, 1-5; Sal. 118; Lc. 4, 16-30
He de comenzar confesando que cuando tengo que anunciar o explicar la Palabra de Dios me siento en plena sintonía con lo que hoy expresa san Pablo en la carta a los Corintios. Me presento a vosotros débil y temblando de miedo’, por la grandeza que significa el anuncio de la Palabra de Dios y lo pequeño y pecador que me siento ante ella. ‘Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado’, dice el apóstol, y es lo que quiero anunciar, porque la fuerza de la Palabra de Dios no está en mis palabras ni en mis saberes, sino en la fuerza del Espíritu del Señor.
Dentro del ritmo de la proclamación de la Palabra en el tiempo Ordinario en medio de la semana, hoy comenzamos a proclamar el evangelio de san Lucas; hemos venido escuchando a san Mateo. Dejamos aparte todo lo referente al nacimiento y a la infancia de Jesús hasta su Bautismo en el Jordán, pues fueron textos que ya escuchamos en el tiempo de la Navidad y la Epifanía. Hoy partimos de su presentación en la sinagoga de Nazaret.
Jesús se presenta en su pueblo Nazaret, allí donde se había criado y donde estaban sus parientes, y el sábado en la sinagoga se puso en pie para hacer la lectura. Proclamó un texto de Isaías que viene a ser el gran anuncio de la misericordia del Señor que se nos va a manifestar en Jesús. ‘Es el año de gracia del Señor’. Como dirían en otra ocasión las gentes al contemplar las obras de Jesús ‘Dios ha visitado a su pueblo’, en consonancia también con lo cantado proféticamente por Zacarías en el nacimiento de Juan.
Donde y cómo se va a manifestar esa misericordia del Señor. El profeta habla de amnistía, de año de gracia. ¿Y qué es lo que se nos manifiesta en Jesús? Allí está el que viene a traer la salud a todos los que sufren, el que se nos manifiesta como luz para hacernos comprender el misterio de Dios y la grandeza del hombre, el que viene a liberarnos de la peor de las esclavitudes que pueden atenazar el corazón de los hombres.
Allí está Jesús, el ungido del Espíritu para anunciarnos que viene la hora del perdón y de la paz, que viene la hora de comenzar algo nuevo que llamaremos reino de Dios porque ya para siempre Dios va estar en el centro del corazón del hombre. Allí está el Mesías de Dios; no olvidemos que decir ungido es lo mismo que decir Mesías o decir Cristo, según el idioma que empleemos. Por eso proclamará Jesús al terminar de hacer la lectura: ‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’.
Ya muchas veces hemos reflexionado sobre este texto y hemos comentado la reacción de las gentes de Nazaret que si primero se manifestaron con admiración y orgullo porque Jesús era uno de ellos, allí estaban sus parientes y allí se había criado, al final lo rechazaron intentando incluso despeñarlo por un barranco que estaba a las afueras del pueblo. ¿Aceptamos o no aceptamos nosotros a Jesús también según nos convenga o no? Cuantas veces nosotros también ante el evangelio tenemos la tentación de hacer como apartados en los que hay unas cosas que nos gustan pero hay otras cosas que no nos caen tanto en gracia y fácilmente las olvidamos o incluso las rechazamos. Da qué pensar todo esto.
Pero quisiera terminar invitando a que nos hiciéramos una pregunta. ¿También hoy entre nosotros se podría decir como dijo Jesús en la sinagoga de Nazaret ‘hoy se cumple aquí esta Escritura que acabáis de hoy’?
Se cumple esta Escritura porque también nosotros hacemos presente a Jesús si al menos servimos de consuelo para los que lloran a nuestro lado y somos capaces de despertar ilusión y esperanza en tantos que viven con el corazón atormentado; se cumple esta Escritura entre nosotros si con nuestro compartir estamos haciendo en verdad un mundo mejor donde nos amemos más; se cumple esta Escritura porque no solo queremos recibir el perdón y la gracia que el Señor nos ofrece, sino que también en nuestras relaciones mutuas y en nuestro trato somos también capaces de ser comprensivos con los demás, ofrecemos generoso perdón a quienes nos hayan ofendido y tratamos en todo momento de buscar la concordia y la paz en nuestra convivencia de cada día.
