sábado, 13 de julio de 2013

El discípulo no es mayor que su maestro, entonces hemos de vivir totalmente la pascua con Jesús

Gén. 49, 29-33; 50, 15-25; Sal. 104; Mt. 10, 43-33
Cuando amamos a alguien de verdad nuestro deseo es estar lo más cerca posible de aquella persona a la que queremos porque nos gusta disfrutar de su presencia y del calor de su amistad, pero no solo es el estar cerca sino sentirnos en unión con ella. Una unión que si no la podemos expresar de otra manera al menos queremos parecernos a esa persona, imitamos su manera de ser y de actuar, queremos en verdad ser gratos a esa persona a la que amamos y hacemos las cosas que son de su agrado, que no es adulación, sino algo como espontáneo que surge de nuestro corazón porque nos sentimos como identificados con ella.
Es lo que queremos expresar cuando decimos que seguimos a Jesús, que somos sus discípulos, nos llamamos cristianos en que precisamente lo vamos manifestando en esa opción que vamos haciendo en la vida de dejarnos iluminar por el mensaje del evangelio de manera que lo hacemos norma y sentido de nuestra vida. Por eso decimos siempre que seguimos a Jesús no de boca, no solo con palabras, sino desde las actitudes y comportamientos más profundos de nuestra persona. Es un optar por el camino de Jesús.
No siempre es fácil. Como hemos reflexionado muchas veces decaemos en nuestro entusiasmo y rodamos por la pendiente resbaladiza de la tibieza que tanto daño nos hace a nuestro seguimiento de Jesús. Pero, como nos ha venido diciendo Jesús en lo que venimos escuchando de sus palabras estos días, cuando queremos seguir su camino, vamos a encontrar una oposición semejante a la que se encontró El. Lo hemos venido contemplando en el Evangelio, y bien sabemos que su camino pasó al final por la pasión y por la cruz desde la envidia y el orgullo de aquellos a los que molestaba el mensaje del Reino que anunciaba Jesús.
Hoy nos dice que ‘un discípulo no es más que su maestro… si al dueño de la casa lo han llamado Belcebú (en referencia a aquellos que decían que echaba los demonios con el poder del príncipe de los demonios), ¡cuánto más a los criados!’. O sea que el discípulo va a pasar también por el mismo camino de pasión y de muerte que el de Jesús. ¿No recordamos que cuando aquellos dos apóstoles le pedían primeros puestos - lo vamos a escuchar en pocos días en la fiesta de Santiago - El le preguntó si podían, si eran capaces de beber el cáliz que El había de beber?
Ayer nos hablaba de las persecuciones, de las cárceles y la comparecencia ante los tribunales por los que habríamos de pasar, pero hoy nos dice que no tengamos miedo. Nos lo repite por tres veces. ‘No tengáis miedo…’ Y entonces no podemos ocultar el mensaje que da sentido a nuestra vida aunque haya muchos a los que no les guste. Qué fácil nos es hacernos acomodaciones cuando sabemos que va a haber rechazo. Pero ese no puede ser el actuar del discípulo, como no fue así el actuar de Jesús. ‘Lo que os digo en la noche, decidlo en pleno día; lo que os digo al oído, pregonadlo desde la azotea’, nos dice.
No hemos de temer la muerte a la que nos podrían conducir; en fin de cuentas perder esta vida terrena que es cierto que un día se ha de acabar, no es nada en comparación con perder la vida eterna. ‘Temed al que pueda destruir con el fuego alma y cuerpo’, nos dice. Y es que hemos de confiarnos en la providencia de Dios que cuida de nosotros. Cómo hemos de saber ponernos en las manos de Dios.
De ahí que hemos de dar la cara por nuestra fe, por el evangelio, por Jesús. Somos unos testigos que no podemos callar. Cuando a los apóstoles les prohibían hablar del nombre de Jesús, ellos decían que tenían que obedecer a Dios antes que a los hombres. Hoy nos dice Jesús: ‘Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo’. Qué abogado más poderoso vamos a tener. Jesús ora por nosotros, como lo escucharemos en la oración sacerdotal de la última cena, para que seamos fieles, para que mantengamos la unidad, para que no nos falte la fortaleza del Espíritu que El nos enviará para que demos ese testimonio delante de los hombres.
Queremos vivir unidos a Jesús; queremos vivir su misma vida y nos identificamos totalmente con El; con Jesús queremos vivir su pascua, en la parte que hay de pasión y muerte, con la certeza de que también vamos a llegar a la parte de la luz y de la resurrección, porque sabemos que Jesús estará de nuestra parte.


