sábado, 26 de marzo de 2011

Un canto al amor de Dios que sigue amándonos como hijos

Miqueas, 7, 14-15. 18-20;
Sal. 102;
Lc. 15, 1-3.11-32

La parábola es un canto al amor de Dios que no sólo espera sino que persigue al pecador hasta recuperarlo. Es un hermoso retrato del amor de Dios.
Muchas veces hemos escuchado y meditado esta parábola. Comunmente la llamamos del hijo pródigo, pero ya escuchamos muchas veces llamarla la del padre misericordioso. Porque realmente el protagonista no es el hijo sino el padre. De lo que quiere Jesús hablarnos no es del hijo, sino del padre, porque lo que quiere Jesús es hablarnos de Dios, nuestro Padre que así nos ama, nos espera, nos busca, nos sigue ofreciendo siempre su amor, sea cual sea la actitud o la respuesta que nosotros le demos.
Es cierto que en la parábola nos vemos reflejados, porque también es un retrato de nuestro pecado y de nuestras infidelidades. Nos vale para mirar nuestra vida, pero para mirarla con la mirada de Dios. Porque simplemente mirándonos con nuestra mirada, nuestros ojos, nos veríamos quizá miserables y despreciables. Incluso podríamos hundirnos más al ver lo poco que somos y el mal que hacemos. Pero con la mirada de Dios, con la mirada del Padre es distinto, porque la mirada de Dios siempre será una mirada de amor. Un amor que nos llama, nos invita a ir a El, nos da su abrazo de amor y de perdón.
Hay quien ha dicho que realmente el hijo fue así porque no había terminado de conocer al Padre. Se quiere levantar de su postración y hundimiento, quiere volver a la casa del padre, pero no se atreve a ir como hijo; ‘trátame como a uno de tus jornaleros’, piensa decirle. No ha terminado de conocer al padre que le espera, al padre que sigue amándole, al padre que no le va a echar en cara, sino que encima tendrá regalos para él: un traje nuevo, un anillo y una sandalias, un ternero cebado y una fiesta. Así es el padre, así es Dios.
El otro hijo, el que aparentemente era el bueno y cumplidor, pero que tenía el corazón lleno de resentimientos tampoco conocía al padre, ni había intentado parecerse a él. Por eso sus quejas, su rabieta podríamos decir, su no querer entrar a la casa y aceptar al hermano. Y allí está el padre rogando, suplicando, queriendo hacer comprender al hijo todo lo que es su amor.
¿Habremos terminado nosotros de conocer a Dios? ¿habremos, al menos un poquito, intentado parecernos a El? La parábola nos enseña, nos habla de ese amor de Dios, de su misericordia y compasión. Como hemos dicho en el salmo ‘el Señor es compasivo y misericordioso’. Pero no lo olvidemos. Es más copiemos esa compasión y esa misericordia en nuestra vida para que nunca tengamos recelos contra nadie, para que nunca nos fijemos primero en lo malo o en sus defectos que en los motivos que tenemos para amarle.
‘¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia. Volverá a compadecerse y extinguirá nuestras culpas; arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos’. Hermoso el texto del profeta Miqueas. Y es un texto del Antiguo Testamento. Muchas veces pensamos que en el Antiguo Testamento solo se nos presenta la imagen de un Dios justiciero o vengativo. Es el Dios del amor. Recordemos con que paciencia ha estado siempre al lado de su pueblo a pesar de todas las infidelidades y pecados.
Podremos recordar también nosotros la experiencia que hayamos tenido de sentirnos amados y perdonados. Es bueno recordarlo, revivirlo. Nos ayudará a conocer más a Dios y a amarle más también. Nos ayudará a esas actitudes nuevas que hemos de tener para con los demás.
Claro que vamos a acercarnos al Señor desde nuestro pecado diciendo ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti’. Reconoceremos, es cierto, que nada merecemos y no merecemos ser tenidos como hijos, pero hemos de reconocer también todo lo que es el amor que el Señor nos tiene que sigue considerándonos como hijos a pesar de que seamos pecadores.

viernes, 25 de marzo de 2011

Llegada la plenitud de los tiempos Dios se encarnó para ser Dios con nosotros

Is. 7, 10-14;

Sal. 39;

Hebreos, 10, 5-10;

Lc. 1, 26-38

‘La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como la del Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad’. Así nos proclama san Juan en el principio de su Evangelio el Misterio de la Encarnación que hoy estamos celebrando.

