sábado, 19 de octubre de 2013

La fe sea como el respirar natural de nuestra vida y nos sintamos envueltos por el Espíritu Santo

Rom. 4, 13.16-18; Sal. 104; Lc. 12, 8-12
No sé si a ustedes les habrá pasado por la cabeza algo semejante, pero muchas veces, sobre todo cuando uno ve el testimonio de los mártires y tenemos reciente la beatificación de los 522 mártires españoles de la persecución religiosa del siglo XX en nuestro país, uno se pregunta, al menos yo me lo pregunto, si me viera en esa situación ¿cómo reaccionaría yo? ¿sería capaz de resistir y dar el testimonio hasta el final? Y es que uno considera su propia debilidad que ante la tentación tantas veces claudicamos y nos dejamos llevar por el maligno.
Creo que es cuestión de vivir con intensidad nuestra fe en cada minuto, en cada instante de nuestra vida. La fe, la actitud de fe, no puede ser una cosa de quita y pon sino que tiene que ser como nuestro respirar. Respiramos allí donde estemos, sea lo que sea lo que estemos haciendo, porque eso forma parte natural de nuestro ser, de manera que sin respirar no podríamos vivir.
Así tendría que ser nuestra fe, pienso yo; cada momento, cada palabra, cada cosa que hagamos, todo lo que vivimos ya sea en los momentos agradables y de felicidad o en los momentos en que quizá no lo estamos pasando también, la fe tiene que ser como nuestro respirar; cada una de esas cosas, de esos momentos tienen que ser animados por nuestra fe, por nuestro actuar desde la fe, por esa visión de la vida y de lo que hacemos desde la fe.
Entonces expresaríamos con naturalidad nuestra fe en cualquier situación en que nos encontremos; entonces daríamos testimonio de nuestra fe frente a los demás porque es manifestarnos como nosotros somos, como nosotros sentimos y vivimos.
Hoy nos habla Jesús de dar la cara por El en cualquier situación. ‘Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del Hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios’, nos dice. Luego no podemos ocultar nuestra fe ni disimularla, aunque esa manifestación no sea fácil. Como creyente me tengo que manifestar. Y Jesús nos promete que aunque sea difícil su Espíritu estará con nosotros. ‘Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades,  no os preocupéis de lo que vais a decir, o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir’.
Si decíamos antes que sentimos admiración por los mártires que se enfrentaron a tribunales y a tormentos hasta llegar a testimoniar su fe con su propia vida, derramando su propia sangre, es porque se dejaron conducir por el Espíritu divino que estaba en ellos. Nos sorprende la valentía de los mártires, sobre todo cuando son niños o personas jóvenes que nos podrían parecer más débiles o más fáciles de seducir con propuestas engañosas, pero es que el Espíritu Santo estaba en ellos y se dejaron conducir por El.
Hoy Jesús nos habla de un pecado imperdonable que es el pecado contra el Espíritu Santo. ¿De qué pecado se trata? Pues, en pocas palabras, diríamos que de negar esa asistencia del Espíritu Santo en nuestra vida y no dejarnos conducir por El. Es que cuando no nos dejamos conducir por el Espíritu Santo se nos haría imposible el que diéramos pasos de verdadera conversión.
Es el Espíritu el que nos llama y nos conduce en nuestro interior a la conversión, a la vida nueva, a las obras nuevas del amor; si lo negamos, estaríamos negándonos a dejarnos conducir por El; si lo negamos, estaríamos negándonos a recibir el perdón de Dios, porque por la fuerza del Espíritu es como lo recibimos; como se dice en la fórmula de absolución ‘ha derramado el Espíritu Santo para el perdón de los pecados’.
Como decíamos al principio que la fe sea como el respirar natural de nuestra vida y entonces nos sintamos envueltos por la gracia divina en todo momento, por la fuerza y la presencia del Espíritu en nosotros. Así podremos manifestar con entusiasmo nuestra fe, así podríamos vivirla con alegría en todo momento, así podríamos contagiar a cuantos nos rodean de esa alegría de la fe.