viernes, 12 de julio de 2013

El que persevere hasta el final, se salvará

Gén. 46, 1-7.28-30; Sal. 36; Mt. 10, 16-23
‘El que persevere hasta el final, se salvará’. Cuánto cuesta la perseverancia, hemos de reconocer. Nos hacemos propósitos, queremos hacer muchas cosas, decimos que no volveremos a tropezar en la misma piedra, que eso no lo volveremos a hacer y así no sé cuantas cosas, pero ya sabemos lo que nos sucede, pronto nos cansamos, pronto olvidamos nuestros buenos propósitos. Es la inconstancia que nos acecha.
Esto que nos sucede en la vida de cada día en nuestra lucha diaria, nos sucede también en nuestra vida espiritual. Momentos de especial fervor donde sacamos los mejor de nuestra religiosidad y de nuestros compromisos cristianos los tenemos con frecuencia; pero con frecuencia también caemos por la pendiente resbaladiza de la tibieza que nos conduce a abandonar muchas cosas buenas que nos habíamos propuesto hacer y esa religiosidad y espiritualidad se nos debilita y se nos enfría.
Son las tentaciones que vamos sufriendo cada día; son los contratiempos que nos van apareciendo en la vida; son los obstáculos que nos ofrece la vida misma; es la desgana y el cansancio en nuestras luchas que muchas veces se nos mete en el alma y nos lleva a esa tibieza espiritual.
Cuánto nos cuesta perseverar; con qué empeño habríamos de tomarnos todo lo que hace referencia a nuestra vida espiritual, nuestra oración, nuestra vivencia sacramental, la escucha y meditación de la Palabra de Dios, la reflexión honda que hemos de ir haciendo ante todo lo que nos sucede, el saber dejarnos aconsejar por quienes nos puedan ayudar en ese camino de nuestra vida espiritual. Parte de nosotros mismos ese debilitamiento y somos, por así decirlo, nuestros propios enemigos cuando no cuidamos debidamente nuestra fe y la respuesta que hemos de darle al Señor en ese camino de nuestra vida cristiana.
Pero hoy Jesús quiere hablarnos de algo más, de esa oposición y hasta persecución que vamos a sufrir en nuestro encuentro con el mundo. De entrada nos dice que nos manda ‘como ovejas en medio de lobos’. Y nos habla de cómo de parte de aquellos que nos rodean, en ocasiones incluso de los más cercanos a nosotros, vamos a encontrar no apoyo sino persecución. ‘No os fiéis, nos dice, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa; así daréis testimonio ante ellos y ante los gentiles’.
Cuando el evangelista escribe el evangelio y nos trasmite estas palabras ya aquellas primeras comunidades cristianas, en aquel primer siglo del cristianismo, estaban sufriendo todas estas cosas. Pero no fue solo entonces, porque bien sabemos que ha sido la tónica a través de todos los siglos y también en nuestros tiempos. No suelen ser habitualmente noticias que salgan en los telediarios de las televisiones o en las páginas de los periódicos, pero hoy en muchos lugares del mundo los cristianos siguen sufriendo persecución y martirio.
Y bien sabemos que en nuestra tierra española en pleno siglo XX fueron muchos los cristianos, en unos años muy tristes para nuestra historia, murieron dando su vida por la causa del evangelio, por la causa de la fe. Precisamente nuestra Iglesia española se prepara para la beatificación, el próximo octubre en Tarragona, de un numerosísimo grupo de cristianos, sacerdotes, religiosos y religiosas y muchos laicos cristianos, muertos en esos años de persecución. Decíamos tristes de nuestra historia, pero gloriosos para quienes dieron su vida derramando su sangre a causa de la fe. Que la sangre de esos mártires sea semilla de cristianos en nuestra tierra y su testimonio sea un estimulo grande y un sentir una fuerza interior de la gracia de Dios en nuestros corazones para una renovación de la vida cristiana de nuestro pueblo.
Pero la Palabra de Jesús escuchada en el Evangelio que nos anuncia todo eso que nos puede suceder es también una palabra viva de esperanza que nos hace sentir la fortaleza del Señor. ‘No os preocupéis de lo que vais a decir o cómo lo diréis; no seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros’. No se podría comprender la fortaleza y perseverancia de los mártires hasta llegar a dar su vida por la causa del Evangelio, en muchas ocasiones en medio de fuertes tormentos, si no contáramos con la fuerza del Espíritu Santo en nuestros corazones. Es la promesa de Jesús. Es la seguridad y la confianza que podemos tener para dar ese testimonio, para mantener esa perseverancia hasta el final.
‘Con vuestra perseverancia, salvaréis vuestras almas’, que nos dice Jesús. Esa perseverancia en el día a día de nuestro caminar cristiano para no perder la intensidad de nuestra vida cristiana, como decíamos al principio de nuestra reflexión; esa perseverancia también en los momentos difíciles en que no somos comprendidos o incluso podamos ser rechazados a causa de nuestra fe; son cosas que estamos viviendo cada día, porque para muchos nuestra testimonio de fe y el testimonio del evangelio que pueda dar la Iglesia hoy, muchas veces molesta y de una forma o de otra se le trata de ocultar, de querer encerrarnos, como se suele decir, en las sacristías, pero hemos de saber ser testigos de Cristo en la vida de cada día, ahí en la plaza de nuestro mundo.
Que no nos falte la fortaleza del Señor y la asistencia del Espíritu Santo.

