sábado, 10 de septiembre de 2011

Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca


1Tim. 1, 15-17;

Sal. 112;

Lc. 6, 43-49

‘Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca…’ nos dice Jesús. Y antes nos ha dicho: ‘El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal…’

Nos daría para pensar. ¿Qué es lo que guardamos en el corazón? O nos lo podríamos preguntar de otra manera, ¿qué es lo que se manifiesta en nuestras obras, en nuestra vida?

Recordamos lo que Jesús les hizo reflexionar a los fariseos cuando se quejaban que los discípulos de Jesús no se lavaban las manos antes de comer, por aquello de las tradiciones de los fariseos que no se sentaban a comer sin antes lavarse bien, restregando una y otra vez cuando venían de la plaza, por si acaso vinieran manchados con alguna impureza. Y Jesús les decía que lo malo o lo impuro podría salir de nuestro corazón donde están las malas intenciones y los malos deseos. Por eso, como nos dice hoy, de ‘lo que rebosa nuestro corazón, lo habla la boca.,.’

Pero Jesús hoy a lo que nos está invitando a que demos fruto en nuestra vida a partir de todo aquello que hemos recibido. Pero que nuestros frutos sean buenos. Lo que tenemos que hacer es haber plantado un árbol bueno en nuestra vida. Un árbol malo, un árbol dañado dará frutos malos.

Tenemos que ser árboles buenos que demos frutos buenos. Oportunidad tenemos porque el Señor siembra siempre en nosotros semilla buena. Lo que tenemos es que ser buena tierra que la cultivemos muy bien para que de buen fruto y fruto abundante. Y que no dejemos sembrar la cizaña en el campo de nuestra vida.

¿Cómo hacerlo? Jesús nos da la pauta, nos señala el camino. Sembrar la Palabra de Dios en nuestro corazón, acogerla con corazón limpio, llevar a la práctica de nuestra vida concreta de cada día lo que la Palabra del Señor nos va señalando. ‘El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, os voy a decir a quien se parece’.

Y nos propone la comparación del edificio edificado sobre roca firme o el edificio edificado sobre arena sin tener un buen cimiento. Vendrán las lluvias, aparecerámn las tormentas, el que está bien edificado no caerá, pero el que no tiene buena cimentación quedará destruido. Quien ha sembrado su vida sobre la Palabra de Dios poniéndola por obra será el árbol bueno que dé frutos buenos.

‘Os he elegido y os he destinado para que deis frutos y frutos abundantes’ nos dice Jesús en otro lugar del evangelio. Elegidos de Dios para ser árboles buenos que demos frutos buenos. Eso significa una predilección del Señor, ese amor especial que el Señor nos tiene y al que hemos de corresponder.

Demos los frutos que el Señor nos pide. Que se manifiesten en nuestras buenas obras y en la santidad de nuestra vida. Y pensemos además que esos frutos buenos con los que damos gloria al Señor van a servir también para la salvación de los demás.

Que rebose amor nuestro corazón, que tengamos siempre buenos deseos, que nuestros sentimientos sean siempre buenos copiando en nosotros los sentimientos de Cristo Jesús, que nunca dejemos meter la maldad en el corazón, que el Señor nos acompañe con su gracia para que pueda germinar esa buena semilla plantada en nosotros y fructificar nuestra vida. Es lo que tenemos que pedir constantemente al Señor.

viernes, 9 de septiembre de 2011

La humildad y el amor una buena base de unas relaciones fraternas


1Tim. 1, 1-2.12-14;

Sal. 15;

Lc. 6, 39-42

¡Qué necesaria es la humildad en nuestras relaciones fraternas! El orgullo y la autosuficiencia todo lo destruye y para mantener una relación de hermanos, como tiene que ser entre nosotros si en verdad nos llamamos discípulos de Jesús, es necesario apartar de nosotros todas esas actitudes dañinas. Son malos consejeros, podíamos decir, el orgullo, la autosuficiencia, el subirnos en pedestales en nuestra relación con los demás.