¿Podrá haber algo más hermoso que llene de plenitud nuestra vida que la fe?

viernes, 18 de octubre de 2013

Qué hermosos los pies del mensajero que anuncia la paz y la misericordia

FIESTA DE SAN LUCAS, EVANGELISTA

2Tim. 4, 9-17; Sal. 144; Lc. 10, 1-9
‘¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria!’ Es la antífona con la que comienza la liturgia de la Eucaristía en esta fiesta del evangelista san Lucas. Así podemos decir del evangelista. Así contemplamos los pies de aquellos discípulos de los que nos habla el evangelio que fueron enviados por Jesús a anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, a llevar la paz. ‘Cuando entréis en una casa, decid primero: paz a esta casa… y decid: está cerca de vosotros el Reino de Dios’.
Celebramos en este día la fiesta del evangelista que no solo nos trasmitió el evangelio, llamado precisamente por su nombre, el evangelio de San Lucas, pero que nos trasmitió la historia de las primeras comunidades cristianas, en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Hemos escuchado por otra parte la referencia que hace san Pablo de la presencia de Lucas, ‘su querido médico’, a su lado, como lo había acompañado en gran parte del recorrido de sus viajes apostólicos, que luego nos trasmitiría.
Partiendo de lo que expresa la liturgia de la fiesta del evangelista en las antífonas o en los textos eucológicos (las oraciones) quería fijarme en algunos aspectos de lo que fue la trasmisión que El nos hace del Evangelio de Jesús.
‘San Lucas al darnos su evangelio nos anunció el sol que nace de lo alto, Cristo, nuestro Señor’, que nos propone la antífona del cántico del Benedictus en Laúdes. Es el anuncio que proféticamente hace Zacarías en ese cántico con el que bendice a Dios por el nacimiento de Juan. ‘Nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz’, que canta Zacarías. Juan viene como precursor a preparar los caminos; no es la luz, como se nos dirá en el evangelio de Juan, sino el testigo de la luz; es el que viene a anunciar la llegada del sol que nace de lo alto. Cristo será nuestra luz.
¿Qué nos manifiesta esa luz? ¿Cómo ilumina nuestra vida? Llenándonos de la misericordia de Dios. Es el otro aspecto a destacar en el evangelio de Lucas. ‘Dichoso evangelista san Lucas, que resplandece en toda la Iglesia por haber destacado en sus escritos la misericordia de Cristo’. Así dice la Antífona de las vísperas al cántico del Magnificat. Es una palabra que se repite tanto en el cántico de Zacarías como el cántico de María. ‘Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos… realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres y recordando su santa alianza’, dice por una parte. Pero luego cuando nos anuncia ese sol que nace de lo alto lo hace desde el mismo sentido. ‘Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto…’
Pero María también canta la misericordia de Dios.  ‘Su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación’, nos dice María como motivo grande de la alegría que hay en su corazón. Su ahora se están cumpliendo las profecías cuando en sus entrañas lleva ya al Salvador del mundo es porque el Señor ‘auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abrahán y su descendencia por siempre’. Todo es cantar la misericordia del Señor.
No podemos extendernos en recorrer las páginas de este evangelio de la misericordia del Señor con su pueblo, pero podríamos recordar por una parte el encuentro de Jesús con la mujer pecadora donde se derrama la misericordia del Señor sobre su corazón lleno de amor, y la parábola del hijo pródigo que más tendríamos que llamar la parábola del padre misericordioso.
Y finalmente otro aspecto a destacar que nos lo subraya la oración litúrgica. ‘Elegiste a san Lucas para que nos revelara, con su predicación y sus escritos, tu amor a los pobres…’ Es san Lucas el que nos trae el episodio de la sinagoga de Nazaret donde se lee aquel texto de Isaías que anuncia al que viene ungido por el Espíritu del Señor para anunciar la Buena Nueva, el Evangelio, a los pobres.
Pobres pastores de los alrededores de Belén serán los primeros en acoger la Buena Noticia del nacimiento de Jesús en el anuncio de los ángeles. Y a los pobres les veremos no pasar necesidad en la primera comunidad de Jerusalén, como nos narrará en los Hechos de los Apóstoles, porque todo lo ponían en común para que nadie pasara necesidad. Muchos más textos podríamos aducir del Evangelio o de los Hechos de los Apóstoles para que corrobore lo que expresamos en la oración de la Iglesia.
Pues que lo que expresamos para concluir la oración litúrgica del día se vea en verdad reflejado en nuestra vida como un fruto de la celebración que ahora estamos viviendo. ‘Concede a cuantos se glorían en Cristo, vivir con un mismo corazón y un mismo espíritu y atraer a todos los hombres a la salvación’. Nos sentimos enviados también a hacer ese anuncio de la misericordia del Señor que sentimos en nuestra vida y no solo hemos de hacerlo con nuestras palabras sino con el testimonio de una vida en comunión de verdadero amor con nuestros hermanos, en especial con los que nos rodean y con los pobres y los que sufren.
‘¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria!’, como expresábamos al principio de nuestra reflexión recogiendo el sentir de la liturgia.