Día de la Anunciación, decimos por el anuncio que el ángel de parte de Dios viene a traer a la humanidad cuando se manifiesta a María para decirle que iba a ser la Madre de Dios. Día de la Encarnación del Verbo de Dios en las entrañas de María tenemos que decir contemplando la escena evangélica. Es para quedarnos absortos ante tanto misterio de amor; mudos de admiración y asombro tenemos que quedarnos ante tanto amor como Dios nos tiene que quiere tomar nuestra naturaleza humana para hacerse hombre.

Así se cumplen las promesas de Dios al pueblo de Israel desde que allá en los umbrales de la humanidad el hombre se había atrevido a romper con Dios; sin embargo Dios sigue buscando al hombre, lo buscó en el paraíso terrenal mientras Adán y Eva se escondían avergonzados para anunciarles que habría salvación; y Dios siguió buscando al hombre, ahí tenemos toda la historia de la salvación en la historia del pueblo de Israel, anunciando una y otra vez por los profetas que quiere estar con nosotros, que quiere estar entre nosotros para ofrecernos su vida y su salvación.

Dios quiere ser Emmanuel; no es el Dios que se queda escondido allá entre las nubes del cielo y de su gloria, sino que su gloria se va a manifestar precisamente haciéndose presente entre los hombres. No siempre quisieron ver los hombres las señales de ese amor de Dios, pero ahí está, como nos dice el profeta ‘el Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel, que significa: Dios con nosotros’.

Lo vemos cumplido en las entrañas de María. Es el anuncio que el ángel le hace en Nazaret. ‘El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra: por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios’. Como nos dice el Evangelio de Mateo: ‘Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había anunciado el Señor por medio del profeta…’ y nos recuerda todo lo que hoy también nosotros hemos escuchado en la primera lectura.

En el prefacio proclamaremos ‘porque llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió su mensaje a la tierra y la Virgen creyó el anuncio del ángel: que Cristo, encarnado en su seno por obra del Espíritu Santo, iba a hacerse hombre para salvar a los hombres’. Llegó la plenitud de los tiempos, llegó quien era nuestra salvación, llegó el Verbo de Dios encarnado en las entrañas purísimas de María y nosotros nos postramos hoy en adoración ante tal maravilloso Misterio de Dios.

Nos gozamos en el Señor y para El queremos que sea todo bendiciones. Nos gozamos pero queremos acoger a Dios en nuestro corazón y en nuestra vida, abriéndonos en todo a lo que sea su voluntad. Como Jesús. Como María. La carta a los Hebreos nos dice: ‘Cuando Cristo entró en el mundo, dijo: tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’. No son necesarios los sacrificios de animales ni de cosas que ofrendamos al Señor. se acabaron ya para siempre esos sacrificios y ofrendas. Es la obediencia de la fe. Es el sacrificio de nuestro yo. Es la ofrenda de nuestra vida que buscará en todo hacer siempre la voluntad del Señor. ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’.

Qué ejemplo nos da María. Humilde y turbada ante tanto misterio de Dios que se le manifiesta. Le costará entender la elección divina pero allí está ella como un humilde esclava. Que se haga la voluntad del Señor. ‘Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra’. Es la fe de María. Es la disponibilidad de María. Es el amor total de María. Cuánto tenemos que aprender. ‘La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como la del Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad’. Alabemos y bendigamos al Señor; respondámosle con toda nuestra fe y con el amor de toda nuestra vida.

jueves, 24 de marzo de 2011

Hundamos las raíces de nuestra vida en la acequia de gracia de la Palabra de Dios


Jer. 17, 5-10;

Sal. 1;

Lc. 16, 19-31

¿En qué o en quien ponemos nuestra confianza y nuestra esperanza? ¿seremos como árbol plantado al borde de la acequia que da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas, o seremos como cardo en la estepa que habita en la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita?

¿En quién ponemos nuestra confianza y nuestra esperanza?, volvemos a preguntarnos. ¿Sólo confiamos en nosotros mismos, en nuestras fuerzas o nuestras capacidades, nuestro saber o nuestro poder humano, nuestras riquezas o nuestras posesiones materiales, o por encima de todo eso ponemos nuestra confianza en el Señor?

