sábado, 7 de septiembre de 2013

Aprendamos a saborear la ley del Señor llenando nuestro corazón de paz

Col. 1, 21-23; Sal. 53; Lc. 6, 1-5
Un simple gesto como estrujar unas espigas para comer unos granos, como quien coge cualquier fruta que esté en un árbol junto al camino, y vemos los comentarios y reacciones que se produjeron en los fariseos. Era sábado y aquello podía considerarse como romper el descanso sabático, como si el descanso sabático estuviera reñido con el bien del hombre. ‘¿Por qué hacéis en sábado lo que no está permitido?’, les preguntan. Y ya vemos la respuesta de Jesús en que se manifiesta como el Señor del sábado, de la vida y del hombre, recordando también hechos que se reflejaban en la Escritura y que por el bien de la persona permitían hacer lo que por otra parte podría resultar impensable en el cumplimiento estricto de la ley.
El descanso sabático que esta pensado para dedicar el tiempo para Dios, para su culto, pero que buscaba también el bien de la persona, porque cuando en otras costumbres y leyes no había ningún día de descanso, en la ley del Señor se prescribía ese descanso que tenía que repercutir en el bien de la persona.
Pero ya conocemos la manera de actuar de los fariseos tan legalistas ellos cuando se trataba de exigir a los demás. Como dirá Jesús en otra ocasión ‘ni entran ni dejan entrar’; siempre dispuestos a poner pesadas cargas sobre los hombres de los demás mientras ellos no son capaces ni de mover un dedo para tener compasión con los demás. Y es que lo que era la ley del Señor la habían traducido luego en numerosas normas  y preceptos donde parecía que todo estaba reglamentado y se vivía luego como con un agobio esclavizante ante el hecho de si se cumplía o no la ley del Señor.
Y es que la ley del Señor nunca la podemos ver como una pesada carga que haga insoportable la vida de las personas, sino todo lo contrario; buscando la gloria del Señor estamos buscando siempre el bien del hombre, el bien de la persona, porque nos impedirá hacerle daño y lo que buscará siempre es salvar la dignidad de todo ser humano. Por eso no podemos entrar en el juego de los fariseos quedándonos en minucias y en cosas sin importancia, sino que hemos de aprender a saborear la ley del Señor. Como escuchamos en otros lugares del evangelio Jesús se quejará de esa actitud de los fariseos porque lo que enseñan son preceptos humanos, pero su corazón está lejos de Dios.
‘La ley del Señor es descanso del alma’, decimos en los salmos, y es la sabiduría del pueblo elegido del Señor. Recordamos aquello que decía el autor sagrado preguntándose si habría un pueblo que tuviera una sabiduría tan grande en sus leyes como ellos lo tenían en la ley del Señor.
Instrúyeme en el camino de tus mandatos que son mi delicia, los amo profundamente… cuanto anhelo tus decretos, dame vida con tu salvación’, repetimos en los salmos. Muchos textos podríamos recoger para expresar el gozo del creyente cuando cumple la ley del Señor. Así tenemos que aprender a saborear los mandatos del Señor que siempre moverán nuestro corazón a la ternura y a la compasión. Dejarnos instruir por la sabiduría de Dios para encontrar gusto en la ley del Señor, para sentirnos siempre felices cumpliendo los mandamientos de Dios.
Triste es la vida de aquellos que quieren ser muy cumplidores hasta en las más pequeñas cosas, pero luego no son capaces de tener un corazón compasivo y misericordioso con el hermano que está a su lado. Dichoso el que tiene siempre ante sus ojos el mandamiento del Señor porque sabrá siempre buscar lo bueno, lo justo, lo verdadero, lo que es la gloria del Señor, que nunca es ajena al bien del hombre.