jueves, 17 de octubre de 2013

Justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús

Rm. 3, 21-30; Sal. 129; Lc. 11, 47-54
‘Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa’, hemos repetido en el salmo. Es cosa que sabemos pero tenemos que meditarlo mucho. Solamente en Jesús obtenemos la salvación. No hay otro nombre que pueda salvarnos. El es nuestro Salvador, nuestro Redentor.
Como nos decía san Pablo en la carta a los Romanos que estamos leyendo ‘por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen, sin distinción alguna… son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, constituido en sacrificio de propiciación por su sangre derramada’.
Es lo que tenemos que considerar y que ha de despertar nuestra fe. Es el regalo del amor de Dios. Como nos dice el apóstol ‘justificados gratuitamente por su gracia’. Cuánto tenemos que darle gracias a Dios. Cómo  hemos de poner toda nuestra fe en El. Cómo hemos de desear el llenarnos de su gracia, de su vida, de su perdón, de su amor. Así hemos de acudir con fe a Jesús y escuchar su Palabra, dejarnos conducir por la fuerza de su Espíritu.
Hoy en el evangelio seguimos escuchando las palabras de Jesús a los fariseos que no terminaban de aceptarle. Creo que ese ejemplo, podríamos llamar negativo que en ellos descubrimos, tendría que movernos a actuar nosotros de otra manera. Dejar que llegue esa palabra de Jesús que nos invita a la conversión, al cambio del corazón, para que en verdad tengamos un corazón limpio y podamos ofrecerle un culto agradable al Señor. Que nos dejemos llenar por la sabiduría de Dios, la sabiduría de la Palabra de Dios que nos llena de luz.
Hemos escuchado que los letrados y los fariseos después de escuchar a Jesús, en lugar de convertir su corazón a la Palabra de Dios, se endurecieron más en su corazón. ‘Los letrados y fariseos comenzaron a acosarlo y a tirarle de la lengua, con muchas preguntas capciosas, para cogerlo en sus propias palabras’. ¿Buscaban la verdad de Dios o lo que hacían era encerrarse más en su propio error?
No es con actitudes así como tenemos que acercarnos al Señor, sino con espíritu humilde y agradecido por cuanto del Señor recibimos. Y si la Palabra del Señor nos toca en la herida de nuestro pecado, porque nos señala allí donde está el error de nuestra vida, en lugar de rebelarnos contra El lo que tendríamos que hacer es aceptar esa Palabra con humildad, porque lo que busca es nuestra salvación, lo que nos está ofreciendo es su gracia y su perdón.
Muchas veces tenemos el peligro de encerrarnos a esa luz y en nuestro orgullo no queremos recibirla. Nos creemos buenos, nos creemos que nos lo sabemos todo, nos creemos en posesión de nuestra verdad, pero que muchas veces a causa de nuestro pecado está bien lejos de la verdad de Dios. No nos gusta que nos corrijan o nos señalen allí donde están nuestros tropiezos. Pero tendríamos que estar agradecidos porque la Palabra llega a nosotros como una luz que nos quiere sacar de nuestro error.
Muchas veces nos hacemos nuestra propia idea de lo que es la fe o la vida cristiana pero que puede estar muy lejos en ocasiones de lo que en verdad nos señala el espíritu del evangelio. En muchas ocasiones el testimonio que podamos recibir de alguien que quiere vivir con radicalidad el espíritu del evangelio choca con nuestra manera de ser o de pensar las cosas y ya enseguida lo rechazamos o le ponemos nuestras pegas. Pasaba con Jesús en la reacción de las gentes de su tiempo como vemos  hoy con los letrados y los fariseos y nos sigue sucediendo hoy.