Es lo que nos plantea el profeta, con lo que hemos orado en el salmo, y lo que nos quiere hacer reflexionar Jesús en el Evangelio. En el fondo de todo esto está un sentido de la vida y descubrir el valor que han de tener las cosas para nosotros. Es en cierto modo si vivimos solo para nosotros mismos o consideramos que la vida más hermosa es cuando nos abrimos a Dios y nos abrimos a los demás, o sea, entramos en una relación de verdadero amor.

La parábola del evangelio la hemos reflexionado muchas veces. Al escucharla seguramente siempre sentimos repugnancia para la actitud de aquel hombre rico que no pensaba sino en sí mismo y no tenía ojos para ver más allá de lo que fueran sus intereses o deseos de pasarlo bien. ‘Un hombre rico que se vestía de púrpura y banqueteaba espléndidamente cada día’. Tan encerrado en sí mismo estaba que no caía en la cuenta de quien estaba a su puerta en la mayor de las miserias ‘cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba’. Era como un hombre invisible que los ojos egoístas no son capaces de ver.

Esto que venimos comentando hasta aquí ya podría darnos para muchas reflexiones y para muchas preguntas en nuestro interior. No vestiremos de púrpura ni banquetearemos cada día, pero podría sucedernos que sin embargo viviéramos tan encerrados en nosotros mismos, en lo bueno o en lo malo que tengamos o nos pueda pasar, que no tengamos ojos para ver lo que hay a nuestro alrededor. No vemos quizá ni las cosas bellas que Dios pone a nuestro lado en corazones buenos que se dan y se desgastan por los demás, o no vemos el sufrimiento, la soledad o las angustias por las que quizá muchos puedan estar pasando y pensamos que nuestro sufrimiento es el peor.

Pero la parábola quiere decirnos muchas cosas más. No podremos en la brevedad de esta reflexión abarcarlas todas. Nos habla de la muerte y de la vida futura; nos habla del premio por lo bueno o por la confianza que hayamos puesto en Dios, o del vernos alejados de Dios para siempre como consecuencia de una vida donde habíamos prescindido de Dios porque quizá nos hicimos dioses de nosotros mismos. Es la suerte del pobre en el seno de Abrahán y del rico en la hondura del abismo en su castigo.

Brevemente destaquemos otras cosas. ‘Te ruego, le dice el rico, que mandes a Lázaro a casa de mi padre porque tengo cinco hermanos, para que con su testimonio evites que vengan a este lugar de tormento’. Y ya escuchamos la respuesta de Abrahán: ‘Tienen a Moisés y los profetas; que los escuchen… porque si no escuchan a Moisés y los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’.

Tenemos la Palabra del Señor como una llamada constante a nuestra vida invitándonos a la conversión, como ahora en este tiempo con mayor intensidad estamos escuchando. Sin embargo, parece que los hombres le diéramos más importancia a milagros o cosas extraordinarias – parece que es lo que estamos esperando siempre – que a la Palabra que Dios nos dirige cada día. Escuchemos la Palabra del Señor, y a la luz de esa Palabra del Señor seamos capaces de leer nuestra vida con una nueva visión, para que nos sintamos invitados a la conversión y al amor.

Esa acequia – empleemos la imagen del salmo – de la Palabra de Dios riega continuamente nuestra vida. hundamos nuestras raíces en ella para que en verdad lleguemos a dar frutos de vida eterna.

miércoles, 23 de marzo de 2011

¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?

Jer. 18, 18-20;

Sal. 30;

Mt. 20, 17-28

Lo que Jeremías nos narra de los acosos y maquinaciones que tuvo que sufrir es lo que de una forma u otra sufrieron todos los profetas y es imagen y tipo de lo que sería la pasión de Jesús.

Precisamente el texto hoy proclamado comienza con el anuncio que, cuando van subiendo a Jerusalén, Jesús hace de su pasión. A los doce de una manera especial se los explica aunque luego ellos salieran con sus ambiciones y sus recelos mutuos. ‘Estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del Hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los letrados, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen, y al tercer día resucitará’.

