sábado, 21 de septiembre de 2013


Andemos conforme a nuestra vocación para la unidad de la Iglesia

Fiesta del evangelista san Mateo
Ef. 4, 1-7.11-13; Sal. 18; Mt. 9, 9-13
‘Vio a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos y le dijo: Sígueme. El se levantó y lo siguió’. Lo que nos relata el evangelio es la vocación de Mateo: la llamada del Señor y su pronta respuesta.
Esto es algo que nos tendría que hacer reflexionar. Es lo que está en el fondo de lo que es nuestra vida cristiana. Un encuentro con el Señor y una llamada a la que damos respuesta. Es el Señor el que nos sale al encuentro y nos invita a ir con El, como a Mateo.
Es la gracia del Señor que llega a nuestra vida regalándonos esa presencia del amor del Señor que viene a transformar nuestra vida. Desde ese encuentro con la gracia ya no puede ser igual en nuestra vida, en nosotros. No lo fue igual para Mateo; hasta entonces estaba dedicado a ser recaudador de impuestos y ahora emprendía un camino nuevo para seguir a Jesús; por eso lo vemos que lo deja todo. ‘El se levantó y lo siguió’.
De parte nuestra esta la respuesta; una respuesta que no son solo palabras sino un ponernos en camino, en camino de algo nuevo y distinto que nos ofrece el Señor. Nos hemos acostumbrado a eso de ser cristiano porque nos decimos que todos somos cristianos que al final no sabemos bien ni lo que somos, porque nuestra vida no refleja siempre lo que tendría que reflejar cuando nos decimos seguidores de Jesús.  No todo puede ser igual entre quienes se deciden de verdad por seguir a Jesús o se quedan en lo que estaban no dando respuesta a esa llamada. El testimonio que nos ofrece hoy Mateo es bien aleccionador y tendría que hacernos recapacitar mucho.
Los textos que nos ofrece la liturgia en esta fiesta del evangelista san Mateo, sobre todo la primera lectura de la carta a los Efesios abundan en este tema de la vocación. Nos recuerda el apóstol cómo hemos de vivir dando respuesta a esa llamada del Señor, a esa vocación que hemos recibido. ‘Os ruego que andéis conforme a la vocación a la que habéis sido llamados’. Y nos señala esas características de nuestra vida, de la vida de quien sigue a Jesús. Humildes, amables, comprensivos, aceptándonos mutuamente con todo respeto y amor, unidos en una nueva comunión, llenos de paz y constructores de la paz. Y nos habla de esa unidad en el Espíritu ‘como una sola es la meta de la esperanza en la vocación a la que habéis sido convocados’.
Todo esto que nos dice el Apóstol se hace eco de lo que a través de su Evangelio san Mateo nos ha trasmitido del mensaje de Jesús. Ese mensaje del Reino de los cielos del que fue empapándose en su estar al lado de Jesús. Un día lo dejó todo para seguir a Jesús, para responder a su llamada, pero esa respuesta la fue dando en ese estar con Jesús día a día empapándose de su mensaje que luego nos trasmitiría en su predicación y en su evangelio.
Como sabemos a él se le atribuye el primero de los evangelios, llamado precisamente de san Mateo. Podemos recorrer sus páginas y ver por ejemplo como en el sermón de la montaña nos deja plasmado ese mensaje de Jesús de lo que ha de ser nuestra vida conforme a nuestra vocación como antes destacábamos con las palabras de la carta de san Pablo. Lo mismo podríamos decir en las parábolas que nos recoge los diversos capítulos del evangelio o sus discursos.
Nos sentimos hoy estimulados, en esta fiesta del Apóstol san Mateo, a tener esa decisión pronta para seguir a Jesús, para escucharle y empaparnos de su mensaje y hacer que con nuestra vida de amor, de humildad, de sencillez, de espíritu de servicio, de generosidad vayamos dando respuesta a tanto amor cómo Dios derrocha sobre nosotros. Y algo más, que este encuentro con el Señor y su Palabra en esta fiesta nos ayude a descubrir ese lugar concreto donde hemos de realizar nuestra vocación cristiana, como nos señala también el apóstol, al tiempo que reconocemos las diversas vocaciones, los diversos ministerios que a nuestro alrededor se manifiestan en la Iglesia en tantos que viven su compromiso cristiano.
‘A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo’, nos decía el apóstol. Y habla de esos diferentes ministerios en el seno de la Iglesia. ‘Cristo ha constituido a unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelistas, a otros, pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los fieles, en función de su ministerio, y para la edificación del Cuerpo de Cristo…’ Todos vamos edificando la Iglesia cada uno desde esa respuesta que va dando a la llamada del Señor y en ese servicio que presta a los hermanos.