Vayamos con espíritu humilde a la luz y dejémonos llenar de esa vida que nos ofrece Jesús. En El está nuestra salvación porque El es nuestro Redentor.  Como decíamos al principio ‘del Señor viene la misericordia, la redención copiosa’.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Una Palabra del Señor que con fe y humildad acogemos en nuestro corazón

Rm. 2, 1-11; Sal. 61; Lc. 11, 37-41
Para comenzar a comentar el texto del evangelio que se nos ha proclamado hoy hemos de decir que es una continuación exacta del que hubiéramos escuchado ayer, de no ser por la celebración del día de santa Teresa de Jesús con sus lecturas propias.
Parten todas estas palabras de Jesús de denuncia de la actitud de los fariseos de lo sucedido en una ocasión en que invitaron a Jesús a comer en casa de un fariseo y estaban todos muy pendientes de si Jesús se lavaba las manos o no antes de sentarse a la mesa. Jesús que conocía bien el corazón de los que le rodeaban y sus intenciones les habla fuerte de que lo que hay que tener bien limpio es el corazón. ‘Limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades’, les dice.
Pero escuchemos esa Palabra del Señor no solamente como dicha a aquellos fariseos y letrados que le acompañaban entonces en la mesa, sino sintamos hondamente en nosotros que esa Palabra nos la está diciendo hoy el Señor a nosotros. ‘Pagáis el diezmo de la hierbabuena, de la ruda y de toda clase de legumbres, mientras pasáis por alto el derecho y el amor de Dios’, les dice; nos dice. Vivían unas actitudes y posturas muy escrupulosas para fijarse en esos pequeños detalles, pero luego su corazón estaba endurecido para las cosas verdaderamente importantes.
Querían  aparecer como irreprochables para ser honrados y estimados hasta como piadosos, pero olvidaban lo esencial. No es que no tengamos que tener en cuenta las cosas pequeñas, que ya nos dirá en otro momento que el que no sabe ser fiel en lo pequeño en lo importante no lo será, pero sí nos está diciendo que no olvidemos la justicia, el respeto y la valoración de las personas, el amor a Dios y el amor que hemos de tener al hermano. Que no nos podemos quedar en las apariencias, sino que es desde lo más hondo de nosotros mismos desde donde tenemos que transformar nuestro corazón para llenarlo de las más hermosas virtudes.
¿De qué nos vale fijarnos en minucias si luego no tenemos verdadero amor al hermano que está a nuestro lado? Aprendamos a valorar a la persona, a toda persona; aprendamos a ser justos en nuestras relaciones con los demás actuando con sinceridad, alejando de  nosotros toda falsedad e hipocresía, no dejándonos nunca arrastrar por la vanidad y las apariencias; aprendamos a arrancar de raíz de nuestro corazón los malos sentimientos hacia los demás como la envidia o los rencores; transformemos nuestro corazón para llenarlo de humildad, de paz, de mansedumbre, quitando todo brote de violencia, de orgullo o de soberbia.
Los letrados reaccionaron ante las palabras de Jesús - ‘diciendo eso, nos ofendes también a nosotros’, le dicen - pero Jesús les replica que no se contenten con imponer cosas a los demás, sino que sean ellos los primeros en cumplirlas en su vida.
Os confieso una cosa. Cuando me hago esta reflexión en torno a la Palabra de Dios que comparto con ustedes en la celebración - o través también de las redes sociales en internet intentando llegar a mucha gente - primero que nada me la hago para mi mismo; tengo que pensar, por supuesto desde mi ministerio, en todos aquellos a los que va a llegar esta reflexión sobre la Palabra pero antes me la aplico a mí mismo, me veo reflejado en lo que el Señor nos dice o nos pide y siento que es a mí el primero a quien el Señor se lo está diciendo. No quiero ser simplemente un altavoz mecánico que trasmita unas palabras o unas reflexiones, sino quiero abrir los oídos de mi corazón para sentir lo que el Señor me dice o me pide. Doy gracias porque así esta Palabra también va haciendo mella en mi corazón, y confieso humilde que no siempre le doy la respuesta que el Señor me pide en su Palabra.