Aprendamos, pues, a saborear la ley del Señor, pero viviéndola sin agobios, con mucha paz, porque el Señor conoce muy bien el corazón del hombre.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Demos gracias a Dios por esa Iglesia Diocesana a la que pertenecemos

Demos gracias a Dios por esa Iglesia Diocesana a la que pertenecemos

Apoc. 21, 1-5; Sal. 121; Jn. 10, 22-30
Hoy para nuestra diócesis de Tenerife es una fecha muy especial por cuanto celebramos el aniversario de la consagración de nuestra Catedral, pero además cumpliéndose además su primer centenario; aunque no lo podamos celebrar en el propio templo catedralicio por encontrarse en las obras de restauración de todos conocidas, no deja de tener por eso para los cristianos que formamos parte de esta Iglesia Diocesana una especial relevancia.
Cuando estamos celebrando una fiesta como ésta de la dedicación de la Catedral no lo hacemos solamente desde el orgullo humano que podamos sentir por un templo que pueda ser una expresión de un patrimonio cultural de una comunidad o como un edificio que sea un símbolo importante para la ciudad y como una expresión artística que enriquezca y dé categoría a un lugar determinado, que también, por supuesto, lo puede ser. Pero es algo más lo que los cristianos queremos celebrar.
La catedral no es un templo más; es, podríamos decir, nuestro templo madre porque es la sede del Obispo que como sucesor de los Apóstoles nos preside en la fe y en la caridad y desde él extiende por todos los rincones de nuestra Iglesia su magisterio anunciándonos la Palabra del Señor, el Evangelio de Jesús. De ahí el nombre de catedral que viene de cátedra y cátedra es el lugar desde donde se nos proclama una enseñanza; por eso la catedral es la sede del Obispo, el templo que viene a ser signo muy importante de la unidad de toda la Iglesia en torno a Cristo y a quien lo representa como su Vicario en la Diócesis como verdadero y autentico sucesor de los Apóstoles.
Ya venimos diciendo cosas importantes que nos explican y dan sentido a nuestra celebración y que nos ayudan a vivir con verdadero sentido eclesial nuestra fe en Jesús. Contemplamos esta casa visible, este templo construido, donde nos reunimos y celebramos nuestra fe; luego este templo material, la catedral, viene a ser signo de unión y de comunión, porque no solo ahí somos congregados para celebrar y alimentar nuestra fe, sino que desde esa unión y comunión vamos a manifestarnos como signo de esa Iglesia de Jesús frente al mundo que nos rodea.
Por eso decimos en unos de los prefacios propios de esta fiesta que ‘en esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar a esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros’. Allí nos sentimos congregados, allí nos alimentamos de la Palabra que se nos proclama y de los Sacramentos que celebramos, allí unidos y congregados manifestamos esa comunión que con Dios hemos de vivir, pero también de esa comunión de hermanos formamos los que somos una sola familia. Verdadero signo de comunión es para nosotros la catedral que se convierte en una exigencia para ser capaces de llegar a vivir entre nosotros dicha comunión.
Hablamos de ese templo material donde nos reunimos para rendir nuestro culto a Dios pero del que tenemos que trascender para pensar en ese verdadero templo de Dios que nosotros hemos de ser como cristianos y lo que en verdad la Iglesia en si misma lo es en medio del mundo. No nos quedamos en el templo material, necesariamente hemos de pensar en ese templo espiritual que somos nosotros desde nuestra consagración bautismal. En ese templo material con el culto que allí le damos a Dios, con la proclamación de la Palabra y la celebración de los sacramentos vamos edificando ese verdadero templo de Dios que somos nosotros haciendo que resplandezca, entonces, nuestra vida de gloria y de santidad.
Templo aquí en la tierra e Iglesia peregrina en este mundo que viene a ser un signo temporal de la Jerusalén del cielo. Por la santidad con que hemos de manifestarnos los que aun peregrinamos en este mundo, sintiendo de verdad cómo Dios quiere habitar en medio nuestro, queremos ser un signo y un anticipo de esa Jerusalén del cielo que, como nos decía el Apocalipsis, contemplamos como ‘la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo’. Somos el nuevo pueblo de Dios en el que El quiere habitar, estar para siempre con nosotros; que resplandezcamos, entonces, por la santidad de nuestra vida, para que podamos ser para cuantos nos rodean signos de esa presencia y de ese amor de Dios.
Damos gracias por ser Iglesia; damos gracias por esa Iglesia a la que pertenecemos; nos sentimos en verdadera comunión de iglesia con todos nuestros hermanos que peregrinamos juntos en nuestra tierra; queremos sentirnos reunidos y congregados en esa comunión de Iglesia y pedimos al Señor que pronto de nuevo podamos congregarnos en nuestra Iglesia catedral.