El texto que hoy hemos escuchado podríamos decir que abunda en el mensaje que escuchábamos el pasado domingo en que Jesús nos hablaba de la corrección fraterna. Pero como todos bien sabemos es algo que cuesta hacer, como nos cuesta también aceptar. Pero si ponemos amor y humildad en el corazón sabremos tener la delicadeza que necesitamos para acercarnos al otro para ayudarle. Amor y humildad de parte y parte, porque siempre hemos de reconocer que no somos perfectos y estamos llenos de debilidades y errores.

Porque cuando vamos desde el orgullo y la autosuficiencia de creernos nosotros buenos, mejores que el otro y sabedores de todo lo que nos está sucediendo es lo que nos dice hoy Jesús con esa breve comparación. Seremos el ciego que quiere guiar a otro ciego, como nos dice hoy Jesús en el evangelio. Si yo me reconozco que también tengo mis debilidades y errores iré con una actitud distinta al hermano al que quiero ayudar. Porque además significará que en mi también hay una lucha por superarme en mis cosas aunque quiera o tenga que ayudar al otro con un buen consejo.

Con qué facilidad en la vida sentimos la tentación de juzgar al otro y de fijarnos primero que nada en lo negativo que pudiera haber en su vida. Incluso a veces nos sucede que destacamos cosas buenas que vemos en el otro, pero… siempre le ponemos un ‘pero’, siempre dejamos caer la coletilla, pero si no fuera así o no tuviera aquellas cosas… y ponemos desconfianza en nuestro trato manifestado en palabras, gestos, actitudes negativas; nos hacemos reservas en la amistad que luego no es tan sincera, y podemos terminar haciendo mucho daño al otro.

Somos hermanos que caminamos al lado del hermano y que mutuamente nos ayudamos y buscaremos siempre lo bueno. Por eso tenemos que aprender a valorar a los demás, tener en cuenta las cosas buenas del otro.

Claro que como nos dice Jesús tenemos antes que mirar lo que hay en nosotros para corregirlo. Esa sentencia que nos propone Jesús tendría que hacernos pensar y tenerla muy en cuenta. Hacernos pensar para mirar en positivo siempre sobre las otras personas.

‘¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no te fijas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano, déjame que te saque la mota del ojo, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? Sácate primero la viga que llevas en tu ojo y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano’.

Pongamos humildad y amor verdadero en nuestras relaciones. Seamos sinceros los unos con los otros pero siempre con un gran respeto porque en nombre de la sinceridad no tenemos derecho a molestar o dañar a nadie. Desterremos de nuestras relaciones todo lo que pueda provocar ruptura, desconfianza o aquello con lo que podamos dañar los demás, palabras, gestos, actitudes negativas.

Pidámosle al Señor que nos enseñe a buscar siempre lo bueno y que nos dé fortaleza para que podamos ofrecer siempre lo mejor al hermano.

jueves, 8 de septiembre de 2011

La aurora de la salvación que nos anuncia la llegada de la luz verdadera


Miqueas, 5, 2-5;

Sal. 12;

Mt. 1, 18-23

En esta fiesta de la Natividad de la Virgen María toda la liturgia rebosa de alegría y de gozo. Es el nacimiento de la que iba a ser la Madre de Dios, la escogida por el Señor y desbordante de gracia para en sus purísimas entrañas encarnarse el Hijo de Dios para hacerse hombre.

Una fiesta de la Virgen muy arraigada en la devoción popular aunque sean diversas las advocaciones con que la invocamos en muchas parroquias y pueblos de nuestras islas en este día, Virgen de la Luz, Señora de los Remedios, Virgen del Socorro, entre otras por citar algunas, además de Virgen del Pino, como se celebra en la diócesis hermana de Canarias.