Con humildad pongámonos siempre ante la Palabra del Señor que se nos proclama; con mucha fe, para reconocer que es Dios mismo quien nos está hablando allá en lo hondo de nuestro corazón. Pidámosle su gracia, que no nos falte nunca, para que sepamos acogerla y plantarla en nuestra vida de manera que siempre dé fruto al ciento por uno.

martes, 15 de octubre de 2013

Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo

Santa Teresa de Jesús

Eclesiástico, 15, 1-6; Sal. 88; Mt. 11, 25-30
‘Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo’. Estas palabras tomadas de los salmos son con las que la liturgia ha querido comenzar a cantar al Señor en este día, en nuestra celebración de la Eucaristía.
Es el deseo de Dios, el ansia de Dios, como el sediento que busca el agua viva que calme su sed, como la cierva que busca las corrientes de agua donde apagar su sed. Es lo que realmente tendría que ser el camino de nuestra vida cristiana, si en verdad porque creemos en El, Dios lo es todo para nosotros. Así tendríamos que buscarlo y desearlo; con esos deseos tendríamos que abrir nuestro corazón a Dios para que en verdad el sea el centro de nuestra vida, y sacie plenamente los más altos y hermosos deseos de nuestro corazón.   
Esta antífona, tomada de los salmos como decíamos, refleja perfectamente el alma de santa Teresa de Jesús, a quien hoy estamos celebrando. Teresa de Jesús es esa alma sedienta de Dios que supo encontrar la fuente hasta llegar a disfrutar de Dios de una forma sublime en las alturas místicas en las que su alma se vio envuelta como ninguna. Se llenó de Dios y Dios le dio un alma grande y generosa para realizar una gran obra en la Iglesia con la reforma de la Orden del Carmelo, que le llevaría incluso a fundar numerosos monasterios a lo largo de toda la geografía peninsular. La andariega de Dios, porque era a Dios a quien ella estaba llevando a los demás cuando de tal manera ella se había llenado místicamente de Dios.
Fue largo el recorrido que tuvo que realizar, su camino interior, el camino del castillo interior como luego ella describiría en sus libros, pero le costó. Aunque de joven había entrado en el monasterio del Carmelo para vivir su consagración al Señor fueron grandes las turbulencias por las que tuvo que pasar su alma, llena de sequedades y momentos duros y difíciles en muchas ocasiones; pero en la medida en que fue despojándose de sí misma emprendió ese camino de perfección que llegó a recorrer para vivir ya solo para Dios y en el que la Iglesia nos la ofrece como modelo de camino de perfección, como expresábamos en la oración litúrgica de esta fiesta.
Hoy hemos escuchado en el evangelio cómo Jesús da gracias al Padre que se reveló y se manifestó a los pequeños y sencillos. Muchas veces hemos meditado este texto para aprender a tener nosotros esa alma humilde y sencilla que sea capaz de llenarse de Dios. Es lo que vivió santa Teresa de Jesús; como decíamos antes, cuando aprendió a despojarse de si misma, a pesar de que llevaba ya muchos años en la vida religiosa y dentro del monasterio de la Encarnación, fue cuando comenzó a tener esa sed del Dios vivo, aprendió a saborear la sabiduría de Dios y cuando ella en verdad se fue llenando de Dios recorriendo ese camino de ascesis primero, purificándose de todo lo que pudieran ser ataduras en su corazón, y luego subiendo poco a poco los peldaños que la llevarían a la altura de su misticismo en su profunda unión con Dios.
Nos gozamos nosotros en este día en que celebramos a santa Teresa de Jesús, Virgen y Doctora de la Iglesia. Nos gozamos y en su santidad nos sentimos estimulados para que se despierte en nosotros esa misma ansia de Dios, esa sed de Dios que le llevó a ella por esos caminos de unión con Dios. Contemplando el camino de santidad de santa Teresa un cristiano tendría que sentir en su corazón una santa envidia de cómo ella llegó a esa unión tan íntima y profunda con Dios. Como ya hemos dicho recordando lo que pedíamos en la oración litúrgica, Dios quiso suscitar por inspiración del Espíritu Santo esos deseos de santidad, ese camino de perfección, que encienda, pues, en nosotros también el deseo de la verdadera santidad.
Ese tiene que ser el sentido verdadero de la celebración de los santos. Ellos pudieron realizar ese camino de santidad con dificultades semejantes a las nuestras pero supieron poner toda su fe en Dios y en El encontraron la fuerza para realizar ese camino. Podemos nosotros hacer también ese camino, en el que además contamos también con su intercesión. Por eso también en este día muchas personas que han consagrado sus vidas al Señor en la vida religiosa, sintiéndose estimuladas por el ejemplo de Santa Teresa, de alguna manera renuevan sus votos de consagración al Señor.

