sábado, 22 de enero de 2011

Necesitamos voces proféticas que nos despierten para vivir el Reino de Dios hoy


Hebreos, 9, 2-3.11-14;

Sal. 46;

Mc. 3, 20-21

‘Vinieron a llevárselo,, porque decían que no estaba en sus cabales’. Mientras la gente se agolpa a la puerta de la casa de Jesús ‘que no los dejaban ni comer’, sus familiares quieren llevárselo, porque no terminan de entender lo que Jesús está haciendo.

‘Los fariseos se habían puesto a planear con los herodianos la forma de acabar con Jesús’ porque no entendían la manera de actuar de Jesús, que como decían ellos no respetaba el sábado. Antes los escribas dirán que es un blasfemo porque se atribuía el poder de Dios de perdonar pecados. Ahora será la familia también la que no entiende y quieren llevárselo a casa.

Algo nuevo estaba sucediendo con el anuncio del Reino de Dios que Jesús hacía y con su forma de actuar. Había pedido conversión, cambio del corazón para aceptar la Buena Noticia que anunciaba, pero a muchos les podía parecer que eran muchos los cambios. Sin embargo la gente sencilla descubre esas maravillas que Jesús hace y como decían en ocasiones ‘un gran profeta ha aparecido entre nosotros’. Pero eso sucede siempre que se plantean cosas nuevas. ‘Tú estás loco, no sabes lo que haces…’ frases así escuchamos muchas veces en gentes que quieren afirmarse en su inmovilismo frente a alquien que plantea cosas nuevas.

Y los profetas siempre encontraron oposición a sus mensajes denunciadores de una vida no concorde con lo que era la voluntad del Señor. Los santos que arriesgan todo por una radicalidad de vida conforme al Evangelio y según lo que sienten en su interior que les pide el Espíritu del Señor también han encontrado reacciones de ese tipo. Visionarios, radicales, ilusos son las cosas más suaves que escuchan cuando plantean la radicalidad del seguirmiento de Jesús.

Necesitamos profetas y santos en nuestro mundo de hoy que nos despierten porque algunas veces parece que andamos adormilados y tenemos el peligro de caer en una rutina que nos lleva a una tibieza de vida y que nos puede hacer caer en una muerte espiritual. Por otra parte tenemos el peligro de dejarnos envolver por esos contravalores que nos ofrece el mundo y como vemos que todos lo hacen así y pueden parecernos tan felices nosotros podemos caer también en esas redes.

Pero el Señor siempre nos ha enviado esos profetas de Dios en todos los tiempos para ayudarnos a despetar. En todos los momentos de la historia y cuando parecía que las cosas podían ser más difíciles para la iglesia o para el cristianismo siempre han surgido esos santos que como profetas nos han hecho mirar de frente al evangelio para que en verdad nos convirtamos a él.

Podríamos repasar la historia, aunque no es éste el momento más apropiado, pero recordamos a santos y santas como Teresa de Jesús, Juan de Dios, Ignacio de Loyola que en tiempos que no eran fáciles para la humanidad surgieron en la Iglesia. O pensemos en el siglo XIX que no fue un siglo fácil cuantos santos y cuantas congregaciones religiosas surgieron en la Iglesia para mantener esa voz profética que la iluminara con la luz de Dios. En nuestra cercanía tenemos a Santa Teresa Jornet con su congregación de las Hermanitas de los ancianos desamparados, por ejemplo. En nuestro tiempo también el Señor ha ido haciendo surgir esos santos con voz profética, pienso en Teresa de Calcuta, en Juan XXIII o en Juan Pablo II, a quien pronto veremos beatificado, que han ayudado a ese despertar de la Iglesia. Asi podríamos nombrar muchos más.