Aurora de la salvación’ llama la liturgia a este día y María es para nosotros ‘esperanza y aurora de la salvación’. La aurora nos anuncia la luz del sol que llega, el nacimiento de María nos está adelantando ese momento grande en que Dios va a derrochar su amor por nosotros y querrá hacerse hombre en las entrañas de María para venir como verdadera y única luz de nuestra vida y del mundo. Con razón, pues, a María la llamamos Madre de la Luz porque va a hacer posible con Sí incondicional a Dios que llegue la luz para iluminarnos, que venga Cristo con su salvación.

Qué ricas de hondo significado tantas imágenes de María – como vemos en la imagen de la Virgen de la Luz, en la del Socorro, o en la nuestra tan querida de Candelaria - que al mismo tiempo que nos están mostrando a Jesús en sus brazos llevan también en su mano una luz como signo de que hemos de aprender a buscar la verdadera luz que es Jesús. María siempre nos estará llevando hasta Jesús y su salvación. ‘Haced lo que El os diga’, nos repite una y otra vez en nuestro corazón como le escuchamos decir a los sirvientes allá en las bodas de Caná de Galilea.

Por eso, ya desde el comienzo de la celebración la liturgia nos invitaba a que ‘celebremos con alegría el nacimiento de María, pues de ella salió el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios’. Y alabamos, bendecimos y proclamamos ‘la gloria del Señor en la Natividad de santa María, siempre virgen. Porque ella concibió a tu único Hijo por obra del Espíritu Santo, y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro’.

Siempre en las fiestas de la Virgen nos alegramos, nos gozamos con ella y la festejamos. ¿Cómo no íbamos a hacerlo en la fiesta de la Madre? Es la Madre del Señor, porque ella nos vino el autor de la vida de la salvación, y celebrar su nacimiento es como estar celebrando las primicias de la salvación que nos llega a través de la Maternidad de la Virgen María. Por eso cuando celebramos una fiesta de María hemos de sentir más fuertemente en nuestro corazón esos deseos de llenarnos de Dios, de llenarnos de su gracia y santidad, de copiar a María para aprender a ser santos y puros de corazón.

Celebramos a María, la Madre del Señor, pero celebramos a María que es también nuestra Madre. Así nos la quiso dejar Jesús cuando el momento supremo del sacrificio y de la entrega se la confia a Juan para que la ame como la madre más amada. En Juan estábamos todos representados, por eso amamos a sí a María, nos confiamos a ella como a la madre más amada y a ella continuamente pedimos su socorro, su intercesión, que nos alcance el divino remedio de la gracia.

Como decíamos en la oración litúrgica ‘cuantos hemos recibido las primicias de la salvación por la Maternidad de la Virgen María, consigamos aumento de paz en esta fiesta de su nacimiento’. Aumento de paz, le pedimos. Que nos llenemos de su luz. Pero que seamos al mismo tiempo mensajeros de luz para los demás. La luz no es para que nos la quedemos nosotros sino para que nosotros también iluminemos con esa luz de Jesús al mundo que nos rodea y que tanto necesita encontrar esa luz. Nuestras vidas siempre tendrían que estar anunciando la luz, tendrían que ser auroras de salvación para los demás, como lo fue María, porque por el testimonio de nuestra vida estemos anunciando donde está la luz verdadera, estemos anunciando el Sol de justicia que nos trae la salvación. En nuestras manos, en nuestra vida siempre tendría que estar encendida esa luz de la gracia con la que no sólo nosotros nos sintamos iluminados sino que iluminemos como María también a los demás.

Que sintamos la gracia renovadora del Señor en nuestro corazón para que nos llenemos de alegría en el amor. Sí, porque cuando amemos de verdad, aprendemos de María lo que es el verdadero amor, sentiremos un gozo hondo en nuestras almas. Aunque el amor nos haga pasar por el sacrificio o la cruz, nuestras vidas siempre tienen que estar llenas de alegría, porque darse por los demás es la felicidad más grande que podemos alcanzar.