Por nuestro amor, por nuestro servicio, por nuestra generosidad y humildad, por las obras buenos que vamos haciendo, seamos en verdad constructores de la comunidad, constructores de la unidad de la Iglesia. Que el Señor nos bendiga por todo eso bueno que podamos ir haciendo.

viernes, 20 de septiembre de 2013

La Buena Noticia recibida nos convierte siempre en misioneros del Reino de Dios

1Tim. 6, 2-12; Sal. 48; Lc. 8, 1-3
‘Iba Jesús caminando de pueblo en pueblo predicando la Buena Noticia del Reino de Dios’. Caminando por todos rincones haciendo el anuncio del Reino.
El anuncio del Reino de Dios escuchado nos pone siempre en camino. Y escuchar el anuncio de esa Buena Noticia no es solo escuchar unas palabras. Es algo mucho más hondo lo que sucede en nuestra vida. Lo escuchamos, no porque nos entre por los oídos, sino cuando lo hacemos vida nuestra, cuando dejamos que penetre dentro de lo más hondo de nosotros mismos; lo escuchamos cuando recibimos esa salvación, sentimos esa salvación de Dios en nuestra vida. Se convierte así en la mayor Buena Noticia que hayamos recibido. Sentirnos salvados, porque nos sentimos amados de Dios que rescata y transforma nuestra vida, arrancándonos del mal y del pecado para llenarnos de nueva vida, para llenarnos de su vida. Esa es la salvación que recibimos.
Quien se siente inundado de esa salvación de Dios no se lo guarda para sí. Quien ha recibido una buena noticia la comparte; quien ha recibido el mayor premio de su vida o el regalo más hermoso, no lo guarda en secreto para sí sino que inmediatamente querrá hacer partícipes a cuantos le rodean de esa buena noticia, de ese premio o regalo que ha recibido. ‘Mira el regalo que he recibido, mira el premio que me han dado’, correremos enseguida a comunicarlo a la familia, a los amigos, a los vecinos, a cuantos nos rodean.
Ese regalo de Dios que es el evangelio que se nos anuncia y que es la salvación recibimos se ha de convertir necesariamente en Buena Noticia que nosotros comuniquemos a los demás, compartamos con los demás. El Evangelio, como decíamos antes, siempre nos pone en camino. La salvación de Dios que recibimos no nos encierra en nosotros mismos. Quien en nombre de su religiosidad se encierra en si mismo y no comparte esa Buena Noticia con los demás, significa que algo le está fallando y que aún la experiencia de salvación no es lo suficientemente profunda.
Lo contemplamos hoy en estos breves versículos del evangelio que se nos han proclamado. ‘Jesús iba caminando de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, predicando la Buena Noticia del Reino de Dios’. Era lo que había comenzado a hacer desde el principio. Fue su primer anuncio invitando a la conversión porque llegaba el Reino de Dios. Pero ¿qué es lo que vemos inmediatamente? Enseguida veremos que van con El; no será ya nunca un camino que Jesús haga solo. Hoy nos dice que ‘lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que El había curado de malos espíritus y enfermedades’.
Allá van los Doce, aquellos que El había escogido entre todos los discípulos y a los que había ido llamando uno a uno, pero van también algunas mujeres que han recibido la salvación de Dios en sus vidas. Han sido curadas, han sido liberadas del mal, y ahora se unen al cortejo de los que con Jesús van anunciando el Reino de Dios, y además ‘otras muchas les ayudaban con sus bienes’, compartiendo con Jesús y los discípulos.
El encuentro con el amor de Dios que les llenaba de salvación hacer surgir la generosidad y la disponibilidad para seguir a Jesús y para compartirlo todo con El. El encuentro con el amor de Dios que nos salva nos convierte en testigos de ese amor, cosa que tendremos que hacer ya para siempre con nuestra palabra y con nuestra obras, con toda nuestra vida. Jesús anunciaba el Reino e iba liberando del mal a aquellos que aceptando su Buena Noticia de Salvación.