Anuncio que nos hace Jesús a nosotros también en esta nuestra particular subida a Jerusalén, en esta subida a celebrar la pascua para lo que estamos preparándonos a lo largo de la cuaresma. Es anuncio de su Pascua y de nuestra Pascua, de lo que fue la entrega de Jesús para nuestra salvación y de lo que ha de ser el camino del seguidor de Jesús cuando decimos que tenemos fe en El.

Con una mirada en cierto modo crítica siempre nos resulta de alguna manera desconcertante que, inmediatamente después del anuncio que hace Jesús, aparezcan las ambiciones de los hermanos Zebedeos por ocupar los primeros puestos, como también los recelos que se crearon en el resto de los discípulos. Pero nos viene bien porque así se nos clarifica mejor el mensaje de Jesús para nosotros.

Ante la petición de la madre de Santiago y Juan surge la pregunta de Jesús, en la que quizá convendría detenernos un poco a reflexionar porque es pregunta que nos hace a nosotros también. ‘No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?’ La respuesta está pronta, pero quizá, repito, tendríamos que detenernos a reflexionarlo.

Jesús está hablando de su entrega y de su pasión. Jesús está hablando de sufrimiento y de muerte en cruz. Jesús está hablando de un amor que le hace darse totalmente, sin límites, hasta el final porque nadie ama más al amigo que aquel que es capaz de dar su vida por El. Y es lo que hace Jesús.

Porque los sumos sacerdotes y los escribas atentan contra Jesús y lo van a entregar en manos de los gentiles condenándolo a muerte. Pero es Jesús el que se entrega, el que da el paso adelante. Nadie le arrebata su vida sino que El la entrega libremente. Así es su amor. Esa es la pasión de amor que El vive. Ese es el cáliz que ha de beber.

Y pregunta a los discípulos y nos pregunta a nosotros. ‘¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?’ ¿Seremos capaces de vivir un amor así? ¿Es ese el estilo de nuestra entrega? Es el cáliz que hemos de beber cada día cuando seguimos a Jesús. Es el amor con que hemos de vivir nuestra vida. Es el sentido que le hemos de dar a nuestros sufrimientos. Es el motor, por así decirlo, de todo lo que hacemos cada día. Es la cruz de nuestro amor; es la cruz de nuestros sufrimientos y limitaciones; es la cruz de la mutua aceptación y del amarnos con un amor como el de Jesús. Quisiéramos quizá hacer cosas grandes y extraordinarias, pero el Señor quizá no nos pide sino esas pequeñas cosas de cada día, pero que sepamos hacerlas extraordinariamente bien porque todas ellas las envolvamos en el amor, las inundemos de amor.

Cuando el resto de los discípulos se ponen a murmurar por allí con sus recelos, Jesús les hablará claramente sobre lo que tienen que hacer. ¿Quieren ocupar primeros puestos? ¿Quieren estar a la derecha o a la izquierda del Maestro? Hay que saber hacerse el último y el esclavo de todos. Hay que aprender a amar hasta el final, hasta la total entrega. ‘El que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero que sea vuestro esclavo’.

Es lo que hizo Jesús. ‘Igual que el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos’. Es el cáliz que también nosotros hemos de estar dispuestos a beber. ¿Seremos capaces?

martes, 22 de marzo de 2011

Cesad de obrar mal, aprended a obrar bien defendiendo al oprimido, al huérfano y a la viuda


Is. 1, 10.16-20;

Sal. 49;

Mt. 23, 1-12

‘Oíd la palabra del Señor… escucha la enseñanza de nuestro Dios…’ ¿Cuál es la verdadera penitencia que es agradable al Señor, el arrepentimiento que Dios nos pide?

El profeta invita al pueblo a purificarse y arrepentirse de sus malas acciones y pecados. Como un símbolo del pueblo pecador menciona a Sodoma y Gomorra, a sus príncipes y a todo el pueblo. Eran imagen de iniquidad y perversión por lo que habían sido castigadas aquellas ciudades con fuego bajado del cielo. Pero ahora invita a la penitencia y al arrepentimiento asegurándole que ‘aunque sus pecados sean como la grana, como nieve blanquearán, aunque sean rojos como escarlata, como lana blanca quedarán…’ Ya sabemos cómo nos lava y purifica la sangre de Cristo derramada para nuestra salvación.