Que busquemos con todo ahinco vivir la gracia del Señor que nos haga cada día más santos. A María la saludó el ángel como la llena de gracia porque el Señor derramaba sus gracias sobre ella que iba a ser su madre. Pero en virtud de los méritos de Cristo también se derrama en nuestros corazones la gracia del Señor, también tendríamos que ser los que estamos llenos de la gracia del Señor. Que lo valoremos, que no perdamos esa gracia porque dejemos penetrar el pecado en nuestros corazones. Que nuestra vida se sienta transformada por el amor de Dios que se derrama en nuestros corazones.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Vayamos con nuestra pobreza hasta Jesús y de nosotros será también el Reino de Dios


Col. 3, 1-11;

Sal. 144;

Lc. 6, 20-26

‘Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios’. Así comienza Lucas el relato del llamado sermón de las bienaventuranzas.

San Mateo nos había dicho que Jesús subió al monte, se acercaron sus discípulos y comenzó a hablarles proclamando el mensaje de las bienaventuranzas. San Lucas había situado a Jesús en el monte donde había pasado la noche orando y en la mañana siguiente llamó a los discípulos, escogió a doce, a los que nombró apóstoles, como ayer escuchamos, y luego baja del monte donde se encuentra la multitud de los discípulos venidos de todas partes, como ayer escuchamos, a los que curó de diversos males. A continuación, ‘levantado los ojos hacia los discípulos’, proclama el mensaje de las bienaventuranzas que hoy hemos escuchado.

Escuchando y meditando en este pasaje me doy cuenta que lo que ahora Jesús proclama es lo que ya antes se había presentado como mensaje programático en la sinagoga de Nazaret, con el texto de Isaías, y lo que día a día veremos hacer a Jesús rodeado de toda clase de gente que acude a El. ‘El Espíritu del Señor está sobre mí , porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres…’ escuchamos en la Sinagoga de Nazaret. Los pobres serán evangelizados y de los pobres es el Reino de los cielos nos dice ahora en las Bienaventuranzas.

Pero ¿a quienes el Padre va a revelar lo escondido del misterio de Dios? Jesús da gracias al Padre porque estos misterios se ocultan a los sabios y entendidos y se revelan a los humildes y a los sencillos. Dichosos, repetimos, con la bienaventuranza de Jesús porque podrán conocer los misterios de Dios, porque a ellos se les anuncia el evangelio, porque de ellos es el Reino de Dios.

Si Jesús, lleno del Espíritu de Dios, había sido enviado para la liberación de los cautivos y oprimidos, llevar la paz a los que tenían el corazón desgarrado y lleno de sufrimiento y a los ciegos se les iba a devolver la vista, ¿qué es lo que vemos hacer a Jesús en sus caminos de anuncio del evangelio? Ahora mismo al bajar Jesús del monte se había encontrado con la multitud que venía para que le curara de sus enfermedades y los atormentados por espíritus inmundos eran curados.

¿Qué es lo que dice Jesús en la Bienaventuranza? Los que tienen hambre quedarán saciados, los que lloran serán consolados, los que sufren incomprensiones y persecusiones se llenarán de gozo y saltarán de alegría porque su recompensa será grande, porque de ellos es el Reino de los cielos. Es el gozo y la alegría que todos sienten cuando se encuentran con Jesús y sus cuerpos se ven curados, pero su espíritu se llena de paz y de esperanza.

Los que se sienten ricos y poderosos, los autosuficientes y los que tienen el corazón lleno de orgullo, los que se creen entendidos y miran por encima del hombro a los demás, esos no llegarán a comprender el Reino de Dios que Jesús anuncia, a ello el Padre no les revela los secretos del Reino de los cielos y no lo podrán alcanzar. Es más, serán los que veremos siempre en oposición a Jesús y hasta el bien que Jesús hace a los demás, a los pobres y a los enfermos, en su misericordia y amor, será para ellos motivo de escándalo y por eso estarán siempre preguntándose qué es lo que tendrán que hacer con Jesús hasta que lo lleven a la cruz.