No nos podemos quedar con los brazos cruzados ni encerrados en nosotros mismos. La Buena Noticia del Reino de Dios siempre nos ha de convertir en misioneros.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Una confrontación de corazones entre los que saben amar y los que se cierran al amor

1Tim. 4, 12-16; Sal. 110; Lc. 7, 36-50
Una confrontación entre los corazones que saben amar y los que están cerrados al amor. De alguna manera así podríamos definir o describir el cuadro que se nos presenta hoy en el evangelio. Por encima incluso del pecado con que hayamos podido llenar nuestra vida está la posibilidad y la capacidad para el amor.
Allí están sentados a la mesa en la casa de Simón el fariseo que había invitado a Jesús. El hecho de la invitación a la comida podría parecer de entrada un gesto de amor, pero pronto descubrimos que allí falta el amor verdadero. Pronto aparecerán los recelos y las desconfianzas, los juicios condenatorios aunque solo fueran en el pensamiento y los desprecios, señal de la debilidad del amor. Una mujer pecadora se ha atrevido a introducirse en la sala del banquete y llegar hasta los pies de Jesús.
Comienzan los juicios y las condenas. Cuando no hay amor en el corazón estamos muy prontos a esos recelos y desconfianzas. Les cuesta incluso entender el que Jesús se deje hacer. Aquella mujer se ha puesto a sus pies a los que lava con sus lágrimas y enjuga con sus cabellos; el olor del perfume pronto embriagará toda la casa y no faltarán los gestos de amor por parte de aquella mujer que entre llantos besa continuamente los pies de Jesús.
Pero por dentro Simón está haciendo su juicio. ‘Si éste fuera profeta, sabría quien esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora’. Ni termina de aceptar realmente quien es Jesús pues aparece la desconfianza - ‘si este fuera profeta’ - ni faltará la discriminación, porque el que toque a Jesús siendo una mujer pecadora podría llenar de impureza también a Jesús, como si fuera una leprosa.
Pero allí está Jesús que sintoniza con el corazón lleno de amor de aquella mujer pecadora. El amor entra fácilmente en sintonía. Sí, es una mujer pecadora, pero ama mucho y sus muchos pecados quedarán perdonados. Pero Jesús quiere hacérselo comprender a quien se ha cerrado al amor poniendo desconfianza en su corazón. Jesús relatará una pequeña parábola a Simón para hacerle comprender donde está el verdadero amor y cuando hay un corazón abierto y agradecido sabrá llenarse de amor también. Ya escuchamos la parábola de los dos deudores. ‘¿Cuál de los dos lo amará más?’ preguntará Jesús.
Jesús le hará ver con una mirada distinta los gestos y el actuar de aquella mujer con Jesús, porque lo que hay que descubrir es la capacidad de amor que hay en su corazón. ‘Sus muchos pecados están perdonados porque tiene mucho amor’, será la sentencia final de Jesús. ‘Y a ella le dijo: tus pecados están perdonados’.
Pero por allí hay otros también con su corazón cerrado al amor. ‘Los demás convidados empezaron a decir entre sí: ¿Quién es éste que hasta perdona pecados?’ Claro que es Dios el que puede perdonar los pecados, porque es el que tiene el corazón suficientemente grande para amar sin esperar respuesta. Y allí está Dios; allí está quien tiene el amor más grande porque será el que es capaz de dar la vida por el amado. No nos cerremos al amor; no nos hagamos insensibles al amor; no perdamos la capacidad de amar y de perdonar en consecuencia en nuestro corazón.
Como decíamos al principio una confrontación de corazones, entre los que saben amar y están dispuestos a amar y los que se cierran al amor. Hoy vemos que está venciendo el amor. Florece en el corazón de aquella mujer pecadora que se hará merecedora a pesar de sus muchos pecados del perdón de Dios.
Pero está venciendo el amor porque allí está Jesús con su amor perdonando que es una victoria del amor; pero allí está Jesús enseñándonos a llenar de amor nuestro corazón con esa capacidad para la comprensión y para el perdón; ese amor que nos capacita para creer en las personas, para levantar a los caídos, para valorar todo lo bueno que hay en todo corazón y en toda persona, pero también para despertarnos y abrirnos los ojos para mirar con mirada nueva y limpia al hermano que está a nuestro lado.