¿Qué es lo que habrán de hacer? ‘Cesad de obrar mal, aprended a obrar bien, buscad la justicia, defended al oprimido, sed abogados del huérfano, defensores de la viuda…’ No se trata solamente de corregir lo malo que se esté haciendo, cambiar la conducta, sino que hay que volcarse en las obras de la justicia, del amor y la misericordia. El amor y la misericordia con que actuemos nos será tenido en cuenta para el perdón de nuestros pecados; el amor y la misericordia con la que actuemos con los demás serán las mejores señales de nuestro arrepentimiento y cambio de vida. ‘Al que sigue buen camino, le haré ver la salvación de Dios’ fuimos repitiendo en el salmo.

Hemos de tenerlo muy en cuenta en este camino de arrepentimiento y conversión que vamos haciendo mientras nos preparamos para la pascua. Podríamos recordar muchos textos y momentos del evangelio. A la que mucho amó, se le perdonaron sus muchos pecados. Y la señal grande que Zaqueo daba de su arrepentimiento y cambio de vida, fue precisamente no sólo el devolver generosamente lo que había robado, sino también compartir todos sus bienes con los pobres y necesitados. Serán señales de autenticidad y de verdad.

Es de lo que nos habla Jesús en el evangelio. Entre los discípulos de Jesús no caben actitudes hipócritas, no valen las apariencias, sino lo que importa es una autenticidad de vida en lo que hacemos. No vale el decir, sino el hacer. No nos podemos quedar en señales externas como para que nos vean sino lo que salga desde lo más profundo de nuestra interioridad. Las señales externas de nada servirían si no van acompañadas de esa autenticidad que nace del corazón.

Y aunque tengamos una función de responsabilidad dentro de la comunidad nunca podemos sentirnos superiores sobre los demás, sino que precisamente por eso es más importante la sencillez y la humildad. Radicalmente hay que alejar de nosotros esas posturas en que nos veamos por encima de todos y lo que busquemos sean reverencias y honores.

‘No os dejéis llamar maestro… no os dejéis llamar padre… no os dejéis llamar jefes… el primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’. Qué bueno sería que supiéramos escuchar estas palabras de Jesús y convertirlas en norma y estilo de nuestra vida.

Caminos de humildad, sencillez y amor que hemos de recorrer. Son las señales que hemos de ir dando en nuestra vida que verdad queremos seguir los caminos de Jesús. Es también la señal de nuestro verdadero arrepentimiento y conversión al Señor alejando de nosotros todo pecado.

lunes, 21 de marzo de 2011

Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados


Dan. 9, 4-10;

Sal. 78;

Lc. 6, 36-38

‘Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados’, repetíamos en el salmo; ‘que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados…’

En la presencia del Señor, con sinceridad de corazón nos sentimos pecadores. Apelamos a que somos el pueblo del Señor, su pueblo elegido y amado - ‘nosotros, pueblo tuyo, ovejas de tu rebaño’- pero tenemos que reconocer que somos un pueblo pecador. Es nuestro pecado personal, de cada uno de nosotros, pero es el sentirnos también pueblo pecador.

Es lo que se expresa en la oración de Daniel, en la primera lectura. ‘Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y normas…’ Y va desgranando el profeta toda esa maldad del corazón del hombre, que rechaza el mandamiento del Señor, pero rechaza también a aquellos que como enviados del Señor vienen a llamarnos a la conversión. ‘No hemos escuchado a tus siervos los profetas…’

En este camino cuaresmal que vamos haciendo con deseos de purificación y renovación de nuestra vida es como vamos también sintiéndonos, pueblo pecador que quiere convertirse al Señor. En la medida que vamos dando pasos y queriendo acercarnos al Señor vamos viendo la realidad de nuestra vida, nuestra condición pecadora que nos arrastra por caminos de frialdad, de infidelidad al Señor, de pecado. También cuántas veces nos hacemos oídos sordos a las llamadas que nos hace el Señor. Continuamente en nuestra oración y en la liturgia vamos manifestando que somos pecadores y pedimos la misericordia y compasión del Señor. ‘Ten piedad de nosotros’, repetimos muchas veces en distintos momentos a través de la celebración litúrgica.