jueves, 11 de julio de 2013

Una Sabiduría que nos da el amor y el conocimiento de Dios

Prov. 2, 1-9; Sal. 33; Mt. 19, 27-29
Estamos hoy celebrando a San Benito de Nursia, Abad. El hombre que se retiró del mundo para vivir en la soledad de la oración buscando la sabiduría y el conocimiento de Dios. Se le reconoce como padre del monacato del Occidente y por la influencia que tanto él como la Orden Benedictina por él fundada tuvo en Europa se le ha proclamado también como patrono de Europa.
Reflexionando sobre la vida de san Benito y dejándonos iluminar por la Palabra del Señor que en esta fiesta se nos ha proclamado como un eco me ha venido a la mente la parábola del tesoro escondido que nos propone Jesús en el Evangelio. El que encuentra un tesoro será capaz de desprenderse de todo lo que tiene para conseguir ese tesoro que vale más que todas las otras posesiones que en la vida pueda tener.
Es lo que vemos reflejado en la vida de san Benito y a lo que nos invita la Palabra del Señor que hemos escuchado. ‘Si aceptas mis palabras… prestando oído a la sabiduría y atención a la prudencia… y la buscas como un tesoro, entonces comprenderás el temor del Señor y alcanzarás el conocimiento de Dios’, nos decía el libro de los Proverbios en la primera lectura. El tesoro del conocimiento de Dios, del temor del Señor; el más hermoso tesoro que es la más grande sabiduría, conocer a Dios, escuchar su Palabra, dejarnos conducir por su Espíritu.
Ansia de toda persona es crecer en sus conocimientos y en su saber; todos queremos aprender, conocer. Pero no es simplemente un conocimiento de cosas o de historias, aunque bueno es que haya esa inquietud en nuestro interior al menos por esos conocimientos. Pero es que en la medida en que uno va adquiriendo conocimiento - el saber no ocupa lugar, solemos decir con el refrán, y bueno es que aprendamos todo lo que podamos -, va uno como encontrando el sentido de las cosas y de la vida, el verdadero valor que tiene lo que hacemos o lo que poseemos y a la larga iremos buscando conocimientos sólidos que nos den un sentido a la vida.
¿Dónde podemos encontrar ese verdadero sentido y valor de lo que somos y de lo que hacemos? ¿Por qué no pensamos en el que es nuestro Creador que es quien mejor nos puede decir para qué hemos sido creados y en quien podemos encontrar el verdadero sentido de la vida? Necesariamente, tendríamos que decir, que tenemos que ser creyentes buscando a Dios, queriendo escuchar a Dios, queriendo sentir a Dios en nuestra vida.
Por ahí ha de ir esa verdadera sabiduría que buscamos, porque además es en Dios donde vamos a encontrar nuestra verdadera plenitud. Sin Dios andaríamos como desorientados porque sin Dios no encontraríamos el verdadero por qué y para qué de nuestra existencia. Si quitamos a Dios de nuestra vida tenemos el peligro de ir sin rumbo dando bandazos de un lado para otro sin encontrar aquello que nos de verdadera satisfacción. Así encontramos a muchos a nuestro lado. Así cuando decae nuestra fe tenemos el peligro de sentirnos nosotros.
A este pensamiento me lleva la celebración que hoy estamos haciendo de quien lo dejó todo por buscar a Dios. En El encontró la plenitud de su existencia y así consagró su vida a profundizar ese conocimiento y esa sabiduría de Dios en la oración y en el trabajo. Es lo que fue la vida de san Benito. Y si se apartó del mundo porque había encontrado ese tesoro y por alcanzarlo lo daba todo, lo dejaba todo, sabía que en Dios alcanzaría esa plenitud eterna de vivir eternamente con Dios.
En ese sentido iba quizá la pregunta que Pedro le hacía a Jesús en lo que hemos escuchado del Evangelio. ‘Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, le preguntaba Pedro a Jesús, ¿qué nos va a tocar?’ ¿Qué buscaba Pedro? En su corazón podían aparecer esas apetencias terrenas de encontrar satisfacciones y premios en esta vida. Jesús le anuncia, sí, la misión que van a tener en medio de la comunidad pero le habla también de esa herencia eterna. No se sentirán solos en este mundo porque si han dejado padre o madre, mujer, hijos o tierras, van a recibir cien veces más y heredarán la vida eterna.
El que se consagra al Señor renunciando a esa parte tan importante de la vida como puede ser una familia, en su entorno va a encontrar a quienes darse y por quienes darse, quienes caminen a su lado y en los que derramarán su amor. Estamos aquí junto a una comunidad de religiosas que por Cristo, por el Evangelio y su Reino, hicieron una renuncia un día, pero a su lado tienen en quien derramar su amor, a quienes aman, en vosotros ancianos y ancianas por ejemplo, como madres o como hijos, derramando y derrochando amor en su entrega y en ese servicio que os prestan. Pero además, no olvidemos, está la esperanza del premio final, del premio eterno, porque saben, sabemos que cuanto están haciendo por los pobres y por los ancianos por Cristo y a Cristo se lo están haciendo, y un día escucharán esa voz del Señor que les dirá, venid, benditas de mi Padre, porque tuve hambre, o era anciano, o estaba solo y abandonado y me cuidaste, me ayudaste, me amaste; pasad al Reino preparado para vosotras desde la creación del mundo.