¿De qué parte estamos? ¿de los que somos capaces de amar y perdonar o de los que nos cerramos al amor? que también como nosotros hemos sido perdonados tantas veces seamos capaces de dar generoso perdón al hermano que esté a nuestro lado. En la capacidad de perdón que tengamos en nuestro corazón estaremos pareciéndonos más a Dios.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Los caminos de Dios que nos conducen a la verdadera sabiduría

1Tim. 3m 14-16; Sal. 110; Lc. 7, 31-35
Un texto del profeta Isaías que habremos escuchado en más de una ocasión nos decía: ‘Mis caminos no son vuestros caminos, dice el Señor’. Creo que sería algo que tendríamos que tener muy en cuenta, porque muchas veces parece que pretendiéramos que Dios hiciera las cosas a nuestra manera o conforme a nuestras exigencias humanas.
Cuantas veces cuando hablamos de religión o de la Iglesia manifestamos lo que según nuestros criterios humanos tendría que ser la religión, la moral o lo que fuera el trabajo o la acción de la Iglesia. Que si la iglesia tendría que hacer las cosas de esta manera o de la otra, que si en cuestiones morales no se puede ser exigente porque el mundo de hoy es distinto y habría que abrir la mano en no sé cuantas cosas, y así nos hacemos una lista bastante larga muchas veces de nuestras reclamaciones o deseos.
Es cierto que el Señor se nos revela también en el corazón a cada uno y nos va iluminando sobre lo que tendría que ser nuestra vida cristiana o nuestro compromiso como creyentes sembrando en nosotros hermosas inquietudes y despertando compromisos por hacer que nuestro mundo sea mejor. Pero muchas veces tenemos el peligro de dejarnos absorber excesivamente por criterios humanos que pueden terminar muy lejos de lo que son los planes de Dios.
‘Mis caminos no son vuestros caminos’, nos dice el Señor y recordábamos las palabras del profeta. Es el camino de Dios el que hemos de buscar, lo que es su voluntad. Lo decimos y lo rezamos cuando hacemos la oración que Jesús nos enseñó, - ‘hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo’ - pero hay el peligro de que se quede solo en palabras que repetimos, porque lo que buscamos en el fondo es nuestra voluntad, que se responda a nuestras apetencias y deseos.
‘¿A quién se parecen los hombres de esta generación? ¿a quién los compararemos?’, hemos escuchado que hoy Jesús se pregunta por los hombres de su tiempo. Y Jesús compara las reacciones que tuvieron ante Juan el Bautista y las que tenían también ante el Hijo del Hombre. Muchos escuchaban a Juan e iban incluso a que los bautizara allá en la orilla del Jordán, pero bien sabemos que había otros que lo rechazaban; el evangelio nos relata lo de aquella embajada que vino de parte de los sacerdotes y ancianos de Jerusalén a preguntarle o a pedirle cuentas de por qué bautizaba si él no era el Mesías.
Pero con Jesús vemos que sucede lo mismo. Unos le aclaman y dicen que nunca han visto cosa igual porque Dios ha visitado a su pueblo, mientras otros le rechazan, no quieren aceptar su mensaje, le reclamarán la autoridad con que Jesús se manifiesta cuando hace milagros, resucita muertos o perdona los pecados. Pero algo que muchos no eran capaces de asimilar era la cercanía de Dios que se manifestaba en Jesús sobre todo cuando se rodeaba de los pecadores que acudían llenos de esperanza a estar con El e incluso se sentaban a su mesa.
Es lo que hoy hemos escuchado. ‘Vino Juan que ni comía ni bebía - es proverbial su austeridad y penitencia - y dijisteis que tenía un demonio; viene el hijo del hombre que come y bebe con los publicanos y los pecadores... y también lo rechazáis por comilón y borracho’.
Somos como niños nos dice Jesús; somos como niños caprichosos que nos dejamos llevar por el viento que más sople y más bien parecemos veletas movidas por el viento de acá para allá. Como niños tendríamos que ser pero por nuestra humildad y sencillez, por la apertura del corazón para dejarnos conducir por el Espíritu del Señor, por el ansia profunda de Dios que haya en nuestro corazón pero para encontrarnos de verdad con El y con su Palabra para descubrir lo que es la verdadera voluntad de Dios. De ello nos hablará Jesús en otros momentos del evangelio poniéndonoslo como modelos de esa apertura a Dios y de esa sencillez y humildad.