Que el Señor nos haga descubrir esos profetas de nuestro tiempo y escuchar su voz, aunque para algunos pueda parecer estentórea, que nos ayuden a mirar más de frente al evangelio y a meterlo en el corazón para hacer ese seguimiento vivo de Jesús. Y es que el mundo nos necesita a nosotros también para que con nuestra vida humilde y sencilla, pero iluminada por la luz de Jesús, llevemos también esa luz de Cristo que disipe tantas tinieblas.

viernes, 21 de enero de 2011

Llamó a los que quiso y los hizo sus compañeros


Hebreos, 8, 6-13;

Sal. 84;

Mc. 3, 13-19

‘Subió a la montaña, llamó a los que quiso, y se fueron con El’. Y a continuación el evangelista nos da el listado de los discípulos escogidos con los detalles incluso de los sobrenombres que les puso Jesús o de lo que hicieron.

‘Llamó a los que quiso y se fueron con El’. Les iba a confiar una misión, su mismo misión, pero tenían que ser sus compañeros. ‘Los hizo sus compañeros…’ Los que estaban con El, los que caminaban juntos. Era necesario que estuvieran con El, fueran sus compañeros si les iba a confiar su misma misión. ‘Para enviarlos a predicar, con poder para expulsar demonios’, dice el evangelista. Sólo estando con El aprenderían, más aún podían llenarse de su ser, de su vida para poder realizar su misma obra.

Os confieso que al escuchar este texto del evangelio e ir reflexionando sobre él, primero que nada me miro a mí mismo. Llamado también por el Señor. Los sacerdotes tenemos que escuchar con especial agrado, por así decirlo, este pasaje del evangelio, esta llamada que Jesús hace a aquellos que quieren que estén con El. Me ha llamado el Señor y me ha confiado una misión, también anunciar la Palabra y haciendo el bien liberar a todo hombre de todo mal.

Pero necesito antes estar con el Señor, ser su compañero, caminar a su lado, empaparme de su vida. Compañero viviendo un espiritu de oración grande que me ha sentirme siempre unido al Señor; compañero sintiéndole a mi lado y sintiendo su palabra allá en lo más hondo de mi corazón; compañero con una espiritualidad especial nacida de mi sacerdocio. No podría de otra manera realizar la misión que me confía.

Pienso al meditar este texto y compartirlo con vosotros en todas aquellos que en la Iglesia ejercen algun ministerio especial, se han consagrado al Señor o viven comprometidos en el apostolado. Prolongan también en sus vidas la misión del Señor. Han de ser también compañeros del Señor. Sin esa unión con El en la oración, en la escucha y la meditación de la Palabra del Señor no podrían realizar su misión. Porque no van a realizar obra, sino la obra del Señor. Cuánto hemos de crecer en espiritualidad entonces.

Pero tendríamos que decir que todos los que escuchan este evangelio escuchan también Palabra de Dios para sus vidas. A todos tiene algo que decir el Señor. Por nuestra fe también todos, en nuestra condición de bautizados, de cristianos, hemos de vivir unidos al Señor. Hay también una llamada e invitación del Señor a estar con El. Todo cristiano ha de vivir una espiritualidad profunda, que es unión con el Señor para dejarme conducir por su Espíritu. Desde esa espiritualidad vivirán su ser cristiano allí donde está su vocación, en la vida familiar y el matrimonio, en el trabajo y el ejercicio de una profesión, en la vida de relación con los demás y en todo el compromiso social que viva en medio de la comunidad.

‘Llamó a los que quiso y se fueron con El… los hizo sus compañeros…’ Y pensamos en los sacerdotes; y pensamos en los religiosos/as que se han consagrado al Señor; pero pensamos en todos los que viven un compromiso apostólico en medio de la Iglesia; pero pensamos también en todos los cristianos, porque todos estamos invitados a estar con El. Cuántas cosas más podríamos decir.

jueves, 20 de enero de 2011

El martirio de san Sebastián un aliento y un estímulo para nuestra fe y nuestro amor


Hebreos 10, 32-36;

Sal. 1;

Mt. 10, 17-22

La celebración de los mártires siempre es un motivo de alegría y de aliento en nuestra esperanza para nuestro camino de fe, para el camino de la vida cristiana, que muchas veces no se nos hace fácil. El testimonio de su fortaleza, de su entrega, de su fe, de su amor hasta el final nos ayuda a nosotros a luchar también para mantenernos firmes en esa fe, fortalecidos en esa lucha de amor, alentados en esa superación que cada día queremos realizar en nuestra entrega y en nuestra vida cristiana.