Busquemos esa sabiduría que nos da el amor y el conocimiento de Dios. Busquemos ese tesoro y démoslo todo por alcanzarlo.

miércoles, 10 de julio de 2013

Somos los llamados y enviados del Señor para ser testigos del evangelio

Gén. 41, 55-57; 42, 5-7.17-24; Sal. 32; Mt. 10, 1-7
Son muchos los discípulos que se reúnen en torno a Jesús y lo van siguiendo. Lo hemos venido escuchando en el evangelio. Son siempre unos llamados del Señor, aunque esa llamada se realice de muchas maneras. A algunos los hemos visto llamar de manera especial, otros le siguen porque se sienten cautivados por su Palabra o se admiran ante las obras que va realizando donde se manifiestan las maravillas del Señor, que son también maneras de llamar el Señor.
Pero ahora le vamos a ver hacer una llamada especial. Escoge a doce a los que constituye apóstoles y el evangelista nos da sus nombres. Van a ser sus enviados con una misión muy especial; eso significa en el fondo la palabra ‘apóstol’, el enviado. Y a ellos les confiere también unos poderes especiales para que anuncien el Reino. ‘Id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca’, les dice confiándoles esa especial misión con autoridad para expulsar los espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia. Es su misma misión que ahora se va a prolongar en sus enviados, en sus apóstoles.
‘Como el Padre me ha enviado, así os envío yo’, nos narrará Juan en la aparición de Jesús resucitado en aquel primer día de la semana al atardecer cuando todos están reunidos en el Cenáculo. Es la misión que les confiará un día de ir por todo el mundo. ‘Seréis mis testigos, les dirá, en Jerusalén, en Samaría y hasta los confines de la tierra’, nos relatará san Lucas antes de la Ascensión al cielo.
Fijémonos en esa forma de decir donde forma escalonada comenzarán por Jerusalén y Samaría hasta llegar hasta los confines de la tierra. Hoy le escuchamos decir que solo han de ir a las ovejas descarriadas de Israel. ‘No vayáis a tierra de paganos, ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id a las ovejas descarriadas de Israel’.
Pueden resultarnos extrañas estas palabras cuando nosotros conocemos la misión universal de anunciar el Evangelio a toda criatura. Por eso escucharemos en otro momento que El ha sido ‘enviado solo a las ovejas perdidas de Israel’, como le dirá a la mujer cananea. Pero al final del evangelio de Mateo ya nos dirá que hemos de ir a todos los pueblos. ‘Poneos en camino, haced discípulos a todos los pueblos… enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado’.
Es nuestra misión y ha de ser nuestra manera de dar testimonio. Sentimos en nuestro interior la inquietud de que el nombre de Jesús sea conocido hasta los confines de la tierra pero hemos de sentir al mismo tiempo la responsabilidad de ese testimonio vivo que hemos de dar a los que están a nuestro lado. No están reñidos ni puestos de forma opuesta estos sentimientos y esta responsabilidad. Sentimos como nuestra la misión de la Iglesia universal y ese anuncio que se ha de hacer del nombre de Jesús y su evangelio hasta el último rincón de nuestro mundo.
Es importante ese espíritu católico y universal. Es importante toda la contribución que nosotros podamos prestar a la tarea misionera de la Iglesia. Y si fuéramos llamados por el Señor para esa misión con generosidad y disponibilidad habríamos de responder. Sin embargo, ya sabemos, no todos son llamados a esa misión. ¿Eso significa que ya nos podemos dormir en los laureles, como se suele decir, y ya no nos hemos de preocupar de nada más?
Siempre seremos testigos; siempre hemos de dar ese testimonio también a los que están a nuestro lado. Por otra parte sentimos la urgencia de llegar a esos más cercanos a nosotros conscientes de que en nuestro entorno se está enfriando la fe, no tiene tanta vigencia ese testimonio cristiano y se van perdiendo los valores que nos enseña el Evangelio. Hemos de ser conscientes de que esa tarea misionera también hemos de realizarla entre nosotros y con los que están a nuestro lado que viven muchas veces de espaldas a la fe, ajenos al sentido de Cristo y muy alejados de lo que ha de ser una vida cristiana.
Es el mensaje que hoy nos trae la Palabra del Señor para nuestra vida y a la que tenemos que dar respuesta. ¿Cómo estamos siendo testigos de nuestra fe ante los que están a nuestro lado, ya sea familia, ya sean compañeros de trabajo, ya sean las personas con las que convivimos más cerca, o aquellos con los que nos tropezamos cada día en la calle y en toda nuestra vida social?
Somos los enviados del Señor y somos apóstoles de Jesús. Pongámonos en camino.