Busquemos los caminos de Dios que son los que verdaderamente nos conducirán a la verdad sabiduría y a la verdadera plenitud del hombre. 

martes, 17 de septiembre de 2013

Despertando el amor podemos llenar nuevamente de vida nuestro mundo

1Tim. 3, 1-13; Sal. 100; Lc. 7, 11-17
‘Todos sobrecogidos daban gloria a Dios, diciendo: Un gran profeta ha aparecido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo’. Lo que acababan de contemplar y vivir había sido una experiencia inolvidable. Jesús había devuelto a la vida a aquel muchacho que sacaban a enterrar.
‘Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto para iluminar a los que están en tinieblas y en sombras de muerte…’ había anunciado proféticamente en su cántico el anciano Zacarías cuando el nacimiento del Bautista. Dios que viene al encuentro del hombre. Dios que viene a nuestro encuentro para llenarnos de luz y de vida. Nosotros podemos proclamar ya, después de la resurrección de Jesús, que la muerte ha sido vencida.
‘Jesús iba de camino a una ciudad llamada Naim, e iban con El sus discípulos y mucho gentío’ nos dice el evangelista. Jesús viene de camino y esa ciudad de Naim somos nosotros, es nuestro mundo. Las tinieblas de la muerte también nos envuelven y nos llenan de muerte. Pero viene la vida a nuestro encuentro. Viene el amor y allí donde hay amor verdadero renace la vida.
‘Sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre que era viuda y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba’. Desfile de dolor y de muerte, de lágrimas y de sufrimiento, de soledades y abandonos. Era el dolor de la madre por la muerte de su hijo, como la de todos los que la acompañaban. Pero era el dolor por la soledad, el abandono, el sufrimiento de aquella madre. Había tinieblas de dolor, pero se vislumbraban anuncios de luz en la solidaridad en el sufrimiento de todos aquellos que acompañaban y que estaban sufriendo sintiendo en su corazón lo que sentía aquella madre en su propio corazón.
Pero hasta ellos llegó la luz y llegó de nuevo la vida. ‘Al verla Jesús, sintió lástima’, apareció su corazón compasivo y misericordioso, apareció el Amor con mayúsculas. Sintió lástima Jesús uniéndose a aquella solidaridad común de todos aquellos que la acompañaban; pero sintió lástima Jesús y su amor no se quedó en lamentaciones y llantos. Su amor hizo brotar de nuevo la vida. Detuvo el cortejo, se acercó al ataúd, tendió la mano, lo tocó y dijo: ‘¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate! Y el muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre’. El amor hizo brotar la luz y la vida.
Pero decíamos antes que Jesús no solo se estaba acercando a la ciudad de Naim, sino que se está acercando a nosotros. Y llega a nosotros con ese mismo corazón compasivo y misericordioso; ve cuanto de tinieblas y de muerte también hay en nosotros y querrá detenerse a nuestro lado para levantarnos. No podemos seguir en ese camino de muerte; Jesús a nosotros también nos tiende la mano para levantarnos.
Pero ya decíamos que con Jesús llegaba la luz, la vida, el amor. Había atisbos de luz y de vida a pesar de todo en aquel cortejo, porque en los que lo acompañaban estaba presente la solidaridad. Algo de eso también hay en nosotros a pesar de ser como somos, porque muchas veces también comienza a resplandecer algo de ese amor en nosotros, aunque tenemos el peligro de apagar esa pequeña llama con los ramalazos de egoísmo que algunas veces se  nos pueden meter en el alma.
Pero Jesús llega a nosotros para despertar el amor, para despertar esos buenos sentimientos y avivar esa llama de amor que como un rescoldo algunas veces sigue permaneciendo en nosotros. Si despertamos el amor se obrará el milagro. Es lo que Jesús quiere realizar en nosotros. Apareció allí en Naim el corazón misericordioso y compasivo de Jesús y comenzó a florecer de nuevo la vida. Es lo que tenemos que hacer nosotros, despertar ese amor que hay en nuestro corazón y aparecerá la vida; la vida no ya para nosotros, sino la vida que irá envolviendo nuestro mundo para resucitarlo a algo nuevo. Es la tarea que nosotros tenemos que realizar. Despertando el amor podemos llenar nuevamente de vida nuestro mundo.