Así con sinceridad tenemos que sentirnos delante del Señor, pero apelamos a su misericordia y compasión. Por eso escuchamos también lo que hoy nos dice el evangelio que nos invita a poner actitudes buenas en nuestro corazón: misericordia, compasión, perdón, acogida y aceptación de los demás, generosidad en todos los aspectos de nuestra vida. Aunque muchas veces nos cueste tener esas buenas actitudes para con los demás queremos hacerlo porque queremos parecernos al corazón compasivo y misericordioso del Señor. Con su gracia podemos realizarlo. El nos da la fuerza de su Espíritu para que nosotros tengamos esas buenas actitudes en nuestro corazón.

‘Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará…’

Muchas veces hemos proclamado y rezado con los salmos ‘el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad’. Así ahora nos pide Jesús que actuemos nosotros de la misma manera cuando humildemente nos acercamos a El para pedirle que tenga compasión y misericordia de nosotros que somos pecadores.

Así lo rezamos también en la oración que Jesús nos enseñó cuando le vamos a pedir perdón: ‘perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…’ Queremos perdonar porque también queremos ser perdonados. Ya escucharemos la parábola de Jesús que nos enseña a nosotros ser compasivos con los demás y perdonar para ser nosotros perdonados. Que ya sabemos que si amamos muchos, se nos perdonarán nuestros muchos pecados.

‘No nos trates, Señor, como merecen nuestros pecados’, le pedimos al Señor. Pero que no sólo nos convirtamos al Señor cuando reconocemos nuestro pecado y le pedimos perdón, sino que al mismo tiempo comencemos a tener buenas actitudes y sentimientos hacia los demás.

domingo, 20 de marzo de 2011

Transfiguración para vernos envueltos por la nube luminosa de la resurrección

Gén. 12, 1-4;

Sal. 32;

2Tim. 1, 8-10;

Mt. 17, 1-9

Ponerse en camino, subir a lo alto de la montaña, marchar al silencio de la soledad para la oración, aunque los caminos sean inciertos o desconocidos, aunque la subida sea costosa, aunque en la soledad del silencio una nube nos envuelva en el misterio; son imágenes que se nos presentan en este segundo paso cuaresmal significativas de lo que ha de ser nuestro camino hacia la Pascua, hacia la luz, hacia el misterio de Cristo. Es toda una llamada, una invitación, una vocación para tomar parte en los trabajos transformadores del evangelio que nos conducen a una vida santa.

Abrahán se puso en camino ante la llamada de Dios y su camino, aunque costoso, será camino de bendición. Los discípulos suben con Jesús a lo alto de la montaña para sumergirse en el silencio de la oración y podrán llegar a vislumbrar la gloria de Dios al contemplar a Cristo transfigurado. Envueltos en una nube luminosa, signo de la presencia de Dios con ellos, podrán llegar a descubrir quien en verdad es el Jesús que con ellos ha caminado los caminos de Palestina y ahora sabrán ciertamente que es el Hijo amado y predilecto de Dios a quien tienen que escuchar.

Aunque quisieran quedarse para siempre en aquel éxtasis divino habrán de bajar de la montaña para seguir el camino del Evangelio que pasará por la cruz y conducirá a la resurrección. Entonces sí que podrán anunciar lo que han visto, entonces podrán ya proclamar que Jesús es el Señor, porque es el Hijo de Dios a quien escuchar y a quien seguir, y que es al mismo tiempo nuestra única salvación. Y es que ahora se sentirán llamados e invitados a vivir una vida nueva, una vida santa en fidelidad al evangelio de Jesús.

Jesús había comenzado a anunciarles lo que iba a ser su Pascua, porque el Cordero Pacual había de ser inmolado, y El había sufrir la pasión y la muerte, porque sería rechazado y condenado, entregado en mano de los gentiles y había de morir en la cruz; al mismo tiempo siempre les hablaba de resurrección y de vida, pero ellos no terminaban de entender, es más, se escandalizaban de que eso pudiera sucederle a su Maestro.

Para que comprendan mejor Jesús se los lleva a la montaña alta para orar para que lleguen a entender lo que ha de ser su Pascua. Han de subir, aunque cueste, porque eso significará alejarse de ruidos ajenos y de propios pensamientos o ideas de lo que tenía que ser el Mesías. Costará subir porque hay que desprenderse de muchos pesos muertos de apegos y de ataduras; costará subir y no podemos olvidar que la pascua de Jesús pasa por la pasión y la muerte para poder llegar a la resurrección.