Que de la misma manera que estamos renovando, reedificando ese templo material, así todos nos sintamos renovados en nuestra fe y en nuestra comunión en torno a Jesús y a su Vicario - así lo llama el concilio en la constitución sobre la Iglesia - el Obispo que nos preside en la fe y en el amor, y en comunión con toda la Iglesia universal y al Papa. 

jueves, 5 de septiembre de 2013

Le escuchamos y nos invita a fiarnos de El para seguirle a dónde nos llame

Col. 1, 9-14; Sal. 97; Lc. 5, 1-11
‘Desde la barca sentado enseñaba a la gente’. Mucha gente se había agolpado a su alrededor. Había aprovechado la barca de Pedro que había llegado de la faena para subirse a ella y desde allí poder enseñar a la gente agolpada a la orilla para escucharle. Su fama se había extendiendo y la gente venía a su encuentro deseosos de escucharle porque sus palabras levantaban esperanza y ponían en rumbo nuevo a la vida.
Como el pescador que lanzaba la red al agua para recoger de la abundancia de peces que pululaban entre las aguas; como el sembrador que lanzaba la semilla en abundancia a la tierra esperando que produjera su fruto. Allí y así contemplamos a Jesús sentado ahora desde la barca enseñando, anunciando el evangelio del Reino de Dios al que todos estaban llamados.
Pero hoy la enseñanza no era solo para aquella multitud que había acudido de todas partes, sino que venía a enseñar a echar la semilla o a lanzar la red, porque iba a confiar a otros esa su misma tarea. Iba a ser momento de llamadas con vocaciones especiales y por eso le dirá a Pedro que reme mar adentro para echar de nuevo la red para pescar. Pedro se había pasado la noche intentando pescar pero no había cogido nada; ahora sería otra la pesca, sería de otra manera. Ahora no sería en las sombras de la noche sino con la luz de un nuevo día. Jesús estaba pidiendo fe en su Palabra y la confianza total de ponerse en sus manos para fiarse de él.
Aunque Pedro duda porque creía que no había nada que pescar sin embargo hay algo que siente en su corazón hacia Jesús que le hace confiar en El. ‘Nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada…’ Pero la pesca iba a ser diferente porque iba a aprender a pescar de otra manera. ‘Pero en tu nombre, por tu palabra, echaré las redes’. Y la pesca fue abundante; y fue necesario pedir la ayuda de los pescadores de las otras barcas; ‘la redada de peces era tan grande que reventaba la red… y los socios de la otra barca vinieron a echarles una mano y llenaron las dos barcas que casi se hundían’.
Sentado desde la barca Jesús había estado enseñando; como un sembrador también había lanzado en abundancia la semilla; ahora se recogían las redes y las cosechas, porque en el corazón de Pedro y de los que lo acompañaban algo estaba pasando. ‘El asombro se había apoderado de ellos’ ante lo que había sucedido. ‘Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: apártate de mi, Señor, que soy un pecador’. Antes había querido comportarse como un pescador avezado que sabía lo que había en aquel mar, pero ahora se había descubierto a sí mismo pecador. Entre sus dudas había comenzado a poner toda su confianza en el Señor fiándose de su Palabra, pero sin llegar a sospechar todas las maravillas que el Señor iba a realizar. Por eso se siente pequeño, se siente pecador.
Pero es que sí va a ser pescador o sembrador, que da igual la palabra, lo que importa es la misión, porque es Jesús el que va a seguir confiando en él, como lo haría también en los otros pescadores, como lo seguirá haciendo a través de los tiempos en los que de la misma manera seguirá llamando. ‘No temas, desde ahora será pescador de hombres’. Ya decíamos que iba a ser el momento de llamadas con especiales vocaciones.
Dios sigue llamando también entre nosotros. Está la primera llamada para que creamos en El, para que confiemos totalmente y nos apoyemos en su Palabra. Como el primer anuncio que iba haciendo por los pueblos y aldeas de Galilea, ‘convertios y creed en la Buena Noticia, creed en el Evangelio’. Es el primer paso, como lo hizo Pedro, cambió su manera de pensar y aunque pensaba que no había peces según sus propios humanos conocimientos, sin embargo se fió. Tenemos que aprender a fiarnos, aunque eso signifique que tengamos que cambiar nuestras ideas o nuestros criterios, porque abramos nuestro corazón a la Buena Nueva que nos anuncia Jesús.