Y esta noticia del amor y la vida resucitada para nuestro mundo ha de comenzarse a divulgar no solo por nuestra comarca sino que ha de darse a conocer a todos, porque eso es evangelizar, eso es anunciar a Jesús.

lunes, 16 de septiembre de 2013

¿Se asombrará Jesús de nuestra fe como de la del centurión?

1Tim. 2, 1-8; Sal. 27; Lc. 7, 1-10
Jesús se asombró de la fe del centurión, ¿se asombrará también de nuestra fe? Muchas veces hemos escuchado este texto del evangelio o su paralelo en los otros evangelistas. Siempre nos admiramos de la fe y de la humildad del centurión, pero se me ocurre hacerme la pregunta con que hemos comenzado nuestra reflexión. ¿Se asombrará Jesús también de nuestra fe?
Esa fe que tiene que estar muy presente en nuestra vida. Sin ella nada de todo esto tendría sentido. Si estamos ahora, aquí, en esta celebración de la Eucaristía y escuchando y meditando la Palabra del Señor es por nuestra fe, por la fe con que vivimos estos momentos. Una fe que motiva lo que hacemos, que llena de alegría y de esperanza nuestra vida aun cuando nos veamos envueltos en problemas, dificultades, enfermedades o múltiples limitaciones. Y es que en nuestra fe encontramos el sentido y el valor para todo ello.
También eran momentos difíciles para aquel centurión. ‘Un criado a quien estimaba mucho estaba enfermo y a punto de morir’. Pero el centurión no se ahoga en su angustia, busca una luz que le dé valor y sentido, y sabe que esa luz solo por la fe la puede encontrar con Jesús. ‘Al oír hablar de Jesús le envió unos ancianos de los judíos’ para que intercedieran por él.
Por eso acude a Jesús pero lo hace además de con una confianza total con una humildad grande. Tanto que ni siquiera se atreve a venir él personalmente. Pero su fe en Jesús es total. Lo manifiesta con lo que expresa. Dice que no es digno. ‘No soy quien para que entres bajo mi techo; por eso no me creí digno de venir personalmente’. Ha enviado unos legados que intercedan por él. Enviará un intermediario que expresará no solo lo bueno que ha sido con los judíos, sino la fe grande que tiene en Jesús. Sabe que la Palabra de Jesús es una palabra de vida, y que lo dicho por Jesús se realizará; como el soldado o el criado que obedece las órdenes de su superior o de su señor.
‘Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe’, dice Jesús admirado ante la fe de aquel hombre; la fe y la humildad, la oración confiada y llena de esperanza. Por eso, nos preguntábamos ¿se asombrará Jesús también de nuestra fe?
Hemos tomado las palabras del centurión para convertirlas en oración en la liturgia momentos antes de comulgar. ‘Señor, no soy digno, de que entres bajo mi techo…’ Pero no pueden ser solo palabras; tiene que ser la actitud de profunda humildad y confianza con que nosotros también nos dirigimos al Señor. Qué tremendo cuando decimos palabras sin darle un sentido hondo en la vida, simplemente por rutina repetitiva. No puede ser así nuestra oración.
Sabemos que el Señor nos escucha. Sí, sabemos, estamos seguros. Muchas veces manifestamos nuestra desconfianza, porque quizá no nos dirigimos al Señor con la debida humildad. Nuestra oración no es exigir; nuestra oración es confiar; nuestra oración es ponernos en sus manos; nuestra oración tiene que estar llena de paz porque sabemos que el Señor está ahí con su amor y nos escucha.
La oración que no puede estar hecha desde la amargura desesperanzada. La oración tiene que ser un momento en que nos llena siempre de paz. Tenemos confianza en el Señor. Nuestra oración no puede ser palabrería insulsa, porque nuestra oración es abrir nuestro corazón a Dios para dejarnos impregnar por su Espíritu. ‘Bendito el Señor que escuchó mi voz suplicante’, repetíamos en el salmo.
Tenemos que crecer en nuestro espíritu de oración. Hemos de sentir siempre en nosotros la presencia de Dios que nos inunda con su amor, que nos llena de gracia, que siempre escucha nuestras oraciones. Que el Señor nos dé espíritu de oración. Que sepamos abrir nuestro corazón a Dios con humildad desde nuestras necesidades y problemas pero siempre también desde el mucho amor.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Los acoge, los busca y les invita a hacer fiesta