Que santa Teresa nos alcance la gracia del Señor para que en verdad cada día más aspiremos a la santidad en nuestra vida.

lunes, 14 de octubre de 2013

Aquí está la verdadera Sabiduría de Dios, Palabra viva de Dios que nos invita a convertirnos al Señor

Rm. 1, 1-7, Sal. 97; Lc. 11, 29-32
Hay de todo en la vida y nosotros no somos menos. Igual que hay gente valiente y decidida que no teme afrontar las cosas con decisión y tomar postura claramente por aquello que considera justo y bueno también nos encontramos con los indecisos, ya sea porque nunca tienen claras las cosas y siempre están buscando razones y motivos para aplazar una decisión, o ya porque quizá haya una cierta cobardía en su vida para mostrar claramente lo que son o lo que piensan, o ya sea porque en su malicia quieren como socavar lo bueno que hacen los demás.
Haciéndonos este comentario no podemos menos que recordar a los 522 mártires que hayan fueron inscritos en el numero de los beatos para recibir culto en la Iglesia que en momentos difíciles de persecución religiosa en el pasado siglo en España fueron capaces de dar su vida por la fe que profesaban en Jesús como nuestro único Salvador.
Pero también hemos de reconocer que no siempre tenemos la valentía de los mártires, aunque ese tendría que ser en verdad nuestro sentir y nuestro estilo de vivir, y estamos muy llenos de limitaciones, de debilidades, de dudas y nos cuesta ponernos totalmente del lado de Jesús con nuestras posturas en la vida y con nuestra manera de vivir.
Pero el evangelio que hoy escuchamos quiere hacernos recapacitar ante tantos que les cuesta hacer una opción clara por Jesús y siempre andan buscando disculpas, pidiendo pruebas para poner toda nuestra fe en Jesús o hasta viendo con no muy buenos ojos todo aquello que nos enseña o nos pide Jesús. Ya escuchábamos en pasados días como había quien atribuía las obras de Jesús al poder del espíritu del maligno, pero escuchábamos también cómo Jesús nos decía que no podíamos querer ir andando o nadando entre dos aguas, sino que nuestra decisión por El y su evangelio había que tomarla con toda radicalidad. ‘El que no está conmigo, está contra mi; el que no recoge conmigo, desparrama’, nos decía Jesús.
Es la queja, podíamos considerarla como amarga, que hoy escuchamos en labios de Jesús. ‘Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se les dará más signo que el signo de Jonás’. Ya escuchábamos en pasados días que el evangelista decía que ‘otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo’. Ya comentábamos la ceguera para no ver las señales que Jesús nos iba dando de quien era y las señales del Reinado de Dios que se expresaban en los milagros que iba realizando. Pero no todos eran capaces de verlo y aún seguían pidiendo signos.
Como nosotros cuando no queremos decidirnos de verdad, que vamos dando largas, buscando plazos, pidiendo pruebas, que nada nos satisface, pero no es porque realmente no veamos la verdad que se nos revela, sino porque quizá nos cuesta arrancarnos de muchos apegos que tenemos en nuestra vida y en nuestro corazón y de los que tendríamos que desprendernos si en verdad nos decidimos por Jesús y la vivencia de su Evangelio.
Como nos ha dicho hoy no se les dará más signo que el de Jonás. El signo de Jonás estaba en su propia vida en que él mismo se convirtió al Señor después de todos los acontecimientos que se fueron sucediendo, para aceptar y para cumplir lo que el Señor le pedía de invitar a la conversión a las gentes de Nínive. El haber sido devorado por el cetáceo que al poco tiempo lo vomitó vivo en la playa de nuevo, se convierte en un signo de la muerte y de la resurrección del Señor al tercer día de entre los muertos.
Pero el signo de Jonás está también en la conversión de los ninivitas ante la predicación de Jonás. Como les dice el Señor esa conversión de los ninivitas por la predicación de Jonás se convertirá en un signo de condena para aquella generación. Los ninivitas solamente tuvieron un profeta, aquella gente tenía a Jesús, verdadero Hijo de Dios hecho hombre en medio de ellos para traer la salvación.
Lo mismo dice de Salomón y la reina del Sur que vino desde lejos para escuchar la sabiduría de Salomón. ‘Y aquí hay uno que es más que Salomón’, les dice Jesús. ¿Cómo no escuchar al que es la verdadera Sabiduría de Dios, verdadera Palabra viva de Dios que se nos revela en Jesucristo encarnado para nuestra salvación?
¿Qué nos moverá a nosotros a convertir nuestro corazón al Señor? Cuánto hemos recibido de la Palabra de Dios que cada día se nos proclama; cuánto hemos recibido y podemos recibir de la presencia de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía en medio de nosotros que se convierte en nuestro alimento y nuestra vida. Y nosotros cerramos los ojos y no queremos creer, cerramos nuestro corazón y no queremos convertirnos al Señor. Y también seguimos pidiendo plazos, o queriéndolo dejar para otro momento, o pidiendo una prueba mas para creer en Jesús.