Muchas más cosas podríamos decir y reflexionar en este sentido. Cada uno tendría que pensar cómo va a hacer posible con su vida, con sus actitudes nuevas, con su manera de actuar y de comportarse que esta Escritura se cumpla también entre nosotros y así hagamos más presente a Jesús y su salvación en nuestro mundo, en ese mundo concreto en el que vivimos cada día.

domingo, 31 de agosto de 2014

Nos dejamos seducir por el amor de Jesús y con decisión cargamos con la cruz para seguirle

Nos dejamos seducir por el amor de Jesús y con decisión cargamos con la cruz para seguirle

Jer. 20, 7-9; Sal. 62; Rom. 12, 1-2; Mt. 16, 21-27
Hay un versículo del evangelio del pasado domingo que casi nos pudo haber pasado desapercibido y con el que quiero iniciar esta reflexión. Podíamos decir que aquella recomendación que les había Jesús a los apóstoles después de la confesión de fe de Pedro la podemos entender mejor con lo que hoy hemos escuchado, que por otra parte es continuación lineal del texto del evangelio del pasado domingo.
‘Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que El era el Mesías’. ¿Por qué esa recomendación precisamente después de la confesión de fe de Pedro ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’? Podría parecernos que no tenía sentido esa prohibición, si Jesús venía precisamente como Mesías y era lo que venía a realizar y así había de darse a conocer.
Había que entender bien lo que significaba ser el Mesías y lo entendemos ahora viendo la reacción de Pedro a las palabras que pronuncia Jesús hoy. ‘Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día’.  Jesús está anunciando su Pascua.
Era ese el sentido de Cristo Mesías que les costaba entender. Pedro, como los otros discípulos, no estaba de acuerdo con Jesús, porque un Mesías no debía sufrir, según lo que siempre se había enseñado en las tradiciones judías; eso desmontaba su visión mesiánica. Para ellos el Mesías era un caudillo triunfador que iba a liberar a Israel del sometimiento a los pueblos extranjeros. Se iba a restaurar el Reino de David, con todos aquellos esplendores, aunque eso significara mil batallas y guerras para expulsar al extranjero invasor y todo eso acaudillado por el Mesías. Era el concepto, la idea que tenían muchos en Israel.
‘No lo permita Dios. Eso no puede pasarte’, y se puso Pedro a increpar a Jesús porque no podía aceptar lo que Jesús les estaba anunciando, porque aquello sonaba a derrota y no a victoria. Pedro pensaba a la manera de los hombres. Ya se lo dirá Jesús. A Pedro le costaba entender los caminos de Dios. Por eso Pedro está comportándose como un tentador para Jesús.
‘Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar’, le dice Jesús a Pedro. Es como en las tentaciones del monte de la cuarentena. También allí el diablo tentaba a Jesús para que hiciera cosas extraordinarias, se presentara apoteósico delante de la gente para que causara admiración y la gente lo siguiera; estaba dispuesto Satanás a darle todos los reinos del mundo, si lo adoraba. Es la tentación repetida que va soportando Jesús como vemos a lo largo del evangelio; tanto que incluso cuando llegue el momento de comenzar la pasión llegará a pedirle al Padre que no suceda todo aquello que estaba anunciado. ‘Que pase de mi este cáliz’, pedirá en Getsemaní.
‘Quítate de mi vista Satanás, que me haces tropezar’, le dice ahora a Pedro porque está siguiendo las pautas del tentador. ‘Adorarás al Señor tu Dios, y a El solo servirás’, había dicho Jesús en el monte de la cuarentena. Por encima estará siempre lo que es la voluntad del Padre. ‘No se haga mi voluntad sino la tuya’.
La idea de Pedro es la de un mesianismo fácil, nacionalista, tradicional, religiosamente cómodo. No había aún aprendido a pesar como Dios. Cuando se había dejado conducir por el Espíritu del Padre allá en su corazón había hecho aquella hermosa confesión de fe, como recordamos. Pero ahora aparece el Pedro muy humano que se deja influir por lo que otros dicen, piensan o desean. Será la lucha no solo de Pedro sino de los discípulos siempre que estarán apeteciendo primeros puestos o recompensas. ‘A nosotros que lo hemos dejado todo ¿qué nos va a tocar?’ se preguntarán en más de una ocasión.