Ex. 32, 7-11.13-14; Sal. 50; 1Tim. 1, 12-17; Lc. 15, 1-32
Ese acoge a los pecadores y come con ellos’. Es la crítica y la murmuración de los fariseos y de los escribas cuando contemplaban las actitudes y el actuar de Jesús. Podíamos decir que aquí tenemos la clave del mensaje del evangelio de hoy, porque de aquí parte también el sentido de las tres parábolas que propone Jesús a continuación y hoy hemos escuchado.
Sí, podía responderles Jesús ‘los acojo, y no solo los acojo sino que los busco, pero aún más, es que los invito a la mesa, hago fiesta con ellos, los invito a hacer fiesta’. ‘Acoge a los pecadores y come con ellos’; los busca como un día buscaría a Zaqueo entre las ramas de la higuera invitándose a su casa; como acogió a la mujer pecadora e incluso la defendió ante Simón, el fariseo, porque es una pecadora, pero ama mucho y ahora está llorando sus pecados con mucho amor; como acogió y defendió a la mujer adúltera, porque nadie tiene derecho a condenar si primero se mira a mi mismo y ve que tiene también el mismo pecado.
Hoy nos hablará del pastor que va a buscar a la oveja perdida y hará fiesta con sus amigos porque la ha encontrado; y nos hablará de la mujer que revuelve toda la casa buscando la moneda extraviada y llamará a las amigas con alegría porque encontró lo que creía perdido; y finalmente nos hablará del padre que espera y que acoge, que levanta del suelo y restituye de nuevo en su dignidad al hijo que se había marchado y aun rogará también al hijo que se cree un niño bueno para que sea también acogedor con su hermano, queriendo llevarlo también a la fiesta que ha preparado.
Ha venido Dios a buscarnos y nos llama y nos acoge cuando volvemos a El sea cual sea la situación en que nos encontremos. Porque ahí está presente el amor y el amor verdadero no sabe llevar esas cuentas que recuerdan y echan en cara pasadas situaciones. Ahí está presente el amor que espera siempre porque siempre quiere contar con el amado al que le está ofreciendo siempre su abrazo de amor y de perdón para que reemprenda nueva vida. Es el amor que levanta, el amor que ofrece siempre un abrazo de comprensión, que llena de paz el alma.
Pero es el amor que nos interpela para que vivamos en el mismo amor, para que acojamos con el mismo corazón abierto. Es el amor que nos hace pensar y repensar nuestras anteriores actitudes para que comencemos a actuar con un nuevo espíritu que será siempre de acogida y de alegría, un nuevo espíritu que nos llena de paz y que va creando lazos nuevos de fraternidad con todos porque de todos ya para siempre nos sentiremos hermanos.
Siempre que escuchamos y meditamos este texto de esta parábola nos vemos a nosotros como ese hijo que se ha marchado de la casa del padre y que nos sentimos llamados a volver a él porque nos enseña cuál y cómo es el amor del padre que nos espera y que hará fiesta a nuestra vuelta. Pero creo que un mensaje más podemos deducir de este episodio del evangelio que hemos escuchado y estamos meditando.