Y cuando le demos nuestro sí, el sí de nuestra fe total y absoluta, nos dejaremos guiar a donde El quiera llevarnos; abriremos los oídos de nuestro corazón para escuchar su llamada e invitación. También nos querrá sembradores, o pescadores de hombres. ¿Cuál va a ser nuestra respuesta? En el texto del evangelio tenemos el ejemplo. ‘Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron’. ¿Seguiremos al Señor a dónde nos llame y nos quiera conducir? Tenemos que descubrir la vocación a la que nos llama. 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Las señales del Reino de Dios se van cumpliendo

Col. 1, 1-8; Sal. 51; Lc. 4, 38-44
Las señales del Reino de Dios se van cumpliendo. Jesús anuncia el evangelio a los pobres y a los que sufren y son ellos los primeros que se acercan a Jesús para dejarse iluminar y salvar por el mensaje y la presencia de Jesús.
Al salir de la sinagoga se dirigen a la casa de Simón. ‘La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le pidieron que hiciera algo por ella’. ¿Le están pidiendo realmente un milagro? Simplemente le piden que haga algo por ella. Nos podría hacer pensar y enseñarnos a qué es lo que le pedimos al Señor. La presencia de Jesús va llenando de vida cuando en verdad dejamos que Jesús llegue a nosotros. Llenarnos de vida no es solamente, como comprendemos muy bien aunque algunas veces nos cueste, recibir la salud de nuestro cuerpo. No fue solo el remitirle la fiebre lo que se realizó en aquella mujer. La tomó de la mano y la levantó, y ¿qué hace aquella mujer? ‘Levantándose enseguida, se puso a servirles’.
Comenzó a florecer la flor del amor en el corazón de aquella mujer. Venimos y estamos con Jesús, le pedimos desde nuestras necesidades y desde nuestros problemas y sufrimientos; nos sentimos a gusto en nuestros rezos y en nuestra oración; algunas veces nos puede parecer que el Señor no nos está escuchando en aquello concreto en lo que le pedimos; pero preguntémonos una cosa, después de estar con el Señor en nuestra oración, en nuestras celebraciones - pensemos cuantos momentos de tipo religioso tenemos con el Señor - ¿sentiremos que florece en nosotros la flor del amor y del servicio?
Si en verdad hemos acudido al Señor y nos hemos sentido en su presencia, algo nuevo tendría que brotar en nuestro corazón, ¿o quizá ahogamos nosotros esas nuevas flores que pueden florecer porque seguimos encerrados en nuestro yo? Porque si seguimos encerrados en nosotros mismos con nuestras mismas actitudes egoísta e insolidarias, hemos de reconocer que algo nos estaría fallando. Creo que podría ser una buena pregunta que nos hiciéramos pero con toda sinceridad.
Decíamos que los signos del Reino de los cielos se van cumpliendo. Es en todos aquellos que acuden a Jesús con sus dolencias y enfermedades para que Jesús los cure y será también en esas nuevas actitudes de amor y de servicio que van surgiendo en el corazón, como fue el caso de la suegra de Pedro. Vemos que son muchos los que al atardecer acuden a la puerta para que Jesús los cure. Los poseídos por los demonios lo reconocen y proclaman que Jesús es el Hijo de Dios, como una señal que se están viendo derrotados por el poder y la presencia salvadora de Jesús.
Pero hay otro aspecto que resaltar en este episodio del evangelio. ‘Al hacerse de día, salió a un lugar solitario. La gente lo andaba buscando… intentaban retenerlo para que no se les fuese. Pero El les dijo: También a los otros pueblos tengo que anunciarles el Reino de Dios…’ Siempre hemos visto en este detalle de Jesús salirse en la madrugada a un lugar solitario, que se había retirado para la oración, aunque san Lucas no lo menciona; es san Marcos en el lugar paralelo el que nos dice que ‘allí se puso a orar’.
Todo tiene que hacer referencia siempre a Dios; por eso nos es tan necesaria la oración, porque necesitamos de esa unión con Dios, en quien encontramos nuestra vida y nuestra fuerza. Era mucha la gente que le buscaba y deseaba estar con El, pero la unión con el Padre no podía faltar en Jesús, como no nos puede faltar a nosotros por muchas que sean las cosas u ocupaciones que tengamos que hacer.