Celebramos hoy a san Sebastián, un santo de gran devoción en el pueblo cristiana y al que tantas veces se le ha invocado como abogado celestial en momentos difíciles de epidemias y de pestes a través de la historia. Su imagen, con el cuerpo asaeteado por las flechas nos habla de su sufrimiento y enteresa en el martirio. Nacido en Milán había entrado al servicio del emperador en sus ejércitos quizá con el deseo de poder ayudar a los cristianos en las persecusiones que sufrían desde su posición privilegiada en los ejercitos. Pero prefirió, podíamos decir, la carrera del ejército celestial antes que el servicio ciego a los hombres que pudieran apartarle de su camino de rectitud y de fe. Así se enfrentó a todos prefiriendo la muerte antes que desertar del ejército de Jesús.

La Palabra del Señor escuchada en nuestra celebración nos ayuda a comprender el testimonio valiente hasta el martirio de su vida y nos ayuda en nuestras propias luchas de fidelidad y amor como cristianos. En el evangelio escuchamos el anuncio de Jesús. ‘Os entregarán a los tribunales… os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa; así daréis testimonio ante ellos y los gentiles…’

Ante ese anuncio de Jesús por una parte tenemos la promesa de la asistencia del Espíritu Santo que nos dará la fuerza necesaria. ‘No os preocupéis de lo que váis a decir o de cómo lo diréis… no seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros…’

Cuando leemos las actas de los mártires que nos narran su martirio uno se admira del valor con que actuaban, de las palabras valientes que pronunciaban, de la entereza con que reaccionaban ante los tormentos que sufrían. Así ha sucedido en los mártires de todos los tiempos. Tenemos que pensar en la fortaleza de la fe, en la fuerza del Espíritu del Señor, que Jesús nos prometió que no nos faltaría en esos momentos difíciles. Si con fe miramos nuestra propia vida quizá también nos podamos sentir admirados por reacciones valientes que hemos podido tener nosotros también en momentos difíciles. Con mirada de fe veamos esa asistencia del Espíritu del Señor.

Por otra parte nos alienta también lo que Jesús nos dice en las Bienaventuranzas cuando nos habla de que seremos felices y dichosos cuando seamos perseguidos, calumniados, o vejados por el nombre de Jesús. Y nos dice que nuestra recompensa será eterna, nuestra recompensa es el Reino de los cielos. ¿No merece, pues, con tal recompensa esa fortaleza con que hemos de manifestarnos en momentos así?

En la carta a los Hebreos que estos días hemos venido escuchando y hoy tambien de manera especial se nos ha proclamado se hace ya referencia a esos sufrimientos que están sufriendo los cristianos de aquellas primeras comunidades. Como nos dice hoy ‘pues compartísteis el sufrimiento de los encarcelados, aceptasteis con alegría que os confiscaran los bienes sabiendo que teníais bienes mejores y permanentes. No renunciéis, pues, a vuestra valentía que tendrá una gran recompensa…’

Es el aliento, como decíamos al principio, que recibimos del testimonio de los mártires. Que ellos intercedan por nosotros ante el Señor, que san Sebastián a quien hoy celebramos e invocamos, interceda por nosotros para que tengamos también esa valentía de la fe y también demos ese testimonio cristiano en medio de nuestro mundo. Nos costará, pero la recompensa que esperamos del Señor es grande, porque nos hará partícipes para siempre del Reino de los cielos.

miércoles, 19 de enero de 2011

Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec


Hebreos, 7, 1-3.15-17; Sal, 109; Mc. 3, 1-6

‘Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec’, es lo que hemos repetido en el salmo. Aunque muchas veces la liturgia nos ofrece este responsorio, sacado precisamente del mismo salmo 109 que hoy hemos rezado y con el que hemos respondido a la Palabra de Dios que se nos ha ido proclamando no sé si a todos nos dice o significa algo lo que decimos.