martes, 9 de julio de 2013

Que se nos abran nuestros oídos para escuchar su Palabra

Gén. 32, 22-32; Sal. 16; Mt. 9, 32-38
‘Echó el demonio y el mudo habló’. Pero las reacciones son diversas. Por una parte ‘la gente decía admirada: nunca se ha visto en Israel cosa igual’ mientras los fariseos achacaban al poder del jefe de los demonios lo que Jesús hacía. Mientras Jesús seguirá ‘recorriendo ciudades y aldeas, enseñando, proclamando el evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias’.
Reacciones diversas, las tenemos nosotros también. Jesús quiere sanarnos, salvarnos; continuamente nos está ofreciendo su Palabra, su gracia, su misericordia y nosotros no terminamos de vivir santamente como tendríamos que vivir. Nos hacemos oídos sordos. Como diría Jesús en otra ocasión ‘no hay peor ciego que el que no quiere ver’, no hay peor sordo que el que no quiere oír. Necesitaríamos también que Jesús llegase hasta nosotros y nos pusiese su mano en nuestro corazón, en nuestra vida, para que terminemos de comenzar a ver, de terminar de abrir nuestros oídos para escuchar. Jesús quiere, pero no siempre somos nosotros los que queremos.
Es significativo este milagro que estamos comentando que ha hecho Jesús. Precisamente las señales que anunciaban los profetas para los tiempos mesiánicos van por este camino. Ello entraba en lo que decía el profeta Isaías en aquel texto que Jesús proclamó en la sinagoga de Nazaret. Eran las señales por las que habían de reconocer que Jesús estaba lleno del Espíritu del Señor que ungido por Dios era enviado a anunciar la Buena Noticia a los pobres y la liberación para todos. Cuando Juan envíe a sus discípulos a preguntar si era Jesús el que había de esperar, esos fueron los signos que Jesús realizó. ‘Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído…’ les diría Jesús.
Un día el profeta Isaías había dicho ‘aquel día los sordos oirán las palabras del libro, los ojos del ciego verán sin tinieblas ni oscuridad, volverán los humildes a alegrarse con el Señor y los más pobres exultarán con el santo de Israel’. Es lo que vamos viendo que se realiza en el Evangelio.
‘Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me abriste el oído… entonces yo digo: Aquí estoy, para hacer lo que está escrito en el libro sobre mí’, rezamos con los salmos. Y es lo que tenemos que pedirle al Señor. Que nos abra nuestros oídos de nuestro corazón para escucharle, para escuchar su Palabra. Cuánto nos cuesta. Hemos de poner toda nuestra fe para decirle sí. Para escuchar y para aceptar, para plantar en nuestro corazón.
Hemos visto en el evangelio en la reacción de aquellos fariseos los que nos querían escuchar ni aceptar. Ante sus ojos se estaban realizando las maravillas del Señor pero no eran capaces de descubrirlas; se cerraban a la fe; se cerraban a la acción de Dios. Más aún tenían tan lleno de malicia su corazón que no solo no eran capaces de descubrir y aceptar esa acción de Dios, sino que incluso lo mezclaban con el mal, atribuían al poder del maligno la acción maravillosa de Dios que se realizaba en Jesús.
Son las malas interpretaciones que hacemos muchas veces de la Palabra que el Señor nos dirige; porque nos falta humildad para aceptar lo que Dios nos dice o nos pide; porque también llenamos nuestro corazón de malicia y vemos intenciones torcidas en los demás o en lo que se nos pueda decir; porque nos resistimos a ese cambio del corazón, a ese cambio de actitudes, a corregir todo eso que nos ciega o nos cierra no solo los ojos y oídos sino el corazón. Por eso con humildad y queriendo poner también mucho amor acudimos a Jesús para que nos sane, para que nos cure todo ese mal que llevamos tantas veces por dentro, para que llegue la salvación a nuestra vida.