Y termina diciéndonos el texto de hoy: ‘Y predicaba en las sinagogas de Judea’. A todos había de anunciar el Reino de Dios. Su presencia salvadora y su Palabra tenía que hacer florecer de manera distinta los corazones de los hombres.

martes, 3 de septiembre de 2013

Bajó Jesús a Cafarnaún allí donde estaba el dolor y la oscuridad

1Tes. 5, 1-6.9-11; Sal. 26; Lc. 4, 31-37
‘Bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados enseñaba a la gente’. Es importante este aspecto en que nos habla de que bajó. No es sólo una descripción geográfica lo que nos quiere manifestar sino yo diría un lugar teológico. Como luego Lucas nos hablará insistentemente de su subida a Jerusalén, que culminará con la Pascua y su Ascensión al cielo.
Ayer le escuchábamos en la sinagoga de Nazaret con el texto del profeta Isaías. Allí está el que lleno del Espíritu viene a anunciar la Buena Noticia a los pobres y el año de gracia del Señor. ‘El que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María Virgen y se hizo hombre’. ¿No reconocemos las palabras del Credo? Es Dios que viene a nosotros. Tanto era su amor que nos envió a su Hijo, que se nos dirá en otro lugar del evangelio. Se hizo hombre; es Emmanuel, Dios con nosotros.
Bajó a Galilea y allí se encuentra con el pueblo creyente; pero allí se encuentra con el hombre en medio de su dolor y sufrimiento del que viene a liberarnos. Ya otro evangelista al hablarnos del comienzo de la actividad de Jesús por Cafarnaún y toda Galilea nos señalará que el pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz, como había anunciado el profeta. Jesús, luz del mundo, que viene a iluminar el corazón del hombre. ‘Enseñaba a la gente’, nos dice el evangelista. Escuchábamos ayer en el anuncio del profeta que los ciegos verían la luz, se les abrirían los ojos. Y ya bien sabemos que los milagros que Jesús va realizando son signos de lo que El quiere ir realizando en nuestras vidas.
Jesús enseñaba y curaba; su palabra era luz para los corazones, pero su presencia era una presencia liberadora, una presencia de salvación. Allí donde está el dolor y el mal, allí llega Jesús con su liberación salvadora. ‘Bajó para nuestra salvación’, que confesamos en el Credo.
Los signos comienzan a multiplicarse. ‘Había en la sinagoga un hombre que estaba poseído por un espíritu maligno, que se puso a gritar a voces’. Un hombre atormentado por el mal, esclavizado por el maligno. Jesús, lleno del Espíritu venía ‘para anunciar a los cautivos la libertad… para dar libertad a los oprimidos’, escuchábamos ayer en la sinagoga de Nazaret. Se manifiesta el primer gran signo de esa liberación. Jesús expulsó al demonio de aquel hombre. ‘La gente comentaba estupefacta: ¿Qué tiene su Palabra? Da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos y salen’. Es el año de gracia del Señor, es la salvación de Dios que llega para todos los hombres.
Y terminará diciéndonos el texto de hoy: ‘Noticias de El (de Jesús) iban llegando a todos los lugares de la comarca’. La Buena Noticia de Jesús comienza a propagarse. Es la Buena Noticia que es anunciada a los pobres y a los que sufren. ‘Los pobres son evangelizados’. Y la gente comienza a reconocer a Jesús. Los que van conociendo las obras de la salvación no pueden callarse, han de comunicarlo a los demás.
‘Bajó Jesús a Cafarnaún’, como comenzamos comentando. Sigue bajando el Señor hasta nosotros; aquí con nosotros quiere estar también y viene a sanar también nuestros corazones atormentados muchas veces con cosas que nos agobian y preocupan; viene el Señor que quiere sanarnos y darnos vida, cuando nos sentimos débiles y con tantas limitaciones que no son solo las limitaciones físicas propias de nuestras enfermedades o muchos años.
Viene el Señor también a sembrar esperanza en nuestros corazones y también tendríamos que llenarnos de alegría con su presencia, con esa Palabra que nos ilumina y que cada día tenemos la oportunidad de escuchar. Viene el Señor para ser nuestra fortaleza y nos da su Espíritu, y quiere llenarnos de vida y se hace alimento y le podemos comer en la Eucaristía.