Por eso Jesús tendrá que repetirles una y otra vez el estilo y el sentido del verdadero discípulo que sigue a Jesús. Se sigue a Jesús no para imponerle sus caminos a Jesús, sino para seguir el camino de Jesús. También el discípulo tendrá que entender lo del camino de la cruz, el camino de la entrega, el camino de perder para sí mismo para poder ganar la vida que vale para siempre. Tendrá que aprender el discípulo que no valen las ganancias fáciles o que consigan tener todas las cosas si no tienen la más importante.
El que quiera venirse conmigo, el que quiera ser mi discípulo, ha de seguir mis mismos pasos, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? ¿o qué podrá dar para recobrarla?
Cargar con su cruz, la propia, la que cada uno tiene en la vida. No es que busquemos la cruz por la cruz, el dolor por el dolor, o el sufrimiento por el sufrimiento. Jesús nos quiere felices; para nosotros ha trazado el camino de las bienaventuranzas que es querer llamarnos dichosos y felices. Ese camino de las bienaventuranzas que nos hablará de ser pobres y desprendidos, como nos hablará de pureza de corazón; que nos hablará de sentir dolor y sufrimiento con el sufrimiento de los demás en la búsqueda de la justicia y nos hablará de una vida comprometida totalmente en la búsqueda de la paz y del bien; como nos hablará de que no seremos comprendidos o incluso podemos ser vituperados o perseguidos. Pero en todo eso nos vamos a sentir felices y dichosos en la plenitud del Reino de los cielos.
No buscamos amarguras, pues, sino que queremos vivir como Jesús, queremos vivir en el amor. Y el que ama, se da, se entrega hasta el final. Y eso es costoso. No es un camino de rosas porque cuando amamos tenemos que saber negarnos a nosotros mismos para comenzar a pensar más en aquellos que amamos, cuando queremos emprender el camino de las bienaventuranzas ya sabemos a lo que nos comprometemos. Tenemos que aprender a decirnos no para hacer saltar los cercos que nos crean el egoísmo, la ambición, el orgullo y tantas pasiones. Y ahí tenemos la cruz.
Pero lo hacemos por amor. Tomamos la cruz por amor y con total libertad. Como subió Jesús de manera libre hasta Jerusalén aunque sabía que iba a costarle pasión, cruz, muerte, pero sabía que era el camino de la vida. Y no le fue fácil a Jesús porque la tentación estaba siempre presente, el tentador estaba al acecho, como estuvo en el monte de la cuarentena o como se vale ahora de Pedro para ser también una tentación para Jesús.
Es el camino que nosotros emprendemos, que sabemos que no nos será fácil porque también el tentador estará al acecho para hacernos tropezar. Cuántos escollos vamos a encontrar en nuestro propio corazón que tendremos que aprender a superar. Es cargar con la cruz, con mi cruz, pero que será el camino que nos llevará a la vida.
¿Cómo podremos llegar a emprender un camino así que sabemos que nos puede ser costoso y doloroso? Recordemos lo que decía el profeta en la primera lectura. ‘Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir…’ Es la seducción del amor. ¡Cómo tenemos que caldear nuestro corazón en el amor de Dios! Dejarnos seducir por el amor de Dios para vivir en su mismo amor. El profeta reconoce sin embargo que era el hazmerreír de todos y todos se reían de él. La Palabra del Señor que había recibido algunas veces le quemaba en su interior, pero era más fuerte el amor del Señor del que se sentía totalmente cogido, atrapado.
¿Vivimos nosotros un amor así? ¿Así nos sentimos seducidos por el amor de Dios, como dos enamorados que se sienten seducidos el uno del otro por el amor que se tienen? Cultivemos ese amor de Dios en nuestra vida. Que en verdad tengamos ansias de Dios, sed del Dios vivo, como hemos repetido en el salmo.