¿Mereceremos nosotros la bienaventuranza de Jesús? ¿Cuáles son las actitudes que anidan en nuestro corazón? Pongámonos desde nuestra pobreza y con nuestra pobreza, desde nuestra debilidad y con nuestros sufrimientos delante de Jesús y abramos nuestro corazón a su gracia. Si con ese espíritu humilde vamos hasta el Señor, si con un corazón contrito y arrepentido vamos hasta El, en Jesús encontraremos nuestra paz, nuestro consuelo, la vida verdadera y la salvación. Podremos entender lo que es el Reino de Dios y de nosotros será también.

martes, 6 de septiembre de 2011

Cristiano es el discípulo de Cristo


Col. 2, 6-15;

Sal. 144;

Lc. 6, 12-19

¿Qué es ser cristiano? Preguntaba el catecismo a lo que se respondía: Cristiano es el discípulo de Cristo. La misma palabra, cristiano, lo está diciendo, porque hace referencia a Cristo. Y ¿qué es ser discípulo? Discípulo es el que sigue a su Maestro. Somos cristianos, porque somos discípulos de Cristo, porque seguimos a Jesús. Al principio simplemente se decía discípulos de Jesús, pero ya sabemos cómo en la Iglesia de Antioquía pronto se comenzó a llamar cristianos a los seguidores del camino de Jesús. Así nos lo dice el libro de los Hechos de los Apóstoles.

¿Somos cristianos? ¿Somos discípulos de Cristo? ¿seguimos en verdad a Cristo como nuestro único Maestro, como nuestro único Camino, como nuestra única verdad? Es en lo que tendríamos que estar empeñados siempre.

De eso nos ha hablado hoy el apóstol en el texto de la Carta a los Colosenses que venimos escuchando. ‘Ya que habéis aceptado a Cristo Jesús, el Señor, proceded como cristianos…’ Y nos dice más: ‘Arraigados en El, dejáos construir y afianzar en la fe que os enseñaron y rebosad agradecimiento…’ Arraigados… es el cimiento de nuestra vida, de nuestra fe, Cristo Jesús, el Señor. Le escuchamos, nos apoyamos totalmente en El, lo metemos en nuestra vida, ponemos toda nuestra fe en El, como único fundamento y razón de ser de nuestra existencia. Cristo Jesús, que es el Señor, que es el verdadero Hijo de Dios encarnado para nuestra salvación. Cómo tenemos que fortalecer nuestra fe en El.

Es lo que queremos hacer cuando venimos aquí cada día a celebrar la Eucaristía. Queremos glorificar al Señor, darle gloria, cantar la mejor alabanza y darle gracias. Pero venimos a alimentarnos de El, a alimentar nuestra fe para que se mantenga íntegra y firme, para que se manifieste luego en todo lo que hacemos en la vida. Por eso escuchamos su Palabra, esa Palabra que nos ilumina la vida, que nos instruye y nos enseña, que nos señala los caminos por donde ha de transcurrir nuestra vida. Y nos alimentamos de Cristo en la Eucaristía donde El mismo se hace alimento, nos da a comer su Carne para que tengamos vida y tengamos vida para siempre.

Qué importante cómo vivamos la Eucaristía como todos y cada uno de los sacramentos. El Apóstol nos recuerda el Bautismo ‘por el que fuimos sepultados con Cristo y resucitado con El por haber creido en la fuerza de Dios que lo resucitó’. El Bautismo nos hizo partícipes de la redención de Cristo, de su muerte y resurrección para así llenarnos de su salvación. A partir del Bautismo ya somos unos partícipes de la resurrección; podemos decir, somos unos resucitados porque ya estamos llenos de su vida nueva. Estábamos muertos por el pecado, como nos dice el apóstol, ‘pero Dios os dio vida en Cristo, perdonándoos todos los pecados’.