Despertemos nuestra fe y decidamos con valentía por seguir a Jesús y vivir su vida de santidad y de gracia. Que el ejemplo de nuestros mártires sea para nosotros estímulo y fortaleza.

domingo, 13 de octubre de 2013

La necesaria acción de gracias para cantar la gloria del Señor por los bienes recibidos

2Reyes 5, 14-17; Sal. 97; 2Tim. 2, 8-13; Lc. 17, 11-19
Siempre hay un gran paralelismo entre el texto de la primera lectura y el evangelio, y hoy lo podemos apreciar de una manera especial. Siempre hay una cierta relación entre un texto y otro y hoy en ambos textos se nos habla de unos leprosos curados y de una respuesta a esa gracia del Señor. Podemos fijarnos en los detalles. Mucho es lo que podemos aprender para nuestra vida y para el camino de nuestra fe.
Eliseo, el profeta, por una parte, con su visión de las cosas de Dios y su poder taumatúrgico, que se nos ofrece en la primera lectura, y Jesús, el gran profeta que había surgido en medio del pueblo como le aclamaban las gentes por otro lado, pero que es realmente nuestro único salvador, como se nos presenta en el evangelio.
Un leproso, Naamán el sirio, que con sus reticencias y también con sus exigencias viene solicitando la curación de su enfermedad y por otra parte el grupo de los diez leprosos que salen al encuentro de Jesús en el camino entre Galilea y Samaría gritando a Jesús que tenga compasión de ellos y de entre los que destacaríamos el samaritano, también un extranjero, al que veremos volver a los pies de Jesús después de curado.
Unos gestos sencillos y humildes que le pide el profeta que ha de realizar el leproso sirio como lavarse siete veces en las aguas del Jordán y que finalmente realizará a pesar de sus reticencias y la palabra de Jesús que envía sencillamente a los leprosos a que se presenten a los sacerdotes, cumpliendo la ley de Moisés, para que les reconozca su curación.
Finalmente un reconocimiento por parte de Naamán, el sirio, que se había curado de que el Dios de Israel es el único Señor al que ahora va a adorar para siempre, y por otra parte la gloria del Señor que vino a proclamar solamente uno de los curados, el samaritano, postrándose ante Jesús alabando a Dios y dándole gracias.
Al tiempo, surge la pregunta de Jesús que a nosotros también nos podría decir muchas cosas. ‘¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿no ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?’ Pero aquel no sólo se había curado viéndose libre de la lepra sino que también había alcanzado la salvación. ‘Tu fe te ha salvado’, que le dice Jesús.
Y en medio de todo esto, nosotros, que seremos capaces o no de reconocer la lepra de nuestros pecados que nos lleva a la muerte, pero a quienes hoy el Señor nos está hablando para que con confianza vayamos a El con fe para dejarnos no sólo curar sino alcanzar verdaderamente la salvación. No nos quedamos en comentar lo sucedido en una y otra escena, sino que en ellas hemos de vernos reflejados y de allí tenemos que saber deducir el mensaje que para nosotros tiene hoy la Palabra proclamada.
Es el Señor el que viene a nuestro encuentro para ofrecernos su salvación. Vamos a El pero El nos busca y nos llama. Es el Señor el que ilumina nuestra vida para que seamos capaces de reconocer cuanto de muerte hay en nosotros, pero que El es quien puede en verdad llenarnos de vida. Nos cuesta muchas veces reconocer las oscuridades de nuestra vida y nos cuesta dejarnos conducir por la Palabra del Señor que nos está siempre ofreciendo caminos de salvación.