No nos contentamos con decir que Jesús bajó a Cafarnaún como nos cuenta el evangelio sino que nosotros también tendríamos que divulgar la noticia por todas partes de que el Señor ha estado, está con nosotros y a nosotros también nos libera de tantas cosas y nos llena de luz y de vida. ‘Noticias de Jesús iban llegando a todos los lugares de la comarca’. ¿Nosotros también compartimos con los demás esa buena noticia de la fe que tenemos en Jesús?

lunes, 2 de septiembre de 2013

Una Palabra que nos inquieta y nos mueve a transformar el corazón

1Tes. 4, 13-17; Sal. 95; Lc. 4, 16-30
Siguiendo el ritmo de la lectura continuada que hacemos en la Eucaristía de cada día hoy comenzamos a escuchar el evangelio de san Lucas que se prolongará hasta que concluya el tiempo ordinario.
Es el evangelio que venimos escuchando los domingos en el ciclo C, pero en la abundancia de la Palabra de Dios que el concilio Vaticano II quiso que se nos proclamara cada día, ahora más ampliamente hacemos una lectura continuada. Es fruto de la Constitución sobre la reforma de la sagrada Liturgia que precisamente en este año se cumplirán los cincuenta años de su promulgación y que tanto beneficio ha tenido para la Iglesia. Tenemos que dar gracias a Dios por la riqueza que significa el que cada día podamos escuchar la Palabra del Señor haciendo un recorrido por toda la Sagrada Escritura y lo podamos hacer escuchándola en nuestra propia lengua o idioma.
Partimos en esta lectura continuada de la presentación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, por cuando que los capítulos anteriores se refieren más al nacimiento y a la infancia de Jesús que leemos en el Adviento y Navidad. Jesús inicia lo que llamamos su vida pública y el evangelista nos lo presenta acudiendo a la sinagoga de Nazaret, su pueblo, un sábado. Ya Jesús había comenzado a ser conocido, según la referencia que se hace a su predicación y a las obras que había realizado en Cafarnaún.
En la sinagoga al levantarse Jesús a hacer la lectura de la Palabra de Dios y hacer su comentario podíamos decir que surgen sentimientos encontrados; como hemos explicado en otras ocasiones, aunque había un encargado de la Sinagoga, se podía invitar a otros para que hicieran la lectura de la Escritura y su comentario para dirigir la oración. En primer lugar admiración y orgullo; es Jesús el hijo de José, el carpintero, como se le conocía allí; entre ellos estaban sus parientes; el hecho de que llegaran noticias de que en otros lugares Jesús enseñaba a la gente anunciando el Reino de Dios y estuviera ya realizando obras maravillosas también podía suscitar esperanzas en sus corazones. Como suele suceder entre nosotros en nuestras comunidades cristianas cuando vemos a alguien cercano a nosotros que realice una acción semejante.
Pero pronto va a surgir la inquietud porque Jesús no les está diciendo lo que ellos quieren oír. Ha leído un texto de Isaías en cierto modo muy revolucionario porque anuncia un tiempo nuevo donde se va a realizar una transformación muy grande. Y El les dice: ‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’. Allí se está manifestando quien está lleno del Espíritu del Señor. Y un mundo nuevo ha de comenzar; se proclama el año de gracia del Señor, la amnistía total que traería el perdón para siempre y un nuevo sentido de vida que traería la verdadera libertad; ya nadie tendría que sentirse oprimido por nadie; ya nadie tendría que hacer sufrir a los otros; ya todos tendrían que estar dispuestos al perdón y a un nuevo estilo y sentido de vida.
Eso significaría que muchas cosas tendrían que cambiar en los corazones de los hombres, pero también en la manera de actuar y de relacionarnos los unos con los otros. Y esos cambios que afectan a lo profundo de la persona algunas veces no nos gustan, porque estamos acostumbrados a nuestras rutinas y mejor es dejar que las cosas sigan como están en lugar de meternos en complicaciones. Yo no tengo nada que cambiar nos decimos evitando quizá hacernos una buena reflexión y examen de nuestra vida. Cuando se nos dice algo que toca la fibra de nuestra conciencia haciéndonos ver que tenemos que dejar atrás muchas cosas, que tenemos que cambiar desde lo más hondo de nosotros mismos, ya nos gusta menos.
Con lo bueno que hubiera sido que Jesús les hubiera dicho palabras bonitas y hubiera hecho algunos milagros entre ellos. Pero les dice que esa salvación va a ser para todos y les recuerda que hace falta una fe muy profunda; que en tiempos de Elías o Eliseo habían muchas viudas o muchos leprosos en Israel y sin embargo fueron atendidos o curados otros que no eran precisamente del pueblo judío pero que tuvieron suficiente fe para recibir esa gracia del Señor. Como hemos escuchado al final se soliviantaron y se pusieron furiosos y quisieron arrojarlo por un barranco. ‘Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba’, no pudieron hacerle nada.
Pero de todo esto tenemos que hacer una lectura para nosotros, para nuestra vida. ¿Cuál es nuestra reacción ante la Palabra de Dios? ¿nos sucederá a veces como a aquellas gentes de Nazaret? También nos gusta que nos digan cosas que halaguen nuestros oídos y que no nos comprometan mucho. Hemos de reconocer que cuando la Palabra llega directa a nuestra vida y a nuestro corazón señalándonos cosas que en verdad tenemos que transformar, a veces preferimos hacernos oídos sordos ante esa Palabra. Con sinceridad tenemos que ponernos delante del Señor y sentirnos interpelados por su Palabra sin ningún miedo y sin hacernos ninguna reserva.
Ese mensaje de Jesús en la sinagoga de Nazaret es para nosotros también y hemos de dejar transformarnos por el Espíritu del Señor que también quiere llenar nuestros corazones. Ya nunca más nosotros podemos ser opresores de los demás con nuestra manera de ser, nuestras violencias o nuestro desamor. Ya para siempre hemos de saber vivir esa amnistía del Señor, porque igual que queremos ser perdonados también nosotros siempre hemos de estar dispuestos a perdonar, a ser comprensivos y misericordiosos con los que nos rodean.