El texto de la carta a los Hebreos hoy proclamado ha hecho referencia también a Melquisedec del que nos dice que es ‘rey de Salem, sacerdote del Dios Altísimo’ y que ‘su nombre significa rey de justicia y lleva también el título de rey de Salem, es decir, rey de paz’. Abraham a la vuelta de la batalla contra sus enemigos, cuando le sale al encuentro Melquisedec que le da pan y vino y lo bendice, le ofrece los diezmos de toda su conquista.

¿Quién era este personaje al que vemos en relación con Abrahán al que le salió al encuentro y lo bendijo a la vuelta de sus batallas y a quien ofrece pan y vino? Aparece en el Génesis y realmente todo lo que se nos dice es lo que ahora nos ha repetido la carta a los Hebreos. Y como se nos explica en la carta es imagen del Sacerdote eterno que es Cristo Jesús, el que tiene ‘el sacerdocio que dura para siempre’.

Por eso para nosotros es imagen del nuevo sacerdocio en Cristo Jesús. No es imagen del sacerdocio de la Antigua Alianza, del Antiguo Testamento, el Sacerdocio de Aarón que tenía una ascendencia y una prolongación familiar. No es imagen del sacerdocio donde se ofrecían sacrificios y holocaustos de animales todos los días, sino del sacerdocio de Cristo el que se ofreció de una vez para siempre por nosotros en el sacrificio de la cruz. El Sacerdocio de Cristo es único e irrepetible porque es un sacerdocio para siempre. Cristo Jesús el Pontifice que además es sacerdote, víctima y altar al mismo tiempo. Pues es Cristo mismo el que se ofrece a si mismo como ofrenda y como víctima de salvación y redención para todos nosotros.

‘El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote eterno, según el rito del Melquisedec’, sacerdote para siempre, pero que nos hace participar de su sacerdocio real como nos enseñaría la carta de san Pedro. ‘Vosotros, en cambio, sois linaje escogido, sacedocio regio y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable’.

Consagrados fuimos en el Bautismo con el Crisma Santo para ser con Crito ‘sacerdotes, profetas y reyes’. Así pues nos unimos a Cristo para con Cristo también nosotros ofrecernos al Padre, para ofrecer el sacrificio espiritual y verdaderamente agradable a Dios. Como decimos en la primera plegaria eucarística, el canon romano, ‘dirige tu mirada serena y bondadosa sobre esta ofrenda: acéptala como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abraham nuestro padre en la fe, y la oblación pura de su sumo sacerdote Melquisedec’.

Cristo es, pues, el que tiene el sacerdocio eterno, el sacerdocio para siempre. Cristo, como Melquisedec, rey de paz y rey de justicia. Así lo proclamamos y lo reconocemos cuando cantamos a Cristo Rey y cuando cantamos y celebramos a Jesucristo sumo y eterno sacerdote. Cómo nos recuerda el pan y vino ofrecido por Melquisedec a Abraham el pan y vino de la Eucaristía donde es Cristo mismo el que se nos ofrece en el signo del pan y el vino eucarísticos como alimento y como vida y salvación para nosotros. Una imagen de la Eucaristía en la que Cristo se nos da.