¡Qué dicha haber merecido ese perdón que nos ha ofrecido el Señor! Más que merecimiento fue gracia, regalo de Dios. Bueno es que recordemos esto con frecuencia en nuestra vida, porque realmente tenemos que estar enriquecidos con una espiritualidad bautismal. Es el primero de los sacramentos que marca nuestra vida para siempre. Ya hemos de vivir una vida nueva; ya tenemos que sentirnos en Cristo vencedores del pecado; y eso tenemos que hacerlo realidad en nuestra vida en nuestra lucha contra el pecado, en el camino del bien y de la santidad que hemos de emprender.

Démosle gracias al Señor por la gracia de ser cristianos, discípulos de Jesús y la fe que nos ha regalado y plantado en nuestro corazón. Démosle gracias a Dios una y otra vez por nuestro Bautismo. Démosle gracias al Señor por la oportunidad que tenemos cada día de escucharle y alimentarnos de El en la Eucaristía que celebramos. Pidámosle que nos dé su gracia para que podamos vivir santamente nuestra vida.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Todos lleguen a la madurez en su vida cristiana


Col. 1, 24-2, 3;

Sal. 61;

Lc. 6, 6-11

Muchas veces lo hemos reflexionado. La fe que tenemos en Jesús nos tiene que hacer las personas más felices del mundo. Conocer a Cristo es lo más grande, porque toda nuestra vida se siente transformada en El. Algunas veces no terminamos de darnos cuenta lo maravillosa que es la fe que tenemos en Jesús, porque en El encontramos todo el sentido de nuestra vida y la mayor plenitud a la que podamos aspirar. Tenemos que tomarnos en serio nuestra fe.

Hoy nos ha hablado el apóstol Pablo del misterio de Dios en quien encontramos toda sabiduría y toda gracia. Y nos decía ‘este misterio es Cristo, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer’. Por eso no nos podemos cansar de buscarle y querer conocerle cada día más, ahondar profundamente en ese misterio de amor que en Cristo se nos manifiesta. Los cristianos no podemos pensar que tenemos todo conocido lo que es el misterio de Cristo. Muchas veces vivimos con poca profundidad y poco compromiso nuestra fe y por eso mismo hasta nos cansa el que nos puedan estar diciéndonos cómo tenemos que crecer en esa fe y en consecuencial preocuparnos por formarnos más y más.

En mi experiencia parroquial tengo visto cómo costaba a la gente convencerla para que buscaran cauces de formación para su fe y su vida cristiana. Pero cuando una persona se dejaba conducir y comenzaba sus etapas de formación o una catequesis de profundización, luego daban gracias por la oportunidad que se les había dado y luego siempre estaban deseando más y ya no querían que se agotaran esos planes sino que querían seguir profundizando más y más.

Hoy, en la carta de los Colosenses que estamos comentando, el apóstol nos manifiesta lo que es su preocupación y sus deseos, no importándole incluso que esa tarea conllevara incluso sufrimientos para él. ‘Me alegro de sufrir por vosotros, les decía, así completo en mi carne los dolores de Cristo sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia’. Además de manifestarnos lo que es su preocupación y al mismo tiempo alegría a pesar del sufrimiento, nos está enseñando cómo también nosotros en nuestros sufrimientos hemos de saber unirnos a la pasión de Jesús, que adquieren entonces un hermoso valor ante los ojos de Dios.

Se siente apóstol con la misión de anunciar el mensaje de Cristo en toda su integridad, porque lo que busca que ‘todos lleguen a la madurez en su vida cristiana’. Es un gozo el conocimiento del misterio de Cristo que se les revela y que los llena de esperanza. ‘Dios ha querido dar a conocer a los suyos las gloria y la riqueza que este misterio encierra: que Cristo es para vosotros la esperanza de su gloria’.

¿En qué se va a manifestar esa madurez en la vida cristiana? ‘Busco que tengan ánimos y estén compactos en el amor mutuo, para conseguir la plena convicción que da el comprender y que capten el misterio de Dios’. Que tengan ánimos, les dice, porque muchas veces cuesta el camino de la vida cristiana, porque desde dentro de nosotros tenemos la tentación que nos acecha y nos quiera atraer por otros caminos y hemos de sentirnos fuertes para superar esa tentación. Que tengan ánimos porque quizá el ambiente que nos rodea no nos facilita las cosas e igualmente hemos de sentirnos fuertes para vivir nuestra fe con todas sus consecuencias.