Dejemos que la Palabra del Señor llegue a nuestro corazón y el Espíritu transforme nuestros corazones.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Un amor primero, universal y sin esperar recompensa

Eclesiastico, 3, 19-21.30-31; Sal. 67; Hb. 12, 18-19.22-24; Lc. 14, 1.7-14
Lo que nos dice hoy el evangelio, al menos en su primera parte, nos pueden parecer unas normas elementales de urbanidad y buenas maneras a la hora de sentarnos a la mesa cuando somos invitados. Pero si nos detenemos un poco a reflexionar lo que nos dice Jesús y las sentencias que nos da como conclusión podemos descubrir algo elemental, sí, pero fundamental para nuestro comportamiento como cristianos.
Jesús aprovecha cualquier ocasión para dejarnos su mensaje siempre con la novedad del evangelio, de la buena nueva de salvación que para nosotros es su palabra y su presencia. Jesús observa la manera de actuar de aquellos que han sido invitados también a la mesa, aunque ya el evangelista nos dice que ellos estaban también al acecho de lo que Jesús hiciera o dijera. ‘Notando, nos dice, que los invitados escogían los primeros puestos’. Cuántos codazos y carreras nos damos en la vida por los lugares de honor. Sucedía entonces y sigue sucediendo hoy, porque las ambiciones del corazón siguen estando presentes. Cuantos ejemplos podríamos poner de la vida de cada día en todos los ambientes.
El mensaje que Jesús nos está dejando en este episodio es uno con el mensaje repetido del evangelio en cuanto a la manera de actuar y de vivir de los que le siguen. Me recuerda el fondo de este mensaje la reflexión que en cierta ocasión escuché de cómo había de ser nuestro amor para ser semejante al amor que el Señor nos tiene. El amor verdadero es un amor primero, un amor universal y un amor sin esperar recompensa, como lo es el amor de Dios.
Un amor primero porque el amor siempre se adelanta, no está esperando a ser amado para amar. Si amar es darse, no espera a que le den, sino antes se da él. Así es el amor de Dios, un amor primero, porque como nos enseña san Juan en sus cartas ‘el amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros y envió a su Hijo para liberarnos de nuestros pecados’. Dios se adelantó en su amor hacia nosotros, cuando nosotros estábamos en nuestro pecado; se adelantó a amarnos enviándonos a su Hijo para llenarnos de su amor. No es otra cosa la redención y la salvación que recibimos en Jesús.
Así tiene que ser nuestro amor en que no esperamos a ser amados sino que nosotros amamos porque ahí está la esencialidad del amor, en la generosidad para darse siempre y primero. Por eso nuestro amor es un amor universal, un amor a todos sin distinción; ya nos enseñará Jesús que hemos de amar a los enemigos también o a aquellos que nos hayan hecho daño. Recordemos todo el mensaje del Sermón del Monte.
Y en esa generosidad y disponibilidad del amor, y en esa universalidad, amamos no porque pensemos cobrarnos ese amor que le tenemos a los demás, sino que somos capaces de amar sin esperar recompensa. Lo contrario sería, podríamos decir, como una compraventa de nuestro amor, o de las cosas buenas que nosotros hagamos por los demás. No sería un amor generoso porque no sería un amor gratuito.