Muchas cosas podríamos concluir para nuestra vida. Unidos a Cristo sacerdote y unidos al sacrificio de Cristo ofrecemos también nuestra vida con sus dolores y alegrías al Señor como ofrenda agradable a Dios. Cada uno de los momentos de nuestra vida unidos a Cristo adquieren un valor y una riqueza grande, porque en todo lo que es nuestra vida hemos de saber ver siempre la gracia del Señor que nos ama. Melquisedec, sacerdote del Dios altísimo que es al mismo tiempo rey de justicia y rey de paz nos recuerda cómo hemos de vivir nosotros ese Reino de Dios que Jesús nos anuncia, que es reino de paz y de justicia, de amor y de perdón.

martes, 18 de enero de 2011

El sábado para el hombre no el hombre para el sábado

El sábado para el hombre no el hombre para el sábado

Hebreos, 6, 10-20; Sal. 110; Mc. 2, 23-28
‘Oye, ¿Por qué hacen – tus discípulos – en sábado lo que no está permitido?’ Ahora son los fariseos. Ya sabemos era el partido de los observantes y estrictos cumplidores de la ley.
Atravesaban un sembrado y eso que se hace casi inconscientemente los discípulos cogían espigas que estrujaban en sus manos para comer sus granos. Pero era sábado y lo que hacían podía considerarse un trabajo. Estaba estrictamente tasado y determinado lo que se podía hacer y lo que no se podía hacer el sábado. Era el día del Señor y en consecuencia del descanso. Pero los fariseos lo llevaban en todo su rigor hasta límites en cierto modo incomprensibles. Eran esclavos del cumplimiento de la ley. ¿Era eso lo que en verdad quería el Señor?
Les recuerda Jesús hechos que la misma Escritura narraba como el caso de David con sus seguidores que comió de los panes presentados en la casa del Señor de los que sólo podían comer los sacerdotes. Por eso Jesús termina sentenciando: ‘El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado’. Será un tema, el del sábado, que volveremos a encontrar en otras ocasiones a lo largo del evangelio.
Es cierto que era el día del Señor – para nosotros los cristianos bien sabemos que es el domingo, porque en el primer día de la semana resucitó el Señor – y el día del Señor dedicado al descanso es sobre todo para que lo dediquemos al culto al Señor. Pero es también la búsqueda del bien del hombre, de la persona. También en la norma legal que nos recoge la ley mosaica ya podríamos ver esa preocupación por el hombre, por el respeto a la persona y a su dignidad, que conllevaría ese descanso en su trabajo no sólo como una recuperación de fuerzas, sino también como motivo y tiempo para el encuentro y la relación con la familia y con las demás personas. Es buena, pues, esa legislación en cuanto que también busca el bien de la persona como se recoge en las leyes de todos los pueblos.
Pero nuestra relación con el Señor no la podemos tener simplemente desde una postura legalista como nos refleja la actitud de los fariseos. Tendrá que ser en verdad una ofrenda de amor que le queramos hacer al Señor con toda nuestra vida. De lo contrario, quedándonos sólo en el mero cumplimiento, perdería todo su sentido y valor. Es lo que nos quiere enseñar Jesús. Porque no podemos ser esclavos nunca de la norma o de la regla que tengamos, sino que con ello lo que buscaremos será el bien de la persona y en este caso del culto al Señor del que estamos hablando el poder hacer esa mejor ofrenda de amor.
Todo esto nos podría llevar a hacernos otras reflexiones. Una primera reflexión es sobre esas interpretaciones tan rigoristas o literales que muchas veces se hacen de las palabras de la Biblia sin saberle encontrar su verdadero sentido. Muchos leen textos del Antiguo Testamento en un sentido literal en sus interpretaciones sin pasarlos por el tamiz del Evangelio, de Jesús, del Nuevo Testamento. Olvidamos que será Jesús el que va a darle plenitud a toda esa ley y desde Jesús y su evangelio hemos de saberle dar la interpretación más correcta. Y será la Iglesia, en su sabiduría y con la asistencia del Espíritu, quien en verdad nos pueda ayudar. ‘Quien a vosotros escucha, a mi me escucha’, dijo Jesús a sus apóstoles. Podría llevarnos esto a una más extensa reflexión.
Por otra parte, como decíamos, para nosotros el día del Señor es el domingo, porque nosotros tenemos como centro de nuestra fe y en consencuencia de nuestra vida cristiana, la resurrección del Señor. Fue el primer día de la semana – en la ordenación de la semana de los pueblos antiguos, y este caso de los judíos era el sábado el día septimo, luego el día siguiente que para nosotros es el domingo es el día primero – en el que resucitó el Señor. Recordemos lo que hemos oído tantas veces de cómo las mujeres al amanecer de aquel primer día fueron muy temprano al sepulcro a embalsamar el cuerpo del Señor, pero encontraron la tumba abierta y que el Señor había resucitado.
La reflexión tendríamos que hacerla preguntándonos cómo vivimos nosotros el día del Señor. Es el día en que de manera especial los cristianos nos reunimos para celebrar la Eucaristía, y es también un día de descanso. Un día para el culto al Señor, en el que nos alimentamos de su Palabra y de su Eucaristía, pero un día propicio para ese encuentro familiar y para ese encuentro con los demás. Un día que tendríamos que vivir con una alegría prounda desde esa fe y desde ese encuentro con el Señor. Un día santo porque también queramos dedicarlo a los demás, a las obras del amor y de la misericordia. ¿Será así cómo lo celebramos y lo vivimos? Muchas cosas quizá tendríamos que revisar.