Una última consideración en torno a este evangelio, aunque es un aspecto al que se hacía mención ya en el evangelio del domingo. ‘Al ver a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonados, como ovejas sin pastor’. Por eso invita a que roguemos al dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies. Recemos, sí, para que sean muchos los llamados, sean muchas las vocaciones; pero recemos también para que sepamos siempre aceptar esa Palabra que de parte del Señor nos hacen llegar los pastores que en el nombre de Jesús y con la fuerza de su Espíritu están conduciendo a la Iglesia. Que tengamos fe y humildad para escuchar la Buena Nueva que nos anuncian, el Evangelio de Jesús que nos trasmiten.

lunes, 8 de julio de 2013

Por la fe en Jesús somos resucitados de la muerte de nuestros pecados

Por la fe en Jesús somos resucitados de la muerte de nuestros pecados

Gén. 28, 10-22; Sal. 90; Mt. 9, 18-26
‘¡Animo, hija! Tu fe te ha curado’, le dice Jesús a aquella mujer que con fe se ha acercado a Jesús y se ha atrevido a tocar la orla de su manto para curarse.
¿Cómo no iba a sentir una alegría grande en el alma, lo mismo que Jairo cuando su hija vuelve a la vida? Es lo que comentábamos el pasado sábado al hilo de las palabras de Jesús cuando le vienen a preguntar por qué sus discípulos no ayunaban como lo hacían los discípulos de Juan y lo fariseos. ‘¿Es que pueden guardar luto, estar tristes, los amigos del novio, mientras el novio está con ellos celebrando la fiesta de bodas?’
No caben las tristezas en nuestra fe. En el Señor nos sentimos salvados. Quien es salvado de un inminente peligro se llenará de alegría y le querrá manifestar de mil maneras su agradecimiento y su gozo a quien lo haya salvado. Pensemos en quien está a punto de morir ahogado, por ejemplo, quien se despeña por un barranco, pero en el último momento aparece una mano salvadora que lo libra de aquel peligro y muerte segura. Cuántas serán las manifestaciones de alegría.
No nos extraña lo que nos decía el evangelista al final del texto del evangelio que acabamos de escuchar. ‘La noticia se divulgó por toda aquella comarca’. La alegría de la mujer liberada de aquella enfermedad y hemorragias, el gozo grande de aquella familia que había visto ya muerta a su hija, pero que ahora podían sentirla llena de vida junto a ellos tenía que divulgarse, tenía que correr de boca en boca para que todos la conocieran y participaran de esa alegría.
La mujer había acudido llena de fe y ahora Jesús alababa su fe. ‘Tu fe te ha curado’. Aunque temblorosa se había atrevido primero a tocar el manto de Jesús por detrás y luego, al verse descubierta, a reconocerlo. Ella lo sabía, se lo decía su fe, que con solo tocar la orla de su manto llegaría esa gracia salvadora a su vida que la liberaría de la enfermedad y así con esa fe había llegado hasta Jesús.
Aquel personaje, del que Mateo no nos da nombre, aunque por san Lucas sabemos que se llamaba Jairo, había acudido lleno de confianza a Jesús con la certeza de que el más mínimo gesto de Jesús salvaría a su hija. ‘Mi hija está a punto de morir. Pero ven tú, pon la mano en la cabeza y vivirá’, le había pedido lleno de confianza a Jesús. Según el relato del otro evangelista mientras iban de camino les habían venido a decir que no molestaran más al maestro porque la niña había muerto, pero Jesús le había dicho que bastaba con que tuviera fe. Ahora cuando llegan a la casa se encuentran con los lloros de las plañideras y todo el alboroto que se produce en una hora así, pero Jesús los echa afuera porque les dice ‘la niña no está muerta sino dormida’. Algunos se ríen porque no creen en la palabra de Jesús, pero aquel hombre seguía confiando en Jesús y la niña volverá a la vida.
Jesús nos está pidiendo fe a nosotros también. Podemos acudir a El desde nuestros males y nuestras impurezas y pecados, desde nuestras muertes y oscuridades que sabemos que en El encontraremos siempre vida, luz, salvación. La imagen de la mujer con aquellos flujos de sangre, cosa que era para los judíos una impureza de la que había que purificarse, nos está hablando de la mancha de nuestro pecado del que Jesús viene a purificarnos. Jesús habla de la muerte como de un sueño, pero también nos hablará del pecado como de muerte en nuestra vida. Del sueño podemos despertar, pero de la muerte del pecado necesitamos resucitar y eso solo podemos hacer con Cristo cuando nos unimos a El en su misterio pascual, de su muerte y resurrección. Es la salvación que Jesús nos ofrece.