Decíamos que una clave importante era esa acogida por parte de Jesús de los pecadores con los que terminaba comiendo y haciendo fiesta. Lo que critican los fariseos y los escribas es esa actitud de acogida por parte de Jesús, pero que era precisamente lo negativo que brillaba en ellos. Jesús acogía a los pecadores, pero ellos en lugar de abrir puertas más lo que querían era cerrarlas para dejar a los que ellos consideraban pecadores siempre por fuera, en una palabra, su ‘no-acogida’.
¿Eso no nos tendría que interpelar a nosotros también? Está bien esa primera interpretación y mensaje que siempre hacemos de la parábola, como hemos venido también mencionando, pero ¿cuál es la actitud que nosotros tenemos ante los demás, ante aquellos que nosotros no consideramos que son de los nuestros o que consideramos que son menos dignos?
Tendríamos que aprender de Jesús porque demasiado estamos con las puertas cerradas en los caminos de la vida. Sí, teóricamente lo sabemos, pero en la práctica de lo que hacemos  ¿cómo acogemos al que nosotros vemos distinto? Y lo vemos distinto por el color de su piel o la distinta raza que intuimos que tiene; y lo vemos distinto porque quizá es un inmigrante que ha dejado su tierra y ahora lo vemos deambular de acá para allá buscando un trabajo o un trozo de pan que llevarse al estómago vacío; y lo vemos distinto porque quizá ha caído en la desgracia de los vicios, el alcohol, la droga o no sé cuantas cosas y lo vemos hecho una piltrafa a nuestro lado que tenemos miedo hasta de darle la mano porque nos puede contagiar; y lo vemos distinto porque lo vemos tirado por la calle porque no tiene donde caerse muerto, o es un okupa o nos parece que procede de esas zonas marginales de nuestra sociedad, en una palabra, un marginado. Y así podríamos pensar en tantos a los que nos cuesta acoger, porque no son de los nuestros, porque nos caen mal, porque han sido un desastre en su vida, por no sé cuantas cosas más.
¿Qué haría Jesús hoy? ¿También nosotros como los fariseos murmuraríamos que ‘acoge a los pecadores y come con ellos’? Ojo, no digamos tan rápido que nosotros no lo hacemos, sino fijémonos en cuales son nuestras actitudes, nuestras posturas ante esas situaciones, y nuestros actos reales en la vida.
Pensemos en una cosa más, ¿qué lugar ocupan en nuestra iglesia, en nuestras comunidades, esas personas del listado que hacíamos antes de los que vemos diferentes? ¿Están sentados con nosotros en nuestras celebraciones? Y no digamos que es que ellos no vienen porque tendríamos que preguntarnos si salimos en su búsqueda como el pastor que fue a buscar la oveja perdida o la mujer que revolvió toda la casa para encontrar la moneda extraviada. ¿No podría ser que nos pareciéramos al hijo mayor que ni siquiera llamó hermano al que regresaba a la casa del padre?
¿No tendría que llegarnos por ahí el mensaje que recibiéramos del Evangelio para que aprendamos a ser acogedores como Jesús?