lunes, 17 de enero de 2011

Ser odre nuevo para el vino nuevo del Evangelio


Hebreos, 5, 1-10;

Sal. 109;

Mc. 2, 18-23

Cuando Jesús comenzó a anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios invitaba a la gente a la conversión para creer en el Evangelio que proclamaba. Los signos acompañaban su predicación como un medio, podríamos decir, para acrecentar la fe en El y se fuera logrando esa transformación de los corazones.

Pero muchas veces tenemos como endurecido el corazón en las cosas que hacemos y nos cuesta aceptar lo nuevo que nos propone Jesús y aceptar que tenemos que cambiar nuestra mentalidad y nuestro corazón para llegar a comprender el sentido del Reino que Jesús nos anuncia.

Es lo que vemos que le va sucediendo a la gente cuando escucha a Jesús o cuando contemplar su nueva forma de actuar o la novedad del evangelio. La gente sencilla y humilde se entusiasma con Jesús y sus corazones se llenan de esperanza, pero hay gente, sin embargo, a los que les cuesta aceptar toda esa novedad del Evangelio de Jesús porque eso quizá les obligará a un cambio de actitudes y posturas, o a un cambio en la forma de vivir y de entender incluso la relación con Dios.

Por fijarnos en algunas de las cosas aparecidas en los textos del evangelio escuchados en los últimos días, primero fue el aceptar que Jesús tuviera poder para perdonar pecados y así mostrara su corazón misericordioso y compasivo para decirnos que así es el amor que Dios nos tiene.

Luego sería la llamada de Leví y el sentarse Jesús a la mesa con toda clase de gente, con publicanos y pecadores, porque como nos decía el médico es para los enfermos y no para los sanos y el ha venido no a llamar a los justos sino a los pecadores. Hoy es la cuestión del ayuno, que si los discipulos de Juan y de los fariseos ayunan y los discípulos de Jesús no lo hacen.

La respuesta de Jesús es contundente, porque si había dicho que El venía a buscar no a los justos sino a los pecadores, ahora les pone la imagen del novio y de la boda, que si los amigos están en el banquete de bodas no van a estar ayunando sino que estarán participando de la alegría del novio, de la alegría del banquete de bodas. La llegada del Reino de Dios, nos dirá en sus parábolas será como un banquete de bodas al que todos estamos invitados y en ese banquete tendrá que brillar la alegría, la comunión y la amistad y no tiene por qué estar cargada de tintes negros.

Pero Jesús nos dirá más. Habla del remiendo que no se puede poner con un paño nuevo en un paño viejo y ajado, ni de los odres viejos que no podrán contener la fuerza del vino nuevo. ¿Qué nos quiere decir Jesús? Recordemos lo que ya comentábamos de lo anunciado por Jesús. Para aceptar la buena nueva del Reino hay que convertirse de verdad, hay que darle la vuelta a la vida. No valen los apaños, los arreglitos, las componendas, sino que el corazón tenemos que hacerlo nuevo porque tenemos que ser hombres nuevos.