Pidamos con fe a Jesús esa resurrección para nuestra vida. Pidamos esa salvación reconociendo cuanto de muerte hay en nosotros a causa de nuestro pecado. Vayamos a Jesús para llenarnos de su gracia que El nos regala en sus sacramentos con los que nos hacemos participes de su muerte y resurrección, nos llena de la gracia salvadora para nuestra vida. Que no decaiga de ninguna manera nuestra fe en El.

domingo, 7 de julio de 2013

pongámonos en camino de construir el reino de dios

Pongámonos en camino de construir el Reino de Dios

Is. 66, 10-14; Sal. 65; Gál. 6, 14-18; Lc. 10, 1-2.17-20
‘¡Poneos en camino!’, les dice Jesús a aquellos ‘setenta y dos discípulos que envió por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir El’. Iban a ser como los precursores de su camino. Iban subiendo a Jerusalén pero seguían haciendo el anuncio del Reino allá por donde iban. Nos recuerda el principio del Evangelio. El Bautista había salido también al desierto a preparar los caminos; era el precursor del Mesías con una misión muy clara y muy concreta.
Ahora de semejante manera, podríamos decir, Jesús envía a estos discípulos también con una misión muy clara y muy concreta. Los había ido preparando; no solo a los doce, sino al grupo más amplio de los discípulos que lo seguían y estaban con El. Ya les había indicado el sentido de su subida a Jerusalén y se había puesto en camino. Les había ido señalando algunas características de cómo habían de ser sus discípulos, lejos de la violencia o imposición, con disponibilidad total y radical, siempre caminando hacia adelante para ir abriendo el surco y realizar la siembra de la semilla de la Palabra de Dios.
‘¡Poneos en camino!’ Ahora los envía completando las instrucciones. Conscientes de la abundancia de la mies y de la escasez de los obreros, por eso el camino que habían de hacer en el nombre del Señor lo habían de iniciar invocando al Señor. ‘La mies es abundante y los obreros pocos; rogad al dueño de la mies que mande obreros a su mies’. Eran ellos los ahora enviados que en el nombre y con la gracia del Señor habían de salir a hacer también ese primer anuncio del Reino de Dios.
‘¡Poneos en camino!’ y lo primero que ha de aparecer es su disponibilidad y su confianza. No van dotados de medios humanos y la tarea tampoco ha de ser fácil. ‘Mirad que os mando como corderos en medio de lobos’. Ya cuando los apóstoles habían ido a buscar alojamiento se encontraron oposición. Ahora y en adelante no les va a faltar.
Escasos de medios humanos quizá, porque han de ir vacíos de apoyos externos, sin embargo han de llevar el corazón lleno de Dios y de su paz que es la verdadera riqueza. ‘Decid primero: paz a esta casa’. Es el primer anuncio y saludo. Como los ángeles en Belén en su nacimiento. También había pobreza de medios, era un simple establo y unos pobres pastores que cuidaban sus rebaños pero allí resonaba el anuncio de la paz.
La misión de Jesús es siempre una misión de paz. Es lo que nos viene a traer Jesús. La misión del discípulo de Jesús ha de ser igualmente siempre una misión de paz: nuestros gestos, nuestras miradas, nuestras palabras, nuestras actitudes siempre han de ser anunciadoras de paz; es lo que nosotros hemos de llevar a los demás, a ese mundo que nos rodea obsesionado quizá por otras cosas, añorando quizá tiempos o lugares de abundancia o satisfacciones inmediatas, pero olvidándose de la verdadera paz del corazón que es lo primero que tendríamos que buscar.
No son los bienes materiales o las riquezas humanas los que nos van a dar la verdadera paz; hemos de buscarla en lo más hondo de nosotros mismos y en otros valores de mayor importancia y nos lleven a la verdadera plenitud; hemos de saber sentirla en el corazón donde el Señor siempre depositará esa semilla de la paz que hemos de hacer crecer. Es un don de Dios al tiempo que una tarea. Por eso, el verdadero discípulo de Jesús con sus palabras y con su vida siempre ha de estar haciendo ese anuncio de paz, siempre ha de ser misionero de la paz, siempre ha de estar comprometido en ser constructor de la paz allí donde esté.