Allí Jesús les manifestaría la verdad del misterio de Dios que en El estaba transfigurándose como un anticipo de la gloria de la resurrección. Para que se afirme su fe, para que comprendan todo el misterio de Dios, para que lleguen a entender todo lo que ha de significar la pascua en su vida. ‘Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz’. Era el brillo de la luz de Dios.

Nos está enseñando Jesús a ponernos en camino, a subir a la montaña, a vaciarnos de pesos muertos, a apartarnos de nuestros ruidos para en el silencio de la oración poder encontrar a Dios. No es con ideas tomadas de aquí o de allá, de lo que pueda opinar cualquiera que siempre hay quien quiere opinar y saber de todo, cómo podremos llegar a saborear todo ese misterio de Dios que en el evangelio se nos revela. Cuántas voces escuchamos por aquí o por allá de lo que tiene que ser la religión, lo que tiene que ser o hacer la Iglesia, lo que tienen que ser o hacer los sacerdotes hoy.

Tenemos que aprender a ir al Tabor de la oración, aunque nos cuesten las subidas o se nos hagan fatigosos los caminos, sean dolorosos los momentos en que tengamos que arrancarnos de nosotros mismos, o aunque a veces también nos durmamos mientras intentamos meternos en el misterio de Dios. Tenemos que aprender a hacer ese silencio y ese vacío de ruidos o de apegos para que escuchemos esa voz de Dios en nuestro corazón, y para que comience a brillar la luz de Dios en nuestra vida disipando las nubes de nuestras oscuridades o nuestras dudas.

Fijémonos en lo que nos dice el Papa en el mensaje de la cuaresma de este año: El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor’.

Sumerjámonos en este evangelio de la transfiguración del Señor de este segundo domingo de Cuaresma. Porque nosotros también en Cristo hemos de sentirnos transfigurados, porque también el Padre s quiere llamarnos hijos muy amados. Y es que ‘con Cristo sois sepultados en el Bautismo y con él también habéis resucitado’. Y es desde entonces, desde nuestro Bautismo, cuando ya el Padre del cielo nos llama también a nosotros hijos. En el Bautismo, por la fuerza del Espíritu, ya nos hemos llenado de la vida de Dios, nos hemos hecho partícipes de la vida de Dios y somos hijos.

Cuánto tenemos que transformar en nuestra vida para que brille así la luz de la gracia, la luz de Dios en nosotros. La Cuaresma este este tiempo santo que la Iglesia nos ofrece, como ya hemos dicho, para que nos miremos y nos purifiquemos arrancando tantas cosas que nos puedan llenar de oscuridad; para que mirando la luz de Dios que brilla en Cristo así nos llenemos de su luz en la medida en que seamos más santos.

Tenemos que escuchar a Jesús, como nos señala el Padre desde el cielo en el Tabor. Escuchar a Jesús, escuchar su palabra. Como nos dice el Papa ‘meditándola e interiorizándola para vivirla diariamente, aprendemos una forma preciosa e insustituible de oración porque la escucha atenta de Dios que sigue hablando a nuestro corazón, alimenta el camino de fe que iniciamos en el día del bautismo…’ Oración, que nos lleva a encontrarnos con Dios y entrar en comunión con El, que nos abre a la eternidad y a la trascendencia porque nos llena de la esperanza que no nos falla, la esperanza de la vida eterna.

Nosotros ahora nos disponemos a celebrar la Pascua, nos estamos preparando con este camino cuaresmal que estamos haciendo. Si nos vamos dejando conducir por el Señor, por esa Palabra que nos ilumina, por todo lo que vamos sintiendo allá en nuestro interior en esa subida a la montaña de la oración de cada día, podremos celebrarla con todo sentido. Porque sentiremos el paso de Dios que se acerca a nosotros para llenarnos de su vida, y no temeremos entonces que en esa pascua haya muerte en nosotros en todo eso que tenemos que transformar, en todo eso de lo que tendremos que irnos desprendiendo para que pueda brillar la luz de Cristo en nuestra vida.

Que al final nos veamos también envueltos por la nube luminosa de la resurrección. Pongámonos en camino como Abrahán que Dios nos llevará siempre a un camino de bendición.