Y eso nos cuesta. Queremos nadar y guardar la ropa. Queremos nadar entre dos aguas. Y no quiero poner otras frases más fuertes. De ahí la tibieza con que andamos en la vida. ‘Porque no eres frío ni caliente, te vomitaré de mi boca’, escucharemos al ángel del Apocalipsis decir en nombre del Señor a una de las Iglesias de la antigüedad. Ya nos dirá Jesús que con Él o contra Él, porque ‘el que no recoge conmigo, desparrama’.

Eso nos va pidiendo más valentía y radicalidad a la hora del seguimiento de Jesús. Pero eso lo iremos logrando en la medida en que nos sintamos cogidos desde lo más hondo del corazón por el amor del Señor. Por eso es tan importante ese conocimiento que hemos de tener de Jesús cada vez más grande, ese crecimiento en el amor considerando en verdad cuánto es el amor que El nos tiene.

Pidámosle al Señor que nos conceda ese don de ser ese odre nuevo para ese vino nuevo que El nos ofrece en el Evangelio.

domingo, 16 de enero de 2011

El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo


Is. 49, 3.5-6;
Sal. 39;
1Cor. 1, 1-3;
Jn. 1, 29-34


He de confesar que cuando me he dispuesto a preparar la celebración de este domingo segundo del tiempo ordinario, repasando todos los textos de la celebración, no sólo la Palabra proclamada sino también las distintas oraciones que nos ofrece como propias la liturgia de este día, me he fijado de manera especial en una de las oraciones,
Nos recuerda algo muy importante que siempre hemos de tener presente en toda celebración de fe, en toda celebración cristiana. Es el ‘hoy’ de la salvación que celebramos. No hacemos un mero recuerdo como podríamos recordar otros hechos históricos. Es memorial del sacrificio de Cristo, decimos, que es lo mismo que vivir ahora, hacer presente sacramentalmente el sacrificio pascual de nuestra salvación.
Pediremos ‘participar dignamente de estos misterios, pues cada vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo se realiza la obra de nuestra salvación’. Se realiza aquí y ahora. Aquí y ahora estamos viviendo la salvación en el misterio de Cristo que celebramos. Algo hermoso que no hemos de olvidar. Algo, por supuesto, que podemos vivir por la fe y desde la fe. Muchas consecuencias se tendrían que sacar para la vivencia de nuestras celebraciones y que nos ayudaría tanto en nuestra vida cristiana.
Litúrgicamente entramos en el tiempo ordinario el lunes pasado una vez celebrado el Bautismo de Jesús. Pero por la Palabra del Señor que hoy se nos ha proclamado, la Palabra que ‘hoy’ nos ha dicho el Señor, podemos decir sigue siendo Epifanía. Es lo que se nos expresa en el texto del Evangelio que sigue teniendo resonancias del Bautismo de Jesús en las palabras del Bautista.
Se nos está manifestando, se nos está señalando, como lo hace el profeta y como lo hace Juan, quién es Jesús: Siervo, luz de las naciones, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, Hijo de Dios. Con estas palabras, progresivamente, se nos va manifestando quién es Jesús y su misión con una hondura grande y que podemos llegar a descubrir porque el Espíritu de Dios nos lo va revelando en el corazón, como le sucedió al Bautista.
‘Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso… desde el vientre me formó siervo suyo’, que nos dice el profeta Isaías. Resuenan de alguna manera las palabras escuchadas en el Jordán: ‘Tú eres mi Hijo, amado, mi predilecto’. El Hijo de Dios que se humilló, se hizo el último, se hizo siervo para su entrega, para su inmolación como el Cordero inmolado en el sacrificio, como el cordero pascual que al comerlo les hacía hacer memoria del paso salvador del Señor que los sacó de Egipto.