‘Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: está cerca de vosotros el Reino de Dios’. Es el anuncio pero son también las señales del Reino que ya se están dando. Es la acogida, el compartir, el curar y consolar; es la paz que se va sembrando en los corazones, es el amor que comienza a florecer; es el mal que se va arrancando del corazón, es el reconocimiento de la presencia del Señor. Ahí se están dando las señales del Reino de Dios que llega, pero tarea en la que nos hemos de comprometer.
Cuando regresaron de nuevo al encuentro con Jesús sus corazones desbordaban de alegría y de paz; se sentían satisfechos y alegres por la misión que habían cumplido. ‘Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron: Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre’. Pero Jesús les advierte que estén alegres no por las satisfacciones o reconocimientos humanos que pudieran tener, sino porque sus nombres estaban inscritos en el cielo.
Siempre nos está recordando Jesús lo esencial; nunca nos podemos dejar cautivar por vanidades humanas que nos llenen de orgullo, sino que nuestra mirada ha de estar puesta en el cielo, en la vida eterna junto a Dios. ‘Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo’, les dice. Allí será donde verdaderamente seremos ensalzados, que es lo importante; es el premio de la vida eterna en la plenitud del Reino de los cielos. Qué bien nos viene recordar estas palabras de Jesús ya que somos tan dados a la búsqueda de esos reconocimientos.
Este envío que Jesús hace de estos setenta y dos discípulos tendría que hacernos pensar mucho. No simplemente estamos recordando lo que entonces hizo Jesús. Estamos celebrando aquí y ahora la misión que a nosotros Jesús también nos confía. No es una palabra que nos suene antigua lo que ahora estamos escuchando sino que es una Palabra, la Palabra que Dios hoy, aquí y ahora a nosotros nos está diciendo.
Como aquellos setenta y dos discípulos a nosotros Jesús también nos dice: ‘¡Poneos en camino!’ y tenemos que ir por delante, tenemos que ser precursores, con nuestra palabra, con nuestros gestos, con nuestro actuar, con nuestra vida, de ese Reino de Dios que está cerca, que está en medio de nosotros; reino de Dios que hemos de descubrir y que hemos de hacer florecer. Constatar esas señales del Reino de Dios que ya se están dando entre nosotros cuando somos capaces de compartir y de sentir preocupación por los demás, o cuando vamos sembrando pequeñas semillas de paz allí donde estamos con nuestros gestos, con nuestra mirada, con nuestra sonrisa, con nuestras palabras, con nuestra forma nueva de actuar.
Nos queremos más cada día, es porque el Reino de Dios se está haciendo presente entre nosotros; nos esforzamos por vivir en paz y en armonía, y estamos dando señales de que el Reino de Dios es importante para nosotros; sentimos dolor en el corazón por los que tienen tantas carencias a nuestro lado y ponemos nuestro granito de arena para remediarlo, es señal de que el Reino de Dios se está adueñando de nuestro corazón; somos capaces de tener una palabra amigable con el vecino o con el que está a nuestro lado, le llevamos una sonrisa al que sufre, o ponemos un poquito de ilusión en el corazón de quien parece que pierde la esperanza, estamos sembrando semillas del Reino de Dios que harán florecer un día un mundo nuevo y mejor.
Tengamos esperanza de que esas pequeñas cosas que queremos hacer a cada momento un día vayan a hacer florecer la vida en el corazón de muchos a quienes se les han roto las ilusiones y las esperanzas. Así iremos construyendo el Reino de Dios, así iremos sembrando la paz de Dios en el corazón de los hombres y haremos un mundo mejor.

No  nos quedemos quietos, pongámonos en camino como nos pide hoy el Señor y nuestros nombres estarán inscritos en el cielo.