‘Que tengan ánimos y estén compactos en el amor mutuo’, les dice. Porque todo ha de manifestarse luego en ese amor, ese comunión de hermanos en que hemos de vivir, y en todo eso bueno que siempre hemos de hacer por los demás. Y todo esto, con la fuerza y la gracia del Señor.

Que crezcamos así nosotros en nuestra fe; que lleguemos a esa madurez de nuestra vida cristiana; que tengamos deseos cada vez más de conocer todo el misterio de Cristo.

domingo, 4 de septiembre de 2011

El que ama no puede permitir que nadie se enfangue con el mal


Ez. 33, 7-9;

Sal. 94;

Rom. 13, 8-10;

Mt. 18, 15-20

‘A nadie debáis nada, más que amor… porque amar es cumplir la ley entera’. Así podemos resumir el fondo del mensaje de este domingo. Todo es cuestión de amor. Y el que ama busca siempre el bien, no puede permitir que nadie se enfangue con el mal; el que ama quiere la comunión y la armonía; y cuando nos amamos de verdad también cuando nos dirigimos a Dios lo hacemos en comunión con los demás; es más, cuando nos amamos de verdad estamos haciendo presente a Dios, sentimos a Cristo en medio nuestro.

Casi no habría que decir nada más. Solamente que esto lo lleváramos de verdad a nuestra vida. Lo sintiéramos como una exigencia grande para nosotros de la que no nos podemos desentender. No podemos cerrar los ojos, ni volvernos para otro lado. Ya el profeta nos advierte con palabras fuertes de nuestra responsabilidad. No podemos endurecer el corazón porque donde hay amor de verdad el corazón se derrite en ternura y misericordia.

Si como hemos escuchado en otro lugar del evangelio ‘Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva’, entonces no podemos sentirnos indiferentes ante la situación del hermano. Nos preocupamos por él, por su bien. Y de ahí surge la corrección fraterna de la que nos habla hoy Jesús en el evangelio. Corrección fraterna no es hacer juicio o buscar la condena sino animar a levantarse porque sabemos donde podemos encontrar la verdadera paz y la alegría más honda. Ayudamos a ver donde puede estar el error o el fallo humano pero ayudamos a encontrar caminos de renovación que nos lleven a vida nueva y más santa.

Corrección fraterna que no podemos hacer sino siempre desde la humildad y desde el amor. Es algo muy delicado y que tenemos que saber hacer bien. Cuando nos acercamos al hermano no lo hacemos desde la prepotencia de nosotros creernos santos y mejores, sino con la humildad del que también se siente pecador y que igualmente acepta ser corregido por el hermano; nos acercamos al que ha errado en su vida para ayudarle a encontrar el buen camino.

Nunca cabe la actitud orgullosa del fariseo que quiere imponer al otro sin mover un dedo de su parte, como nos dice Jesús en otro lugar del evangelio, y del que está siempre pronto para condenar, sino siempre la actitud humilde del que se sabe también pecador y perdonado tantas veces por el Señor.

Como decíamos al comenzar nuestra reflexión, todo es cuestión de amor. Es nuestra seña de identidad, nuestro distintivo. Y el amor siempre es comprensivo. Todo nace de un corazón compasivo y misericordioso, que ya Jesús nos dice que seamos así como compasivo es nuestro Padre del cielo. ¿Cómo no nos vamos, entonces, a derretir de amor? Pero además, ¿no tendríamos que hacer como Jesús que es el buen pastor que siempre va a buscar la oveja descarriada y perdida? A Jesús tenemos que parecernos.