Por eso ahora lo señalará Juan como el Cordero de Dios, el que se va a inmolar para quitar el pecado del mundo. Es el Cordero de Dios, pero sobre quien va a bajar el Espíritu en forma de paloma para estar sobre El porque es el Hijo de Dios. ‘Yo lo he visto, dice Juan, y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios’. Juan dice, ‘no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua para que sea manifestado a Israel’. Pero ha recibido revelación de Dios para que pueda dar testimonio. ‘El que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu Santo… ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo… ése es el Hijo de Dios’.
Nos está haciendo referencia a todo lo sucedido en el Bautismo de Jesús en el Jordán; lo que escuchábamos ya el domingo pasado en el relato de Mateo o de cualquiera de los otros sinópticos. Por eso decíamos aunque litúrgicamente en tiempo ordinario de alguna manera sigue siendo Epifanía, manifestación del Señor, de la gloria del Señor.
También nosotros tenemos que escuchar lo que nos señala el Bautista. ‘Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Y confesamos así nuestra fe en Jesús, nuestra salvación, nuestra luz y nuestra vida. Por esa fe en Jesús somos nosotros bautizados en ese bautismo nuevo en el Espíritu. Confesamos así nuestra fe en Jesús el Hijo de Dios, como terminará Juan señalándonos. Pero al mismo tiempo estaremos reconociendo todo lo que al ser bautizados en el Espíritu nosotros recibimos al ser también en el Hijo hijos de Dios, con esa gracia y dignidad nueva que Cristo nos regala.
La liturgia recogerá estas palabras del Bautista haciéndolas suyas para que así nosotros en distintos momentos invoquemos también a Jesús. ‘Señor Dios,Cordero de Dios, Hijo del Padre, tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros… atiende nuestras súplicas’, cantamos y pedimos en el himno del Gloria. ‘Cordero de Dios, tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros… danos la paz’, volveremos a repetir como invocación y como súplica en el rito de la Comunión en la Eucaristía.
Y finalmente al presentarnos a Cristo Eucaristía invitándonos a sentarnos y participar de la mesa del Señor se nos vuelve a señalar: ‘Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Ya no es el cordero de la antigua pascua que comían los judíos cada año recordando el paso del Señor que les liberó de la esclavitud de Egipto, sino que será Cristo mismo al que somos invitados a comer para que se produzcan en nosotros los frutos de la nueva Pascua, la de la Alianza nueva y eterna.
La sangre de aquel cordero marcó las puertas de los judíos como señal para su liberación. La Sangre del Cordero de la Nueva Alianza nos lava y nos purifica, nos da vida, nos llena de gracia, nos marca como los hijos del Reino, nos hace miembros del nuevo pueblo que es la Iglesia. Somos los santos y consagrados en la Sangre y en el Espíritu que invocamos el nombre del Señor para cantar siempre su gloria, como nos señalaba Pablo en la carta a los Corintios.
Dichosos nosotros, sí, que podemos comerle, sentarnos a su mesa, la mesa de los hijos. Dichosos nosotros, sí, que al comerle nos sentiremos inundados de su gracia, de su paz, de su amor, de su vida nueva. Dichosos nosotros por esa santidad a la que nos llama cuando nos ha consagrado en el Espíritu al recibir el Bautismo.
Y todo eso lo celebramos y lo vivimos, como decíamos al principio, no como un recuerdo, sino como algo presente ahora y aquí en nuestra celebración y en nuestra vida. Aquí y ahora estamos viviendo ese momento salvador. Aquí y ahora está Cristo, Cordero de Dios, presente en medio nuestro. Aquí y ahora estamos celebrando todo el misterio de nuestra salvación.
¿Nuestra respuesta a todo este misterio de salvación que celebramos? Primero que nada la fe que nos haga reconocer esa presencia salvadora de Cristo en medio nuestro. Pero también, como hemos dicho en el salmo, ‘aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad’; la ofrenda de nuestro corazón, de nuestro yo, de nuestra vida toda, de nuestra obediencia de fe, del cumplimiento de su voluntad en todo momento. Vivir como esos consagrados que somos, como esos santos tal como nos llama San Pablo.