La imagen de los leprosos que le salen al paso en el camino a Jesús, pero que se quedan lejos siguiendo las duras leyes judías que no permitían a los leprosos vivir en medio de la comunidad y junto a sus familias sino que habían de vivir en lugares apartados y marginados de todo el mundo, nos está expresando de manera muy palpable nuestra situación cuando por el pecado nos hemos apartado de Dios. Podíamos comparar también con la descripción de la vida llena de miseria y suciedad que vivía el hijo pródigo tras abandonar la casa del padre llenando su vida de miseria y de pecado. Cómo nos aleja de Dios nuestro pecado y nos encierra en nosotros mismos que hasta nos hace romper los vínculos de amor con los hermanos.
Cristo nos llama; es el pastor que ha venido a buscar la oveja perdida y se alegrará y hará fiesta por nuestra vuelta; quiere que volvamos a estar con El que nos ofrece su perdón y su gracia mientras que nosotros hemos de poner esas actitudes de arrepentimiento reconociendo por una parte nuestro pecado, pero reconociendo lo grande y maravilloso que es el amor que El nos tiene que nos está siempre ofreciendo su perdón. Como le pidiera Jesús a los leprosos que se presentaran a los sacerdotes o Eliseo a Naamán que se lavara en el Jordán, el Señor nos pide que busquemos la mediación de la Iglesia en el Sacramento para que nos veamos limpios, para que se restituya de nuevo la gracia en nuestro corazón, para que alcancemos la gracia del perdón y la salvación.
Hemos de reconocer que muchas veces somos reticentes y nos cuesta acercarnos al Sacramento. Humildad tendríamos que saber poner en el corazón para dejarnos conducir por la gracia del Señor y, como aquella mujer pecadora de la que nos habla en otra ocasión el evangelio, llenar nuestra vida de amor para que amando mucho se nos perdonen nuestros pecados.
Pero sí hemos de terminar siempre dando gloria al Señor. Dar gloria al Señor supone reconocer el bien recibido, agradecer a quien ha intervenido con su mediación pero, sobre todo, rendir nuestro espíritu lleno de gratitud ante la bondad del Señor. Somos muy fáciles para acudir a pedir al Señor de nuestras necesidades que nos socorra y que nos ayude; recibimos la gracia del Señor y qué pronto olvidamos la mano de amor infinito y llena de misericordia que se ha posado sobre nuestra alma con su gracia; qué pronto nos olvidamos de dar gracias a Dios.
Tenemos que preguntarnos, por ejemplo, cuántas veces después de recibir el perdón del Señor en el Sacramento de la Penitencia nos hemos parado para darle gracias al Señor por el perdón recibido. A lo más, nos preocupamos de cumplir la penitencia, como decimos. Nos parecemos a aquellos leprosos que muy cumplidores fueron corriendo a presentarse a los sacerdotes para cumplir con lo prescrito por la ley cuando se vieron limpios. Sólo uno, el samaritano, se volvió atrás, consideraba que ahora había algo más importante, para venir hasta Jesús y postrarse ante El dando gloria a Dios y dándole gracias por el don recibido.
Esa actitud de acción de gracias tendría que ser lo normal en nuestra vida cristiana y en nuestra oración. En fin de cuentas la fe que tenemos es la respuesta y el agradecimiento por todo el amor infinito que el Señor nos tiene y que  nos regala su salvación.  Somos los hombres y las mujeres de la Eucaristía y Eucaristía bien sabemos que significa acción de gracias. Tendríamos que ser, entonces, siempre los hombres y las mujeres de la acción de gracias. El rito lo realizamos al celebrar la Eucaristía, pero la actitud profunda de nuestro corazón de gratitud y acción de gracias al Señor quizá nos falta muchas veces de forma explícita.

Sepamos reconocer los dones del Señor y sepamos en todo momento darle gracias.