Yo diría que en ese sentido está lo que Jesús nos está enseñando hoy. No buscamos reconocimientos ni honores; por eso nos dice que no pretendamos puestos principales en la mesa; ‘vete a sentarte en el último puesto’, nos dice Jesús. En consonancia está lo que le escuchábamos al sabio del Antiguo Testamento en la primera lectura: ‘Hijo mio, en tus asuntos procede con humildad, y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios’.
¿No nos recuerda esto lo que Jesús les dijera a los discípulos cuando discutían por los primeros puestos? ‘El que quiera ser primero y principal hágase el último y el servidor de todos’. Hoy nos deja Jesús casi como un resumen la hermosa sentencia: ‘Porque todo el que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido’. Nos lo repetirá más veces en el evangelio.
Pero todo eso se viene a completar con lo que finalmente nos enseñará Jesús. ¿A quién hemos de buscar cuando vamos a dar una comida o un banquete? ¿A quién principalmente hemos de hacer el bien? ¿A quién nos puede corresponder? Como decíamos antes fijándonos en el estilo del amor de Dios para convertirlo en nuestra manera de amar, amamos sin buscar recompensa. ‘Por eso, cuando des un banquete invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los muertos’.
Pero hemos de reconocer una cosa. ¡Cuánto nos cuesta llegar a pensar así y actuar de esta manera! Pensemos en el día a día de nuestra vida y de nuestras relaciones con los demás. Cuánto nos gusta que nos reconozcan las cosas buenas que hacemos y que se sientan agradecidos hacia nosotros nosotros por lo que hayamos podido hacer por ellos. Qué sí, que estamos buscando reconocimientos, que nos digan lo buenos que somos, que reconozcan lo que un día hicimos por ellos, que nos estén eternamente agradecidos. Se nos cae la baba cuando  nos dan una plaquita. Nos quejamos fácilmente, ‘mira tú ése cómo se porta conmigo, con todo lo que yo he hecho por él…’ Cuantas veces lo pensamos en nuestro interior si nos sentimos desairados por algo o por alguien; y no solo lo pensamos sino que de alguna manera lo manifestamos.
Ya habremos escuchado aquello de ‘haz bien, y no mires a quien’. Lo importante es lo bueno que tú hagas a favor de los demás. Y no lo hagamos nunca esperando una recompensa o un reconocimiento. Dale más bien gracias a Dios que ha puesto esa capacidad de amor en tu corazón y sé siempre generoso con los otros. Y siempre con mucha humildad, porque si dejas meter el orgullo en el corazón, si te llenas de soberbia porque no te lo reconocen, estás maleando todo eso bueno que hayas podido hacer.
‘Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rezábamos en el salmo, rebosando de alegría’. Que sintamos en nuestro corazón siempre la alegría del amor que repartimos con generosidad. No esperamos a ser amados para amar, sino que nuestro amor vaya siempre por delante. Seamos los primeros en hacer el bien, sin que nos lo pidan, porque rebosemos de generosidad en nuestro corazón.
Tenemos tantas oportunidades si queremos de ser generosos y de hacer el bien. Llena siempre tu corazón de compasión y de misericordia. Adelántate a ver donde está quizá la necesidad, donde puedes tener el detalle de tu delicadeza de amor y haz el bien calladamente. Tu mano derecha no ha de saber lo que hace tu mano izquierda, pero Dios que ve nuestro corazón te premiará y lo hará con una recompensa eterna. Atesora un tesoro en el cielo, como escuchamos en el evangelio. ‘Te pagarán cuando resuciten los muertos’, que nos decía Jesús en el evangelio. Y esa paga de vida eterna sí que es valiosa.