Ya sé que media por otra parte nuestro corazón orgulloso y lleno de amor propio, autocomplaciente y que siempre buscamos o nos creemos tener razones para jsutificarnos. Costará en muchas ocasiones acercanos a los demás porque aparecen esos ramalazos de orgullo, de autosuficiencia, de justificaciones y muchas cosas más que harán que cueste aceptar el que alguien pueda decirnos algo o hacernos una corrección. Siento que es una lástima que como humanos nos comportemos con actitudes así y nos encerremos en los castillos de nuestro endiosamiento. De ahí, en consecuencia, la delicadeza, humildad y amor con que hemos de actuar siempre.

Jesús nos está señalando las actitudes fundamentales que tendría que haber entre los que se dicen sus discípulos, sus seguidores y van a formar parte de la comunidad de los creyentes. La forma de expresarnos Mateo estas palabras de Jesús pueden estar reflejándonos situaciones difíciles que ya pudieran estar dándose en aquellas primeras comunidades cristianas y con el evangelio, que era algo así como la catequesis para aquellas comunidades, trataba de corregir y enseñar con palabras de Jesús cuáles habían de ser esas actitudes fundamentales.

Es en el ámbito de nuestras comunidades cristianas donde primero hemos de poner en práctica esta enseñanza de Jesús. Se supone que en una verdadera comunidad cristiana vivimos esa comunión en el amor en el sentido y estilo de Jesús. Por eso nos señala el evangelio entre los pasos que se han de dar el contar con la comunidad que ha de buscar el bien, le arrepentimiento y la corrección de cada uno de sus miembros. Es lo que entre nosotros cristianos tenemos que aprender a hacer y a vivir, esa comunión de amor que nos ayuda a aceptarnos y a comprendernos, a amarnos y a ayudarnos mutuamente a vivir ese amor al estilo de Jesús.

Nos habla Jesús de atar y desatar. Está en nuestra manos. ‘Todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo’. Una primera interpretación que hacemos siempre de estas palabras es la referencia al perdón de los pecados, poder del perdón de los pecados que Dios ha puesto en manos de la Iglesia. Estas misma palabras las dirá Jesús a Pedro cuando la confía ser esa piedra sobre la que se fundametará la Iglesia. Pero podemos hacer una referencia o interpretación a todo lo que con nuestro amor podemos hacer siempre a favor de los demás. Atemos con lazos de amor nuestras relaciones, nuestro trato; desatemos todo aquello que nos pueda esclavizar desde nuestros orgullos, nuesros egoísmos o nuestras ambiciones.

Y es que además, como nos enseña el evangelio, con nuestro amor tenemos que hacer presente a Jesús. Porque allí donde ponemos amor verdadero estamos haciendo presente a Jesús. ¡Qué hermoso lo que nos dice! ‘Porque donde dos o tres estám reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’. Hagamos presente a Jesús en medio de nuestro mundo con nuestro amor, con nuestra comunión. Y es que el testimonio de amor, de comprensión, de misericordia, de compasión que nosotros demos ante los demás estará convirtiéndose en anuncio de Jesús, en anuncio de evangelio.

Y esta unión y comunión de hermanos nos sirve además para engradecer nuestra oración, para hacerla más auténtica y más viva, porque nos asegurará que cuando rezamos unidos, cuando oramos en comunión los unos con los otros tenemos la garantía de la presencia y de la intercesión de Jesús. ‘Si dos o más se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre’, nos dice Jesús. Y ya nos dice en otro lugar que ‘cualquier cosa que pidáis en mi nombre, os lo concederé, para que el Padre sea glorificado en el Hijo’.

¡Qué importante y valiosa la oración comunitaria! ¡Qué importante que sepamos darle de verdad este sentido de comunión a nuestras celebraciones litúrgicas en las que nunca cada uno debe ir por su lado! ¡Cuántas consecuencias tendríamos que sacar de todo esto para nuestras celebraciones, para nuestro sentido de iglesia y de comunidad que tendríamos que vivir con toda profundidad!

‘A nadie debáis nada, más que amor’, nos decía san Pablo. ‘El que ama a su prójimo no le hace daño – es más siempre buscará su bien – por eso amar es cumplir la ley entera’.